WILLIAM SHAKESPEARE: HAMLET VIDA Y TRAYECTORIA Muchos son los puntos oscuros en la biografía de William Shakespeare. Hijo de un próspero comerciante, nació en 1564 en Strafford-on-Avon. Debió de hacer estudios en la escuela de su ciudad natal, pero parece que su padre lo sacó de ella para colocarlo de aprendiz. Sabemos seguro que se casó a los dieciocho años y que tuvo varios hijos. Diez años más tarde (en 1592), lo encontramos en Londres cosechando sus primeros triunfos como actor y autor. Se dice –pero nada es seguro– que se había escapado a la capital, donde comenzó guardando los caballos a la puerta de los teatros, para hacerse luego actor y comenzar su obra defendiendo dramas de otros autores. Debió de pertenecer a varias compañías, antes de entrar en la protegida por el lord Chambelán. A partir de entonces, comienza su éxito y su fortuna. Pronto posee su propia compañía, que se instala en el Teatro del Globo a partir de 1599. En aquellos años, partiendo de los géneros usuales del “teatro isabelino”, Shakespeare ha ido enriqueciendo su arte en más de una docena de obras de diverso tipo, con predominio de las piezas históricas y de la comedia, elevada esta a calidades eminentes como en La fierecilla domada o El sueño de un noche de verano. En conjunto, lo que domina en su producción hasta 1600, y salvo alguna muestra trágica (como Romeo y Julieta), es un tono risueño. A partir de 1600, su obra se hace más grave. Vienen sus comedias llamadas “sombrías” (por ejemplo, A buen fin no hay mal principio), a la vez que Julio César o Hamlet (1602) preludian resueltamente su época de las grandes tragedias: Otelo, El rey Lear, Macbeth... ¿Se debe este período a amarguras personales, a alguna honda crisis? Bien pudo ser, pero, desgraciadamente, nada sabemos de su vida íntima de aquellos años (1602-1607). En todo caso, esta evolución resulta coherente con la índole de los tiempos (el paso del reinado de Isabel al de Jacobo I, años difíciles) y con un consiguiente giro en los gustos del público. También es posible, simplemente, que Shakespeare se considerara llegado a una madurez capaz de emprender las más altas empresa dramáticas. Pero, en 1608, la “etapa sombría” termina; vuelve a la comedia, al final feliz. Sus últimas obras respiran una grandiosa serenidad y una paz superior que culmina con La tempestad (1611). Shakespeare se retira entonces y pasa sus últimos años en su ciudad natal, en donde le llega la muerte el día en que había de cumplir cincuenta y dos años (el 23 de abril de 1616). Ese mismo día muere en España Cervantes. 1 OBRA Y SISTEMA DRAMÁTICO Shakespeare no es só1o un gran dramaturgo, sino también uno de los más grandes poetas líricos y narrativos ingleses. No hemos de detenernos, sin embargo, en este sector de su producción: nos limitaremos a citar su largo poema Venus y Adonis (inspirado en Ovidio y muy del gusto de la época), y a destacar que sus sonetos – más de ciento cincuenta – figuran entre lo más hermoso de la lengua inglesa y suponen una de las cimas de la poesía amorosa de todos los tiempos. Su obra dramática se compone de treinta y siete piezas, entre tragedias, comedias y dramas; producción escasa, si se compara con la de algunos dramaturgos coetáneos españoles. Pero la limitación en cantidad le hizo ganar en intensidad dramática y en perfección poética. En los apartados siguientes examinaremos los aspectos de contenido de cada uno de los géneros que cultivó. En este, aludiremos a los principales rasgos formales de su construcción teatral. El sistema dramático de Shakespeare desborda totalmente los moldes y reglas del arte clásico (su única coincidencia con él es mantener los cinco actos del modelo clásico). En efecto, no encontraremos en su obra ni unidades ni uniformidad de estilo; las formas métricas serán variadas, e incluso se mezclarán la prosa con el verso en una misma obra. Interesa insistir, especialmente, en la mezcla de lo trágico con lo cómico, con un aspecto particular: la utilización del “clown” por Shakespeare. Las compañías inglesas de la época contaban con un actor cómico así llamado, que representaba el papel de gracioso o el de fool (loco y bufón). Pues bien, el genio de Shakespeare elevó este papel a una altura insospechada: en sus “gracias” llegará a encerrar sentencias de singular hondura filosófica, dentro de una visión cínica y desengañada de la vida. Así