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S. Agustín Roscelli PDF

19 Pages·2017·0.73 MB·Spanish
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Mons. Guido Oliveri S. Agustín Roscelli Un sacerdote santo en la vida cotidiana Génova 2001 Una clave de lectura El humilde sacerdote de ayer, ‘escaso’ de dones de Dios, piedra viviente y preciosa tallada por el Espíritu con la sabiduría del amor, hoy es un nuevo y glorioso santo de la Iglesia de Dios, en particular de la genovesa, y de las Hermanas de la Inmaculada que él fundó. Esta no es una biografía de gran estilo, donde abundan muchas noticias, con un consistente aparato documental; el mío es simplemente un perfil más bien interior, parcial y sobrio. No muestra todo lo que se encuentra en varias biografías extensas o breves. De hecho, he intentado leer la “historia sagrada” de Don Agustín Roscelli dentro de él, capturando e interpretando los pensamientos y sentimientos con los que vivió la trama normal de su vida -84 años- y su trabajo como sacerdote durante 56 años. Por eso he optado por no ser yo quien hable de él sino hacerlo hablar a él de sí mismo, ya que, «estando muerto, aún habla» (Hebreos 11,4). Por este motivo he escrito este perfil como si fuera una autobiografía. Me pareció útil e interesante informar sobre sus manuscritos, impresos en cuatro volúmenes (citados con M, el número del volumen y la página) junto con la narración en primera persona de su viaje a través de la historia, incluyendo algunos de sus pensamientos. Este “humilde sacerdote de ayer”, que habría pasado por esta tierra en puntas de pie, casi hombre- sombra, que todavía es capaz de fascinar, como un cristal que tiene muchas facetas y envía muchos reflejos, capaz de iluminar e inspirar la vida y la actividad pastoral de la Iglesia, de los fieles cristianos, de los consagrados. Sé de una persona, por ejemplo, que cada tanto va a la Iglesia de Santa María del Prato en Génova, donde se encuentran sus restos mortales y allí, en silencio, observando su imagen, revisando su vida, repensando su actividad pastoral y detectando características de su santidad para absorber su espíritu, Don Agustín se ha convertido en un amigo cercano, confidente e inspirador. La humildad de Don Roscelli, que lo llevaba a no tener una idea demasiado alta de sí mismo, a no aspirar a cosas elevadas, sino a apegarse a las humildes (Romanos 12, 16), a considerar a los otros como superiores (Filipenses 2, 3), lo vuelve simpático y atrayente aún hoy. Su vida con los ojos abiertos al mundo que lo rodeaba y que llevaba sobre sus hombros a través del confesionario, para “descubrir las necesidades de los demás, que muchas veces nuestro prójimo no se atreve a manifestar” (M I/90); su estar con los oídos a la escucha para oír el grito o el gemido sofocado de la miseria humana; su ir al encuentro de la pobre gente con el corazón compasivo y acogedor; su trabajo con las manos que le dio el modo de sacar a muchas chicas y mujeres de la espiral del vicio; su proceder con los pies, que ponía inmediatamente en marcha para buscar respuestas concretas a las necesidades y situaciones, han hecho de él un sacerdote de la misericordia y de las obras de misericordia, un sacerdote abierto a toda posibilidad de bien, querido y apreciado por todos los que tenían el corazón libre de prejuicios y temores, un sacerdote-nada para estar en todo, un sacerdote que se dejó hacer y usar por Dios y por las necesidades de la gente, un sacerdote perplejo frente a todo lo que veía crecer bajo sus ojos y a su alrededor. No le faltaron momentos de verdadero martirio moral por malentendidos, contratiempos, contrariedades y dificultades porque «los santos, realmente forjados sobre el divino modelo, Jesús» (M 1/93), han compartido y recorrido el mismo camino, “el Camino de la cruz”. Y la razón es esta: «¿Acaso el servidor es más que el maestro? Si el benignísimo Jesús, que es nuestro maestro, ha soportado tanto hasta morir crucificado por nosotros, ¿no queremos sufrir