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Yo, Felipe II. Las confesiones del Rey al doctor Francisco Terrones PDF

263 Pages·2014·1.376 MB·Spanish
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Este libro es a la vez una historia rigurosa y una obra de creación con técnica autobiográfica. A lo largo de la dramática confesión de Felipe II a su predicador, en vísperas de su agonía en El Escorial, y mediante un hilvanado, profundamente humano, de hechos y documentos auténticos, el Rey Prudente nos revela todos los controvertidos misterios de su vida, de su familia, de su ideal. El lector tendrá la oportunidad de conocer a un Felipe II plenamente histórico y humano, y absolutamente diferente de las interpretaciones rutinarias. 2 Ricardo de la Cierva Yo, Felipe II Las confesiones del Rey al doctor Francisco Terrones ePub r1.0 jandepora 05.11.14 EDICIÓN DIGITAL 3 Ricardo de la Cierva, 1989 Editor digital: jandepora ePub base r1.2 Edición digital: epublibre, 2014 Conversión pdf: FS, 2020 4 Para Mercedes XXX 5 EL LEGAJO DE FRANCISCO TERRONES Desde la antevíspera de Santiago, en este año de 1598, su majestad el Rey don Felipe, que santa gloria haya, no salió de sus aposentos en el monasterio. Después de su lenta jornada desde Madrid pareció reanimado unas semanas por el aire y el tempero de la sierra que él había domeñado en estos muros. Hasta que le reventaron a la vez la hidropesía y la gota, toda la piel se le afloró de llagas purulentas que dañaban mucho más a su espíritu, por ser él tan exageradamente limpio y aseado de cuerpo, que su olfato, del que siempre había carecido aunque éste fuera el mayor de sus secretos que sólo reveló a su adorada esposa Isabel de Francia y a mí, ya casi en la agonía. Pero aunque los médicos le habían prohibido toda ocupación y despacho, de que ya se encargaban el Príncipe y sus consejeros, con los del Rey, no se avenía a dejar en silencio las horas de la tarde que durante toda su vida había dedicado a gobernar el mundo. Desde el primero de septiembre me llamó a media tarde sin faltar una sola vez. Retirado el habitual sopor de las mañanas, y tras beber algunos concentrados que le preparaban los médicos, quiso recordarme, punto por punto, su vida terrible y altísima, desde las puertas de la muerte. «Algunas veces me habéis reprochado, maestro Terrones, que sumido en un océano de papeles durante más de medio siglo, no he seguido el ejemplo de mi padre el César, que jalonó con su pluma los momentos más importantes de su vida; y que por eso habré de contentarme con que, al no haber permitido tampoco las 6 crónicas de Corte, sean mis enemigos —Pérez, Orange— quienes desde su traición expliquen al mundo mi historia». Me paró con un gesto cuando apunté una excusa. «No, si tenéis razón. Durante muchos años he pensado que mis hechos, fielmente ordenados en mis papeles abrumadores, serían irrebatibles. Pero estos días he logrado repasar los cuadernos más íntimos y reservados que he ido formando con los papeles más importantes, y compruebo que no basta. En esos papeles están los hechos y las fechas y las firmas; pero casi siempre les falta la vida, el alma. Están escritos en cada momento dado, y presuponen una información y una actitud común en quien los escribe y los recibe. »Por eso he decidido llamaros, Terrones, después de haberos oído tantas veces desde esta habitación cuando predicáis. Me ayudaré de los papeles para presentaros los capítulos, secretos y públicos, de mi vida, con la serenidad de quien ha cumplido con su deber principal, con la nostalgia por los momentos felices y los triunfos en pos de mi ideal, el recuerdo lacerante de tantos dolores familiares, tantas equivocaciones con los hombres y conmigo mismo, tanto sufrimiento de los demás que en todo o en parte a mí se debe. No hace mucho quise resumir ante el Príncipe mi hijo, que no se mostraba muy dispuesto a comprenderme, las principales lecciones de mi vida. Se las comuniqué en presencia de quienes sospecho y temo serán sus consejeros principales, para que al menos aprovechen a ellos. Pero a vos no quiero dar lecciones sino ofrecer ordenadamente mis recuerdos, para que algún día puedan aprovechar a quienes han de venir después de nosotros y para que, si lo juzgáis oportuno, se los comuniquéis al propio príncipe cuando se le pase la borrachera del poder. No me interrumpáis; en estas jornadas hablaré como quien habla a la muerte, y a la vida que hay tras ella». 