podría verse en El rey Lear, donde el bufón desempeña una función importantísima. En Hamlet, veremos a dos clowns (los famosos sepultureros); pero el mismo Hamlet, al fingir la locura, no hace sino asimilar el papel del clown o fool y alzarlo a un nivel superior. Esta inclusión de una veta cómica hasta en las más estremecedoras tragedias es la base de lo que se ha llamado el comic relief, un contrapunto cómico que realza los temas y episodios más graves, oponiéndoles como un espejo irónico o deformante. Esta faceta, tan alejada de la “pureza” clásica, constituye, sin duda, una de las aportaciones más originales de Shakespeare. LAS COMEDIAS Partió Shakespeare de una fórmula ya consagrada: la comedia novelesca y de enredo, de raíces terencianas e italianas. Nos encontraremos, pues, con intrigas amorosas que se entrecruzan, salpicadas de dificultades, de celos, de malentendidos provocados por parecidos entre personajes o por disfraces, etc. Pero el genio de Shakespeare enriquece tal materia, convencional en principio, dándole una inconfundible hondura humana. Los tipos estereotipados, 2 propios de aquel género, se convierten en criaturas vivas, individualizadas. Por otra parte, la poderosa imaginación del autor renueva continuamente el placer de los espectadores con giros inesperados, o le llevan a mezclar la fantasía con la realidad. En el estilo, en fin, se conjugan las mayores exquisiteces con el más sabroso lenguaje popular. Todo ello se observa ya en las comedias de su primera época, de entre las que citaremos La comedia de las equivocaciones (basada en una obra De Plauto), La fierecilla domada (de tema también tratado por Lope de Vega y procedente de un famoso apólogo de don Juan Manuel), El sueño de una noche de verano (una de las cimas de la comedia fantástica), Los dos hidalgos de Verona, Las alegres casadas de Windsor, etc. En las dark comedies (las “comedias sombrías” de 1601 a 1604) los temas graves –en el fondo, nunca ausentes de su obra– cobran especial densidad: el conflicto entre apariencia y realidad, los límites de la felicidad, la muerte, etc., empañan de cierta melancolía obras como A buen fin no hay mal principio y Medida por medida, entre otras. Finalmente, y como hemos indicado, la serenidad y el optimismo caracterizan sus últimas comedias, como Cuento de invierno o La tempestad, prodigio esta última de fantasía y lirismo. LOS DRAMAS HISTÓRICOS La inspiración en temas nacionales es esencial en el teatro isabelino (como en el español de la misma época). A esta línea corresponden diez de las obras de Shakespeare, desde los tres dramas sobre Enrique VI (sus primeras obras, de 1592) a Enrique VIII (tal vez su última obra), pasando por Ricardo III, Enrique V, etc. En conjunto, los dramas históricos de Shakespeare abarcan unos dos siglos de historia de Inglaterra, del siglo XIII al XV, con sus guerras, sus luchas dinásticas, sus conjuras... Ya en sus antecesores, el drama histórico tenía como función el llevar ante el pueblo la propia historia, a menudo con la intención de justificar el actual reinado de paz frente a las tormentosas épocas anteriores. Pero Shakespeare no es un historiador: en sus dramas se interesa, más que por los acontecimientos, por los hombres. En efecto, busca lo humano por detrás del personaje histórico; de ahí, el alcance universal de sus dramas. Así, en Ricardo III ve una encarnación de la iniquidad; o en Falstaff, personaje de varios de sus dramas, descubre una fuerza vital y cínica inolvidable. Por lo demás, Shakespeare encierra en sus dramas históricos, con una fuerza inusitada, aquella violencia tan del gusto de la época. Algunos de ellos, como Ricardo III, son intensas tragedias. Podemos adjuntar a este epígrafe sus “piezas romanas”: Julio César, Antonio y Cleopatra, etcétera. También en ellas supera el autor lo puramente histórico para atender a los conflictos interiores de los personajes. Su fuente es Plutarco, y 3 –como en el historiador latino– el enfoque es predominantemente moral. Julio César, una de sus obras más vivas, es una meditación sobre la tiranía; el personaje verdaderamente trágico es Bruto, un “idealista puro”, casi diríamos un “intelectual”, lanzado a pesar suyo a la acción por imperativos morales de justicia. LAS GRANDES TRAGEDIAS Aparte de las que ya hemos citado entre los dramas (insistamos en que la frontera entre dramas y tragedias