nada por él?» (M I/224). Don Agustín no perdió el ánimo porque sabía que el desaliento es peor que el pecado. Por eso exhortó: «Adoramos, por lo tanto, a Dios y su Providencia, seguros de que jamás nos faltará… Nuestra confianza es, por tanto, siempre la misma en todos los acontecimientos, tanto prósperos como adversos» (M II/124). Entonces se entiende cómo llega a decir que: «Las tribulaciones no son males, sino bienes; no son desgracias, sino la gracia que Dios nos concede porque sirven admirablemente para preservarnos del pecado y librarnos de él si ya hubiéramos sido culpables» (M IV/104). ¡La aventura de la santidad en lo cotidiano y en las dificultades es aún y siempre posible para todos, también hoy! “La santidad de Roscelli no pertenece al pasado, sino que es una realidad que de algún modo, está a nuestra disposición y se ofrece a cada uno de nosotros…..es un tesoro que se da como un don y al mismo tiempo como una responsabilidad”. (Cardenal Dionisio Tettamanzi) pbro. Guido Oliveri Tanto como para entendernos… Yo no nací santo, ni me hice santo a mí mismo: ¡no hubiera sido capaz! Es el Espíritu quien, desde el Bautismo, día tras día, ha ido trabajando en mí, y lo único que hice fue simplemente no oponer resistencia sino secundarlo en todo. De hecho “tenemos necesidad de ser animados y confortados por el Espíritu Santo, que es como el corazón del alma, sin el cual no puede tener ni vida de gracia ni capacidad de virtud; de Él tenemos todas las gracias” (M IV/286). No me he arrepentido jamás de haberle dado carta blanca al Espíritu, y puedo asegurar que habiendo combatido la buena batalla y terminado mi carrera (2 Timoteo 4, 5), el camino de la santidad es la experiencia más hermosa y feliz que una persona pueda tener, porque es una experiencia de vida plena, de libertad verdadera, de alegría profunda y su culminación es un «encanto» en cuanto que «no hay nada más bello, más perfecto, más amable fuera de Dios» (M I/198). Si la Iglesia, después de haber “releído” y examinado toda mi vida, se ha pronunciado en mi favor declarándome santo, no es porque yo haya hecho cosas excepcionales; yo he vivido la vida de todos los días como la de cualquier otro hombre y sacerdote, haciendo lo que debía hacer y siguiendo el ejemplo de Jesús que pasó por esta tierra haciendo el bien a todos (Hech 10, 38) y haciendo bien cada cosa. (Mc 7, 37). Yo no he tenido otro programa de vida y acción sino el que está escrito en mi vocación sacerdotal; por eso he tratado de ser sacerdote, siempre sacerdote y totalmente sacerdote, aunque ¡“un pobre sacerdote”!. La Iglesia, después de haber examinado a lo largo, a lo ancho y en profundidad toda mi vida, llegó a esta conclusión: “Supo hacer de su vida un servicio total y un don cotidiano de sí mismo, sin reservas y sin distinciones, aceptando en silencio y humildad, la tarea que Dios le manifestaba cada vez, le confiaba… en beneficio de cada clase social de su tiempo, haciéndose todo para todos, olvidándose de sí mismo, de sus propias necesidades, del propio tiempo, siempre a disposición de las almas a quienes verdaderamente supo acoger a toda hora, hasta las más inoportunas, en espera de aquel retorno que representa el milagro del triunfo de la misericordia de Dios sobre la miseria humana” (Decreto sobre el ejercicio heroico de las virtudes, 21/12/1989) Mi historia, de algún modo, está toda aquí y yo, mientras vivía, no pensaba en ser santo y lo confesaba: «Es verdad, yo no soy santo, sino un miserable pecador» (M I/128). Pero creía firmemente que esta era mi vocación básica y que era seguramente la voluntad de Dios que yo llegara a serlo con su ayuda. Y así fue, no por mérito propio, sino por la inagotable misericordia y gracia de Dios. De hecho, «La caridad, cuando invade de verdad un alma, no permite que ésta viva de un modo indolente y negligente, sino que siempre la impulsa a realizar obras santas y virtuosas a favor del objeto amado, repitiéndole siempre en el corazón: “Alma amante, dame frutos de amor, dame tu cansancio, tu sudor, dame, en fin, pruebas de caridad”» (M I/79). Me resonaban en el corazón las palabras de Jesús: «¿Qué provecho tendrá un hombre si gana el mundo entero y después pierde su alma?