SOBRE LA VIDA Y LA MUERTE Krishnamurti La muerte debe ser algo extraordinario, como lo es la vida. La vida es algo total. El dolor, la pena, la angustia, la alegría, las ideas absurdas, la posesión, la envidia, el amor, la dolorosa desdicha de la soledad ... todo eso es la vida. Y para comprender la muerte tenemos que comprender la totalidad de la vida, no tomar sólo un fragmento de ella y vivir con ese fragmento, como lo hace la mayoría de nosotros. En la comprensión misma de la vida está la comprensión de la muerte, porque ambas no están separadas. Londres, 12 de junio de 1962 PRÓLOGO Jiddu Krishnamurti nació en la India en 1895 y a la edad de trece años le tomó bajo su protección la Sociedad Teosó- fica; los directores de la misma consideraron que él era el ve- hículo para el «instructor del mundo» cuyo advenimiento ha- bían estado proclamando. Krishnamurti habría de emerger pronto como un maestro poderoso, inflexible e inclasificable; sus charlas y escritos no tenían conexión con ninguna reli- gión específica y no pertenecían a Oriente ni a Occidente, sino que eran para todo el mundo. Repudiando firmemente la imagen mesiánica, en 1929 disolvió de manera dramática la vasta y acaudalada organización que se había constituido en torno a él y declaró que la verdad era «una tierra sin sende- ros>>a la cual resultaba imposible aproximarse mediante nin- guna religión, filosofía o secta convencional. Durante el resto de su vida, rechazó insistentemente la condi- ción de gurú que otros trataron de imponerle. Continuó atrayen- do grandes auditorios en todo el mundo, pero negando toda autoridad, no queriendo discípulos y hablando siempre como un individuo habla a otro. En el núcleo de su enseñanza esta- ba la comprensión de que los cambios fundamentales de la sociedad podían tener lugar sólo con la transformación de la conciencia individual. Se acentuaba constantemente la necesidad del conocimiento propio, así como la inteligente captación de las influencias restrictivas y separativas origi- nadas en los condicionamientos religiosos y nacionalistas. 9 Sobre la vida y la muerte Krishnamurti señalaba siempre la urgente necesidad de una apertura para ese «vasto espacio del cerebro que contiene en sí una energía inimaginable». Ésta parece haber sido la fuen- te de su propia creatividad y la clave para el impacto catali- zador que ejerció sobre tan amplia variedad de personas. Krishnamurti continuó hablando por todo el mundo hasta su muerte, a los noventa años. Sus charlas y diálogos, sus dia- rios y sus cartas han sido reunidos en más de sesenta volú- menes. Esta serie de libros dedicados a temas específicos se ha recopilado a partir de ese vasto cuerpo de enseñanzas. Cada li- bro se concentra en una cuestión que tiene particular impor- tancia y urgencia en nuestras vidas cotidianas. 10 SAANEN2, 8 DE JULIOD E 1964 Me gustaría hablar acerca de algo que incluye la totalidad de la vida, algo que no es un enfoque fragmentario sino total con respecto a toda la existencia del hombre. Para investigar esto a bastante profundidad me parece que uno debe dejar de estar atrapado en teorías, creencias y dogmas. Casi todos ara- mos sin cesar el suelo de la mente, pero al parecer jamás sem- bramos. Analizamos, discutimos, desmenuzamos las cosas, pero rto comprendemos el movimiento total de la vida. Ahora bien, pienso que hay tres cosas que debemos en- tender a fondo si hemos de comprender el movimiento to- tal de la vida. Son el tiempo, el dolor y la muerte. Compren- der el tiempo, comprender el significado pleno del dolor y permanecer con la muerte ... todo esto requiere la claridad del amor. El amor no es una teoría ni es un ideal. O amamos o no amamos. El amor no puede enseñarse. No podemos tomar clases de cómo amar, ni existe un método que practicado dia- riamente nos permita saber qué es el amor. Pero pienso que uno puede dar con el amor de manera natural, fácil y es- pontánea, cuando comprende de verdad el significado del tiempo, la profundidad extraordinaria del dolor y la pureza que llega con la muerte. Por lo tanto, quizá podamos consi- derar -de hecho, no teóricamente o en abstracto- la naturale- za del tiempo, la cualidad o estructura del dolor y la cosa ex- traordinaria que llamamos muerte. Estas tres cosas no están separadas. Si comprendemos el tiempo, comprendemos qué 11 Sobre la vida y la muerte es la muerte y también comprendemos qué es el dolor. Pero si considerarnos el tiempo como algo aparte del dolor y la muerte, y tratamos de abordarlo separadamente, entonces nuestro enfoque será fragmentario; por lo tanto, jamás com- prenderemos la extraordinaria belleza y vitalidad del amor. Vamos a abordar el tiempo, no como una abstracción sino como un hecho -siendo el tiempo duración, continuidad de la existencia-. Está el tiempo cronológico, horas y días ex- tendiéndose millones de años; el tiempo cronológico es el