es difícil de establecer aquí), sabemos que Shakespeare había cultivado ya en su primera época este género, del que es muestra famosa Romeo y Julieta. Y luego, preludiada por Hamlet, vendría la época de la madurez trágica, con Otelo, El rey Lear, Macbeth y alguna más. De Hamlet, sin duda su obra más famosa, si no la más perfecta, nos hemos de ocupar especialmente. Demos breve noticia de los demás títulos. Romeo y Julieta (1597) se inspira en una historia italiana, aunque con el probable influjo de La Celestina (traducida al inglés desde 1530). Sus protagonistas, amantes por encima de la implacable enemistad entre sus familias, han traspasado todas las épocas como modelos de un amor juvenil que salta por encima de convenciones y barreras y sucumbe como consecuencia de aquellas. Otelo (1604), basado en una “novella” italiana (de Cinthio), es la tragedia de los celos. El protagonista, hombre de natural violento, se ve arrastrado por las sospechas que hace nacer en él Yago. Piedad suscitan tanto Desdémona, la víctima inocente, como el ofuscado Otelo. Pero, sin duda, la máxima creación de la obra es Yago: resentido, de una habilidad diabólica para manipular a los demás personajes; él es el verdadero motor de la tragedia. El rey Lear (1604-1605), basado en una leyenda céltica, es el drama de la ingratitud filial. Lear, vilipendiado y abandonado por sus dos herederas, se ve arrastrado a la desesperación, la locura y la muerte, sin que pueda impedirlo el tierno amor de su tercera hija, a la que él había desheredado. Pero en su compleja trama, aquel tema inicial se ensancha en los más intensos enfrentamientos entre fidelidad y deslealtad, amor y odio, pureza y degradación; en suma, un enfrentamiento entre el Bien y el Mal en que éste alcanza toda su fuerza destructora (y autodestructora). La intensidad de la tragedia, que raya con lo insostenible, supone la más alta cima, sin duda, del teatro shakespeariano. Macbeth (1606?) desarrolla un suceso de la historia de Escocia. Lady Macbeth, impulsando a su marido al asesinato del rey Duncan, se ha convertido en paradigma de la funesta ambición, destructora y autodestructora. Toda la tragedia está traspasada por el horror: horror del crimen, horror de los remordimientos, horror del desenlace; y todo rodeado por un ambiente estremecedor. 4 ALCANCE Y VALOR DEL TEATRO DE SHAKESPEARE Profundamente inserto en el ambiente teatral de su tiempo, Shakespeare logró, sin embargo, transformar y marcar con su potente genio los géneros y materias que tocó. Alzó a una insuperable dignidad géneros populares que tenían mucho de convencional. Si los asuntos de sus obras no son, en principio, originales (pues están tomados de crónicas medievales, de relatos italianos o de dramas anteriores), él les dio, en su tratamiento, una profundidad y un sentido nuevos, universales. Su hondo conocimiento del corazón humano le permitió pulsar las más variadas cuerdas de la emoción y conectar con la diversa sensibilidad del más amplio público, y esto en todos los tiempos y lugares. Pero, por encima de todo, Shakespeare es el gran troquelador de prototipos universales de una pasión o de un carácter. Así, Otelo quedó para siempre como encarnación de los celos; Macbeth, de la ambición; Hamlet, de la duda paralizadora; Romeo y Julieta, del amor juvenil desgraciado... Pero, a la vez –y he aquí lo asombroso–, son personas vivas, de carne y hueso. Y esto no sólo es válido para sus grandes héroes, sino también para los personajes secundarios. HAMLET EL ASUNTO Y LOS TEMAS La tragedia de Hamlet, príncipe de Dinamarca (compuesta hacia 1601) se basa en una leyenda nórdica transmitida por viejas crónicas y sagas, hasta llegar a obras que Shakespeare conoció (como las Histoires tragiques, 1580, del francés F. Belleforest). Y hay referencias de un Hamlet no conservado, atribuido a Thomas Kyd. La obra se inscribe en un género típico del teatro isabelino: la tragedia de la venganza. Se tratará, en efecto, de la exigencia que se le presenta al protagonista de vengar la muerte de su padre. De las convenciones del género tomó Shakespeare los elementos esenciales; pero, una vez más, los reelaboró con su genio portentoso, alcanzando cimas –u honduras– inolvidables. Ante todo, la originalidad no estará en la acción, sino en los personajes. El drama se interioriza: lo que más nos interesa es lo que pasa por dentro