UNA REALIDAD APARTE (Nuevas conversaciones con don Juan) Carlos Castaneda ÍNDICE Introducción . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 2 PRIMERA PARTE LOS PRELIMINARES DE "VER" Capítulo I . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 8 Capítulo II . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9 Capítulo III . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . . . . . . . . . 17 Capítulo IV . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . . . . . . . 22 Capítulo V . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . . . . . . . . . . 29 Capítulo VI . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . . . . . . . 34 SEGUNDA PARTE LA TAREA DE "VER" Capítulo VII . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 40 Capítulo VIII . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 46 Capítulo IX . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . . . . . . . . . . 48 Capítulo X . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 52 Capítulo XI . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . . . . . . . . . . . 56 Capítulo XII . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 62 Capítulo XIII . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . . . . . . . . . . 66 Capítulo XIV . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . . . . . . . . . . 73 Capítulo XV . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 80 Capítulo XVI . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . . . . . . . . . . 83 Capítulo XVII . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . . . . . . . . . . . 89 Epílogo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 98 INTRODUCCIÓN HACE diez años tuve la fortuna de conocer a don Juan Matus, un indio yaqui del noroeste de México. Entablé amistad con él bajo circunstancias en extremo fortuitas. Estaba yo sentado con Bill, un amigo mío, en la terminal de autobuses de un pueblo fronterizo en Arizona. Guardábamos silencio. Atardecía y el calor del verano era insoportable. De pronto, Bill se inclinó y me tocó el hombro. -Ahí está el sujeto del que te hablé -dijo en voz baja. Ladeó casualmente la cabeza señalando hacia la entrada. Un anciano acababa de llegar. -¿Qué me dijiste de él? -pregunté. -Es el indio que sabe del peyote, ¿Te acuerdas? Recordé que una vez Bill y yo habíamos andado en coche todo el día, buscando la casa de un indio mexicano muy "excéntrico" que vivía en la zona. No la encontramos, y yo tuve la sospecha de que los indios a quienes pedimos direcciones nos habían desorientado a propósito. Bill me dijo que el hombre era un "yerbero" y que sabía mucho sobre el cacto alucinógeno peyote. Dijo también que me sería útil conocerlo. Bill era mi guía en el suroeste de los Estados Unidos, donde yo andaba reuniendo información y especímenes de plantas medicinales usadas por los indios de la zona. Bill se levantó y fue a saludar al hombre. El indio era de estatura mediana. Su cabello blanco y corto le tapaba un poco las orejas, acentuando la redondez del cráneo. Era muy moreno: las hondas arrugas en su rostro le daban apariencia de viejo, pero su cuerpo parecía fuerte y ágil. Lo observé un momento. Se movía con una facilidad que yo habría creído imposible para un anciano. Bill me hizo seña de acercarme. -Es un buen tipo -me dijo-. Pero no le entiendo. Su español es raro; ha de estar lleno de coloquialismos rurales. El anciano miró a Bill y sonrió. Y Bill, que apenas habla unas cuantas palabras de español, armó una frase absurda en ese idioma. Me miró como preguntando si se daba a entender, pero yo ignoraba lo que tenía en mente; sonrió con timidez y se alejó. El anciano me miró y empezó a reír. Le expliqué que mi amigo olvidaba a veces que no sabía español. -Creo que también olvidó presentarnos -añadí, y le dije mi nombre. -Y yo soy Juan Matus, para servirle -contestó. Nos dimos la mano y quedamos un rato sin hablar. Rompí el silencio y le hablé de mi empresa. Le dije que buscaba cualquier tipo de información sobre plantas, especialmente sobre el peyote. Hablé compulsivamente durante un buen tiempo, y aunque mi ignorancia del tema era casi total, le di a entender que sabía mucho 2 acerca del peyote. Pensé que si presumía de mi conocimiento el anciano se interesaría en conversar conmigo. Pero no dijo nada. Escuchó con paciencia. Luego asintió despacio y me escudriñó. Sus ojos parecían brillar con luz propia. Esquivé su mirada. Me sentí apenado. Tuve en ese momento la certeza de que él sabía que yo estaba diciendo tonterías. -Vaya usted un día a mi casa -dijo finalmente, apartando los ojos de mí-. A lo mejor allí podemos platicar más a gusto. No supe qué más decir. Me sentía incómodo. Tras un rato, Bill volvió a entrar en el recinto. Advirtió mi desa- zón y no pronunció una sola palabra. Estuvimos un rato sentados en profundo silencio. Luego el anciano se levantó. Su autobús había llegado. Dijo adiós. -No te fue muy bien, ¿verdad? -preguntó Bill. -No. -¿Le preguntaste de las plantas? -Sí. Pero creo que metí la pata. -Te dije, es muy excéntrico. Los indios de por aquí lo conocen, pero jamás lo mencionan. Y eso es por algo. -Pero dijo que yo podía ir a su casa. -Te estaba tomando el pelo. Seguro, puedes ir a su casa, pero eso qué. Nunca te dirá nada. Si llegas a pre- guntarle algo, te tratará como si fueras un idiota diciendo tonterías. Bill dijo convincentemente que ya había conocido gente así, personas que daban la impresión de saber mucho. En su opinión tales personas no valían la pena, pues tarde o temprano se podía obtener la misma información de alguien que no