¿ O qué podrá dar el hombre a cambio de su alma?» (Mt 16, 26). Y rezaba así: «Yo no puedo, oh mi Señor, pensar en tus palabras sin que un tierno reconocimiento me conmueva, porque recuerdo justamente aquellas mismas palabras con que tú me hablaste también a mí y me alejaste del amor del mundo detrás del que yo así mismo corría» (M I/98). Yo no he escrito ningún libro, pero mi vida es uno de tantos libros escritos «no con tinta, sino con el Espíritu del Dios viviente» (2 Cor 3, 3). Reconozco que el Señor no me ha creado inútil, y por lo tanto, me ha dotado de una inteligencia y una voluntad como tienen los otros. Tuve la suerte de tener buenos padres que, en su sencillez, sin tantas palabras pero con la fuerza elocuente de su vida buena, trabajadora y seria, orientaron y estimularon mi crecimiento humano y cristiano. Aunque nunca pensé escribir un libro, sin embargo, por respeto a mi condición de siervo de la divina Palabra y por amor y utilidad de quienes debían escucharme, escribí las cosas que quería y debía decir en mi predicación y catequesis, a fin de que el pensamiento fuera claro y ordenado, y no corriera el riesgo de la improvisación, y para que quien me escuchaba pudiera recordarlo más fácilmente al ser esquemático y ordenado. Comienzo a contar mi historia Ahora contaré mi historia y así se verá cómo la acción del Espíritu pasó a través de la trama de una vida ordinaria y normal. Si salgo del silencio en el que me propuse vivir siempre, lo hago para confesar, como la Virgen, que “grandes cosas ha hecho en mí el Omnipotente y santo es su nombre” (Lc 1, 49), a pesar de tener yo este título. Soy un lígur Yo nací el 27 de julio de 1818, el mismo día que mi padre, en Bargone de Casarza Lígure, un pequeño pero encantador pueblo de los Apeninos Lígures, a más de trescientos metros sobre el nivel del mar, en el interior de Sestri Levante. En ese tiempo pertenecía a la Arquidiócesis de Génova. Recién a fines del siglo, al crearse la Diócesis de Chiavari, pasó a depender de la nueva Diócesis. Cuando nací, mi salud era sumamente precaria; por eso, la primera preocupación de mis padres fue hacerme bautizar enseguida, lo que sucedió en mi casa natal. Luego, cuando estuve un poco mejor, me llevaron a la Iglesia parroquial el 30 de agosto de 1818 para completar la ceremonia ritual de mi incorporación a la Iglesia. La familia: mi primera escuela de vida Mis padres, Domingo Roscelli y María Gianelli, eran campesinos; no eran ricos de dinero pero tenían la riqueza de la fe, de la vida cristiana, de la honestidad y la laboriosidad. Me crie y crecí en mi familia, junto a un hermano, Domingo Andrés, y dos hermanas, Tomasita y Virginia, los tres mayores que yo; hubiéramos sido ocho hermanos si no se hubieran muerto cuatro que me habían precedido. En mi familia pude respirar un aire de sencillez, de trabajo, de religiosidad; si bien no había mucho dinero, mi papá y mi mamá estaban contentos con lo poco que tenían y no se quejaban. Por eso aprendí y me quedó impreso en mi interior para toda la vida, el sentido de sobriedad, por el cual, habiendo nacido y crecido pobre, he podido morir también pobre, e hice escribir en la cruz de mi tumba cavada en la tierra: “El pobre sacerdote”. El prado: mi primera escuela de oración Apenas me lo permitió la edad, mi padre me habituó a hacerme útil a la familia, como ya lo hacían mis hermanos. Así empecé a pastorear el rebaño y me encariñé tanto que experimentaba un gran dolor, hasta el punto llorar a escondidas, cuando veía conducir una oveja al matadero; más aún, rehusaba comer cuando la carne de la oveja era llevada a la mesa. Las largas horas que pasaba en el silencio y la soledad del campo, mientras pastoreaba las ovejas, me servían para abrirme al diálogo con Dios: ¡qué fácil me era advertir su presencia en