UUnn G Grriittoo D Deesseessppeerraaddoo Carlos Cuahutémoc Sánchez Un Grito Desesperado Carlos Cuahutémoc Sánchez Página 2 de 98 CONTENIDO Cap. 1 La metamorfosis Cap. 2 El robo del portafolios Cap. 3 Documentos excepcionales Cap. 4 Asalto a la escuela Cap. 5 Tres pasos para la superación plena Cap. 6 Alboroto en el aula Cap. 7 La escala de gente prioritaria Cap. 8 El sistema emocional Cap. 9 Abrazo fraternal Cap. 10 Sólo cinco leyes Cap. 11 Ley de ejemplaridad Cap. 12 Ley del amor incondicional Cap. 13 Ley de las normas de disciplina Cap. 14 Las normas de la familia Yolza Cap. 15 Ley de comunicación profunda Cap. 16 un grito desesperado Cap. 17 Reencuentro Cap. 18 Ley del desarrollo espiritual Cap. 19 Prólogo en el epílogo Un Grito Desesperado Carlos Cuahutémoc Sánchez Página 3 de 98 Introducción Con amor incondicional, dedico este libro a las tres mujeres que me dan la motivación para escribir y la inspiración para vivir: IVOHNE SHECC1D SAHIAN Un Grito Desesperado Carlos Cuahutémoc Sánchez Página 4 de 98 1 LA METAMORFOSIS Amor: He dado vueltas en la cama intentando abandonar la vigilia inútilmente. Hace unos minutos salí a rastras de entre las cobijas buscando pluma y papel. Escribirte es el último recurso que me queda en esta fiera lucha por controlar mi torbellino mental. Ignoro a qué me dedicaré mañana, ni si tú seguirás siendo profesora, ni si tendremos el ánimo para continuar viviendo aquí, ni si alguna vez recuperaré la confianza en la gente como para volver a dar un consejo de amor. Lo único que sé es que mañana, cuando amanezca, no podré volver a ser el mismo... Ésta es la primera noche que pasamos en casa después de la tragedia. Es el punto final de una historia escrita en tres días de angustia, incertidumbre y llanto. Sé que tú fuiste la protagonista principal del drama, pero ¿te gustaría saber cómo se vio el espectáculo desde mi butaca? Estaba impartiendo una conferencia de "relaciones humanas " cuando fui interrumpido por la secretaria. —Licenciado —profirió antes de que me hubiese acercado lo suficiente a ella como para que los asistentes al curso no escucharan—. ¡Su esposa! ¡Acaban de hablar del Hospital Metropolitano! Tuvo un accidente en el trabajo. —¿Cómo? —pregunté azorado—. ¿No será una broma? —No lo creo señor Yolza. Llamó una compañera de ella. Me dijo que un alumno la atacó y que es urgente que usted vaya... Salí de la sala como centella sin despedirme de mis oyentes. Subí al automóvil con movimientos torpes e inicié el precipitado viaje hacia el hospital. No vi al taxista con el que estuve a punto de chocar en un crucero, ni al autobús que se detuvo escandalosamente a unos milímetros de mi portezuela cuando efectué una maniobra prohibida. ¿Cómo era posible que un alumno te hubiese atacado? ¿No se suponía que eras profesora en uno de los mejores institutos? Estacioné el automóvil en doble fila, bajé atolondradamente y corrí hacia la recepción del sanatorio. Reconocí de inmediato a tres empleadas de tu escuela sentadas en las butacas de espera. Al verme llegar se pusieron de pie. —Fue un accidente —dijo una de ellas apresuradamente, como para eximir responsabilidades. —El joven que la golpeó ya fue expulsado —aclaró otra. —¿La golpeó? ¿En dónde la golpeó? Las profesoras se quedaron mudas sin atreverse a darme la información completa. —En el vientre —dijo al fin una que no podía disimular su espanto. Cerré los ojos tratando de controlar el indecible furor que despertaron en mí esas tres palabras. Por la preocupación que me produjo el hecho de saber que podías estar herida me había olvidado de lo más importante, ¡Dios mío!: ¡que estabas embarazada! —¿Fue realmente un accidente? —pregunté sintiendo cómo la sangre me cegaba. Un Grito Desesperado Carlos Cuahutémoc Sánchez Página 5 de 98 —Bueno... sí —titubeó una de tus amigas—. Aunque el muchacho la molestaba desde hace tiempo... De eso apenas nos enteramos hoy. No quise escuchar más. Me abrí paso bruscamente y fui directo al pabellón de urgencias. A lo lejos vi a tu ginecobstetra. —¡Doctor! —lo llamé alzando una mano mientras iba a su encuentro—. Espere, por favor... ¿Cómo está mi esposa? —Delicada —contestó fríamente—. La intervendremos en unos minutos. —¿Puedo verla? —No. —Comenzó a alejarse. —¿Y el niño? ¿Se salvará...? Movió negativamente la cabeza. —Lo siento, señor Yolza... Me quedé helado recargado en la pared del pasillo. ¡Esto no podía estar pasando! ¡No era admisible! ¡No era creíble! Tu médico te había permitido que trabajaras medio tiempo con la condición de que lo hicieras cuidadosa y tranquilamente. ¡Yo mismo lo acepté sabiendo que