se hiciera el difícil. Dijo que él no tenía paciencia ni tiempo que gastar con viejos farsantes, y que posiblemente el anciano sólo aparentaba ser conocedor de hierbas, mientras que en realidad sabía tan poco como cualquiera. Bill siguió hablando, pero yo no escuchaba. Mi mente continuaba fija en el indio. El sabía que yo había estado alardeando. Recordé sus ojos. Habían brillado, literalmente. Regresé a verlo unos meses más tarde, no tanto como estudiante de antropología interesado en plantas medicinales, sino como poseso de una curiosidad inexplicable. La forma en que me había mirado fue un evento sin precedentes en mi vida. Yo quería saber qué implicaba aquella mirada. Se me volvió casi una obsesión, y mientras más pensaba en ella más insólita parecía. Don Juan y yo nos hicimos amigos, y a lo largo de un año le hice innumerables visitas. Su actitud me daba mucha confianza y su sentido del humor me parecía excelente; pero sobre todo sentía en sus actos una consistencia callada, totalmente desconcertante para mí. Experimentaba en su presencia un raro deleite, y al mismo tiempo una desazón extraña. Su sola compañía me forzaba a efectuar una tremenda revaluación de mis modelos de conducta. Me habían educado, quizá como a todo el mundo, para tener la disposición de aceptar al hombre como una criatura esencialmente débil y falible. Lo que me impresionaba de don Juan era el hecho de que no destacaba el ser débil e indefenso, y el solo estar cerca de él aseguraba una comparación desfavorable entre su forma de comportarse y la mía. Acaso una de las aseveraciones más impresionantes que le oí en aquella época se refería a nuestra diferencia inherente. Con anterioridad a una de mis visitas, había estado sintiéndome muy desdichado a causa del curso total de mi vida y de cierto número de conflictos personales apremiantes. Al llegar a su casa me sentía melancólico y nervioso. Hablábamos de mi interés en su conocimiento, pero, como de costumbre, íbamos por sendas distintas. Yo me refería al conocimiento académico que trasciende la experiencia, mientras él hablaba del conocimiento directo del mundo. -¿A poco crees que conoces el mundo que te rodea? -preguntó. -Conozco de todo -dije. -Quiero decir, ¿sientes el mundo que te rodea? -Siento el mundo que me rodea tanto como puedo. -Eso no basta. Debes sentirlo todo; de otra manera el mundo pierde su sentido. Formulé el clásico argumento de que no era necesario probar la sopa para conocer la receta, ni recibir un choque eléctrico para saber de la electricidad. -Ya transformaste todo en una estupidez -dijo-. Ya veo que quieres agarrarte de tus razones a pesar de que no te dan nada; quieres seguir siendo el mismo aún a costa de tu bienestar. -No sé de qué habla usted. -Hablo del hecho de que no estás completo. No tienes paz. La aserción me molestó. Me sentí ofendido. Pensé que don Juan no estaba calificado en modo alguno para juzgar mis actos ni mi personalidad. -Estás lleno de problemas -dijo-. ¿Por qué? -Sólo soy un hombre, don Juan -repuse malhumorado. Hice la afirmación en la misma vena en que mi padre solía hacerla. Cada vez que decía ser sólo un hombre, implicaba que era débil e indefenso y su frase, como la mía, rebosaba un esencial sentido de desesperanza. Don Juan me escudriñó como el día en que nos conocimos. -Piensas demasiado en ti mismo -dijo sonriendo-. Y eso te da una fatiga extraña que te hace cerrarte al mun- do que te rodea y agarrarte de tus razones. Por eso tienes solamente problemas. Yo también soy sólo un hombre, pero no lo digo como tú lo dices. -¿Cómo lo dice usted? 3 -Yo me he salido de todos mis problemas. Qué lástima que mi vida sea tan corta y no me permita aferrarme de todas las cosas que quisiera. Pero eso no es problema, ni punto de discusión; es sólo una lástima. Me gustó el tono de sus frases. No había en él desesperación ni compasión por sí mismo. En 1961, un año después de nuestro primer encuentro, don Juan me reveló que poseía un conocimiento secreto de las plantas medicinales. Me dijo que era brujo. Desde ese punto, cambió la relación entre nosotros; me convertí en su aprendiz y durante los cuatro años siguientes luchó por enseñarme los misterios de la hechicería. He escrito sobre ese aprendizaje en Las enseñanzas de don Juan: una forma yaqui de conocimiento. Nuestras conversaciones fueron todas en español, y gracias al magnífico dominio que don Juan poseía del idioma obtuve explicaciones detalladas de los complejos significados de su sistema de creencias. He llamado brujería a esa intrincada y sistemática estructura de conocimiento, y brujo a don Juan, porque él mismo empleaba tales categorías en la conversación informal. Sin embargo, en el contexto de elucidaciones más serias, usaba los términos "conocimiento" para categorizar la brujería y "hombre de conocimiento" o "el que sabe" para categorizar al brujo. Con el fin de enseñar y corroborar su conocimiento, don Juan usaba tres conocidas plantas sicotrópicas: peyote, Lophophora williamsii; toloache, Datura inoxia, y un hongo perteneciente al género Psylocibe. A través de la ingestión por separado de cada uno de estos alucinógenos produjo en mí, su aprendiz, unos estados peculiares de percepción distorsionada, o conciencia alterada, que he llamado "estados de realidad no ordinaria". He usado la palabra "realidad" porque una premisa principal en el sistema de creencias de don Juan era que los estados de conciencia producidos por la ingestión de cualquiera de las tres plantas no eran alucinaciones, sino aspectos concretos, aunque no comunes, de la realidad de la