Harry Harper, de cuarenta y dos años, ancho de espaldas y gruesa cabeza, donde relucían dos ojos como pedazos de carbón de hulla, saltó del bote a tierra. Lo hizo con gran agilidad, a pesar de llevar entre sus brazos a la hermosa Maggie, setenta kilos de curvas muy bien repartidas. —Oh, Harry —ronroneó ella aprovechando que tenía la oreja de él junto a los labios—. Eres todo un atleta. —Porque me mantengo en forma gracias a estos ejercicios de remo —rió Harry y se la llevó hacia la arena. Tanto la arena como el pequeño puerto formaban parte de la propiedad de Harry Harper.