de Hamlet (sin que dejen de pasar cosas “por fuera”). Son sus dudas, sus vacilaciones y su angustia lo que estará en el centro de la tragedia. Por eso dedicaremos enseguida un apartado especial al protagonista. Pero, antes, citemos otros componentes temáticos que se entrelazan con el tema central: 5 la ambición o la sed de poder, que impulsa a Claudio al fratricidio; la infidelidad de la madre o la inconsistencia de los afectos humanos; el amor de Hamlet y Ofelia; el amor filial, unido al sentimiento del honor familiar. Se notará que lo último concierne por igual a Hamlet y a Laertes. Si el deber de honrar al padre obliga a Hamlet a la venganza, su error al matar a Polonio desencadena el mismo deber en Laertes. En definitiva, en la obra se desatan y se entrelazan tremendas fuerzas opuestas: lealtad y deslealtad, fidelidad y traición, amor y odio. Y todo ello, a veces, en un mismo personaje, originando desgarradoras contradicciones. EL TIPO DE HAMLET Partiendo de la figura del vengador, Shakespeare construye un personaje de una complejidad insospechada. Acabamos de decir que su indecisión es el centro de la obra. Su demora en vengarse es lo que fundamenta el drama. Se ha dicho siempre que Hamlet es el drama de la reflexión paralizadora, de la oposición íntima entre reflexión y acción. Las dudas de Hamlet estarán presentes casi desde el principio y se hacen especialmente intensas en algunos momentos: en el final del acto II, en el celebérrimo monólogo del acto III (To be or not to be...), en otras escenas de los actos III y IV. El talante meditativo de Hamlet explica, por lo demás, las dimensiones que este da a su problema. El descubrimiento del alevoso crimen le lleva a sentirse en un mundo “podrido”: un mundo dominado por la mentira, la perfidia, la ambición y la bajeza. Su misión conlleva algo más que desenmascarar a los infames: se trata de restablecer un orden descompuesto, lo que alcanza proporciones inmensas, por ejemplo, en las frases con que termina el acto I: “¡El mundo está fuera de quicio! ¡Oh suerte maldita! ¡Que haya nacido yo para ponerlo en orden!” Todo ello desencadena en Hamlet una crisis profunda. Todo se le derrumba: pierde toda fe en el hombre, pierde el apego a la vida; hasta el amor se diría que pierde sentido para él (véanse sus diálogos y su conducta con Ofelia). El horizonte se le llena de interrogantes angustiosos a los que no encuentra respuesta. Y así cae en la más profunda amargura. Tales sentimientos hallarán cauce en su fingida locura. En principio, es un recurso encaminado a facilitar sus planes de venganza; pero pronto se convierte en mucho más: es un elemento capital de la construcción dramática, que no sólo le permite determinadas actuaciones sino que, sobre todo, hace posible la expresión más amarga y agresiva de su pensamiento desengañado. Se diría que su “locura” es la actitud que corresponde a su sentimiento de estar en un mundo sin sentido. En cualquier caso, no nos cansaremos de admirar, en sus palabras, la deslumbrante mezcla de dislates y pensamientos profundos. 6 OTROS PERSONAJES Anticipemos algunas ideas sobre otros actores del drama. La madre, Gertrudis, y el nuevo rey, Claudio, son los responsables del crimen y, por tanto, de la fuente o desencadenante de la tragedia. Ella representa la infidelidad, pero llegará a cargarse de un desgarrador patetismo (final del acto III). Claudio encarna plenamente la ambición y la perfidia; es capaz de todo para eliminar los obstáculos o las amenazas (hasta hacer matar a Hamlet) ; también le torturan las inquietudes, pero es incapaz de arrepentimiento, aunque lo desea patéticamente (acto III, esc. 3ª). En un plano muy distinto está Ofelia, con su delicadeza, su dulzura, su lirismo. Es por excelencia el personaje puro (frente a tanta degradación) ; es la encarnación del amor (frente a los odios). Y será víctima del mecanismo desatado por la inquietud, a la vez que su locura –locura realahora– y su muerte darán un impulso decisivo a las fuerzas que conducen a la catástrofe en la que su hermano desempeñará un papel fundamental. Laertes, por su parte, es el hijo fiel y el hermano a quien el destino otorga también el papel de vengador (vengador contra vengador). De carácter fogoso y cegado por el dolor y la furia, será fácilmente arrastrado a la complicidad con el rey. Pero, al final, vencerá lo que en él hay de noble, aunque