que ha dado origen a la mente con la que funcionamos. La mente es un resultado del tiempo como continuidad de la exis- tencia, y el perfeccionamiento y pulimento de la mente a tra- vés de la continuidad es llamado progreso. El tiempo es tam- bién la duración psicológica que el pensamiento ha creado como un medio para realizarse. Usamos el tiempo a fin de progresar, de lograr, de llegar a ser, de producir cierto resul- tado. Para la mayoría de nosotros, el tiempo es un escalón para algo mucho más grande: el desarrollo de ciertas faculta- des, el perfeccionamiento de una técnica determinada, el lo- gro de un objetivo, una meta, loable o no; así es como hemos llegado a creer que el tiempo es necesario para realizar lo verdadero, Dios, lo que está más allá de todos los afanes del hombre. Casi todos consideramos el tiempo como el período de duración entre el momento actual y algún momento en el fu- turo, y usamos ese tiempo para cultivar el carácter, para li- brarnos de cierto hábito, para desarrollar un músculo o un punto de vista. Durante dos mil años, la mente cristiana ha sido condicionada para creer enun Salvador, en el infierno, en el paraíso; y, en Oriente, la mente ha sido condicionada de manera similar durante un período mucho más largo. Pensa- mos que el tiempo es indispensable para todo lo que tenemos que hacer o comprender. Por lo tanto, el tiempo se vuelve una carga, una barrera para la genuina percepción; nos impide ver inmediatamente la verdad de algo, porque pensamos que de- 12 Saanen, 28 de julio de 1964 bemos dedicar tiempo a ello. Decimos: «Mañana, o dentro de un par de años, comprenderé este problema con extraordina- ria claridad». Tan pronto admitimos el tiempo, estamos culti- vando la indolencia, esa peculiar pereza que nos impide ver instantáneamente la cosa tal como es. Creemos que necesitamos tiempo para abrirnos paso por el condicionamiento que la sociedad -con sus religiones or- ganizadas, sus códigos de moralidad, sus dogmas, su arro- gancia y su espíritu competitivo-ha impuesto sobrela men- te. Pensamos en términos de tiempo, porque el pensamiento es del tiempo. Es la respuesta de la memoria, siendo la me- moria el trasfondo acumulado, heredado, adquirido por la raza, la comunidad, el grupo, la familia y el individuo. Este trasfondo es el resultado del proceso aditivo de la mente, y su acumulación ha llevado tiempo. Para la mayoría de noso- tros, la mente es memoria, y dondequiera que haya un reto, una exigencia, la memoria es la que responde. Es como la respuesta de un cerebro electrónico, el cual funciona por me- dio de la asociación. Siendo el pensamiento la respuesta de la memoria, es, en su propia esencia, el producto del tiempo y el creador del tiempo. Por favor, lo que digo no es una teoría, no es algo sobre lo cual tengan que pensar. Es, más bien, algo que tienen que ver, porque es así. No voy a examinar todos los intrincados deta- lles, pero he señalado los hechos esenciales, y los ven o no los ven. Si están siguiendo lo que se dice, si lo siguen no sólo verbalmente, lingüísticamente o analíticamente, sino que realmente lo ven, advertirán cómo el tiempo engaña. Y en- tonces el problema es si el tiempo puede cesar. Si somos ca- paces de ver todo el proceso de nuestra propia actividad -ver su hondura, su superficialidad, su fealdad, su belleza-, no mañana, sino inmediatamente, entonces esa percepción mis- ma es la acción que pone fin al tiempo. Sin comprender el tiempo no podemos comprender el dolor. No son dos cosas diferentes, como tratamos de imaginarlas. Ir a la oficina, es- 13 Sobre la vida y la muerte tar con nuestra familia, tener hijos ... no son acontecimientos separados, aislados. Por el contrario, están profunda e ínti- mamente relacionados entre sí, y no podemos ver esta extra- ordinaria intimidad de la relación si no existe la sensibilidad que trae consigo el amor. Para comprender el dolor, tenemos que comprender real- mente la naturaleza del tiempo y la estructura del pensamien- to. El tiempo debe detenerse, de otro modo estamos repitiendo meramente, igual que un cerebro electrónico, la información que hemos acumulado. A menos que haya una terminación para el tiempo -o sea, una terminación para el pensamiento-, hay mera repetición, ajuste, una continua modificación. Jamás hay nada nuevo. Somos cerebros electrónicos glorificados -un poco más independientes, tal vez, pero igualmente me- cánicos en el modo como funcionamos. Para comprender la naturaleza del dolor y la terminación del dolor, uno tiene que comprender el tiempo, y comprender el tiempo es comprender el pensamiento. No están separados. Al-comprender el tiempo, uno da con el pensamiento; y la comprensión del pensamiento es la terminación del tiempo; por lo tanto, es la terminación del dolor. Si eso está bien cla- ro, entonces podemos mirar el dolor -y no adorarlo como ha- cen los cristianos-. Lo que