vida cotidiana. Don Juan no se comportaba hacia tales estados de realidad no ordinaria "como si" fueran reales; los tomaba "como" reales. Clasificar como alucinógenos las plantas citadas, y como realidad no ordinaria los estados que producían, es, desde luego, un recurso mío. Don Juan entendía y explicaba las plantas como vehículos que conducían o guiaban a un hombre a ciertas fuerzas o "poderes" impersonales; y los estados que producían, como los "encuentros" que un brujo debía tener con esos "poderes" para ganar control sobre ellos. Llamaba al peyote "Mescalito" y lo describía como maestro benévolo y protector de los hombres. Mescalito enseñaba la "forma correcta de vivir". El peyote solía ingerirse en reuniones de brujos llamadas "mitotes", donde los participantes se juntaban específicamente para buscar una lección sobre la forma correcta de vivir. Don Juan consideraba al toloache, y a los hongos, poderes de distinta clase. Los llamaba "aliados" y decía que eran susceptibles a la manipulación; de hecho, un brujo obtenía su fuerza manipulando a un aliado. De los dos, don Juan prefería el hongo. Afirmaba que el poder contenido en el hongo era su aliado personal, y lo llamaba "humo" o "humito". El procedimiento de don Juan para utilizar los hongos era dejarlos secar dentro de un pequeño guaje, donde se pulverizaban. Mantenía cerrado el guaje durante un año, y luego mezclaba el fino polvo con otras cinco plantas secas y producía una mezcla para fumar en pipa. Para convertirse en hombre de conocimiento había que "encontrarse" con el aliado tantas veces como fuera posible; había que familiarizarse con él. Esta premisa implicaba, desde luego, que uno debía fumar bastante a menudo la mezcla alucinógena. Este proceso de "fumar" consistía en ingerir el tenue polvo de hongos, que no se incineraba, y en inhalar el humo de las otras cinco plantas que componían la mezcla. Don Juan explicaba los profundos efectos del humo sobre las capacidades de percepción diciendo que "el aliado se llevaba el cuerpo de uno". El método didáctico de don Juan requería un esfuerzo extraordinario por parte del aprendiz. De hecho, el grado de participación y compromiso necesario era tan extenuante que a fines de 1965 tuve que abandonar el aprendizaje. Puedo decir ahora, con la perspectiva de los cinco años transcurridos, que en ese tiempo las enseñanzas de don Juan habían empezado a representar una seria amenaza para mi "idea del mundo". Yo empezaba a perder la certeza, común a todos nosotros, de que la realidad de la vida cotidiana es algo que podemos dar por sentado. En la época de mi retirada, me hallaba convencido de que mi decisión era terminante; no quería volver a ver a don Juan. Sin embargo, en abril de 1968 me facilitaron uno de los primeros ejemplares de mi libro y me sentí compelido a enseñárselo. Fui a visitarlo. Nuestra liga de maestro-aprendiz se restableció misteriosamente, y puedo decir que en esa ocasión inicié un segundo ciclo de aprendizaje, muy distinto del primero. Mi temor no fue tan agudo como lo había sido en el pasado. El ambiente total de las enseñanzas de don Juan fue más relajado. Reía y también me hacía reír mucho. Parecía haber, por parte suya, un intento deliberado de minimizar la seriedad en general. Payaseó durante los momentos verdaderamente cruciales de este segundo ciclo, y así me ayudó a superar experiencias que fácilmente habrían podido volverse obsesivas. Su premisa era la necesidad de una disposición ligera y tratable para soportar el impacto y la extrañeza del conocimiento que me estaba enseñando. -La razón por la que te asustaste y saliste volado es porque te sientes más importante de lo que crees -dijo, explicando mi retirada previa-. Sentirse importante lo hace a uno pesado, rudo y vanidoso. Para ser hombre de conocimiento se necesita ser liviano y fluido. El interés particular de don Juan en el segundo ciclo de aprendizaje fue enseñarme a "ver". Aparentemente, había en su sistema de conocimiento la posibilidad de marcar una diferencia semántica entre "ver" y "mirar" como dos modos distintos de percibir. "Mirar" se refería a la manera ordinaria en que estamos acostumbrados 4 a percibir el mundo, mientras que "ver" involucraba un proceso muy complejo por virtud del cual un hombre de conocimiento percibe supuestamente la "esencia" de las cosas del mundo. Con el fin de presentar en forma legible las complicaciones del proceso de aprendizaje he condensado largos pasajes de preguntas y respuestas, reduciendo así mis notas de campo originales. Creo, sin embargo, que en este punto mi presentación no puede, en absoluto, desvirtuar el significado de las enseñanzas de don Juan. La reducción tuvo el propósito de hacer fluir mis notas, como fluye la conversación, para que tuvieran el impacto deseado; es decir, yo quería comunicar al lector, por medio de un reportaje, el drama y la inmediacidad de la situación de campo. Cada sección que he puesto como capítulo fue una sesión con don Juan. Por regla general, él siempre concluía cada una de nuestras sesiones en una nota abrupta; así, el tono dramático del final de cada capítulo no es un recurso literario de mi cosecha: era un recurso propio de la tradición oral de don Juan. Parecía ser un recurso mnemotécnico que me ayudaba a retener la cualidad dramática y la importancia de las lecciones. Empero, son necesarias ciertas explicaciones para dar coherencia a mi reportaje, pues su claridad depende de la elucidación de ciertos conceptos clave o unidades clave que deseo destacar. Esta elección de énfasis es congruente con mi interés en la ciencia social. Es perfectamente posible que otra persona, con un conjunto diferente de metas y anticipaciones, resaltara conceptos enteramente distintos de los que yo he elegido. Durante el segundo ciclo de aprendizaje, don Juan insistió en asegurarme que el uso de la mezcla de fumar era el requisito indispensable para "ver". Por tanto, yo debía usarla con toda la frecuencia posible. -Sólo el humo te puede dar la velocidad necesaria para vislumbrar ese mundo fugaz -dijo. Con ayuda de la mezcla sicotrópica, produjo en mí una serie de estados de realidad no ordinaria. La característica saliente de tales estados, en relación a lo que don Juan parecía estar haciendo, era una condición de "inaplicabilidad". Lo que yo percibía en aquellos estados de conciencia alterada era incomprensible e imposible de interpretar por medio de nuestra forma cotidiana de entender el mundo. En otras palabras, la condición de inaplicabilidad acarreaba la cesación de la pertinencia de mi visión del mundo. Don Juan usó esta condición de inaplicabilidad de los estados de realidad no ordinaria para introducir una serie de nuevas "unidades de significado" preconcebidas. Las unidades de significado eran todos los elementos individuales pertinentes al conocimiento que don Juan se empeñaba en enseñarme. Las he llamado unidades de significado porque eran el conglomerado básico de datos sensoriales, y sus interpretaciones, sobre el cual se erigía un significado más complejo. Una de tales unidades era, por ejemplo, la forma en que se entendía el efecto fisiológico de la mezcla sicotrópica. Esta producía un entumecimiento y una pérdida de control motriz que en el sistema de don Juan se interpretaban como una acción realizada por el humo, que en este caso era el aliado, con el fin de "llevarse el cuerpo del practicante". Las unidades de significado se agrupaban en forma específica, y cada bloque así creado integraba lo que llamo una "interpretación sensible". Obviamente, tiene que haber un número infinito de posibles interpretaciones sensibles que son pertinentes a la brujería y que un brujo debe aprender a realizar. En nuestra vida cotidiana, enfrentamos un número infinito de interpretaciones sensibles pertinentes a ella. Un ejemplo sencillo podría ser la interpretación, ya no deliberada, que hacemos veintenas de veces cada día, de la estructura que llamamos "cuarto". Es obvio que hemos aprendido a interpretar en términos de cuarto la es- tructura que llamamos cuarto; así, cuarto es una interpretación sensible porque requiere que en el momento de hacerla tengamos conocimiento, en una u otra forma, de todos los elementos que entran en su composición. Un sistema de interpretación sensible es, en otras palabras, el proceso por virtud del cual un practicante tiene conocimiento de todas las unidades de significado necesarias para realizar asunciones, deducciones, predicciones, etc., sobre todas las situaciones pertinentes a su actividad. Al decir "practicante" me refiero a un participante que posee un conocimiento adecuado de todas, o casi todas, las unidades de significado implicadas en su sistema particular de interpretación sensible. Don Juan era un practicante; esto es, era un brujo que conocía todos los pasos de su brujería. Como practicante, intentaba abrirme acceso a su sistema de interpretación sensible. Tal accesibilidad, en este caso, equivalía a un proceso de resocialización en el que se aprendían nuevas maneras de interpretar datos perceptuales. Yo era el "extraño", el que carecía de la capacidad de realizar interpretaciones inteligentes y congruentes de las unidades de significado propias de la brujería. La tarea de don Juan, como practicante ocupado en hacerme accesible su sistema, consistía en descomponer una certeza particular que yo comparto con todo el mundo: la certeza de que la perspectiva "de sentido común" que tenemos del mundo es definitiva. A través del uso de plantas sicotrópicas, y de contactos bien dirigidos entre su sistema extraño y mi persona, logró mostrarme que mi perspectiva del mundo no puede ser definitiva porque sólo es una interpretación. Para el indio americano, acaso durante miles de años, el vago fenómeno que llamamos brujería ha sido una práctica, seria y auténtica, comparable a la de nuestra ciencia. Nuestra dificultad para comprenderla surge, sin duda, de las unidades de significado extrañas con las cuales trata. Don Juan me dijo una vez que un hombre de conocimiento tiene predilecciones. Le pedí explicar este enunciado. -Mi predilección esver-dijo. 5 -¿Qué quiere usted decir con eso? -Me gustaver-dijo- porque sóloviendopuede un hombre de conocimiento saber. -¿Qué clase de cosasveusted. -Todo. -Pero yo también veo todo y no soy un hombre de conocimiento. -No. Tú noves. -Por supuesto que sí, -Te digo que no. -¿Por qué dice usted eso, don Juan? -Tú solamente miras la superficie de las cosas. -¿Quiere usted decir que todo hombre de conocimiento ve a través de lo que mira? -No. Eso no es lo que quiero decir. Dije que un hombre de conocimiento tiene sus propias predilecciones; la mía es sencillamentevery saber; otros hacen otras cosas. -¿Qué otras cosas, por ejemplo? -Ahí tienes a Sacateca: es un hombre de conocimiento y su predilección es bailar. Así que él baila y sabe. -¿Es la predilección de un hombre de conocimiento algo que él hace para saber? -Sí, pues. -¿Pero cómo podría el baile ayudar a Sacateca a saber? -Podríamos decir que Sacateca baila con todo lo que tiene. -¿Baila como yo bailo? Digo, ¿cómo se baila? -Digamos que baila como yo veo y no como tú bailas. -¿También ve como usted ve? -Sí, pero también baila. -¿Cómo baila Sacateca? -Es difícil explicar eso. Es un baile muy especial que usa cuando quiere saber. Pero lo único que te puedo decir es que, a menos que entiendas los modos del que sabe, es imposible hablar de bailar o dever. -¿Lo havisto usted bailar? -Sí. Pero no todo el que mira su baile puedever que ésa es su forma especial de saber. Yo conocía a Sacateca, o al menos sabía quién era. Nos habían presentado y una vez le invité una cerveza. Se portó con mucha cortesía y me dijo que fuera a su casa con entera libertad en cualquier momento que quisiese. Pensé largo tiempo en visitarlo, pero no se lo dije a don Juan. La tarde del 14 de mayo de 1962, fui a casa de Sacateca; me había dado instrucciones para llegar y no tuve dificultad en hallarla. Estaba en una esquina y tenía una cerca en torno. La verja estaba cerrada. Di la vuelta para ver si podía atisbar el interior de la casa. Parecía desierta. -Don Elías -llamé en voz alta. Las gallinas asustadas, se desparramaron por el patio cacareando con furia. Un perrito se llegó a la cerca. Esperé que me ladrara; en vez de ello, se sentó a mirarme. Grité de nuevo y las gallinas estallaron otra vez en cacareos. Una vieja salió de la casa. Le pedí llamar a don Elías. -No está -dijo. -¿Dónde puedo hallarlo? -Está en el campo. -¿En qué parte del campo? -No sé. Ven más tarde. El regresa como a las cinco. -¿Es usted la mujer de don Elías? -Sí, soy su mujer -dijo y sonrió. Traté de hacerle preguntas sobre Sacateca, pero se excusó y dijo que no hablaba bien el español. Subí en mi coche y me alejé. Volví a la casa a eso de las seis. Me estacioné ante la verja y grité el nombre de Sacateca. Esta vez salió él de la casa. Encendí mi grabadora, que en su estuche de cuero café parecía una cámara colgada de mi hombro. Sacateca pareció reconocerme. -Ah, eras tú -dijo sonriendo-. ¿Cómo está Juan? -Muy bien. ¿Pero cómo está usted, don Elías? No respondió. Parecía nervioso. Pese a su gran compostura exterior, sentí que se hallaba disgustado. -¿Te mandó Juan con algún recado? -No. Vine yo solo. -¿Y para qué? Su pregunta pareció traicionar su sorpresa genuina. -Nada más quería hablar con usted -dijo, tratando de parecer lo más despreocupado posible-. Don Juan me ha contado cosas maravillosas de usted y me entró la curiosidad y quería hacerle unas cuantas preguntas. Sacateca estaba de pie frente a mi. Su cuerpo era delgado y fuerte. Llevaba camisa y pantalones caqui. Tenía los ojos entrecerrados; parecía adormilado o quizá borracho. Su boca estaba entreabierta y el labio inferior colgaba. Noté su respiración profunda; casi parecía roncar. Se me ocurrió que Sacateca se hallaba sin duda borracho sin medida. Pero esa idea resultaba incongruente, porque apenas unos minutos antes, al salir de su casa, había estado muy alerta y muy consciente de mi presencia. 6 -¿De qué quieres hablar? -erijo por fin. La voz sonaba cansada; era como si las palabras reptaran una tras otra. Me sentí muy incómodo. Era como si su fatiga fuese contagiosa y me jalara. -De nada en particular -respondí-, Nada más vine a que platicáramos como amigos. Usted me invitó una vez a venir a su casa. -Pues sí, pero esto no es lo mismo. -¿Por qué no es lo mismo? -¿Qué no hablas con Juan? -Sí. -¿Entonces para qué quieres hablar conmigo? -Pensé que quizá podría hacerle unas preguntas . . . -Pregúntale a Juan, ¿Qué no te está enseñando? -Sí, pero de todos modos me gustaría preguntarle a usted acerca de lo que don Juan me enseña, y tener su opinión. Así podré saber a qué atenerme. -¿Para qué andas con esas cosas? ¿No te confías en Juan? -Sí. -¿Entonces por qué no le preguntas a él todo lo que quieres saber? -Sí le pregunto. Y me dice todo. Pero si usted también pudiera hablarme de lo que don Juan me enseña, tal vez yo entendería mejor. -Juan puede decirte todo. El es el único que puede. ¿No entiendes eso? -Sí, pero es que me gusta hablar con gente como usted, don Elías. No todos los días encuentra uno a un hombre de conocimiento. -Juan es un hombre de conocimiento. -Lo sé. -¿Entonces por qué me estás hablando a mí? -Ya le dije que vine a que habláramos como amigos. -No, no es cierto. Tú te traes otra cosa. Quise explicarme y no pude sino mascullar incoherencias. Sacateca no dijo nada. Parecía escuchar con atención. Tenía de nuevo los ojos entrecerrados, pero sentí que me escudriñaba. Asintió casi imperceptiblemente. Sus párpados se abrieron de pronto, y vi sus ojos. Parecía mirar más allá de mi. Golpeó despreocupadamente el suelo con la punta de su pie derecho, justo atrás de su talón izquierdo. Tenía las piernas levemente arqueadas, los brazos inertes contra los costados. Luego alzó el brazo derecho; la mano estaba abierta con la palma perpendicular al suelo; los dedos extendidos señalaban en mi dirección. Dejó oscilar la mano un par de veces antes de ponerla al nivel de mi rostro. La mantuvo en esa posición durante un instante y me dijo unas cuantas palabras. Su voz era muy clara, pero las palabras se arrastraban. Tras un momento dejó caer la mano a su costado y permaneció inmóvil, adoptando una posición extraña. Estaba parado en los dedos de su pie izquierdo. Con la punta del pie derecho, cruzado tras el talón del izquierdo, golpeaba el suelo suave y rítmicamente. Experimenté una aprensión sin motivo, una especie de inquietud. Mis ideas parecían disociadas. Pensaba yo en cosas sin conexión ni sentido que nada tenían que ver con lo que ocurría. Advertí mi incomodidad y traté de encauzar nuevamente mis pensamientos hacia la situación inmediata, pero no