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vladimir nabokov PDF

117 Pages·2007·0.85 MB·English
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VLADIMIR NABOKOV Habla, memoria Una autobiografía revisitada Traducción de Enrique Murillo PROLOGO Esta obra es un montaje sistemático de recuerdos personales que se extienden geográficamente desde San Petersburgo hasta St. Nazaire, y que abarcan treinta y siete años, de agosto de 1903 a mayo de 1940, con unas pocas incursiones hacia el espacio-tiempo posterior. El artículo que dio inicio a la serie corresponde ahora al Capítulo quinto. Lo escribí en francés, con el título de «Mademoiselle O», hace treinta años y en París, donde Jean Paulhan lo publicó en el segundo número de Mesures, el año 1936. Hay una fotografía (recientemente publicada en James Joyce in Paris, de Gisèle Freund) que conmemora este acontecimiento, salvo que se me identifica de forma errónea (en el grupo de Mesures que descansa en torno a la mesa de piedra de un jardín) como «Audiberti». En los Estados Unidos, a donde emigré el 28 de mayo de 1940, «Mademoiselle O» fue traducido al inglés por Hilda Ward, revisado por mí, y publicado por Edward Weeks en el número de enero de 1943 de The Atlantic Monthly (que fue también la primera revista que publicó mis relatos escritos en los Estados Unidos). Mi relación con The New Yorker había empezado (a través de Edmund Wilson) con un breve poema publicado en abril de 1942, al que siguieron otros textos fugaces; pero mi primera composición en prosa no apareció en esa revista hasta el 3 de enero de 1948: fue «Retrato de mi tío» (Capítulo tercero de la obra completa), escrito el mes de junio de 1947 en Columbine Lodge, Estes Parle, Colorado, en donde mi esposa, mi hijo y yo no hubiésemos podido seguir viviendo mucho tiempo más de no haber sido por lo bien que Harold Ross se llevó con el fantasma de mi pasado. La misma revista publicó también el Capítulo cuarto («Mi educación inglesa», 27 de marzo de 1948), el Capítulo sexto («Mariposas», 12 de junio de 1948), el Capítulo séptimo («Colette», 31 de julio de 1948), y el Capítulo noveno («Mi educación rusa», 18 de septiembre de 1948), todos ellos escritos en Cambridge, Massachussetts, en una época de graves tensiones mentales y físicas, así como el Capítulo décimo («Arriba el telón», 1 de enero de 1949), el Capítulo duodécimo («Tamara», 10 de diciembre de 1949), el Capítulo octavo («Transparencias», 11 de febrero de 1950; pregunta de H. R., «¿Erais los Nabokov una de esas familias en las que sólo hay un chiflado?») y el Capítulo primero («Pretérito perfecto», 15 de abril de 1950), todos ellos escritos en Ithaca, Nueva York. De los otros tres capítulos, el undécimo y el decimocuarto se publicaron en la Partisan Review («Primer poema», septiembre de 1949, y «Exiliado», enero-febrero de 1951), mientras que el decimotercero apareció en Harper's Magazine («Habitaciones en Trinity Lane», enero de 1951). La versión inglesa de «Mademoiselle O» fue publicada de nuevo en Nine Stories (New Directions, 1947), y en Nabokov's Dozen (Doubleday, 1958; Heinemann, 1959; Popular Library, 1959; y Penguin Books, 1960); en esa segunda recopilación incluí también «Primer amor», que se convirtió en el preferido de los antólogos. A pesar de que los fui redactando con el desorden que reflejan las fechas de primera aparición que acabo de mencionar, estos capítulos habían ido encajando perfectamente en unos casilleros mentales numerados que seguían el orden que aquí presento. Este orden quedó establecido en 1936, cuando coloqué la piedra angular que ya contenía en su oculto orificio varios mapas, horarios, una colección de cajas de cerillas, un pedazo de cristal color rubí, e incluso —tal como ahora comprendo— la vista que dominaba desde mi balcón del lago de Ginebra, con sus ondas y sus manchas de luz, salpicada hoy, a la hora del té, por los puntos negros de las fochas y los porrones moñudos. No me costó por lo tanto el menor esfuerzo compilar un volumen que Harper & Bros., de Nueva York, publicó en 1951, con el título de Pruebas concluyentes; pruebas concluyentes de que yo había existido. Por desgracia, esa expresión daba a entender que se trataba de una historia de intriga, y decidí titular la edición británica Speak, Mnemosyne pero me dijeron que «las ancianitas no querrán comprar un libro cuyo título no son capaces de pronunciar». También acaricié la idea de titularlo The Anthimion que es el nombre de un adorno basado en la madreselva y que consta de unos complicados entrelazamientos y arracimamientos en expansión, pero no le gustó a nadie; de modo que al final acordamos que fuera Speak, Memory (Gollancz, 1951, y The Universal Library, Nueva York, 1960). Sus traducciones son: al ruso, por el autor (Drugie Berega, The Chejov Publishing House, Nueva York, 1954); al francés, por Yvonne Davet (Autres Rivages, Gallimard, 1961); al italiano, por Bruno Oddera (Parla Ricordo, Mondadori, 1962); al español, por Jaime Piñeiro González (¡Habla, memoria!, Plaza y Janes, 1963); y al alemán, por Dieter E. Zimmer (Rowohlt, 1964). Con esto queda agotada la información bibliográfica imprescindible, que los nerviosos críticos a los que les fastidió la nota que aparecía al final de Nabokov's Dozen aceptarán hipnotizados al comienzo de esta obra, o eso al menos espero. Cuando escribía la primera versión de estos textos en los Estados Unidos me sentí estorbado por mi casi completa carencia de datos en relación con la historia de la familia, y, en consecuencia, por la imposibilidad de verificar mis recuerdos cuando tenía la sensación de que podía estar equivocándome. La biografía de mi padre ha sido ahora ampliada, y revisada. He realizado otras muchas revisiones y adiciones, sobre todo en los primeros capítulos. He abierto ciertos paréntesis herméticos, y permitido que se derramase su contenido aún activo. Ha ocurrido también que algún objeto que no había sido más que un suplente elegido al azar y que no tenía una intervención significativa en el relato de un acontecimiento importante insistía en incomodarme cada vez que volvía a leer un pasaje al corregir las pruebas de las diversas ediciones, hasta que al final, gracias a un gran esfuerzo, las