se trataba de una gestación riesgosa! ¿Pero quién iba a imaginar que un imbécil te golpearía? ¡Y faltando tres meses para el nacimiento! Eché a caminar por los corredores entrando a zonas restringidas, como un ladrón. Conozco a la perfección el hospital porque en él nacieron nuestros otros dos hijos y yo participé en ambos partos, así que, con la esperanza de verte, me agazapé en un cubo de luz por el que puede vislumbrarse el interior del quirófano. No tuve que esperar mucho tiempo para presenciar cómo te introducían al lugar en una camilla... Fue una escena terrible. Estabas acostada boca arriba con el brazo derecho unido a la cánula del suero y una manguera de oxígeno en tu boca. Parecías muerta. Igual que ese "volumen", antes rebosante de vida, horriblemente estático debajo de la aséptica sábana que te cubría el vientre. Me quedé pasmado, transido de dolor, rígido por la aflicción. ¿Qué te habían hecho? ¿Y por qué? Es verdad que los jóvenes de hoy son impulsivos, inmaduros, inconscientes; que hasta en las mejores escuelas se infiltran cretinos capaces de las peores atrocidades... Pero, ¿al grado de hacerte eso a ti... a nosotros? Sentí que las lágrimas se agolpaban en mis párpados. Mi vida... Viendo cómo te preparaban para la operación, juré que, de ser posible, cambiaría mi lugar por el tuyo... —Disculpe, señor, pero no puede estar aquí —me dijo un individuo enorme, vestido como guardia de seguridad, quien amablemente pero con firmeza me encaminó hacia la sala de espera. Y la espera en la sala fue un suplicio lento y desgarrador. No tuve noticias tuyas durante horas. Salí varias veces a caminar, un poco por averiguar si el aire fresco era capaz de apagar las llamas de mi ansiedad y otro poco por evitar la proximidad de tus compañeros de trabajo. Viví momentos inenarrables. Creí que te perdía. Fuiste intervenida dos veces y estuviste en observación más de quince horas. Hoy en la tarde te dieron de alta. Saliste del hospital tomada de mi brazo pero con la cabeza baja, arrastrando el ánimo. Además de haber perdido al bebé habías quedado estéril. Durante el trayecto a la casa no hablaste nada. Yo tampoco. ¿Qué palabras podían servir para atenuar la aflicción producida por esa amarga experiencia? ¿Qué bálsamo era capaz de adormecer el suplicio de esa llaga supurante? No había ninguno. Quizá el silencio. Abrimos la puerta de la casa y nos adentramos a su quietud absoluta. Los niños ya dormían. Encendimos las luces y los estáticos muebles parecieron darnos la bienvenida compadecidos. Un Grito Desesperado Carlos Cuahutémoc Sánchez Página 6 de 98 Me ofreciste café y pan. En el ambiente se sentía pena. No deseábamos comer, pero era parte de la rutina requerida para volver a la normalidad. —Qué desgracia tan grande, ¿verdad? —dijiste rompiendo el silencio. No contesté. ¡Nos resultaba muy difícil comunicarnos! En el hospital, cuando no se interpusieron doctores lo hicieron familiares o amigos... Al fin estábamos solos. —¿Qué fue lo que pasó exactamente? —Lo que sabes, mi amor. Un alumno de mi clase de idiomas me golpeó. —¿Pero cómo pudo llegar a tanto? Me dijeron que desde hace tiempo te molestaba y que no se lo dijiste a nadie. ¡Ni siquiera a mí! —Es un joven desubicado y tímido. Creí que necesitaba apoyo, comprensión. Quise ayudarlo... Jamás pensé que reaccionaría como lo hizo. Me puse de pie furioso, sintiendo que la sangre me cegaba, y caminé de un lado a otro de la cocina con las manos en la cabeza, respirando agitadamente. —¿Pero cómo pudo ser? Ambos deseábamos más que nada en el mundo la llegada de este hijo. ¿Cómo te permitiste, por ayudar a un lunático, correr un riesgo de ese tamaño? Y, sobre todo, ¿cómo pudiste mantenerme al margen del problema? —No me lo reproches. Fue un accidente. ¿Quién iba a imaginar que el muchacho llegaría tan lejos? —Y tu voz se quebró en una manifestación de enorme dolor. Al verte afligida controlé un poco mi creciente furor. Tú fuiste quien padeció la tortura de la intervención quirúrgica. De tus entrañas, no de las mías, extrajeron ese pequeño ser que se nutría con tu sangre. En una palabra, tú eras la madre. No existe en la tierra persona más afectada física y emocionalmente por la pérdida de ese bebé, así que era injusto que te recriminara. Volví a sentarme tratando de calmarme. Permanecimos callados durante el resto de la merienda. Le di a mi café unos pequeños sorbos, más por atención que por gusto. En mi mente desfilaban una tras otra las distintas formas de cómo podía vengarme. En primer lugar adquiriría un arma y te enseñaría a usarla; en segundo lugar, demandaría al muchacho por asesinato y no pararía hasta verlo refundido en prisión purgando la condena más severa que pudiera dictarse por su falta; en tercer lugar, dejaría de dar estúpidos cursos sobre "pensamiento positivo" y cambiaría radicalmente el giro de mi negocio; en cuarto lugar... No podía estar sentado. Me levanté nuevamente lleno de excitación. En cuarto lugar tenía que devolver el golpe a más granujas como él. No bastaba con desaparecer de la sociedad al culpable de esta desgracia cuando pululaban millones de muchachos igualmente mines por todas partes. Miré mi rostro sin rasurar en el espejo de la cocina integral y por primera vez me percaté de que llevaba puesta la misma ropa desde hacía tres días. —Quisiera darme un baño. Asentiste sin decir palabra. Yes que a la consternación de tu reciente pérdida se le aunaba el dolor de adivinar en mí un peligroso rencor, un enfermizo deseo de venganza que nunca antes me habías visto. Te di las gracias por el café y fui directo a la regadera sin más preámbulo. Me introduje en el agua caliente y dejé que el divino líquido corriera por mi cabeza y mi cuerpo, relajándome. Cerré los ojos y permanecí inmóvil como una estatua que se encoge un poco al sentir la lluvia cayendo sobre sus hombros. Permanecí varios minutos en esa posición, sin pensar en nada. Entonces escuché la puerta del cuarto de baño y a través del acrílico blanco vi tu silueta entrando. Deslicé el cancel corredizo y te miré de pie junto al lavabo. Te habías puesto tu bata de dormir. Un Grito Desesperado Carlos Cuahutémoc Sánchez Página 7 de 98 —¿Venías a despedirte? —rio. La nube de vapor comenzó a extenderse alrededor de ti. No cerré la llave del agua. —Me preocupas, cariño —murmuraste. —Y tú me preocupas a mí —contesté—. Lo que te ha ocurrido es terrible. Te quedaste callada mirándome tiernamente. Sabías que eso no era verdad. Si estuviera afligido por tu dolor estaría brindándote mi apoyo, como solía hacerlo cuando tenías algún problema. —¡Maldición! —mascullé dando un fuerte puñetazo en la pared—. ¡Esto no debió haber pasado! —¡Pero pasó! Ahora debemos reponernos para no perder más de lo que ya perdimos. ¡Tenemos dos hijos vivos! ¿Recuerdas? Me froté fuertemente la cara sintiéndome un desdichado. —Nada va a volver a ser como antes. Percibo la maldad corriendo por mis venas. —No, no —rebatiste—. El joven que me atacó es producto de una sociedad corrupta que a la vez es el resultado de familias torcidas. Tú eres la cabeza de esta familia y si te dejas llevar por el deseo de venganza que supones corre por tus venas, ten la seguridad que nuestros hijos también acabarán, tarde o temprano, hundidos en el fango de la degradación que los espera afuera. —Amor —susurré sintiendo cómo las palabras se negaban a salir—. No puedo quedarme con los brazos cruzados después de que han matado a un hijo nuestro. —Entiende que no fue intencional... —¿Y tú entendiste... ? —pero me quedé con la frase en el aire. ¿Entiende qué? Dios mío. Tenía tantas ganas de llorar... Entonces comprendí el gran error: he dedicado el trabajo de toda mi vida a brindar elementos de superación a empresarios, cuando son otras las personas que realmente necesi- tan de él. —Vida —me dijiste—. En este momento no sé por qué estoy más triste: si por la muerte del bebé o por tu actitud hacia mí. Con ese comentario me aniquilaste. Sentí que perdía fuerzas y con las fuerzas la ira. Quise abrazarte, pero tú estabas vestida y seca y yo desnudo y mojado bajo la regadera. —Perdóname —logré articular al fin—. No debo comportarme así, porque entre todo lo malo que ha pasado hay algo verdaderamente hermoso: que ahora te amo muchísimo más... Esta vez mi tono de voz sonó intensamente afligido, una lágrima se deslizó por mi mejilla confundiéndose de inmediato con el agua que caía sobre mí. Te me acercaste neviosamente. El chorro, al golpear mi cuerpo, comenzó a salpicarte. No te importó. —¿Sabes...? —te dije—. Cuando estabas en el quirófano juré que si pudiera cambiaría mi lugar por el tuyo... Tú no soportaste esas palabras y yo no soporté más tu dulce mirada. Te extendí los brazos y, vestida como estabas, te refugiaste en ellos de inmediato. El agua de la ducha cayó sobre ti empapándote totalmente. Te acurrucaste en mi cuerpo buscando más calor. Acaricié tu cuello y tu espalda con un cariño casi desesperado; luego comencé a desabrochar tu bata, deslizándola suavemente hacia abajo mientras te besaba. Estreché tu piel desnuda delicadamente pero con mucha fuerza y tú comenzaste a llorar abiertamente, frotando tu cara en mi pecho. No había sensualidad alguna. Era algo superior. Algo