contacto con la naturaleza! Y así, poco a poco, mi alma se habituaba a la unión con Él, tanto con los pensamientos como con los sentimientos y luego continuaría durante toda mi vida y mi ministerio sacerdotal. Siendo ya adulto, como sacerdote, pude comprobar que «el hombre ofende a Dios porque se olvida de vivir en su presencia, bajo su mirada» y no piensa que «Dios está presente en cada una de nuestras acciones y nos observa siempre» (M II/8). En cambio «la divina presencia nos conduce a la perfección» (M II/14). Puedo decir que mi trabajo como pastor fue para mí no sólo una escuela de vida, sino también en cierto sentido, mi primera escuela de oración, porque aprendí a contemplar. En esos años no pensaba todavía que de pastor de ovejas me convertiría en pastor de almas y que el sufrimiento que experimentaba por las ovejas destinadas a la muerte, era ya, en cierto modo, un anticipo de la pena que experimentaría por tantas almas que signadas por el vicio o forzadas al mal moral y espiritual y por lo tanto a la muerte interior, encontraría, por Providencia divina, en mi ministerio de sacerdote y confesor. Estudiar sí, pero ¿dónde? A medida que crecía, mis padres veían que no me faltaba inteligencia, que tenía un carácter despierto, y que, siendo un muchacho como cualquier otro, no era superficial, sino que tenía una conducta seria tal como la había respirado en mi familia. Como era de salud delicada, era poco apto para las tareas del campo. Por eso mi padre y mi madre deseaban que tuviera una instrucción intelectual que desarrollara los dones que encontraban en mí y que me abrirían un camino para el futuro. Pero, ¿dónde podría recibir esta formación cultural? Ciertamente no en Bargone, pues no había escuelas estatales. En otras partes existían institutos de educación, pero estaban lejos y los medios económicos de mis padres eran limitados e insuficientes. ¿Y entonces? No sé cómo, pero el asunto fue resuelto por mi párroco, Don Andrés Garibaldi, porque al comprender la intención de mis padres pero también sus dificultades, se encargó de darme las primeras instrucciones fundamentales. Y esta intervención fue para mí una útil y anticipada lección de caridad y celo pastoral que no se limita a brindar palabras consoladoras, sino que trata de encontrar prontas soluciones a las necesidades de la gente. Son realmente verdaderas las palabras evangélicas. Jesús dijo: “Buscad primero el reino de Dios y su justicia y lo demás se os dará por añadidura” (Mt 6, 33). Considero que si pude comenzar a estudiar, lo debo a la intervención de la divina Providencia que vio el espíritu de fe de mis padres y fue a su encuentro porque ellos buscaban al Señor en la rectitud de costumbres. Mis padres no me podían ayudar en los estudios porque no estaban preparados, pero nunca me hicieron pesar que por causa de la escuela y los estudios, tuviera menos tiempo para dedicar al cuidado del rebaño. Debo decir que me esforcé al máximo, sin tener en cuenta el cansancio, para no defraudar la disponibilidad, el empeño y la paciencia del párroco y las comprensibles expectativas de mis padres. ¿Por qué no ser sacerdote? Ya mi párroco había puesto los ojos en mí pues veía que frecuentaba gustosamente la iglesia parroquial, servía como monaguillo en la santa Misa, y no me costaba dejar el juego y la diversión por la oración. Tal vez por estos signos, Don Andrés se hizo la idea de que tenía las condiciones para ser sacerdote. Cuando me daba lecciones, comenzó a iniciarme en el latín después de algunos años de estudio elemental, y no perdía ocasión para hablarme de Dios, de la vida de la gracia, de la belleza de las virtudes cristianas, del valor del sacerdocio y de su misión. Yo escuchaba con atención e interés y conservaba en mi interior las cosas porque me agradaban, me hacían bien y me abrían horizontes. Mientras tanto debía prepararme para la primera Comunión y después para la Confirmación, que me fue conferida el 24 de noviembre de 1833. Tenía entonces quince años, y si bien