demasiado tarde. En todos estos casos, se trata de criaturas vivas, dotadas de espesor humano, de rasgos individualizadores, en lo que se muestra la fuerza de Shakespeare para animar a sus personajes. De menor relieve serán otras figuras. En polos opuestos estarán Horacio, el fiel amigo, y los arteros Rosencrantz y Guildenstern. Aunque episódicos, serán inolvidables los dos sepultureros. Y Polonio, ridículo como algún otro personaje, introduce el típico “contrapunto cómico”. El papel de todos ellos, y de otros como Fortimbrás, se precisará en la lectura. LA “FILOSOFÍA" DE HAMLET Antes nos hemos referido a la concepción de la vida del protagonista. Conviene insistir en la carga de ideas que ofrece la obra. Hay una “filosofía” o visión del mundo que va desgranándose en frases subrayables a lo largo de la obra y que halla expresiones imborrables en algunos pasajes que destacaremos en la guía de lectura. He aquí las ideas principales. El mundo es un caos sin sentido, dominado por las pasiones y los engaños. Los hombres intentan vanamente ser felices; son “pobres juguetes de la Naturaleza”, arrastrados por fuerzas que los desbordan. El tiempo lo destruye todo a su paso: belleza, afectos... Y así, la vida está marcada 7 por la caducidad y la inconsistencia. La muerte– omnipresente en toda la obra– sería deseable, pero el más allá parece terriblemente incierto. Advirtamos que es arriesgado atribuirle a Shakespeare esta concepción de la vida: son las ideas de su protagonista; por tanto, no deben considerarse sino como elementos integrantes de la “atmósfera” dramática de la obra. Lo cierto, sin embargo, es que nos ponen ante una concepción desengañada de la vida que se corresponde muy bien con aquella época incierta (y que anticipa, para nosotros, lo que será la concepción de ciertos escritores barrocos). En cualquier caso, Hamlet es considerado como el prototipo del drama de ideas. Pero debe subrayarse que las ideas aparecen aquí perfectamente encarnadas en los personajes y en la acción. Y se trata, por lo demás, de una obra de acción densa como reflejará un esquema de su desarrollo. LA ESTRUCTURA O DESARROLLO DE LA ACCIÓN Será útil tener presente desde ahora un esquema del contenido de los cinco actos de que consta la obra. Advirtamos, sin embargo, que la división en actos y escenas no se debe a Shakespeare, sino a sus editores. Tal división se hizo pensando en la que establecían ciertos preceptistas. El desarrollo de la obra coincide en parte y, en parte, desborda tal estructura, así como otros postulados de la preceptiva clásica. Dejando los detalles para su momento, he aquí un sucinto cuadro. Acto I. Corresponde fielmente al planteamiento: Aspecto central es la aparición de la Sombra del padre y la revelación de su asesinato. Otros aspectos son la boda de la madre y Claudio, o la cuestión de Noruega (Fortimbrás), pero destaca el tema del amor de Hamlet y Ofelia, de lo que se habla en una escena que divide este acto en dos. Acto II. Es, en cierto, modo, un "puente" entre el I y el III. El elemento dominante es la "locura" de Hamlet. Con la aparición de los comediantes, se prepara la representación teatral que ocupará un puesto esencial del acto III. Acto III. Constituye, en buena medida, un clímax. Su centro es la representación teatral: la reacción del rey confirma su culpabilidad. Otro momento "fuerte" es el diálogo de Hamlet con su madre. En esa escena, Hamlet mata a Polonio, creyendo que era el rey. Antes ha habido otros momentos importantes: el famoso monólogo, el diálogo entre Hamlet y Ofelia, la ocasión desaprovechada de realizar la venganza... 8 Acto IV. También puede considerarse un acto "puente" entre el III y el V. Hay, en cierto sentido, una atenuación de la tensión (anticlímax). Asistimos, sobre todo, a las secuelas de la muerte de Polonio: destierro de Hamlet, etc. EI protagonista estará ausente de la escena en buena parte de este acto y pasará a primer término la locura y muerte de Ofelia (con sus consecuencias: furia de Laertes, con quien se confabula el rey). Acto V. Desenlace o catástrofe. Tras el regreso de Hamlet y el entierro de Ofelia, se precipita la acción a su final. Se verá cómo confluyen en la escena del duelo todas las fuerzas que se habían ido desatando. Sin entrar –repetimos– en detalles que se verán en la guía de lectura, haremos unas observaciones: Ante todo, insistamos