arbitrarias gafas (que Mnemosina ha debido de necesitar más que nadie) se metamorfosearon en una claramente recordada pitillera en forma de ostra, que centelleaba en la hierba húmeda al pie de un álamo temblón del Chemin du Pendu, el lugar en donde encontré aquel día de junio de 1907 una esfinge que raras veces se ve tan al oeste, y el mismo donde un cuarto de siglo antes mi padre había cazado un pavo real muy infrecuente en nuestros bosques del norte. Durante el verano de 1953, en un rancho cercano a Portal, Arizona, en una casa que alquilé en Ashland, Oregon, y en varios moteles del Oeste y del Medio Oeste, conseguí, en los ratos libres que me dejaba la caza de mariposas y la redacción de Lolita y de Pnin, traducir, con la ayuda de mi esposa, Speak, Memory al ruso. Debido a la dificultad psicológica que suponía volver a tratar un tema desarrollado en Dar (The Gift), omití un capítulo entero (el undécimo). Por otro lado, revisé muchos pasajes e intenté remediar los defectos amnésicos del original: puntos en blanco, zonas confusas, solares sombríos. Descubrí así que a veces, por medio de la concentración intensa, podía forzar ciertos tiznones neutros hasta enfocarlos maravillosamente bien e identificar la repentina visión, y darle su nombre al anónimo criado. Para esta edición definitiva de Speak, Memory no solamente he introducido cambios esenciales y copiosas adiciones al texto inglés original, sino que me he servido de las correcciones que fui haciendo mientras lo traducía al ruso. Esta re-anglificación de una nueva rusificación de lo que había sido un recontar en inglés lo que al comienzo fueron recuerdos rusos resultó ser una tarea diabólica, pero obtuve cierto consuelo pensando que esta múltiple metamorfosis, tan familiar para las mariposas, no había sido intentada anteriormente por ningún ser humano. De entre las anomalías de esta memoria, cuyo poseedor y víctima jamás hubiese debido tratar de convertirse en autobiógrafo, la peor es su tendencia a identificar en el recuerdo mis años con los del siglo. Esto produjo una serie de bastante coherentes meteduras de pata cronológicas en la primera versión del libro. Yo nací en abril de 1899, y, naturalmente, durante el primer tercio de, por ejemplo, 1903 tenía cerca de tres años; pero en agosto de ese mismo año, el «3» exacto que me fue revelado (tal como lo describo en «Pretérito perfecto») no se refería de hecho a mis años, que eran «4», y tan cuadrados y elásticos como una almohada de caucho, sino a los del siglo. Del mismo modo, a comienzos del verano de 1906 —el verano en el que empecé a coleccionar mariposas— tenía siete años y no seis como afirmé inicialmente en el catastrófico párrafo segundo del Capítulo sexto. Mnemosina, hay que admitirlo, ha demostrado ser una muchacha muy descuidada. Doy todas las fechas según el calendario gregoriano: en el siglo XIX llevábamos un retraso de doce días en relación con el mundo civilizado, y de trece a comienzos del siglo XX. Según el calendario juliano nací el 10 de abril, al amanecer, en el último año del siglo pasado, y ese día era (si hubiese podido colarme inmediatamente por la frontera) el 22 de abril en, por ejemplo, Alemania; pero debido a que mis aniversarios fueron celebrados, con menguante pompa, en el siglo XX, todo el mundo, yo incluido, al ser desplazado por la revolución y la expatriación del calendario juliano al gregoriano, se acostumbró a sumar trece días, en lugar de doce, al 10 de abril. El error es grave. ¿Qué se puede hacer? En mi pasaporte más reciente leo «23 de abril» en el apartado «fecha de nacimiento», y ésa es también la fecha de nacimiento de William Shakespeare, de mi sobrino Vladimir Sikorski, de Shirley Temple y de Hazel Brown (que, además, comparte mi pasaporte). Este es, pues, el problema. Mi ineptitud para el cálculo me impide tratar de resolverlo. Cuando, después de veinte años de ausencia, regresé por mar a Europa, renové lazos que habían quedado desatados antes incluso de irme de allí. En estas reuniones familiares Speak, Memory fue sometido a juicio. Hubo comprobaciones de detalles, fechas y circunstancias, y averiguamos que en muchos casos había errado, o no había examinado con la suficiente profundidad algún recuerdo oscuro pero no insondable. Ciertos asuntos fueron descartados por mis consejeros como leyendas o rumores o, cuando eran auténticos, quedó demostrado que tenían que ver con acontecimientos o períodos que no coincidían con aquellos a los que mi frágil memoria los vinculó. Mi primo Sergey Sergeevich Nabokov me proporcionó valiosísimas informaciones sobre la historia de nuestra familia. Mis dos hermanas protestaron furiosamente por mi descripción del viaje a Biarritz (comienzo del Capítulo séptimo) y apedreándome con detalles concretos me convencieron de que hice mal en dejarlas a un lado («¡con las nodrizas y las tías!»). Todo aquello que todavía no he sido capaz de elaborar de nuevo a falta de documentación específica, he preferido tacharlo en pro de la verdad del conjunto. Por otro lado, han aparecido cierta cantidad de datos referidos a mis antepasados y otros personajes, que han sido incorporados a esta versión definitiva de Speak, Memory. Confío en llegar algún día a escribir un «Sigue hablando, memoria» que abarque el período 1940-1960, que he vivido en los Estados Unidos: en mis serpentines y crisoles siguen evaporándose ciertos gases y fundiéndose ciertos metales. El lector encontrará en esta obra referencias dispersas a mis novelas, pero en conjunto me pareció que bastaba con los esfuerzos que tuve que hacer para escribirlas, y que debían permanecer en el primer estómago. Mis recientes introducciones a las traducciones inglesas de Zashchita Luzhina, 1930 (The Defense, Putnam, 1964), Otchayanie, 1936 (Despair, Putnam, 1966), Prigla-scheine na kazn', 1938 (Invitation to a Beheading, Putnam, 1959), Dar, 1952, publicada por entregas en 1937-38 (The Gift, Putnam, 1963) y Soglyadatay, 1938 (The Eye, Phaedra, 1965) dan una relación harto detallada, y picante, del aspecto creador de mi pasado europeo. Para los que deseen una lista más completa de mis publicaciones, existe la minuciosa bibliografía elaborada por Dieter E. Zimmer (Vladimir Nabokov Bihliographie des Gesamt-werks, Rowolt, 1.a ed., diciembre, 1963; 2.a ed. revisada, mayo, 1964). El mate en dos movimientos descrito en el último capítulo ha sido publicado de nuevo en Chess Problems, de Lipton, Matthews y Rice (Faber, Londres, 1963, p. 252). Mi invento más divertido, sin embargo, es un problema en el que «las blancas retiran su última jugada y dan mate» que dediqué a E. A. Znosko-Borovski, el cual lo publicó en los años treinta (¿1934?) en el diario de emigrados Poslednie Novosti de París. No recuerdo las posiciones con la suficiente lucidez como para anotarlas aquí, pero es posible que algún amante del «ajedrez de fantasía» (categoría a la que pertenece este problema) lo encuentre algún día en una de esas benditas bibliotecas en las que se conservan periódicos microfilmados, tal como habría que hacer con todos nuestros recuerdos. Los críticos no leerán esta versión tan descuidadamente como leyeron la primera: sólo uno de ellos se fijó en mi «maliciosa pulla» contra Freud en el primer párrafo de la segunda parte del Capítulo octavo, y ninguno descubrió el nombre del gran dibujante al que rindo tributo en la última frase de la segunda parte del Capítulo undécimo. Resulta sobremanera embarazoso que el escritor se vea obligado a señalar personalmente estas cosas. Para evitar ofensas a los vivos o molestias a los muertos, ciertos nombres propios aparecen cambiados. En el índice quedan destacados todos ellos con el uso de signos de interrogación. El principal propósito del índice es el de establecer una útil, para mí, lista de algunas de las personas y temas relacionados con mi pasado. Su presencia fastidiará a los vulgares pero puede que satisfaga a los perspicaces, aunque sólo sea porque Por la ventana de ese índex Trepa una rosa Y a veces una suave brisa ex Ponto sopla. VLADIMIR NABOKOV 5 de enero de 1966 Montreux CAPITULO PRIMERO 1 La cuna se balancea sobre un abismo, y el sentido común nos dice que nuestra existencia no es más que una breve rendija de luz entre dos eternidades de tinieblas. Aunque ambas son gemelas idénticas, el hombre, por lo general, contempla el abismo prenatal con más calma que aquel otro hacia el que se dirige (a unas cuatro mil quinientas pulsaciones por hora). Conozco, sin embargo, a un niño cronofóbico que experimentó algo muy parecido al pánico cuando vio por primera vez unas películas familiares rodadas pocas semanas antes de su nacimiento. Contempló un mundo prácticamente inalterado —la misma casa, la misma gente—, pero comprendió que él no existía allí, y que nadie lloraba su ausencia. Tuvo una fugaz visión de su madre saludando con la mano desde una ventana de arriba, y aquel ademán nuevo le perturbó, como si fuese una misteriosa despedida. Pero lo que más le asustó fue la imagen de un cochecito nuevo, plantado en pleno porche, y con el mismo aire de respetabilidad y entrometimiento que un ataúd; hasta el cochecito estaba vacío, como si, en el curso inverso de los acontecimientos, sus mismísimos huesos se hubieran desintegrado. Tales fantasías no son raras en la infancia. O, por decirlo de otro modo, las primeras y últimas cosas suelen tener un barniz adolescente; a no ser, quizá, que estén supervisadas por alguna venerable y rígida religión. La naturaleza espera del adulto que acepte los dos vacíos negros, a proa y a popa, con la misma indiferencia con que acepta las extraordinarias visiones que median entre los dos. La imaginación, supremo deleite del inmortal y del inmaduro, debería ser limitada. A fin de disfrutar la vida, no tendríamos que disfrutarla demasiado. Yo me rebelo contra esta situación. Siento el impulso de manifestar esa rebelión y vigilar con piquetes a la naturaleza. Repetidas veces, mi mente ha hecho esfuerzos colosales por distinguir hasta las más tenues luces personales en la impersonal tiniebla que hay a ambos lados de mi vida. Esta creencia en que la causa de esas tinieblas no es más que la muralla del tiempo que nos separa a mí y a mis contusionados puños del mundo libre de la intemporalidad, la comparto alegremente con el salvaje más pintarrajeado. He viajado hacia atrás con el pensamiento —un pensamiento que se iba ahusando de forma irremediable a medida que avanzaba— hasta regiones remotas en las que busqué a tientas alguna salida, aunque sólo para descubrir que la prisión del tiempo es esférica y carece de ellas. Menos el suicidio, lo he probado todo. Me he desprendido de mi identidad para pasar por un espectro convencional y colarme así en reinos que existían antes de que yo fuera concebido. He soportado mentalmente la degradante compañía de novelistas y coroneles retirados de la época victoriana que recordaban haber sido, en vidas anteriores, esclavos que llevaban mensajes por las calzadas romanas o sabios sentados al pie de los sauces de Lhasa. He saqueado mis sueños más antiguos en pos de llaves y claves, y permítaseme que declare inmediatamente que rechazo por completo el vulgar, raído y en el fondo medieval mundo de Freud, con su chiflada búsqueda de símbolos sexuales (algo así como buscar acrósticos baconianos en las obras de Shakespeare) y sus rencorosos y diminutos embriones espiando, desde sus escondrijos naturales, la vida amorosa de sus padres. Inicialmente, no tuve conciencia de que el tiempo, tan ilimitado en la primera luz del alba, fuese una prisión. Al escudriñar mi infancia (que es lo que más se parece a escudriñar la propia eternidad) veo el despertar de la conciencia como una serie de destellos espaciados, y los intervalos que los separan van disminuyendo gradualmente hasta que se forman luminosos bloques de percepción que proporcionan a la memoria un resbaladizo asidero. Aprendí a contar y hablar a una edad muy temprana y casi simultáneamente, pero el conocimiento íntimo de que yo era yo y mis padres eran mis padres sólo parece haberse establecido más tarde, y entonces quedó directamente asociado a mi descubrimiento de cuál era la edad de ellos en relación con la mía. A juzgar por la intensa luz que, cuando pienso en esa revelación, invade de inmediato mi memoria con manchas lobuladas de sol que se cuelan por entre capas superpuestas de verdor, el día al que me refiero pudo ser el del cumpleaños de mi madre, al final del verano, en el campo, una fecha en la que hice preguntas y calibré las respuestas recibidas. Así es como deberían ser las cosas según la teoría de la recapitulación; el comienzo de la conciencia reflexiva en el cerebro de nuestro más remoto antepasado debe sin duda de haber coincidido con el despertar del sentido del tiempo. Así, cuando la recién descubierta, fresca y pulcra fórmula de mi edad, cuatro años, quedó confrontada con las fórmulas paternales, treinta y tres y veintisiete, algo me ocurrió. Experimenté una conmoción de efectos tremendamente vigorizantes. Como si me hubieran sometido a un segundo bautismo, de tendencia más divina que el remojón de rito ortodoxo griego sufrido cincuenta meses antes por un aullante, semiahogado, semivictor (mi madre, a través de la entrecerrada puerta, consiguió corregir al chapucero arcipreste, el padre Konstantin Vetvenitski), me sentí sumergido bruscamente en un medio radiante y móvil que era ni más ni menos que el puro elemento del tiempo. El cual era compartido —de la misma manera que los excitados bañistas comparten la reluciente agua del mar— con criaturas que no eran yo mismo pero que estaban unidas a mí por el común fluir del tiempo, un ambiente muy diferente del mundo espacial, que no sólo es percibido por los hombres sino también por los monos y las mariposas. En ese momento tomé aguda conciencia de que el ser de veintisiete años, vestido de suave blanco y rosa, que sostenía mi mano izquierda, era mi madre, y que el ser de treinta y tres años, vestido de severo blanco y dorado, que sostenía mi mano derecha, era mi padre. Entre ellos, que iban paseando, yo caminaba saltando y trotando y saltando otra vez, de mancha de sol en mancha de sol, por el centro de un sendero que hoy en día puedo identificar fácilmente como aquel paseo de robles jóvenes que había en el parque de nuestra casa de campo, Vyra, en lo que fuera la provincia de San Petersburgo. Ciertamente, desde mi actual cresta de tiempo remoto, aislado y casi deshabitado, veo a mi yo diminuto que celebra, en aquel día de agosto de 1903, el nacimiento de la vida consciente. Si quien sostenía mi mano izquierda y quien sostenía mi mano derecha ya habían estado presentes en mi vago mundo infantil, había sido bajo la máscara de un delicado incógnito; pero ahora el atavío de mi padre, el resplandeciente uniforme de la Guardia Montada, con aquel terso y dorado abultamiento de la coraza que llameaba en su pecho y espalda, resplandecía como el sol, y durante varios años a partir de entonces sentí un intenso interés por la edad de mis padres y me mantuve informado al respecto, como un pasajero nervioso que pregunta la hora para comprobar qué tal funciona su reloj nuevo. Mi padre, quiero que se tenga en cuenta, había cumplido su período de instrucción militar mucho antes de que yo naciera, de modo que supongo que aquel día se había puesto las galas de su antiguo regimiento a modo de broma festiva. A una broma, por lo tanto, debo mi primer destello de conciencia completa, lo cual también está relacionado con las hipótesis recapitulatorias, ya que los primeros seres vivos que tuvieron conciencia del tiempo fueron asimismo los primeros en sonreír. 2 Era la cueva primordial (y no lo que los místicos freudianos podrían imaginar) lo que se ocultaba detrás de mis juegos de los cuatro años. Un gran diván tapizado de cretona, con tréboles negros sobre fondo blanco, en uno de los salones de Vyra, emerge en mi mente como el enorme producto de algún cataclismo geológico anterior al comienzo de la historia. La historia empieza (con la promesa de la bella Grecia) no lejos de uno de los extremos de este diván, allí donde una gran mata de hortensias, con brotes azul pálido y también otros verdosos, esconde parcialmente, en un rincón de cuarto, el pedestal de un busto de mármol de Diana. En la pared contra la que está apoyado el diván, otra fase de la historia queda señalada por un grabado gris con marco de marfil: una de esas imágenes de las batallas napoleónicas en las que los verdaderos adversarios son lo episódico y lo alegórico, y en las que aparecen, agrupados en un mismo plano de visión, un tambor herido, un caballo muerto, unos trofeos, un soldado que está a punto de clavarle la bayoneta a otro, y el invulnerable emperador posando con sus generales en medio del congelado combate. Con ayuda de alguna persona mayor, que usaba primero sus dos manos y luego una fuerte pierna, el diván era apartado unos cuantos centímetros de la pared para que formase un estrecho pasillo que, de nuevo con ayuda de otros, quedaba cubierto por un techo formado por los cojines del diván, y cerrado por los dos extremos con un par de sus almohadones. A continuación yo experimentaba el fantástico placer de reptar por ese oscurísimo túnel, en donde permanecía un rato oyendo el zumbido de mis oídos —esa solitaria vibración que tan bien conocen los niños que se ocultan en escondrijos polvorientos— y luego, con un estallido de delicioso pánico, avanzando rápidamente a gatas, llegaba hasta el final del túnel, apartaba de golpe un almohadón, y recibía la bienvenida de una malla de sol proyectada sobre el parqué por el respaldo de mimbre de una silla vienesa en la que un par de juguetonas moscas se posaban por turnos. Una sensación más fantástica y delicada me venía proporcionada por otra cueva, cuando al despertar por la mañana construía una tienda con la ropa de cama y dejaba que mi imaginación jugara de mil confusas formas con las indistintas transparencias nevadas de las sábanas y con la débil luz que parecía penetrar en mi umbrío soto desde cierta inmensa distancia, en la que yo imaginaba extraños y pálidos animales rondando por un paisaje de lagos. El recuerdo de mi cama de barrotes, con sus mallas laterales de vellosos cordones de algodón, me devuelve también el placer de la manipulación de cierto huevo de cristal bellísimo y deliciosamente sólido, residuo de alguna olvidada Pascua; tenía por costumbre masticar una punta de la sábana hasta dejarla completamente empapada, y luego envolvía el huevo en ella a fin de admirar y lamer otra vez el cálido y rojizo fulgor de las tensamente envueltas facetas que atravesaban la tela conservando milagrosamente toda la riqueza de su brillo