continuaba con mi trabajo manual, cada vez me sentía más atraído por Dios e inclinado al sacerdocio, por lo cual crecía el deseo de la oración y aumentaba el tiempo que buscaba dedicar a ella. La idea de hacerme sacerdote no fue rechazada por mis padres porque no pensaban que con ello perderían un hijo ni que yo sería un hombre infeliz. Al contrario, pensaron que sería bello y honroso consentir que Dios eligiese un hijo suyo totalmente para Él y su Iglesia. Debo confesar que dudé un poco en manifestar esta intención a mis padres porque sabía que mis hermanos se estaban por casar y no quería, por el momento, agravar más la situación. Mientras tanto, mi párroco continuaba estando cercano a mí y me seguía con discreción; me enseñaba a rezar mucho y a tener mucha fe y confianza en el Señor; me decía que si Él me quería sacerdote, no le faltarían los medios y los modos para hacerme recorrer ese camino. Yo seguí su consejo, no solamente en ese momento, sino durante toda mi vida he podido comprobar que dando crédito a Dios en la fe y la confianza, nunca seremos defraudados porque «Dios todo lo rige y lo gobierna y nada sucede por azar: su infinita sabiduría todo lo conoce y todo lo dispone para su gloria y para nuestro provecho espiritual» (M IV/70). «Pero lo que más debemos esperar del Señor, poniendo en Él la máxima confianza, son los bienes espirituales, es decir, todas aquellas gracias necesarias para nuestro estado de vida al que fuimos llamados por Dios» (M IV/70). Por otra parte, «la fe sin esperanza es inútil» (M II/41). Llega para mí la hora de la llamada Y así llega para mí el momento propicio para mi elección vocacional. En mayo de 1835 se realiza en mi parroquia la Misión, muy fomentada por el Cardenal Tadini, Arzobispo de Génova, para renovar la vida cristiana, purificarla de ciertas ideas rigoristas en cuanto a la religión, fruto del jansenismo, e incrementar las vocaciones sacerdotales. Cinco sacerdotes, encabezados por el arcipreste de Chiavari, el canónigo Antonio María Gianelli, que sería luego Obispo de Bobbio y declarado santo en 195l, durante dos semanas predicaron, catequizaron, dialogaron y confesaron mucho; se realizaron dos procesiones solemnes y se colocó, como era costumbre, una gran cruz como recuerdo de esa fuerte experiencia religiosa. En aquel tiempo yo tenía diecisiete años y me quedó muy grabado cuanto había escuchado y visto: me parecía justamente que había llegado para mí la hora de Dios. Quise hablar de lo que tenía en mi interior con el canónigo Gianelli, quien enseguida me comprendió y me alentó a tomar el camino del seminario para llegar a ser sacerdote. Contando con el apoyo y la garantía de mi párroco y el consentimiento convencido y entusiasta de mis padres, comencé a prepararme durante el verano para ir a Génova huésped de una pariente, la madrina de mi hermano Domingo, quien me podía hospedar por ochenta centavos diarios. Mi mamá se puso enseguida a la tarea, no sin privaciones, para prepararme el equipaje y algún dinero para llevar en caso de cualquier eventualidad. Perdido en una gran ciudad En octubre de 1835 llegué a Génova. Yo, que estaba acostumbrado a vivir en un pueblito rural y que hasta ese momento no me había movido de casa, me sentía un poco perdido y casi temeroso al encontrarme en una gran ciudad, a la que le costaba aceptar la anexión de la Liguria al Reino sardo de Victorio Emanuel I y que advertía los movimientos revolucionarios organizados por José Mazzini, de modo que era llamada “el gran volcán de la libertad italiana” y desempeñaba el rol de incitadora del resurgimiento nacional. Ciertamente yo no estaba preparado para todo eso, pero tenía el convencimiento de que debía custodiar un depósito muy precioso, que era mi vocación sacerdotal, y esta conciencia, sostenida por la gracia de Dios, la oración y una intensa vida espiritual y ascética, fue un puntal de fuerza y resistencia. Mi alojamiento genovés estaba en la Subida del Prione, que unía la Plaza de las Hierbas con la Puerta Soprana; una zona de casas precarias, unidas unas a otras, donde bullía toda clase de gente. Mi primer año transcurrido en Génova me costó bastante pues debía atravesar esa zona complicada para llegar a la iglesia de San Donato para mis devociones y para completar mis estudios preparatorios para el seminario. No tenía conocidos, estaba solo y no tenía modo de dialogar con jóvenes de mi edad. Y a esto se agregaban los gastos para el alojamiento y la comida. Mis padres hacían milagros para mandarme puntualmente lo que necesitaba y yo me afligía al pensar en los sacrificios que comportaba mi permanencia en Génova. Pero estaba dispuesto a llegar hasta el final porque quería corresponder a mi vocación y coronarla con el sacerdocio. Mi primera etapa hacia el sacerdocio Experimenté una gran alegría cuando finalmente, el 12 de junio de 1836, en la capilla del Obispado, fui admitido a la Tonsura que me insertaba en el clero, y a las dos órdenes menores, Ostiario y Exorcista, para el cuidado y custodia del Templo sagrado y para la lucha contra el mal y el Maligno. Esta alegría fue muy pronto perturbada por el pedido de aumento de la retribución de quien me hospedaba. Era, ciertamente, un gran problema porque no podía exigir aún más a mi familia, pero tampoco quería interrumpir mi preparación para el sacerdocio. Por suerte, o mejor dicho, por Providencia divina, vino en mi ayuda otra vez, el canónigo Gianelli, quien me encontró hospedaje gratuito en el Conservatorio de las Hijas de San José, en la subida San Rocchino, del cual era Director, donde debía estar como clérigo, sacristán y custodio de la iglesia anexa al Convento de esas monjas de clausura. En ese ambiente me hallaba muy bien; podía estudiar en paz, tenía la posibilidad de orar largamente y estaba siempre en contacto con el mundo de Dios. También me sirvió el servicio militar Pero este bienestar material y espiritual no duró mucho, porque habiendo cumplido veinte años en 1838, fui llamado bajo las armas y no podía rehusarme. Partí para el servicio militar el 27 de noviembre de 1838 y volví el 5 de enero de 1840. Para mí no fue un período negativo porque continué cultivando la vida espiritual y así, en lugar de disiparme y perderme, se confirmó y reforzó aún más mi elección. Terminado el servicio militar, regresé al Conservatorio de las Hermanas y retomé mis estudios, al mismo tiempo que hacía todo lo que se me había encomendado. Jamás me abandonó la divina Providencia Procuraba hacer bien mi deber, ser puntual y preciso en todas las cosas, cultivar la vida de piedad; quería tener un comportamiento digno y adecuado al lugar donde me encontraba. Todo esto no pasó inadvertido a la marquesa Negrotto Cambiaso, quien frecuentaba la Iglesia del Conservatorio; esta señora era muy generosa y gustosamente se ofrecía a ayudar a los seminaristas que tenían dificultad para pagar la cuota del Seminario. Es así que la marquesa obtuvo que fuera recibido en el colegio de los Padres Jesuitas como prefecto de disciplina y asistente de los alumnos que allí concurrían. Alumno externo del Seminario Por disposición del Cardenal Tadini, a partir del otoño de 1843 pude ingresar como alumno externo al Seminario, en la calle Puerta de los Arcos, para los estudios teológicos. El Arzobispo de Génova estaba convencido de que “donde se tienen buenos sacerdotes que preceden a los fieles con el buen ejemplo y con una sana doctrina, casi siempre los fieles que les fueron confiados llegan a ser buenos y sobrios cristianos”. Por eso hizo construir una cuarta ala, cerrando el patio del Seminario, para hospedar a los numerosos aspirantes al sacerdocio y poder formarlos según el Corazón de Cristo. Pero incluso esta construcción fue insuficiente para responder a todos los requerimientos. Por este motivo había previsto que los jóvenes aspirantes al sacerdocio pudieran hospedarse en alguna otra Casa o Colegio reconocidos por una Comisión para el Clero específica y frecuentar el Seminario para cursar teología. Así me sucedió a mí