pude a pesar de una gran pugna. Era como si alguna fuerza me evitara concentrarme o pensar cosas que vinieran al caso. Sacateca no había pronunciado palabra y yo no sabía qué más decir o hacer. En forma totalmente automática, di la media vuelta y me marché. Más tarde me sentí empujado a narrar a don Juan mi encuentro con Sacateca. Don Juan rió a carcajadas. -¿Qué es lo que realmente pasó? -pregunté. -¡Sacateca bailó! -dijo don Juan -. Te vio, y después bailó. -¿Qué me hizo? Me sentí muy frío y mareado. -Parece que no le caíste bien, y te paró tirándote una palabra. -¿Cómo pudo hacer eso? -exclamé, incrédulo. -Muy sencillo; te paró con su voluntad. -¿Cómo dijo usted? -¡Te paró con su voluntad! La explicación no bastaba. Sus afirmaciones me sonaban a jerigonza. Traté de sacarle más, pero no pudo explicar el evento de manera satisfactoria para mi. Obviamente, dicho evento, o cualquier evento que ocurriese dentro de este ajeno sistema de sentido común, sólo podía ser explicado o comprendido en términos de las unidades de significado propias de tal sistema. Esta obra es, por lo tanto, un reportaje, y debe leerse como reportaje. El sistema en aprendizaje me era incomprensible; así que la pretensión de hacer algo más que reportar sobre él sería engañosa e impertinente. En este aspecto, he adoptado el método fenomenológico y luchado por encarar la brujería exclusivamente como fenómenos que me fueron presentados. Yo, como perceptor, registré lo que percibí, y en el momento de registrarlo me propuse suspender todo juicio. 7 PRIMERA PARTE LOS PRELIMINARES DE "VER" I 2 de abril, 1968 DON JUAN me miró un momento y no pareció en absoluto sorprendido de verme, aunque habían pasado más de dos años desde mi última visita. Me puso la mano en el hombro y sonriendo con suavidad dijo que me veía distinto, que me estaba poniendo gordo y blando. Yo le había llevado un ejemplar de mi libro. Sin ningún preámbulo, lo saqué de mi portafolio y se lo di. -Es un libro sobre usted, don Juan -dije. El lo tomó y lo hojeó rápidamente como si fuera un mazo de cartas. Le gustaron el color verde del forro y el tamaño del libro. Sintió la cubierta con la palma de las manos, le dio vuelta un par de veces y luego me lo devolvió. Sentí una oleada de orgullo. -Quiero que usted lo guarde -dije. Don Juan meneó la cabeza con una risa silenciosa. -Mejor no -dijo, y luego añadió con ancha sonrisa-: Ya sabes lo que hacemos con el papel en México. Reí. Su toque de ironía me pareció hermoso. Estábamos sentados en una banca en el parque de un pueblito en el área montañosa de México central. Yo no había tenido absolutamente ninguna manera de informarle sobre mi intención de visitarlo, pero me había sentido seguro de que lo hallaría, y así fue. Esperé sólo un corto tiempo en ese pueblo antes de que don Juan bajara de las montañas; lo hallé en el mercado, en el puesto de una de sus amistades. Don Juan me dijo, como si nada, que había llegado yo justo a tiempo para llevarlo de regreso a Sonora, y nos sentamos en el parque a esperar a un amigo suyo, un indio mazateco con quien vivía. Esperamos unas tres horas. Hablamos de diversas cosas sin importancia, y hacia el final del día, exactamente antes de que llegara su amigo, le relaté algunos eventos que yo había presenciado pocos días antes. Mientras viajaba a verlo, mi carro se descompuso en las afueras de una ciudad y tuve que quedarme en ella tres días, mientras lo reparaban. Había un motel enfrente del taller mecánico, pero las afueras de las poblaciones siempre me deprimen, así que me alojé en un moderno hotel de ocho pisos en el centro de la ciudad. El botones me dijo que el hotel tenía restaurante, y cuando bajé a comer descubrí que había mesas en la acera. Era un arreglo bastante bonito, en la esquina de la calle, a la sombra de unos arcos bajos de ladrillo, de líneas modernas. Hacía fresco afuera y había mesas desocupadas, pero preferí sentarme en el interior mal ventilado. Había advertido, al entrar, un grupo de niños limpiabotas sentados en la acera frente al restaurante, y estaba seguro de que me acosarían si tomaba una de las mesas exteriores. Desde donde me hallaba sentado, podía ver al grupo de muchachos a través del aparador. Un par de jóvenes tomaron una mesa y los niños se congregaron alrededor de ellos, ofreciendo lustrarles los zapatos. Los jóvenes rehusaron y quedé asombrado al ver que los muchachos no insistían y regresaban a sentarse en la acera. Después de un rato, tres hombres en traje de calle se levantaron y se fueron, y los muchachos corrieron a su mesa y empezaron a comer las sobras: en cuestión de segundos los platos se hallaron limpios. Lo mismo ocurrió con las sobras de todas las demás mesas. Advertí que los niños eran muy ordenados; si derramaban agua la limpiaban con sus propios trapos de lustrar. También advertí lo minucioso de sus procedimientos devoradores. Se comían incluso los cubos de hielo restantes en los vasos de agua y las rebanadas de limón para el té, con todo y cáscara. No desperdiciaban absolutamente nada. Durante el tiempo que permanecí en el hotel, descubrí que había un acuerdo entre los niños y el administrador del restaurante; a los muchachos se les permitía rondar el local para ganar algún dinero con los clientes, y asimismo comer las sobras, siempre y cuando no molestaran a nadie ni rompieran nada. Había once niños en total, y sus edades iban de los cinco a los doce años; sin embargo, al mayor se le mantenía a distancia del resto del grupo. Lo discriminaban deliberadamente, mofándose de él con una cantinela de que ya tenía vello púbico