que no habíamos experimentado jamás. Era el milagro de una dolorosísima pero extraordinaria metamorfosis. En ese instante, disueltos el uno en el otro, me susurraste que no te importaba haber tenido Un Grito Desesperado Carlos Cuahutémoc Sánchez Página 8 de 98 un aborto, ni te importaba nada de lo que pudiera pasarte en el futuro si nos manteníamos juntos. No necesité contestarte para que supieras que yo pensaba igual. Fundidos en un abrazo eterno éramos, tú y yo, una sola alma otra vez. Un Grito Desesperado Carlos Cuahutémoc Sánchez Página 9 de 98 2 EL ROBO DEL PORTAFOLIOS La caligrafía perfecta brillaba delante de mí. La observé superficialmente con gran desconfianza. Su lectura me había dejado un extraño sabor metálico en el paladar. ¿Quién hubiera pensado que en ese portafolios robado iba a encontrar documentos tan personales? ¿Todos serían así... ? Tenía conocimiento de que el colegio al que asistía había sido originalmente un centro de capacitación para empresas. Incluso a la fecha aún se daban cursos de "principios para el éxito", "relaciones humanas" y "personalidad", pero desde hacía unos cinco años el motivo central del Instituto no eran los cursos sino la Preparatoria Intensiva. ¿El cambio de giro tendría alguna relación con la penosa experiencia relatada por el autor de aquella carta? Pudiera ser... Pero si era así, no me conmovía. En realidad había muy pocas cosas que podían conmoverme. Quizá ninguna. Estaba acostumbrado a reaccionar como la "carga social", "el delincuente en potencia" que me habían convencido que era. Sin embargo, a veces mi papel me disgustaba. Sobre todo cuando motivado por alguna circunstancia especial percibía la sensación interna de no ser tan malo. Y la lectura de esa carta había despertado en mí una sensación así. Sacudí la cabeza aprensivamente y arrojé los folios al guardarropa. Seguramente todo lo escrito ahí no era más que una fantasía imaginada por ese hombre a quien yo detestaba sobre- manera. En mi entendimiento no cabía la posibilidad de que alguien pudiera experimentar sentimientos tan nobles. Y menos él.... Me consolé con razonamientos apropiados: si esa carta era verdad, el director de mi escuela era un fanático santurrón o un marica declarado. Exactamente... Para poder relatar cómo hurté ese portafolios primero necesito hablar de un personaje importantísimo en aquella época de mi vida: mi hermano Saúl. Era un tipo bastante impredecible. Se tomaba muy en serio su papel de hermano mayor, atribuyéndose el privilegio de amonestarnos a Laura y a mí a diario. Cuando lo desafiábamos se alteraba inmoderadamente y no le hablaba a nadie durante días. Con frecuencia discutía con el tirano de papá y consolaba a la mártir de mamá, pero nada mejoraba en casa; no entendía mis consejos de que aceptara las cosas así. Realmente era un sujeto raro y, por ello, incluso se había ganado mi secreta admiración. Le gustaba tocar la guitarra hasta altas horas de la noche y también escribía poesías (mis amigos y yo nos burlábamos mucho de esto). una mañana sus compañeros de grupo le jugaron una broma, que él mismo planeó y consintió, cuyas consecuencias llegaron a extremos inverosímiles: Lo encerraron en el baño con una muchacha; clausuraron las aldabas exteriores usando un enorme candado y tiraron la llave por la coladera. La algarabía resonó en todos los pasillos. Hubo aplausos, cantos, gritos. A los pocos minutos la escuela entera estaba enterada de que Saúl y su novia se hallaban solos en los sanitarios haciendo quién sabe qué suciedades. Hubo que llamar a un cerrajero para que pudiera abrirles, y como fue imposible dar con los cómplices de tan original travesura, detuvieron en la dirección a los amantes protagonistas. Acudí a las oficinas para esperar que lo pusieran en libertad después de amonestarlo. Pero el asunto se complicó: llamaron por teléfono a mi padre. ¡Nunca lo hubieran hecho! Un Grito Desesperado Carlos Cuahutémoc Sánchez Página 10 de 98 Lo vi entrar a la recepción del colegio con aire de prepotencia sin siquiera haberse quitado la bata blanca que lo distinguía en su trabajo. —Soy el doctor Hernández —le gritó a la secretaria—. Me llamaron para decirme que iban a expulsar a mi hijo. Tengo muchos pacientes y no puedo darme el lujo de hacer antesala, así que haga el favor de anunciarme de inmediato con el director. El máximo censor salió a recibir al escandaloso visitante. —Pase, por favor. Saúl está aquí, con su novia. Me quedé afuera tratando de escuchar lo que se decía en el privado. No fue difícil. Papá recibió las quejas haciendo grandes aspavientos, preguntando teatralmente