con la ayuda de la marquesa, quien me pagaba las cuotas, mientras que para mi mantenimiento me bastaba yo, desempeñando el cargo de prefecto y de asistente de los alumnos internos, y además, prestaba servicio como sacristán en la iglesia de la Magdalena, cercana a la sede del colegio de los Jesuitas en el Palacio Tursi. Con buenos educadores y compañeros Ejercieron una gran influencia sobre mí y sobre mis compañeros del Seminario, la presencia y la acción del joven rector Don Juan Bautista Cattaneo, un hombre enteramente de Dios, y el profesor de teología especulativa, Mons. Salvador Magnasco, luego Arzobispo de Génova. Además encontré óptimos compañeros, entre ellos Gaetano Alimonda, Tomás Reggio, Disma Marchese, que llegarían a ser, el primero, Cardenal y Arzobispo de Turín, el segundo Arzobispo de Génova y el tercero, Obispo de Acqui Terme. También estaba Antonio Piccardo, quien transformó los Hijos de María Inmaculada, reunidos por Frassinetti, en Congregación religiosa; y también Luis Persoglio quien llegó a ser un valioso y diligente predicador e historiador de las tradiciones religiosas genovesas y lígures. La obra de la “Corrección fraterna evangélica”: una escuela de formación No fue de poca ayuda la adhesión a la Congregación de San Rafael, ideada por el sacerdote Don Lucas de los Condes Passi de Bérgamo, en la cual, quien se inscribía, por una parte se empeñaba en el ejercicio-servicio recíproco de la corrección evangélica del hermano, y por otra parte, era estimulado a adquirir las virtudes fundamentales y características del sacerdote diocesano y del correspondiente ministerio pastoral, a fin de ganar las personas para Cristo. ¡Finalmente sacerdote! Debo decir que no me pesó la tarea de mi formación espiritual y cultural por la cual el arzobispo de Génova me autorizó a cursar teología en sólo tres años, aunque fuera alumno externo, y así, el 19 de septiembre de 1846, el Cardenal Plácido M. Tadini me ordenó sacerdote en la Capilla del Palacio Arzobispal. Una vez ordenado sacerdote, no me conformé con la formación recibida en el Seminario, sino que la continué valiéndome de la Congregación del Beato Leonardo de Puerto Mauricio que se encargaba de acompañar al clero recién egresado del Seminario, a continuar cultivando la vida de piedad, la solicitud pastoral y el cuidado de las almas, especialmente en el campo moral. Cura en San Martín de Albaro Mi primer campo de ministerio, como cura, fue la parroquia de San Martín de Albaro. Yo no tenía ninguna preferencia, pero cuando supe mi destino me alegré porque allí era párroco Don José Chiappe, quien había sido mi párroco en Bargone desde 1841 hasta 1843. Por eso me conocía, conocía a mis padres, conocía un poco de mi historia y de ese modo se estableció entre él y yo, una buena relación. Pronto me dediqué con todas mis frescas energías de joven sacerdote de veintiocho años, al ejercicio de la caridad pastoral: la liturgia celebrada con esmero y sobre todo participada íntimamente, disponibilidad constante para administrar los sacramentos comenzando por el bautismo de muchos niños y pasando tiempo en el confesionario, catequizando a grandes y chicos, visitando a los enfermos y también a sus respectivas familias. Cultivaba todo esto con mucha oración personal: me gustaba estar largamente con el Señor, delante del Tabernáculo, en las horas libres del ministerio, porque estaba convencido de que sin Él yo no podría hacer nada, más aun, era Él quien obraba en mí y a través de mí y me otorgaba el bien y la alegría de asociarme a su incesante acción pastoral. Yo quería servir, no quería aparecer, sino desaparecer como San Juan Bautista, a fin de que la atención no se centrara en mí, sino en aquel que obra todo en todos (I Cor 15, 28), «conforme a Jesucristo que no tenía pecado y…confiesa que cuanto tiene y cuanto es, todo es nada delante de su Padre, de quien todo le ha sido dado gratuitamente» (M I/190). El campo de la caridad pastoral se agranda Con la llegada a Génova, en el año 1853, del