7 Dichas estas palabras suave y firmemente, me fue explicando la disposición de los cuadernos en que había reunido sus documentos principales del reinado, y que había mandado colocar junto a su lecho, en unos anaqueles bajos de los que se habían retirado, salvo los Evangelios y las Memorias de su padre el César, los cuarenta y siete libros, casi todos de religión, que formaban su biblioteca de uso diario para antes del reposo. Había ordenado los cuadernos según el hilo de su vida, y los papeles se agrupaban en ellos por cada conjunto de acontecimientos, que ahora deseaba ofrecerme según sus claves interiores. Y así, cuando me hube familiarizado con todo, me citó para la tarde siguiente y quedó rezando en silencio. Entonces comprendí la razón que asistía a aquel embajador de Venecia cuando me dijo: «Al Rey lo que realmente le gusta es estar solo». Y yo iba a penetrar, en servicio de quienes han de venir, los secretos de esa soledad. 8 NOTA PREVIA El doctor Francisco Terrones redactó en los días sucesivos y luego compiló sus anotaciones en las que a veces incluía, por orden del Rey doliente, párrafos de los documentos en que don Felipe se apoyaba para corroborar o ilustrar algún hecho, aunque todo lo guardaba con exactitud en su portentosa memoria. Estos fragmentos originales, además de otros dictámenes posteriores, aparecen en nuestra transcripción moderna subrayados, y al final del libro ofrecemos al lector una relación de las fuentes. En honor a los lectores de hoy hemos adaptado al estilo actual, sin caer por ello conscientemente en el anacronismo, los giros y expresiones del compilador. Que reflejó con fidelidad, en primera persona, las confesiones del Rey ante la muerte, la cual le llegó, en efecto, doce días después de la conversación con que se abre este libro, es decir el 13 de septiembre de 1598. 9 EL CÉSAR Mi madre, Isabel, la Princesa de Portugal, la primera de las cuatro Isabeles que han jalonado mi vida, mi amor y mi tragedia, me hablaba siempre de él, sobre todo en sus ausencias, que eran habituales. Le llamaba siempre, delante de mí, el Emperador; los cortesanos, el César. Seguro que él lo fomentaba; quería, desde que me vio crecer y razonar, que yo fuera, en su día, el Rey. He tenido tiempo para estudiar su vida mejor que él mismo; en sus Memorias, que tengo junto a mí desde su muerte en Yuste, deja de advertir, alguna vez, aspectos esenciales. No enjuiciaré su vida en estas confidencias; el César ha gozado de excelentes cronistas, y yo tengo que contentarme con historiadores que van retrasados, como ese Zurita de Aragón, que dejó sus Anales en los días de mi bisabuelo el Católico. Desde mi infancia soñé con emular a mi padre; pero bien pronto comprendí que tendría que hacerlo por caminos enteramente distintos. Y ojalá tuviera yo la confianza en mi hijo que mi padre tenía, al morir, en mí; porque llegó a conocerme tanto como yo a él. Yo hube de ir a Europa desde el corazón de España; él era un europeo que vino a España en 1517, diez años antes de yo nacer, sin más idea que hacer de Castilla —no comprendía al principio lo que era España aunque fue el primer rey que se llamó de España— una plataforma para sus ambiciones imperiales en Europa. Me enseñó, con sus conversaciones, con sus instrucciones y sobre todo con su ejemplo, algo que había alumbrado en nuestra familia su abuela Isabel de 10

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