no comprendemos, lo adoramos o lo destruimos. Lo ponemos en una iglesia, en un templo o en un rincón oscuro de la mente y nos sometemos a ello con te- mor y reverencia; o bien lo pateamos arrojándolo lejos, o es- capamos de ello. Pero aquí no estamos haciendo ninguna de esas cosas. Vemos que durante milenios el hombre ha lucha- do con este problema del dolor 'Y no ha sido capaz de resol- verlo; por consiguiente, se ha endurecido respecto al dolor, lo ha aceptado diciendo que es una parte inevitable de la vida. La mera aceptación del dolor no sólo es estúpida, sino que también contribuye a embotar la mente. La toma insensible, brutal, superficial; en consecuencia, la vida se vuelve muy vulgar, un proceso de puro trabajo y placer. Uno vive una 14 Saanen, 28 de julio de 1964 existencia fragmentada: es un hombre de negocios, un cientí- fico, un artista, un sentimental, una persona así llamada reli- giosa, etc. Para comprender el dolor y liberarnos de él, tene- mos que comprender el tiempo y, de tal modo, comprender el pensamiento. Uno no puede negar el dolor o huir, escapar de él mediante el entretenimiento, las iglesias, las creencias organizadas; ni puede aceptarlo y adorarlo. Y no hacer nin- guna de estas cosas exige muchísima atención, lo cual es energía. El dolor tiene sus raíces en la autocornpasión y, para com- prender el dolor, primero tiene que haber una operación des- piadada con respecto a la autocompasión. No sé si han obser- vado cómo sienten piedad por sí mismos, por ejemplo, cuando dicen: «¡Qué solo estoy!>>.E n el momento en que hay auto- compasión, han provisto el suelo donde echa sus raíces el do- lor. Por mucho que podamos justificar nuestra autocornpasión, por mucho que podamos racionalizarla, pulirla, disimularla con ideas, sigue estando ahí, supurando profundamente dentro de nosotros. Por lo tanto, un hombre que quiera comprender el dolor debe comenzar por liberarse de esta brutal, egocéntrica trivialidad que es la autocompasión. Uno puede sentir piedad por sí mismo porque está enfermo, o porque la muerte le ha arrebatado a alguien, o porque no ha podido realizarse y se siente frustrado, torpe; pero cualquiera que sea la causa, la autocompasión es la raíz del dolor. Y una vez que uno está li- bre de la compasión, puede mirar el dolor sin adorarlo, sin escapar de él, sin darle un significado sublime o espiritual -como cuando decirnos que debernos sufrir para encontrar a Dios, lo cual es un completo disparate-. Sólo la mente embo- tada, estúpida, tolera el dolor. Por consiguiente, no debe ha- ber en absoluto aceptación ni negación del dolor. Cuando es- tarnos libres de la autocompasión, hemos despojado al dolor de todo el sentimentalismo y el ernocionalisrno que surgen de la autocompasión. Entonces somos capaces de mirar el dolor con atención completa. 15 Sobre la vida y la muerte Espero que estén haciendo esto conmigo a medida que avanzamos y no que sólo acepten verbalmente lo que se dice. Dense cuenta de su propia torpe aceptación del dolor, de lama- nera como lo racionalizan, de sus excusas, de su autocompa- sión, su sentimentalismo, su actitud emocional hacia el dolor, porque todo eso es una disipación de energía. Para comprender el dolor tienen que prestarle atención completa, y en esa aten- ción no hay lugar para excusas, sentimentalismos, racionali- zaciones; no hay lugar en absoluto para la autocompasión. Confío en que me expreso con claridad cuando hablo de prestar atención completa el dolor. Uno sólo está mirando, observando. Cualquier esfuerzo por comprender el dolor, para racionalizarlo o escapar de él, contradice ese estado ne- gativo de atención completa en el cual esta cosa llamada do- lor puede ser comprendida. No estamos analizando, no investigamos analíticamente el dolor para liberamos de él, porque ése es sólo otro truco de la mente. La mente analiza el dolor y, entonces imagina que lo ha comprendido y se ha liberado de él, lo cual es una insensatez. Uno puede verse libre de una clase particular de dolor, pero el dolor surgirá nuevamente de otra forma. Esta- mos hablando del dolor como algo total, del dolor en sí, ya sea el dolor de ustedes, el mío o de cualquier otro ser humano. Para comprender el dolor tiene que haber comprensión del tiempo y del pensamiento, una percepción alerta y sin op- ciones, de todos los escapes, de toda la autocompasión, de to- das las verbalizaciones, a fin de que la mente se aquiete por completo frente a algo que ha de ser comprendido. Entonces no hay división alguna entre el oh.servador y la cosa observa- da. No es que «uno», el observador, el pensador, experimen- te dolor y mire ese dolor, sino que sólo existe el estado de do- lor. Ese estado completo de dolor necesario, porque cuando uno mira el dolor separándose como un observador crea con- flicto, el cual embota la mente y disipa energía; por lo tanto, no hay atención. 16
Description: