Andrea Tornielli Giacomo Galeazzi Papa Francisco: Esta economía mata 2 Título original: PAPA FRANCISCO QUESTA ECONOMIA UCCIDE by Ándrea Tornielli and Giacomo Galeazzi Colección: Mundo y Cristianismo Director de la colección: Javier Martín Valbuena © Edizioni Piemme S.p.A, Segrate - Milano, 2015 © Ediciones Palabra, S.A. 2015 Paseo de la Castellana, 210 - 28046 MADRID (España) Telf.: (34) 91 350 77 20 - (34) 91 350 77 39 www.palabra.es [email protected] Diseño de cubierta: Raúl Ostos Diseño de ePub: Erick Castillo Avila ISBN: 978-84-9061-263-7 Todos los derechos reservados. No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares de Copyright. 3 PRÓLOGO ¿HAY UN PAPA MARXISTA EN EL VATICANO? FRANCISCO, LA ECONOMÍA QUE «MATA» Y LAS AMNESIAS DE LOS CATÓLICOS Cuando le doy de comer a un pobre, todos me llaman santo. Pero, cuando pregunto por qué los pobres no tienen comida, entonces todos me llaman comunista. H C , Obispo de Recife ÉLDER ÁMARA «Hoy debemos decir “no a una economía de la exclusión y de la iniquidad”. Esta economía mata. No es posible que no sea noticia el hecho de que muera de frío un anciano obligado a vivir en la calle, mientras que sí lo sea la pérdida de dos puntos en la Bolsa… Algunos todavía defienden las teorías de la “recaída favorable”, que presuponen que todo crecimiento económico, favorecido por el libre mercado, logra producir por sí mismo una mayor igualdad e inclusión social en el mundo. Esta opinión, que nunca ha sido confirmada por los hechos, expresa una confianza superficial e ingenua en la bondad de aquellos que ostentan el poder económico y en los mecanismos sacralizados del sistema económico imperante. Mientras, los excluidos siguen esperando…». Pocas frases han sido suficientes, un ramillete de palabras, algún que otro párrafo insertado en un amplio y articulado documento dedicado a la evangelización o, más aún, a la «alegría del Evangelio». El Papa Francisco, ocho meses después de haber sido elegido y tras haber publicado la exhortación Evangelii gaudium, ha sido etiquetado como papa «marxista» por los círculos conservadores americanos. Y, poco tiempo después, The Economist le ha tachado incluso de secuaz de Lenin en sus diagnósticos sobre el capitalismo y el imperialismo. El jesuita argentino que, como Superior de la Compañía y luego como obispo, era conocido por no haber secundado jamás ciertas tesis extremistas de la Teología de la Liberación hasta el punto de ser acusado de conservador, se ha visto comparado con el filósofo de Tréveris y con sus epígonos, incluido el artífice 4 de la revolución bolchevique. Pero más que las acusaciones de marxismo y leninismo, tan burdas como quienes se las han dirigido al Papa, lo que le ha afectado han sido las críticas y reparos sobre este tema, iniciados antes incluso de la publicación de la exhortación apostólica, y que siguieron después. Este Papa «habla demasiado de los pobres», de los marginados, de los últimos. Este Papa «latinoamericano» no entiende gran cosa de economía. Este Papa, «llegado del fin del mundo» demoniza al capitalismo, o sea, al único sistema que permite a los pobres ser menos pobres. Este Papa no solo hace gestos políticamente incorrectos (como el de irse a Lampedusa para rezar ante el mar convertido en tumba de miles de inmigrantes a la búsqueda desesperada de una esperanza), sino que se inmiscuye en cuestiones que no le competen y se muestra evidentemente «pauperista»… Un diario, Il Foglio, que se ha rebautizado papalmente hablando como Il Soglio [«la sede», juego de palabras, N. de la T.] durante el pontificado ratzingeriano, ha llegado incluso a tildar de «heréticas» las palabras del Pontífice argentino, «reo» de haber hablado de los pobres y de los que sufren como «carne de Cristo», tras haber abrazado y bendecido durante una hora, en silencio, a chicos y chicas gravemente enfermos en Asís. Lo que asombra no es tanto la superficialidad de las acusaciones como, sobre todo, el olvido en el que parece haber caído un consistente sector de la gran tradición de la Iglesia, la que va desde los Padres al magisterio de un pontífice ciertamente no sospechoso de modernismo o progresismo como fue Pío XI, en el siglo, Achille Ratti. Hablar de los pobres es admitido por un cierto stablishment con tal de que se haga de vez en cuando, y, sobre todo, con tal de que se haga con maneras aceptables por determinados ambientes. Una pizca de caridad, condimentada con buenos sentimientos, va estupendamente; más aún, ayuda a tener la conciencia en paz. Basta con no exagerar. Basta, sobre todo, con no correr el riesgo de poner el sistema en tela de juicio. Un sistema que, también según muchos católicos, representa el mejor