y era demasiado viejo para andar entre ellos. Después de tres días de verlos lanzarse como buitres sobre las más escasas sobras, me deprimí verdaderamente, y salí de aquella ciudad sintiendo que no había esperanza para aquellos niños cuyo mundo ya estaba moldeado por su diaria pugna por migajas. -¿Les tienes lástima? -exclamó don Juan en tono interrogante. -Claro que sí -dije. -¿Por qué? -Porque me preocupa el bienestar de mis semejantes. Esos son niños y su mundo es feo y vulgar. -¡Espera! ¡Espera! ¿Cómo puedes decir que su mundo es feo y vulgar? -dijo don Juan, remedándome con burla-. A lo mejor crees que tú estás mejor, ¿no? 8 Dije que eso creía, y me preguntó por qué, y le dije que, en comparación con el mundo de aquellos niños, él mío era infinitamente más variado, más rico en experiencias y en oportunidades para la satisfacción y el desarrollo personal. La risa de don Juan fue amistosa y sincera. Dijo que yo no me fijaba en lo que decía, que no tenía manera alguna de saber qué riqueza ni qué oportunidades había en el mundo de esos niños. Pensé que don Juan se estaba poniendo terco. Creía realmente que sólo me contradecía por molestarme. Me parecía sinceramente que aquellos niños no tenían la menor oportunidad de ningún desarrollo intelectual. Discutí mi punto de vista un rato más, y luego don Juan me preguntó abruptamente: -¿No me dijiste una vez que, en tu opinión, lo más grande que alguien podía lograr era llegar a ser hombre de conocimiento? Lo había dicho, y repetí de nuevo que, en mi opinión, convertirse en hombre de conocimiento era uno de los mayores triunfos intelectuales. -¿Crees que tu riquísimo mundo podría ayudarte a llegar a ser un hombre de conocimiento? -preguntó don Juan con leve sarcasmo. No respondí, y él entonces formuló la misma pregunta en otras palabras, algo que yo siempre le hago cuando creo que no entiende. -En otras palabras -dijo, sonriendo con franqueza, obviamente al tanto de que yo tenía conciencia de su ar- did-, ¿pueden tu libertad y tus oportunidades ayudarte a ser hombre de conocimiento? -¡No! -dije enfáticamente. -¿Entonces cómo pudiste tener lástima de esos niños? -dijo con seriedad-. Cualquiera de ellos podría llegar a ser un hombre de conocimiento. Todos los hombres de conocimiento que yo conozco fueron muchachos como ésos que viste comiendo sobras y lamiendo las mesas. El argumento de don Juan me produjo una sensación incómoda. Yo no había tenido lástima de aquellos niños subprivilegiados porque no tuvieran suficiente de comer, sino porque en mis términos su mundo ya los había condenado a la insuficiencia intelectual. Y sin embargo, en los términos de don Juan, cualquiera de ellos podía lograr lo que yo consideraba el pináculo de la hazaña intelectual humana: la meta de convertirse en hombre de conocimiento. Mi razón para compadecerlos era incongruente. Don Juan me había atrapado en forma impecable. -Quizá tenga usted razón -dije-. ¿Pero cómo evitar el deseo, el genuino deseo de ayudar a nuestros semejantes? -¿Cómo crees que podamos ayudarlos? -Aliviando su carga. Lo menos que uno puede hacer por sus semejantes es tratar de cambiarlos. Usted mismo se ocupa de eso. ¿O no? -No. No sé qué cosa cambiar ni por qué cambiar cualquier cosa en mis semejantes. -¿Y yo, don Juan? ¿No me estaba usted enseñando para que pudiera cambiar? -No, no estoy tratando de cambiarte. Puede suceder que un día llegues a ser un hombre de conocimiento, no hay manera de saberlo, pero eso no te cambiará. Tal vez algún día puedas ver a los hombres de otro modo, y entonces te darás cuenta de que no hay manera de cambiarles nada. -¿Cuál es ese otro modo de ver a los hombres, don Juan? -Los hombres se ven distintos cuando uno ve. El humito te ayudará aver a los hombres como fibras de luz. -¿Fibras de luz? -Sí. Fibras, como telarañas blancas. Hebras muy finas que circulan de la cabeza al ombligo. De ese modo, un hombre se ve como un huevo de fibras que circulan. Y sus brazos y piernas son como cerdas luminosas que brotan para todos lados. -¿Se ven así todos? -Todos. Además, cada hombre está en contacto con todo lo que lo rodea, pero no a través de sus manos, sino a través de un montón de fibras largas que salen del centro de su abdomen. Esas fibras juntan a un hombre con lo que lo rodea: conservan su equilibrio; le dan estabilidad. De modo que, como quizá veas algún día, un hombre es un huevo luminoso ya sea un limosnero o un rey, y no hay manera de cambiar nada; o mejor dicho, ¿qué podría cambiarse en ese huevo luminoso? ¿Qué? II Mi visita a don Juan inició un nuevo ciclo. No tuve dificultad alguna en recuperar mi viejo hábito de disfrutar su sentido del drama y su humor y su paciencia conmigo. Sentí claramente que tenía que visitarlo más a menudo. No ver a don Juan era en verdad una gran pérdida para mí; además, yo tenía algo de particular interés que deseaba discutir con él. Después de terminar el libro sobre sus enseñanzas, empecé a reexaminar las notas de campo no utilizadas. Había descartado una gran cantidad de datos porque mi énfasis se hallaba en los estados de realidad no ordinaria. Repasando mis notas, había llegado a la conclusión de que un brujo hábil podía producir en su aprendiz la más especializada gama de percepción simplemente con "manipular indicaciones sociales". Todo mi argumento sobre la naturaleza de estos procedimientos manipulatorios descansaba en la asunción de que se necesitaba un guía para producir la gama de percepción requerida. Tomé como caso específico de prueba las reuniones de peyote de los brujos. Sostuve que, en los mitotes, los brujos llegaban a un acuerdo sobre la naturaleza de la realidad sin ningún intercambio abierto de palabras o señales, y mi conclusión fue que los 9 participantes empleaban una clave muy refinada para alcanzar tal acuerdo. Había construido un complejo sistema para explicar el código y los procedimientos, de modo que regresé a ver a don Juan para pedirle su opinión personal y su consejo acerca de mi trabajo. 