nuevo Arzobispo Mons. Andrés Charvaz, mi campo pastoral se extendió más allá de los límites parroquiales puesto que se me dio autorización para celebrar la Santa Misa en todas las Iglesias y Monasterios de la Diócesis y para ejercer el ministerio de la Reconciliación; luego, para alimentar la piedad de los fieles y unirla al misterio de la Pasión y Muerte de Cristo, obtuve el permiso de erigir las estaciones del Via Crucis, tanto en las Iglesias públicas como en las privadas. De San Martín al centro de la ciudad Cuando mi mamá quedó viuda y sola, mi hermano, que también había enviudado, le propuso ir a vivir con él a Génova, en el centro, y también me invitó a mí, a fin de facilitarle a mi mamá la separación del pueblo y la ambientación en la ciudad. Acepté por el respeto, el honor y el reconocimiento debido a los padres, y de ese modo, con el beneplácito del Arzobispo, me domicilié en la calle Colombo N° 9, en el edificio Sauli. Confesor en la Iglesia de la Consolación En aquella zona estaba la Iglesia de la Consolación, donde entonces, como ahora, pasaba mucha gente. Yo comencé a ponerme y quedarme largo tiempo en un confesionario y justamente a través de ese pequeño observatorio de la fragilidad y miseria humanas, aprendí a conocer y compartir tantas historias de las personas: allí escuché de todo, porque la gente, si encuentra un sacerdote que la escucha y la comprende, se abre y vuelca en su corazón, de modo particular y frecuentemente, todas sus amarguras, cansancios, rabias, pecados, desilusiones, esperanzas, etc. Y así pude, bajo la luz y con la fuerza del Espíritu Santo, depositar en los corazones de muchos hombres y mujeres, adultos y jóvenes, la semilla consoladora y estimulante de la palabra de Dios, que preserva y salva, cuya «fuerza» y «eficacia» «jamás puede faltar, porque se funda en la ayuda que Dios…derrama en nuestros corazones» (M IV/174). Así como jamás me pesó, tampoco nunca me arrepentí de haber pasado horas y horas en el confesionario, no sólo para alejar a las personas del mal, sino para encaminarlas por el camino de la virtud. (M II/293) Era consciente de que, como confesor, debía hacer al mismo tiempo de padre, de médico y de juez. Es lo que busqué hacer. Como padre, acogía con amor, corregía con caridad, sufría con paciencia las debilidades que iba escuchando; como médico, me interesaba conocer las enfermedades espirituales, descubrir la gangrena de las almas, captar de lleno las malas actitudes, discernir un mal de otro y aplicar los remedios oportunos; como juez, debía dar, a continuación, sentencia según los pecados y las disposiciones de los penitentes (M II/321). No quería ser como aquellos «confesores que nos adulan, que nos compadecen demasiado, secundando nuestras malas inclinaciones y nos dejan vivir a nuestro modo, con nuestros mismos defectos, las mismas debilidades, la misma indolencia para el bien, sin conducirnos jamás por el camino de la perfección y la santidad». Por eso, en la catequesis, enseñaba a «poner diligencia y atención en elegir un buen confesor, porque de ello puede depender nuestra santificación» (M II /322). Entre los Artesanitos de Don Montebruno La divina Providencia dispuso que en la parroquia, viviese con sus padres otro sacerdote, Don Francisco Montebruno, más joven que yo; tenía una particular sensibilidad hacia la pobreza humana y social y demostraba un especial interés por los chicos de la calle, abandonados a sí mismos, expuestos a todas las experiencias negativas: los quería recuperar a toda costa, defenderlos, y soñaba recogerlos en una casa. Así sucede en 1857, en una casa de la calle Caprettari N° 5. Y los huéspedes, habiendo sido consagrados y confiados a Jesús y al santo artesano José, fueron pronto llamados Artesanitos. También yo me sentía plenamente identificado con Don Montebruno. Fue así que me convertí en su colaborador, sin hacerle jamás sombra, especialmente en el campo espiritual, y decidí ir a vivir a

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