de los mundos posibles para los marginados, ya que –según enseñan las teorías «correctas»–, cuanto más se enriquecen los ricos, mejor les va la vida a los pobres. Un sistema que se ha convertido incluso en dogma, tejas abajo de la casa católica, junto con otras verdades de fe. Ya se sabe: cristianismo es igual a libertad, libertad es igual a libre empresa y, por tanto, a capitalismo; capitalismo es igual a cristianismo puesto en práctica. Y no hace falta ser demasiado sutil sobre el hecho de que vivimos en una economía que de capitalista tiene más bien poco o nada, como casi nulo es su nexo con la llamada «economía real». La burbuja financiera, la especulación, los índices de la Bolsa, el hecho de que la oscilación de esos índices puedan hacer polvo a poblaciones enteras sometidas a la pobreza haciendo fermentar de golpe el precio de algunas materias primas… son todas ellas realidades que debemos aceptar como secuela de los «efectos colaterales» de las guerras «inteligentes» de última generación. Hay que aceptar estas realidades y 5 estarse bien calladitos. El dogma es el dogma, y quien lo ponga en tela de juicio, por bien que vaya la cosa, es un iluso. Y, si no, es un subversivo. Sí, porque, incluso ante la catástrofe de la crisis económico-financiera de los últimos años, lo máximo que se le concede a la Iglesia y, en general, a los católicos es hacer algún que otro pronunciamiento ético. ¡Claro que hace falta la ética en las finanzas! El que trabaja en ese mundo necesita tener bien esculpidos en la mente los principios de la moral natural, mejor aún, de la cristiana. Sin ética, el mundo, ya lo vemos, va hacia el desastre. Pero cuidado con lanzarse demasiado. Ojo con levantar el dedo para señalar que el rey va desnudo, ojo con plantearse alguna pregunta sobre la sostenibilidad del sistema actual. Cuidado con preguntarse si es justo que los muertos de hambre o de frío, estén en África o en nuestra calle, sean menos noticia que la caída de dos puntos en la bolsa, como más de una vez ha hecho notar quien hoy se sienta en el trono de Pedro. Se pasará por «marxista», por «pauperista», por un pobre iluso proveniente del fin del mundo, necesitado de ser «catequizado» por quien, aquí en Occidente, lo sabe todo del mundo y de la Iglesia, y no espera otra cosa que poderlo enseñar. Ahora bien, que ciertos editorialistas de periódicos financieros o exponentes de movimientos como el Tea Party haga ciertos comentarios no debe sorprender, y, de hecho, a nadie le sorprende. Podría decirse que se trata de algo fisiológico. En cambio, es mucho más sorprendente que estos comentarios sean compartidos también por algún sector del mundo católico, esa parte del mundo católico que en las últimas décadas ha sido, por decir algo, selectiva al mirar al patrimonio del magisterio eclesial, eligiendo con cuidado con qué valores comprometerse también en la escena pública. El tema de la pobreza, de la justicia social, de la marginación, se ha convertido en competencia de los «cato-comunistas» y de los «pauperistas», despreciativamente hablando. O de los «estatalistas», palabra con la que en algunos ambientes son definidos todos aquellos que se hacen ilusiones de que a la política le pueda competer todavía una cierta función de control y de dirección, para lograr que quien menos tiene sea tutelado. Así, no solo se ha olvidado el valor teológico del amor a los pobres, como queda atestiguado en las palabras de Jesús de Nazaret, sino que se ha acabado también por archivar una tradición de magisterio social que, en años recientes, sabía ser mucho más apremiante y alternativa respecto a estas cuestiones, en comparación con la débil voz de cierto catolicismo contemporáneo. Resultan, por consiguiente, fuera de tono, y hasta subversivos, en este contexto, los acentos y las alusiones que se leen en pasajes de este tipo: «¿Quieres honrar al Cuerpo de Cristo? No permitas que sea objeto de desprecio en sus miembros, es decir, en los pobres, faltos de ropa con la que cubrirse. No lo honres aquí en la Iglesia con telas de seda, mientras fuera lo dejas de lado mientras sufre a causa del frío y de la desnudez. Aquel que ha dicho: “Esto es mi cuerpo”, confirmando el hecho con la palabra, ha dicho 6 también: “Me visteis hambriento y no me disteis de comer” (Mt 25, 42), y, también: “Cada vez que no hicisteis estas cosas con uno de estos pequeños, no lo hicisteis conmigo” (Mt 25, 45). El cuerpo de Cristo que está sobre el altar no necesita manteles, sino almas puras; mientras que aquel que está fuera necesita mucha atención. Aprendamos, pues, a pensar y a honrar a Cristo como Él quiere. De hecho, la honra que más agradece de las que podemos dar a quien queremos venerar, es la que Él mismo quiere, no la que nosotros pensamos. También Pedro creía que le honraba impidiéndole lavarle los pies. Eso no era honra, sino verdadera descortesía. Lo mismo tú, ríndele el honor que Él ha mandado, haz que los pobres se aprovechen de tus riquezas. Dios no necesita copas de oro, sino almas de oro». O como este otro párrafo: «Y, en primer lugar, lo que hiere nuestros ojos hoy es que en nuestro tiempo no solo hay concentración de la riqueza, sino también acumulación de un poder enorme, de un despótico señorío sobre la economía en manos de unos pocos, y estos a menudo ni siquiera son propietarios, sino únicamente depositarios y administradores del capital, pero del cual disponen a su gusto y capricho. Este poder se hace más que nunca despótico en aquellos que, poseyendo el dinero, se comportan como amos; allí donde de algún modo son los distribuidores de la sangre misma de la que vive el organismo económico, y tienen en su mano, por decirlo así, el alma de la economía, de modo que nadie puede ni siquiera respirar en contra de su voluntad». No son teólogos de la liberación latinoamericanos, ni son sus inspiradores europeos. No son pensadores heréticos, vigilados por el ex Santo Oficio, por sus ideas revolucionarias. No son expresiones del progresismo postconciliar, del «cato- comunismo» o del «pauperismo teológico». No son curas rebeldes sandinistas. La primera es una cita tomada de una homilía sobre el Evangelio de Mateo, del padre de la Iglesia san Juan Crisóstomo, conocido también como Juan de Antioquía, segundo patriarca de Constantinopla, que vivió entre el 344 y el 407, venerado como santo por católicos y ortodoxos, y uno de los 35 doctores de la Iglesia. La segunda es una cita de la encíclica Quadragesimo anno, del papa Pío XI, publicada en 1931, muy cerca de la Gran Depresión de 1929, y, con la cual, el valiente pontífice de la Brianza italiana se lanzaba contra el «funesto y execrable internacionalismo bancario o imperialismo internacional del dinero». ¿Por qué estas afirmaciones suenan tan explosivas, hasta el punto de poder ser consideradas, si, por ejemplo, nos referimos al ámbito italiano, como demasiado de izquierdas hasta para la actual izquierda? ¿Por qué un juicio tan neto y preciso como el que el papa Ratti formula en su encíclica, ciertamente ligado a un preciso momento histórico, sin embargo todavía evidentemente profético y sumamente adecuado a la situación actual, suena tan distante, a años luz de tantas palabras que van repitiendo cuantos se comprometen en política partiendo de unos valores y de una pertenencia 7 católicos? ¿Por qué tantos expertos, tantos hombres empeñados en la «defensa de los valores cristianos en nuestra sociedad», tras el final de la Democracia Cristiana –el partido unitario de los católicos italianos que surgió, al acabar la Guerra, de las cenizas del Partido Popular y que duró hasta el comienzo de los años 90–, no han sabido hacer nada mejor que seguir reproponiendo nuevas ediciones del viejísimo Pacto Gentiloni, entregándose atados de pies y manos a ciertos partidos a cambio de alguna que otra promesa sobre el hecho de que algunos valores no serían puestos jamás en tela de juicio? ¿Por qué la tradición del magisterio social de la Iglesia y del catolicismo político de la posguerra han sido tan rápidamente archivados? ¿Qué es lo que ha pasado? ¿Qué es lo que ha convertido las palabras de los pontífices y de los grandes santos, seguramente no sospechosos de filomarxismo, en algo tan explosivo a los oídos de cierto catolicismo contemporáneo? Son algunas de las preguntas que suscitan las críticas al Papa Francisco. Su insistencia sobre estos temas, su insistencia en que el protocolo sobre cuya base seremos juzgados son aquellas palabras del capítulo 25 de Mateo, su forma de hablar de los pobres como «carne de Cristo», han molestado. Y han irritado no solo a algunos biempensantes, a algunos hacedores de la religión como Law & Order, o algunos sedicentes maestros de ortodoxia, tan maestros que se sienten con títulos suficientes para juzgar con sarcasmo cada coma del magisterio papal. Las palabras del Papa Bergoglio han puesto en tela de juicio también las presuntas certezas de cuantos han crecido creyendo que hablar de lucha contra la pobreza –y comprometerse concretamente para que la pobreza disminuya– es, en el fondo, poco católico; cuantos han crecido pensando que la lucha contra la pobreza no es otra cosa en el fondo que una moda pauperista o veteromarxista. En resumidas cuentas, algo ideológico, una herencia de los últimos epígonos de Marx y del comunismo, algo propio de cristianos ilusos y fuera del mundo, fascinados