y su color. Pero aún llegaría a estar más cerca de alimentarme de la belleza. ¡Qué pequeño es el cosmos (bastaría la bolsa de un canguro para contenerlo), qué baladí y encanijado en comparación con la conciencia humana, con el recuerdo de un solo individuo, y su expresión verbal! Quizá sienta un cariño desproporcionado por mis más tempranas impresiones, pero ocurre que tengo motivos para estarles agradecido. Porque me encaminaron hacia un auténtico Edén de sensaciones visuales y táctiles. Una noche, durante un viaje al extranjero en otoño de 1903, recuerdo haberme arrodillado sobre la (más bien delgada) almohadilla de un coche-cama (probablemente en el ya extinguido Train de Luxe mediterráneo, aquel cuyos seis vagones tenían la mitad inferior de su carrocería pintada de color tierra de sombra y el resto amarillo pálido) y haber visto, con una inexplicable punzada de dolor, un puñado de luces fabulosas que me hacían señas desde la lejana ladera de una colina, y que luego caían en una bolsa de terciopelo negro: diamantes que más tarde regalé a mis personajes para aligerar la carga de mi riqueza. Había probablemente logrado soltar y empujar hacia arriba la ornamentada cortinilla del cabezal de mi litera, y tenía frío en los talones, pero permanecí de rodillas, mirando al exterior. No hay nada tan dulce ni extraño como meditar sobre esas primeras emociones. Son propias del armonioso mundo de la infancia perfecta y, en cuanto tales, poseen en nuestra memoria una forma naturalmente plástica que nos permite registrarlas casi sin esfuerzo; sólo a partir de los recuerdos de nuestra adolescencia empieza Mnemosina a mostrarse melindrosa y mezquina. Me atrevería incluso a proponer que, en relación con la capacidad de atesorar impresiones, los niños rusos de mi generación vivieron una época extraordinaria, como si el destino hubiera intentado ayudarles lealmente en lo posible, obsequiándoles con una proporción mayor de la que les correspondía, a fin de prevenir el cataclismo que iba a borrar por completo el mundo que habían conocido. Una vez que lo hubieron acumulado todo, esa extraordinaria capacidad desapareció, del mismo modo que ocurre en el caso de esos otros niños prodigio más especializados: preciosos jovencitos de cabello rizado que agitan batutas o doman enormes pianos, y que con el tiempo acaban convirtiéndose en músicos segundones de ojos tristes y oscuras enfermedades y cierta vaga deformación en sus eunucoides cuartos traseros. Aun así, el misterio individual sigue atormentando al memorista. Ni en el ambiente ni tampoco en la herencia logro encontrar el instrumento exacto que me formó, el anónimo rodillo que imprimió en mi vida cierta filigrana complicada cuyo exclusivo dibujo se puede ver cuando se hace brillar la lámpara del arte a través del folio de la vida. 3 Para fijar correctamente, desde el punto de vista temporal, algunos de mis recuerdos de infancia, tengo que guiarme por los cometas y los eclipses, tal como hacen los historiadores cuando se enfrentan a los fragmentos de una leyenda. Pero en otros casos no hay ni sombra de fechas. Me veo a mí mismo, por ejemplo, encaramándome a unas húmedas rocas negras a la orilla del mar mientras Miss Norcott, una institutriz lánguida y melancólica que piensa que estoy siguiéndola, se aleja paseando por la curva de la playa con Sergey, mi hermano pequeño. Yo llevo un brazal de juguete. Mientras escalo esas rocas me repito a mí mismo, a modo de ensalmo entusiasta, generoso y profundamente gratificante, la palabra inglesa «childhood», que suena misteriosa y nueva, y se hace más extraña a medida que se va mezclando en mi pequeña, sobresaturada y febrilmente, con Robin de los Bosques y Caperucita Roja, y con los pardos capirotes de jorobadas hadas. En las rocas encuentro pequeños hoyos llenos de agua tibia, y mi murmullo mágico acompaña ciertos hechizos que voy tejiendo sobre los pequeños charcos de zafiro. El lugar es, naturalmente, Abbazia, en la costa del Adriático. Lo que llevo en mi muñeca, que tiene aspecto de servilletero de fantasía y es de un material celulóidico verde pálido y rosa, y semi-traslúcido, es el fruto de un árbol de Navidad que Onya, una bonita prima de mi misma edad, me dio en San Petersburgo unos meses antes. Yo lo atesoré sentimentalmente hasta que se le formaron por dentro unas venillas oscuras que decidí, como en sueños, que eran rizos míos, incomprensiblemente introducidos en esa brillante sustancia, junto con mis lágrimas, en el curso de una espantosa visita al detestado barbero de la cercana Fiume. Aquel mismo día, en una cafetería de la playa, mi padre se fijó por casualidad, justo cuando acababan de servirnos, en un par de oficiales japoneses sentados a una mesa vecina, y nos fuimos de inmediato, no sin que yo agarrase apresuradamente una bombe entera de sorbete de limón, que me llevé oculta en mi dolorida boca. Era en 1904. Yo tenía cinco años. Rusia estaba en guerra con Japón. Con auténtico entusiasmo, el semanario ilustrado inglés al que Miss Norcott estaba suscrita reproducía ilustraciones bélicas de artistas japoneses que mostraban cómo se hundirían las locomotoras rusas —de apariencia singularmente diminuta debido al estilo gráfico japonés— si nuestro ejército intentaba tender una vía férrea sobre el traicionero hielo del Lago Baikal. Pero veamos. Tuve una asociación más temprana incluso con esa guerra. Una tarde, a principios de ese mismo año, me bajaron de las habitaciones de los niños, que estaban en el primer piso de nuestra casa de San Petersburgo, al despacho de mi padre para que le dijera cómo-está-usted a un amigo de la familia, el general Kuropatkin. Revestido su rechoncho cuerpo por el crujiente uniforme, extendió para entretenerme un puñado de cerillas sobre el diván en el que estaba sentado; colocó diez, unidas por sus extremos, formando una horizontal y dijo: —Esto es el mar cuando hace buen tiempo. Luego las dispuso en ángulos, por parejas, a fin de convertir la recta en una línea quebrada, y eso era un «mar embravecido». Revolvió las cerillas, y cuando yo confiaba en que me hiciese algún truco incluso mejor, nos interrumpieron. Su ayudante de campo fue conducido a la sala y habló con él. Soltando un gruñido muy ruso y congestionado, Kuropatkin se levantó pesadamente de su asiento, haciendo saltar las cerillas en el diván cuando sus muchos kilos lo abandonaron. Aquel día recibió la orden de asumir el mando supremo del Ejército Ruso en Extremo Oriente. Este incidente tuvo una secuela especial quince años después, cuando en cierto momento de la huida de mi padre del San Petersburgo bolchevique hacia el sur de Rusia, le abordó cuando cruzaba un puente cierto anciano que, bajo su zamarra de cordero, parecía un campesino de barba gris. El hombre le pidió fuego a mi padre. Al instante siguiente se reconocieron el uno al otro. Espero que el viejo Kuropatkin lograse, gracias a su rústico disfraz, librarse de las cárceles soviéticas, pero lo que importa no es esto. Lo que me satisface es la evolución del tema de las cerillas: aquellas cerillas mágicas que me enseñó se habían malogrado y perdido, y también sus ejércitos habían desaparecido, y todo se había hundido como se hundieron los trenes de juguete que, en el invierno de 1904-1905, en Wiesbaden, pretendí que circularan sobre los charcos helados del jardín del Hotel Oranien. El verdadero propósito de una autobiografía debería ser el de ir siguiendo estas tramas temáticas a lo largo de la propia vida. 4 El final de la desastrosa campaña rusa en Extremo Oriente estuvo acompañado de furiosos desórdenes internos. Sin dejarse arredrar por ellos, mi madre regresó con sus tres hijos a San Petersburgo tras haber pasado casi un año en diversos centros residenciales del extranjero. Esto era a comienzos de 1905. Los asuntos de estado exigían la presencia de mi padre en la capital; el Partido Democrático Constitucional, del que era uno de los fundadores, ganaría la mayoría en el primer Parlamento al año siguiente. Durante una de sus breves estancias en el campo con nosotros, mi progenitor comprobó aquel año, con patriótico disgusto, que mi hermano y yo sabíamos leer y escribir en inglés pero no en ruso (con la excepción de KAKAO y MAMA). Y decidió que el maestro del pueblo acudiera cada tarde a darnos lecciones y llevarnos de paseo. Con el agudo y alegre sonido del silbato que formaba parte de mi primer traje de marinero, mi infancia me retrotrae a ese lejano pasado para hacerme estrechar de nuevo la mano de aquel encantador maestro. Vasily Marti'novich Zhernosekov lucía una ensortijada barba castaña, era bastante calvo, y tenía los ojos azul porcelana, orlados por una fascinante excrecencia en el párpado superior. El primer día que vino trajo una caja de cubos increíblemente atractivos, con una letra diferente pintada en cada uno de sus lados; él los manipulaba como si fueran las cosas más valiosas del mundo, que es lo que, si vamos a eso, eran (aparte de que permitían hacer maravillosos túneles para los trenes). Veneraba a mi padre, que en fechas recientes había reconstruido y modernizado la escuela del pueblo. A modo de anticuada señal de que era un librepensador, llevaba una ondeante corbata negra de lazo, descuidadamente anudada a modo de pajarita. Cuando me dirigía la palabra a mí, que no era más que un niño, utilizaba el plural de la segunda persona, pero no a la manera envarada de los criados, ni tampoco como hacía mi madre en momentos de intensa ternura, cuando tenía yo mucha fiebre o había perdido algún diminuto vagón de pasajeros (como si el singular fuese demasiado endeble para soportar la carga de su amor), sino con la educada sencillez de un hombre que habla con otro al que no conoce lo suficiente como para hablarle de tú. Era un fiero revolucionario que solía hacer vehementes ademanes durante nuestros paseos por el campo, y hablaba de la humanidad y de la libertad y de la maldad de la guerra y de la triste (pero interesante, pensaba yo) necesidad de hacer volar por los aires a los tiranos, y a veces sacaba ese libro pacifista, tan popular en aquel entonces, que se titulaba Doloy Oruzhie! (traducción de Die Waffen Nieder!, de Bertha von Suttner), y me leía a mí, un crío de seis años, tediosas citas; yo intentaba refutarlas: a esa tierna y belicosa edad hablaba en favor del derramamiento de sangre para defender airadamente mi mundo de pistolas de juguetes y caballeros del rey Arturo. Durante el régimen de Lenin, cuando todos los radicales no comunistas fueron perseguidos de forma implacable, Zhernosekov fue enviado a un campo de trabajos forzados pero logró huir al extranjero y murió en Narva el año 1939. A él le debo, en cierto sentido, mi capacidad de seguir avanzando a lo largo de otro tramo de mi sendero particular, que discurre paralelamente al camino de esa perturbada década. Cuando, en julio de 1906, el zar disolvió inconstitucionalmente el Parlamento, algunos de sus miembros, entre los que se contaba mi padre, celebraron una sesión rebelde en Vyborg y publicaron un manifiesto que apremiaba al pueblo a resistirse al gobierno. Por este motivo fueron encarcelados más de un año y medio después. Mi padre pasó tres meses de descanso y también de soledad confinado en solitario, con sus libros, su bañera plegable y su ejemplar del manual de gimnasia casera firmado por J. P. Muller. Mi madre conservó hasta el fin de sus días las cartas que él logró pasar clandestinamente: animosas epístolas escritas a lápiz en papel higiénico (las publiqué en 1965, en el cuarto número de la revista de lengua rusa Vozdushriie puti, dirigida por Roman Grynberg en Nueva York). Nosotros estábamos en el campo cuando él recobró la libertad, y fue el maestro del pueblo quien organizó los festejos e hizo colocar las banderas (algunas de ellas francamente rojas) para saludar a mi padre en el trayecto a casa desde la estación de ferrocarril, bajo arquivoltas de aguja de abeto y guirnaldas de acianos, la flor preferida de mi padre. Los niños habíamos bajado al pueblo, al recordar este día es cuando veo con mayor claridad el centelleante río; el puente, la deslumbrante hojalata del bote que un pescador se había dejado sobre su barandilla de madera; la colina de los tilos con su iglesia de color rojo rosado y su mausoleo de mármol, en el que reposaban los difuntos de la familia de mi madre; el polvoriento camino del pueblo; la cinta de corta hierba verde pastel, con calvas de tierra arenosa, entre el camino y las matas de lilas tras las cuales formaban una hilera irregular unas estrábicas cabañas de musgosos troncos; el edificio de piedra de la nueva escuela junto a la antigua, de madera; y, a medida que circulábamos rápidamente, el perrito negro de blanquísimos dientes que nos salió al paso de entre las casitas, corriendo como un rayo pero en completo silencio, ahorrando la voz para el breve estallido que disfrutaría cuando su mudo esfuerzo le llevara por fin a las proximidades del rápido carruaje. 5 Lo viejo y lo nuevo, la pincelada liberal y la pincelada patriarcal, la pobreza fatal y la riqueza fatalística se entrelazaron de forma fantástica en esa extraña primera década de nuestro siglo. Podía ocurrir, varias veces durante un verano, que en mitad de una comida celebrada en el luminoso comedor provisto de numerosas ventanas y con las paredes forradas de nogal que se encontraba en el primer piso de nuestra casa solariega de Vyra, Alexei, el mayordomo, se inclinara con gesto ceñudo hacia mi padre para decirle en voz baja (especialmente baja si teníamos visitas) que unos campesinos querían que el barin saliese afuera para hablar con ellos. Mi padre se quitaba con un rápido movimiento la servilleta de la pierna y se disculpaba ante mi madre. Una de las ventanas del lado de poniente del comedor nos proporcionaba una vista de la avenida, cerca de la entrada principal. Se veía la parte superior de la madreselva que crecía enfrente del porche. Y de ese lado nos llegaban los corteses zumbidos de bienvenida de los campesinos en el momento en que el invisible grupo saludaba a mi invisible padre. El subsiguiente diálogo, sostenido en voz normal, no se oía, pues solíamos mantener cerradas, para evitar el calor, las ventanas al pie de las cuales se celebraba el encuentro. Presumiblemente querían que mi padre mediase en alguna disputa local, o cierto subsidio especial, o la solicitud de su permiso para cosechar alguna parte de nuestras tierras o talar algún codiciado grupo de árboles nuestros. Si, tal como solía ocurrir, el permiso era concedido inmediatamente, volvía a oírse aquel zumbido, y luego, como muestra de gratitud, el buen barin tenía que sufrir esa ordalía nacional consistente en ser balanceado y lanzado hacia arriba y atrapado con seguridad al caer por un grupo de fuertes brazos. En el comedor, a mi hermano y a mí nos decían que siguiéramos comiendo. Mi madre, cogiendo alguna golosina entre el índice y el pulgar, miraba debajo de la mesa para comprobar si seguía allí su nervioso y malhumorado dachshund. —Un jour ils vont le laisser tomber —decía Mlle. Golay, una mojigata y pesimista anciana que había sido institutriz de mi madre y aún vivía con nosotros (y estaba en malísimas relaciones con nuestras institutrices). Desde el lugar que yo ocupaba en la mesa veía de repente, a través de una de las ventanas, un pasmoso ejemplo de levitación. Allí aparecía, durante un momento, la figura de mi padre con su traje blanco de verano ondulado por el impulso, magníficamente repanchingando en el aire, sus miembros dispuestos en una actitud curiosamente despreocupada, sus bellos e imperturbables rasgos vueltos hacia el cielo. Por tres veces, impulsado por los potentes empellones de sus invisibles lanzadores, volaba de este modo, y la segunda vez subía más alto que la primera y luego, en el último y más altanero vuelo, aparecía otra vez reclinado, como si fuera definitivamente, contra el azul cobalto del cielo de mediodía de verano, como uno de esos personajes paradisíacos que flotan con la mayor comodidad, envueltos en los abundantes pliegues de sus prendas, en la cúpula de las iglesias mientras que abajo, de uno en uno, los cirios que sostienen las manos de los mortales se encienden hasta formar un enjambre de diminutas llamas en la atmósfera de incienso, y el sacerdote entona un cántico al reposo celestial, y las lilas funéreas ocultan el rostro de quienquiera que yazca allí, en medio del mar de luces, en el abierto ataúd. CAPITULO SEGUNDO 1 Cuando retrocedo hasta los más antiguos recuerdos de mí mismo (interesado y divertido, casi nunca admirado o asqueado), compruebo que siempre he tenido leves alucinaciones. Algunas son auditivas y otras ópticas, y no he sacado apenas provecho de las unas ni de las otras. Los fatídicos acentos que refrenaban a Sócrates o incitaban a Joaneta Darc han degenerado en mí hasta no ser más que esos sonidos captados casualmente entre el momento de tomar y colgar de nuevo el receptor de una línea telefónica ocupada. Justo antes de quedarme dormido, a menudo tomo conciencia de una especie de conversación unilateral que se está desarrollando en una sección adyacente de mi cerebro, con absoluta independencia del fluir de mis pensamientos. Es una voz neutra, distante, anónima, a la que sorprendo diciéndome palabras que para mí no tienen la menor importancia: una frase en inglés o en ruso, ni siquiera dirigida a mí, y tan trivial que no me atrevo a dar ejemplos por temor a que la insipidez que intento transmitir quedase malograda por alguna brizna de significado. Este estúpido fenómeno parece ser la contrapartida auditiva de ciertas visiones previas al sueño, que también conozco muy bien. No me refiero a esas luminosas imágenes mentales (por ejemplo, el rostro de un pariente querido que falleció hace tiempo) que nos trae un aleteo de la voluntad; ésa es una de las más valerosas acciones de las que es capaz el espíritu humano. Tampoco aludo a las llamadas muscae volitantes, sombras proyectadas en los bastoncillos de la retina por las motas depositadas sobre el humor vítreo, que aparecen a la vista como hilos transparentes que van cruzando el campo visual. Más cerca quizá de los espejismos hipnóticos a los que me estoy refiriendo se encuentra la mancha de color, la puñalada de esa imagen secundaria con la que la lámpara que acabamos de apagar hiere la noche palpebral. Sin embargo, no hace falta una conmoción de esta clase como punto de partida para el lento y constante desarrollo de las visiones que desfilan ante mis ojos cerrados. Vienen y se van, sin participación del adormecido observador, pero son en esencia diferentes de las imágenes de los sueños, pues todavía domino mis sentidos. A menudo resultan grotescas. Me