cómo era posible todo eso. Mi hermano alzó la voz para defenderse y fue abofeteado cruelmente frente al director y la novia. Después hubo un momento en el que no se escuchó nada. En ese silencio imaginé a la chica llorando a cántaros, al administrador como estatua de hielo, incrédulo de la agresividad que había presenciado, y a mi hermano aguantando estoico el dolor de la humillación. unos minutos después se abrió la puerta del depacho y salió Saúl. Detrás papá. —¿A dónde crees que vas, muchachito? —Y al decir esto lo sujetó por la oreja. Saúl sudaba y tenía el rostro extremadamente rojo. Se liberó de la mano opresora de un zarpazo y echó a caminar hacia afuera sin decir nada. —¡ün momento! ¡Detente o te arrepentirás toda tu vida! En la calle varios estudiantes observamos la penosa escena en la que el adulto trataba de sujetar al joven jalándolo de los cabellos mientras éste se defendía ágil y ferozmente para alejarse a pasos rápidos del lugar. Saúl no volvió a casa. Nadie supo a dónde fue. Por lo que papá se la pasó llamando por teléfono a todas las autoridades de la ciudad para reportar al fugitivo, mamá estuvo llorando inconsolablemente y Laura y yo nos acostamos con la excitante novedad de que el primogénito había abandonado el nido. No podíamos creer que hubiera tenido tanto valor y con el pensamiento le mandábamos nuestras más calurosas felici- taciones. Esa noche tardé mucho en conciliar el sueño. Me preguntaba constantemente a qué lugar iría un joven al escapar de casa. Deseaba saberlo para tener la opción de hacer lo mismo cuando mi familia me hartara. Y no faltaba mucho para ello. Al día siguiente muy temprano, diríase de madrugada, papá entró a mi habitación haciendo mucho ruido y llamándome holgazán. Me destapó arrojando las cobijas al suelo y azuzán- dome para que me levantara. —Desperézate, muchachito. Voy a ir contigo a la escuela para vigilar la entrada de los alumnos a ver si aparece tu hermano. —¿Sinceramente crees que irá a clases después de escapar de casa? —Me incorporé para recoger las sábanas y echármelas nuevamente encima—. Permíteme que me ría: Jo jo jo. Papá se puso verde, más por tener yo la razón que por mi insolencia, pues ante él, tener la razón era un pecado mortal. —De cualquier modo iremos a la escuela. Quiero hablar con el señor Yolza para ponerlo al tanto de lo que hizo tu hermano. —Ese maldito director chismoso —susurré—. Por su culpa está pasando lo que está pasando. Me levanté indolentemente y me vestí. Estuvimos en el colegio justo antes de la hora de entrada. Al poco tiempo llegó el director. Papá lo interceptó para preguntarle de modo presuntuoso por qué se había propuesto echar a perder la vida de sus hijos, lo cual, por agresivo e incoherente, me asombró bastante. Varios compañeros curiosos se detuvieron a escuchar la inminente discusión, pero el licenciado Yolza los evadió invitándonos a pasar a su privado. Ya dentro, los dos hombres se miraron fijamente como viejos enemigos. Mi padre se calmó Un Grito Desesperado Carlos Cuahutémoc Sánchez Página 11 de 98 un poco, pero no dejó de levantar la voz. —usted no ha sabido guiar a mis hijos. Uno viene aquí brindándole toda la confianza, paga puntualmente las colegiaturas ¿y qué recibe a cambio? unos muchachos tímidos y acomplejados. Saúl ha caído tan bajo por culpa de usted. El señor Yolza se frotó la barbilla con aire preocupado. Su trabajo consistía en atender vecinos quejosos, empleados irresponsables, inspectores corruptos, sindicalistas prepotentes, alumnos groseros (como yo) y padres de familia desequilibrados (como el mío). Sin embargo, no parecía haberse acostumbrado del todo a tales situaciones. Tomó asiento y con ademán cortés invitó a papá a hacer lo mismo frente a él. También a mí, con una mirada, me indicó que me sentara. —¿Quiere explicarme de qué se trata exactamente, doctor Hernández? —Ayer mi hijo Saúl se fue de la casa. —¿De veras? —preguntó interesado—. ¿Y qué le hace suponer que fue por mi culpa? —Que no había necesidad de llamarme para darme la queja. Todos los jóvenes llegan al sexo con sus novias. El director abrió el cajón central de su escritorio para extraer una cajita con pastillas medicinales; tomó una y se la echó a la boca de inmediato mientras movía la cabeza negativamente (¡vaya manera de empezar el día!). Acto seguido descolgó su intercomunicador para pedirle al archivista el expediente de Saúl y el mío. Sin quererlo salté de mi silla. ¿El mío? Yo solamente estaba de mirón, no tenía vela en ese entierro. ¿Por qué pediría también mi expediente? Me volví a sentar. Hubo un silencio desagradable. Finalmente la secretaria entró presentándole las carpetas y el licenciado comenzó a decir con voz firme: —Doctor Hernández: su hijo Saúl tiene antecedentes muy graves y fue admitido aquí condicionalmente. Aún así, su historial está lleno de irregularidades. Ayer no hubo tiempo de analizarlo, pero "fumar en clase", "contestar altaneramente a los profesores", "no cumplir con tareas" e "irse de pinta" son notas comunes y repetitivas en este registro. Además, ya había estado a punto de ser expulsado en otra ocasión. —Mi padre alzó las cejas simulándose indignado y me reí interiormente de él—. Se dio de golpes con otro joven que al parecer pretendía a su novia "en turno". En esa oportunidad armó un gran alboroto. Vinieron patrullas y los vecinos me citaron para hacerme prometer que eso no volvería a suceder en esta calle. Lo tuve detenido en mi oficina durante casi una hora. Intentamos comunicarnos con usted, pero fue inútil. Tampoco su esposa pudo ser localizada. Así que llené su forma de expulsión y se la entregué. Entonces su hijo me dijo que me odiaba, que odiaba este mundo, esta vida, esta escuela y a sus padres. Después de eso se echó a llorar y su llanto demostraba una congoja enorme. —El licenciado se levantó ligeramente apuntando con el índice— Doctor Hernández, si no ha visto a su hijo llorar de esa manera últimamente, usted está muy lejos de él para poder ayudarle. —Volvió a sentarse y antes de continuar pareció escoger las palabras—: Ante una situación tan patética no pude dejar de darle otra oportunidad. Sentí que, en el fondo, Saúl no era culpable de sus yerros, un joven que se desprecia tanto a sí mismo debe tener una pésima familia. El origen de la autovaloración de un individuo se halla en su familia. La gente se comporta en la calle como aprendió a hacerlo en su casa. Si Saúl está en malos pasos no hay más culpables que usted y su esposa... Mi padre estaba petrificado. El matiz sanguíneo de sus mejillas me hizo percibir su cólera. Ésta era tal que no podía hablar. El director, en cambio, se mostraba mucho más seguro e impertérrito que al principio. Seguidamente abrió mi expediente y comenzó a hojearlo con detenimiento. —Su hijo Gerardo es otra muestra de lo que le estoy diciendo. Para que se callara lo miré con todo el repudio que pude..., pero al individuo pareció no Un Grito Desesperado Carlos Cuahutémoc Sánchez Página 12 de 98 importarle mi amenaza visual. —Es impuntual, faltista, flojo. Los profesores lo reportan como un alumno de última categoría. Por si no lo sabía, él también ha estado a punto de ser expulsado. No por irregulari- dades graves sino por una infinidad de reportes sencillos de indisciplina y apatía. Gerardo es un cabecilla para los malos actos. Incita a sus compañeros a cometer pillerías encontrando siempre la forma de salir exculpado, pero los maestros y yo nos hemos dado cuenta de su juego. Detrás de las infracciones de sus amigos siempre está él. Reconozco que es muy inteligente y estoy casi seguro de que también en su casa aparenta ser un buen hijo, pero secretamente acumula un gran rencor que lo hace atentar contra todos cuando se siente resguardado. Mi padre, mordiéndose feamente el labio inferior, se volvió hacia mí con claras intenciones de matarme, pero yo me hice el disimulado clavándole la vista al directorsucho. Tarde o temprano me las pagaría. Papá se puso de pie listo para salir de allí. El señor Tadeo Yolza levantó la voz con la firmeza de alguien que ha ganado un envite. —Doctor Hernández: sus rabietas de padre indignado no ayudarán en nada. Sus hijos son listos pero terriblemente infelices. Tanto Saúl como Gerardo necesitan recuperar en primer lugar su autoestima. ¿Entiende esto? ¿Cómo suele corregirlos? ¿Se acerca a ellos para tratar de entender sus razones y después los guía con mano fuerte pero amistosa, o simplemente les grita, los insulta y abofetea, como hizo ayer con Saúl en esta oficina? ¿Permite que en su hogar se apliquen sobrenombres, se hagan burlas y críticas destructivas, se exalten las capacidades de unos para menospreciar las de otros, se invoquen deseos de que tal o cual hijo sea distinto, o se admiren envidiosamente las condiciones de otras familias? Si así ha sido, usted ha creado en ellos una autovaloración peligrosamente pobre. Todo ser humano aprende a autovalorarse en el lugar donde crece, ayudado de las personas con quienes convive. En la familia nacen las expectativas del individuo, su moral, su forma de sentir, su personalidad... El director parecía ansioso de continuar hablando, como si hubiese esperado durante meses la oportunidad de