21 de mayo, 1968 No pasó nada fuera de lo común durante mi viaje para ver a don Juan. La temperatura en el desierto andaba por los cuarenta grados y era casi insoportable. El calor disminuyó al caer la tarde, y al anochecer, cuando llegué a casa de don Juan, había una brisa fresca. No me hallaba muy cansado, de manera que estuvimos conversando en su cuarto. Me sentía cómodo y reposado, y hablamos durante horas. No fue una conversación que me hubiera gustado registrar; yo no estaba en realidad tratando de dar mucho sentido a mis palabras ni de extraer mucho significado; hablamos del tiempo, de las cosechas, del nieto de don Juan, de los yaquis, del gobierno mexicano. Dije a don Juan cuánto disfrutaba la exquisita sensación de hablar en la oscuridad. Contestó que mi gusto estaba de acuerdo con mi naturaleza parlanchina; que me resultaba fácil disfrutar la charla en la oscuridad porque hablar era lo único que yo podía hacer en ese momento, allí sentado. Argumenté que era algo más que el simple hecho de hablar lo que me gustaba. Dije que saboreaba la tibieza calmante de la oscuridad en torno. El me preguntó qué hacía yo en mi casa cuando oscurecía. Respondí que invariablemente encendía las luces, o salía a la calle hasta la hora de dormir. -¡Ah! -dijo, incrédulo-. Creía que habías aprendido a usar la oscuridad. -¿Para qué puede usarse? -pregunté. Dijo que la oscuridad -y la llamó "la oscuridad del día"- era la mejor hora para "ver". Recalcó la palabra "ver" con una inflexión peculiar. Quise saber a qué se refería, pero dijo que ya era tarde para ocuparnos de eso. 22 de mayo, 1968 Apenas desperté en la mañana, y sin ninguna clase de preliminares, dije a don Juan que había construido un sistema para explicar lo que ocurría en un mitote. Saqué mis notas y le leí lo que había hecho. Escuchó con paciencia mientras yo luchaba por aclarar mis esquemas. Dije que, según creía, un guía encubierto era necesario para marcar la pauta a los participantes de modo que pudiera llegarse a algún acuerdo pertinente. Señalé que la gente asiste a un mitote en busca de la presencia de Mescalito y de sus lecciones sobre la forma correcta de vivir, y que tales personas jamás cruzan entre sí una sola palabra o señal, pero concuerdan acerca de la presencia de Mescalito y de su lección específica. Al menos, eso era lo que supuestamente habían hecho en los mitotes donde yo estuve: concordar en que Mescalito se les había aparecido individualmente para darles una lección. En mi experiencia personal, descubrí que la forma de la visita individual de Mescalito y su consiguiente lección eran notoriamente homogéneas, si bien su contenido variaba de persona a persona. No podía explicar esta homogeneidad sino como resultado de un sutil y complejo sistema de señas. Me llevó casi dos horas leer y explicar a don Juan el sistema que había construido. Terminé con la súplica de que me dijese, en sus propias palabras, cuáles eran los procedimientos exactos para llegar a tal acuerdo. Cuando hube acabado, don Juan frunció el entrecejo. Pensé que mi explicación le había resultado un reto; parecía hallarse sumido en honda deliberación. Tras un silencio que consideré razonable le pregunté qué pensaba de mi idea. La pregunta hizo que su ceño se transformara de pronto en sonrisa y luego en carcajadas. Traté de reír también y, nervioso, le pregunté qué cosa tenía tanta gracia. -¡Estás más loco que una cabra! -exclamó-. ¿Por qué iba alguien a molestarse en hacer señas en un momento tan importante como un mitote? ¿Crees que uno puede jugar con Mescalito? Por un instante pensé que trataba de evadirse; no estaba respondiendo realmente mi pregunta. -¿Por qué habría uno de hacer señas? -inquirió don Juan tercamente-. Tú has estado en mitotes. Deberías de saber que nadie te dijo cómo sentirte ni qué hacer; nadie sino el mismo Mescalito. Insistí que tal explicación no era posible y le rogué de nuevo que me dijera cómo se llegaba al acuerdo. -Sé por qué viniste -dijo don Juan en tono misterioso-. No puedo ayudarte en tu labor porque no hay sistema de señales. -¿Pero cómo pueden todas esas personas estar de acuerdo sobre la presencia de Mescalito? -Están de acuerdo porque ven -dijo don Juan con dramatismo, y luego añadió en tono casual-: ¿Por qué no asistes a otro mitote y ves por ti mismo? Sentí que me tendía una trampa. Sin decir nada, guardé mis notas. Don Juan no insistió. Un rato después me pidió llevarlo a casa de un amigo. Pasamos allí la mayor parte del día. Durante el curso de una conversación, su amigo John me preguntó qué había sido de mi interés en el peyote. John había dado los botones de peyote para mi primera experiencia, casi ocho años antes. No supe qué decirle. Don Juan salió en mi ayuda y dijo a John que yo iba muy bien. De regreso a casa de don Juan, me sentí obligado a comentar la pregunta de John y dije, entre otras cosas, que no tenía intenciones de aprender más sobre el peyote, porque eso requería un tipo de valor que yo no tenía, y que al declarar mi renuncia había hablado en serio. Don Juan sonrió y no dijo nada. Yo seguí hablando hasta que llegamos a su casa. 10
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