importunan pícaros perfiles, o algún enano de toscos rasgos encarnados y con la nariz o la oreja hinchada. A veces, no obstante, mis fotismos adoptan una consoladora calidad de flou, y entonces veo —proyectadas, por así decirlo, sobre la cara interior del párpado— figuras grises que caminan entre colmenas, o pequeños loros negros que se desvanecen lentamente entre la nieve de los montes, o cierta lejanía malva que se funde más allá de unos mástiles en movimiento. Además de todo esto, presento un magnífico caso de audición coloreada. Quizás «audición» no sea del todo exacto, ya que la sensación de color parece ser producida por el acto de formar oralmente una letra determinada mientras imagino su perfil. La a larga del alfabeto inglés (y más adelante seguiré refiriéndome a este alfabeto, a no ser que diga expresamente que no es así) tiene para mí el color de la madera a la intemperie, mientras que la a francesa evoca una lustrosa superficie de ébano. Este grupo negro también incluye la g sonora (caucho vulcanizado) y la r (un trapo hollinoso en el momento de ser rasgado). De los blancos se encargan el color gachas de avena de la n, el flexible tallarín de la l, y el espejito manual con montura de marfil de la o. Me desconcierta mi on francés, que veo como la desbordante tensión superficial del alcohol en un vaso pequeño. Pasando al grupo azul, aparece la acerada x, el nubarrón z, y la huckleberry k. Como entre sonido y forma existe una sutil interacción, veo la q más parda que la k, mientras que la s no tiene el azul claro de la c, sino una curiosa mezcla de azul celeste y nácar. Los tonos adyacentes no se mezclan, y los diptongos no tienen colores propios, a no ser que estén representados por un único carácter en algún otro idioma (así la letra gris-vellosa, tricorne, que representa en ruso el sonido sh, una letra tan antigua como los juncos del Nilo, influye en su representación inglesa). Me apresuro a completar mi lista antes de que me interrumpan. En el grupo verde están la hoja de aliso; la p, manzana sin madurar; y la t, color pistacho. Para la w no tengo mejor fórmula que el verde apagado, parcialmente combinado con el violeta. Los amarillos abarcan diversas es e zes, la cremosa d, la oro brillante y y la a, cuyo valor alfabético sólo puedo expresar diciendo que es «latón con brillo oliváceo». En el grupo de los pardos están el intenso tono de caucho de la g sorda, la f, algo más pálida, y la h, gris cordón de zapatos. Finalmente, entre los rojos, la b tiene el tono que los pintores llaman siena tostada, la m es un pliegue de franela rosa, y hoy en día he podido encajar perfectamente la v con el «rosa cuarzo» del Dictionary of Colour de Maerz y Paul. La palabra que significa arco iris, un arco iris primario y decididamente fangoso, en mi idioma particular es la casi impronunciable kzspygv. Según tengo entendido, el primer autor que estudió la audition coloreé fue un médico albino de Erlangen, en 1812. Las confesiones de un sinesteta deben de sonar tediosas y ostentosas para quienes están protegidos de tales filtraciones y corrientes de aire por murallas más sólidas que las mías. Para mi madre, sin embargo, todo esto era completamente normal. Esta cuestión se planteó, un día de mi séptimo año, mientras utilizaba distraídamente un montón de los viejos cubos del alfabeto para construir una torre. Sin darle importancia, le comenté a mi madre que ningún cubo tenía el color que le correspondía. Entonces descubrimos que algunas de las letras de ella tenían el mismo color que las mías, y que, además, ella también se sentía afectada ópticamente por las notas musicales. En mí, éstas no evocaban el menor cromatismo. La música, siento decirlo, me afecta sólo como una sucesión arbitraria de sonidos más o menos irritantes. En determinadas circunstancias emocionales, llego a soportar los espasmos de un buen violín, pero los conciertos de piano, así como todos los instrumentos de viento, me aburren en dosis pequeñas y me desollan vivo en las mayores. A pesar del número de óperas al que me vi expuesto cada invierno (debo de haber ido a ver Ruslan y Pikovaya Dama al menos una docena de veces en la mitad de años), mi débil capacidad de reacción a la música quedó completamente destruida por el tormento visual de no ser capaz de leer por encima de su hombro el libro que está leyendo Pimen o el de tratar en vano de imaginar las esfinges del jardín de Julieta. Mi madre hizo cuanto estuvo en su mano por fomentar mi sensibilidad general para los estímulos visuales. ¡Cuántas acuarelas pintó para mí; qué revelación experimentó cuando me enseñó cómo surgía la flor de una lila mezclando azul y rojo! A veces, en nuestra casa de San Petersburgo, sacaba de un compartimento secreto de su habitación de tocador (la misma en la que yo nací) una enorme cantidad de joyas para entretenerme antes del momento de dormirme. Yo era entonces muy pequeño, y aquellas centelleantes tiaras y gargantillas y anillos me parecían estar dotadas de un misterio y un hechizo comparables a los de las iluminaciones de la ciudad durante las fiestas imperiales, cuando, en la acolchada quietud de una noche helada, gigantescos monogramas, coronas y otros diseños heráldicos formados por bombillas eléctricas de colores —zafiro, esmeralda, rubí— brillaban con cierta encantada frialdad por encima de las nevadas cornisas de las fachadas en las calles residenciales. 2 Mis numerosas enfermedades infantiles sirvieron para que mi madre y yo nos uniéramos más incluso. De pequeño, mostré una aptitud desacostumbrada para las matemáticas, que perdí del todo en mi adolescencia, época singularmente desprovista de talento. Este don desempeñó un horrible papel en mis combates contra las anginas o la escarlatina, pues tenía la sensación de que unas enormes esferas y unos números gigantescos se hinchaban implacablemente en mi dolorido cerebro. Un necio preceptor me había enseñado los logaritmos a una edad tempranísima, y yo había leído por mi parte (en una publicación británica, creo que en el Boy's Own Paper) que hubo un calculador hindú que era capaz, exactamente en dos segundos, de halar la raíz decimoséptima de, por ejemplo,

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