decirle todo eso. Mi padre se volvió hacia él con la vista desencajada. Por un momento pensé que se le echaría encima. —ustedes, los ma... maestros —tartamudeó visiblemente afectado—, son demagogos y engreídos. Creen tener el derecho de meterse en la vida de los demás como si fuesen perfectos. —Doctor Hernández, usted y yo ya nos conocíamos. Yo lo consideraba un hombre sensato, pero en estas dos últimas entrevistas me he percatado de que necesita una gran ayuda. Si sus hijos se pierden o fracasan no habrá otro responsable directo más que usted. Vi cómo mi progenitor apretaba los puños hasta que los nudillos se le pusieron blancos. Su siguiente objeción apenas fue inteligible: —Ustedes los maestros se creen sabios... Le devuelven la responsabilidad a uno, pero son incapaces de hacer algo por los muchachos. Cabizbajo, dio la vuelta y sin despedirse salió bruscamente del lugar. Al verlo alejarse, por primera vez me percaté de que no era tan inmune como yo había pensado. Sentí lástima por él. Además, su estatura me pareció más baja de lo que siempre creí. El director corrió para alcanzarlo. Posiblemente no deseaba que la desavenencia terminara de ese modo. Me quedé en la oficina solo. Miré a mi alrededor buscando algo, algo... no sabía qué... ¡El portafolios personal del señor Tadeo Yolza estaba a un lado del escritorio! Lo tomé y salí como relámpago para evitar ser detenido por la secretaria. En la calle los dos adultos aún Un Grito Desesperado Carlos Cuahutémoc Sánchez Página 13 de 98 discutían. No me detuve: no quería saber más nada del asunto. Durante horas caminé por las avenidas abrazando fuertemente el portafolios robado. Sentía ganas de llorar, pero no comprendía la razón. Quizá por haberse dicho en mi presencia conceptos muy serios en los que jamás había pensado, uno especialmente cruel y verdadero me taladraba las sienes: que mis hermanos y yo éramos inteligentes pero terriblemente infelices. Un Grito Desesperado Carlos Cuahutémoc Sánchez Página 14 de 98 3 DOCUMENTOS EXCEPCIONALES Lo que estoy relatando sucedió hace muchos años, pero fue el inicio de la transformación de mi vida. Mi padre era un hombre instruido. Había estudiado medicina haciendo su residencia y especialidad ya casado. Si algo yo le reconocía era su carácter duro y tenaz. En la época a la que me refiero tenía una trayectoria profesional brillante, lo que nos permitía vivir desahogadamente, pero su trabajo de "procer salvavidas" lo absorbía tanto que convivía poco con su familia y los problemas que con esa actitud eludía comenzaron a mermar su equilibrio emocional. Adquirió patrones de neurosis depresiva: exageraba nuestras faltas y al principio nos reprendía en forma humillante para después deshacerse en lamentos y añoranzas respecto a cómo debíamos ser y no éramos. Algo digno de despertar ternura. A esto debía sumarse la conducta hipocondríaca de mamá: para ella todo era motivo de angustia, y pasaba horas enteras lamentándose y llorando. Era fácil adivinar que no mantenían una buena relación conyugal. A ninguno de nosotros nos agradaba estar en esa casa carente de calor, así que cuando teníamos oportunidad, los tres hijos volábamos como palomas asustadas. Mi hermana Laura, de quince años, se pasaba las tardes en compañía de sus amigas (al menos eso decía). Saúl, de veintiuno, se iba con su novia. Y yo, de dieciocho, el hijo intermedio (mamá me llamaba el jamón del sandwich), salía con mi pandilla a hacer locuras por las calles y a asustar a las muchachas que andaban solas. A mis amigos y a mí nos gustaba manejar los coches de nuestros padres a gran velocidad. Con frecuencia la policía nos perseguía, pero la buena suerte, la audacia o el dinero siempre nos salvaban de ser aprehendidos. Todo lo prohibido nos causaba gran excitación. Sin embargo, debo aclarar que cuando mis amigotes robaban a los transeúntes, por travesura más que por necesidad, yo no participaba. Eso sí, observaba todo desde las esquinas cercanas pero sin mover un dedo. El portafolios del señor Yolza fue el primer objeto hurtado en mi historial. Tal vez algún día lo devolvería... ya que sólo lo hice porque quería darle una lección al engreído ese que se atrevió a llamarme "alumno de última categoría". Aquella noche leí respecto al aborto de su esposa. ¡Qué emociones tan curiosas despertó en mí ese relato! Principalmente porque conocía los antecedentes de la escuela y al relacionarlos con la carta resultaba una ecuación incoherente, ilógica. ¿El dueño había decidido dejar de dar discursos de capacitación a empresas para organizar una preparatoria con el fin de ayudar a jóvenes