en la densidad de la acción (aunque, paradójicamente, se trate de una obra sobre la reflexión paralizadora). En efecto, continuamente “pasan cosas”, se suceden peripecias, lances, giros inesperados (véanse especialmente los actos IV y V). El análisis detallado mostrará el inexorable encadenamiento de las acciones. Se verá cómo se anuncian o se preparan acciones que se cumplirán en una escena o acto posterior. O cómo se imbrican las acciones secundarias con la acción principal. Ejemplo máximo sería el encadenamiento entre la muerte por error de Polonio, la locura de Ofelia, la furia de Laertes, la alianza entre este y el rey, etc. A la insuperable maestría que revela esta construcción o desarrollo de la acción, se unirá el admirable arte de la suspensión (evitemos el anglicismo suspense). Shakespeare domina todos los recursos capaces de intrigar y hasta inquietar al espectador. Lo veremos. EL QUEBRANTAMIENTO DE LAS “UNIDADES”. ESPACIO Y TIEMPO Como sabemos, el teatro shakespeariano surge al margen de las reglas clásicas. Acabamos de señalar, junto a la acción principal, unas acciones secundarias, aunque subordinadas a aquella. Pero el desbordamiento de las unidades clásicas es evidente en cuanto al espacio y el tiempo. No hay unidad de espacio. Alternan –digamos– “exteriores” e “interiores”. Y dentro del mismo castillo de Elsinor (ámbito fascinante) pasamos de unas estancias a otras con la mayor movilidad, con la mayor libertad: todo al servicio de lo que pida la acción. Aún más llamativa puede resultar la despreocupación por el tiempo de la acción. Su transcurso es curiosamente impreciso. Se diría que al autor le 9 interesa el encadenamiento de las acciones, pero no su exacto desarrollo cronológico. Incluso es difícil “encajar” ciertas acciones en el tiempo: mientras algunas –las principales– se suceden con aparente rapidez, otros personajes hacen largos viajes (y hasta una guerra en Polonia...). Téngase en cuenta, en especial, al estudiar los actos IV y V. OTROS RASGOS DE LA TRAGEDIA SHAKESPEARIANA Si, en muchos aspectos, Shakespeare se sale de los moldes de la tragedia “clásica”, en otros su obra responde a las más puras raíces de la tragedia. Veamos rasgos de lo uno y lo otro. El destino o la fatalidad (la ananké de los griegos, el fatum de los romanos) tiene un peso abrumador en la obra. “El destino me llama a voces”, dice Hamlet en el acto I. Y ya hemos aludido al encadenamiento inexorable de causas y efectos que arrastran al protagonista. Una manifestación de este tema es el papel que desempeñan los augurios funestos (desde el comienzo) y otros presagios de la catástrofe, hasta los angustiosos presentimientos de Hamlet cerca ya del final (acto V, esc. 3ª). También hallaremos en la obra el característico pathos trágico: el hondo patetismo y el sufrimiento que marca al mundo humano de Hamlet y que, como sabemos, alcanza proporciones angustiosas en el protagonista. En nombre de ese pathos, Shakespeare no retrocedía ante lo que los autores neoclásicos (no así los griegos) considerarían “excesos” (p.e., la acumulación de muertes). Pero ya señalamos que el teatro isabelino se orientaba a sacudir la sensibilidad de un público acostumbrado a espectáculos fuertes y hasta truculentos, a la violencia y a la sangre. Tampoco se evita –en nombre de la “verosimilitud”– la presencia de lo sobrenatural (o “lo maravilloso”). No hará falta señalar el papel de la Sombra, o espectro del rey asesinado. En franca oposición con la preceptiva clásica está, como se sabe, la presencia de elementos cómicos. Es el llamado comic relief (literalmente, “respiro o alivio cómico”), que constituye un original contrapunto de la acción trágica. Concierne esta veta cómica a ciertos personajes ridículos (Polonio, p.e.); mayor alcance adquiere con los dos sepultureros (dos clowns), que se enfrentan con los temas más graves como oponiéndoles un espejo deformante, irónico. Pero donde esta veta humorística cobra una dimensión asombrosa es precisamente en la locura de Hamlet. Él mismo dice en cierto momento que desempeña el papel de bufón, con lo que dicho papel –ya lo apuntamos– queda elevado a una superior altura. Y con ello se da entrada a ese humor amargo, con perfiles de sátira desengañada, que constituye la máxima expresión de la convivencia entre lo trágico y lo cómico. 10
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