entre los que podría estar el responsable de la muerte de su tercer hijo? ¡Qué cosa tan absurda y afeminada! Fui a mi dormitorio y me encerré con llave. La habitación, completa, era para mí solo. Saúl estaba "de vacaciones", así que iba a poder extender sobre el piso mis revistas "prohibidas" sin que nadie me molestara. Empujé la cama de mi hermano hasta pegarla con la mía. Esa noche dormiría cómodamente en una matrimonial. Pobre Saúl: siempre tan loco e impulsivo. Seguramente mientras él pasaba incomodidades sólo Dios sabía en donde, yo disfrutaba de sus territorios como un señor. Comencé a hojear las fotografías de mis revistas... pero me detuve insatisfecho: no me apetecía mirar eso. Guardé mis "tesoritos" clandestinos y traté de dormir, pero no pude porque Un Grito Desesperado Carlos Cuahutémoc Sánchez Página 15 de 98 fui presa de un insomnio enloquecedor. A las tres de la mañana encendí la luz, me incorporé como sonámbulo y me dirigí al ropero en busca de los papeles sustraídos. Los contemplé unos minutos y, como movido por un magnetismo extraño, comencé a examinarlos embelesado. En ese archivo había muchas cartas íntimas. En busca de alguna que me permitiera hilar la historia recientemente conocida, leí los primeros párrafos de varias. Y esto fue lo que encontré: Amor: Hace algunos meses abrimos una escuela preparatoria con intenciones altruistas. Ha sido mucho más complicado y difícil de lo que imaginamos al principio. Ocupados en un mundo de trabajo administrativo, hemos descuidado la razón principal de lo que emprendimos. No debemos seguir permitiéndolo. En las dos semanas anteriores me he enterado de situaciones asombrosas que quizá tú desconozcas: tres jóvenes del tumo matutino abandonaron su casa, una muchachita de secundaria abierta quedó embarazada y un ex-estudiante se accidentó en su automóvil por conducir ebrio. El medio en que se desenvuelven los jóvenes es cada vez más peligroso. Las borracheras, el amor libre, la deserción escolar, la rebeldía contra los padres son tópicos usuales entre ellos. Últimamente he puesto atención en esa gran decadencia transmitida de una generación a otra. El mal se ha infiltrado incluso en hogares de padres aparentemente instruidos y responsables que en forma inexplicable han venido a verme desconsolados porque no saben dónde es que fallaron. Entonces mi desesperación se convierte en pánico. En la educación de los hijos se cometen muchos errores involuntarios, errores que tarde o temprano se revierten como una avalancha de nieve que nunca se sabe cómo ni cuándo se originó... Sin embargo, debo decirte que esta reciente percepción del mal no es lo único ni lo principal que gira en mi agitación mental. Este último fin de semana encontré algo. Algo tan extraño e inverosímil que no he querido mostrártelo hasta saber qué es (o hasta saber si es lo que imagino). Estuve escombrando tres viejas cajas con reliquias de mis padres. Son las que rescaté de la casa de mamá cuando falleció, ¿recuerdas?, y hasta el domingo pasado no había tenido ánimo para revisarlas. Es increíble la cantidad de cosas que guardan los andados: fotografías borrosas, documentos escolares arcaicos y roídos, recortes de periódico amarillentos y quebradizos, cartas ilegibles y un sinfín de objetos viejos como botones, tarjetas, libros y prendas de ropa que, aunque debieron jugar algún papel importante en sus recuerdos, para mí no eran más que basura. Pues bien, entre todas esas curiosidades hallé una carpeta con manuscritos ancestrales escritos en castellano antiguo con un valor verdaderamente incalculable. No me explico cómo pudieron llegar ahí, pues aunque mi padre era historiador, nunca mencionó haber conseguido testimonios originales. He debido desempolvar mis diccionarios y apuntes de raíces románicas para atar cabos respecto a esos escritos. Ha sido emocionante, mi amor, porque ya he logrado interpretar algunos párrafos y, ¿sabes?, versan sobre el mismo tema que me inquieta en el trabajo: ¡la superación de los jóvenes! Su anónimo autor debió ser un experto en textos bíblicos, y digo esto porque he hallado muchas frases apoyadas claramente en las Escrituras. Sin embargo, lo interesante del caso no es la doctrina plasmada en esas hojas sino la sensación que me producen de estar transitando el camino adecuado. ¡Quien las escribió murió hace varios cientos de años teniendo las mismas inquietudes que yo! Te quiero mucho, mi cielo, y estoy un poco asustado. Siento que Dios, a través de ti, me ha encauzado en este trabajo y ahora ha comenzado a darme elementos para que haga en él algo más de lo que he hecho.