todavía por los lobos (rigurosamente rojos) disfrazados de corderos. Algo que poder dejar a esos pobrecitos soñadores del mercado justo y solidario o de las bancas éticas. La impresión que se saca analizando la actuación de Francisco es que uno de los partidos más importantes del pontificado se está jugando precisamente sobre estas cuestiones. Y que hay muchos intereses concretos en hacer creer que la discusión, en la confrontación y a veces en el enfrentamiento, es sobre otras cosas; por ejemplo, sobre ciertos temas doctrinales: así, andamos a la greña mirando en el marcador cuántas veces el papa ha hablado de defensa de la vida de los nasciturus o nos dividimos sobre las posibilidades de readmitir –con determinadas condiciones– a los sacramentos a los divorciados vueltos a casar. Ha sido explosivo, en sí mismo, el hecho de que haya sido elegido como sucesor de Pedro un pontífice que jamás ha profesado la ideología de cierta Teología de la 8 Liberación pero que ha conocido de cerca los desastres de cierto capitalismo. Molesta que hable tan a menudo de pobreza, que critique la idolatría del dinero sobre la que parece fundarse cada vez más nuestra sociedad, de soberanía ya limitada. La hipersensibilidad con que algunos ambientes, incluso católicos, intervienen para rebajar el debate y alguna vez para ridiculizar –por ejemplo, en los EE.UU.– a obispos que se atreven a levantar la voz sobre temas sociales, sobre la inmigración, sobre la pobreza, dejan entrever la inquietud ante un posible cambio. La inquietud por un papa que reafirma la doctrina social de la Iglesia y también por aquellas páginas que ahora parecen poner en tela de juicio la presunta «santa alianza» con cierto capitalismo, que muchos creían ya olvidado. ¿Qué significan, pues, los llamamientos del Papa? ¿Qué razones hay en sus intervenciones sobre estos temas? ¿Y qué nos dice su biografía, su episcopado en Buenos Aires, capital de un Estado, Argentina, que ha conocido una dramática crisis financiera en el alba del tercer milenio? Sus palabras, las palabras de la doctrina social de la Iglesia, ¿tienen algo que decir a la economía y a las finanzas contemporáneas? Estas son algunas de las cuestiones en las que trataremos de profundizar en estas páginas: un recorrido que, en nuestro modesto intento, quisiera tratar de plantear nuevas preguntas, más que dar respuestas, en la esperanza de que las palabras del Papa –aquí recogidas y analizadas– puedan espolear a todos a interrogarse sobre el mundo en que vivimos, sobre sus reglas, sobre sus sistemas. Y sobre qué es posible hacer en concreto, sin veleidosas utopías ni viejas ideologías para tratar de cambiarlas, al menos un poco. Ojalá que a mejor. 9 1. «UNA IGLESIA POBRE Y PARA LOS POBRES» La opción preferencial por los pobres es una opción o una forma especial de primacía en el ejercicio de la caridad cristiana, atestiguada por toda la Tradición de la Iglesia. J P II, Sollicitudo rei socialis UAN ABLO La atención a los pobres es clave desde el comienzo mismo del nuevo pontificado. Inmediatamente después de haber aceptado su elección, el nuevo papa debe comunicar su primera decisión como obispo de Roma: el nombre que elige. Y a Jorge Mario Bergoglio se le pasó por la cabeza una idea al respecto, gracias al abrazo de un querido amigo. El último escrutinio de la jornada, al atardecer de aquel lluvioso 13 de marzo de 2013, fue decisivo. El cardenal de Buenos Aires se había acercado a los dos tercios de los votos, ya en la primera votación de la tarde, la cuarta del Cónclave. Luego, un incidente había ralentizado la elección: al abrir la urna, en el momento del escrutinio de la quinta votación, se había encontrado una papeleta más que el número de votantes: un cardenal no se había dado cuenta del hecho de que dos papeletas se habían quedado pegadas la una a la otra y había metido en la urna dos, en lugar de una. Se decidió no contabilizar aquellos votos, sino repetir inmediatamente la votación, tal y como está previsto en las normas del Cónclave. Así fue como el papa fue designado en la sexta votación, aunque en el quinto escrutinio. Conforme los votos iban aumentando, Bergoglio era confortado por el cardenal brasileño Claudio Hummes, amigo suyo, que estaba sentado a su lado. A las 19.05 –la hora ha sido anotada por el cardenal Angelo Comastri– el cardenal de Buenos Aires, tras haber respondido «acepto» a la pregunta del decano del colegio, dice a los electores: «Vocabor Franciscus», «me llamaré Francisco». Será el propio Pontífice quien explique la elección del nombre, cuando se encuentre, tres días después, con los periodistas, el 16 de marzo. Es la primera vez en dos mil años de Historia de la Iglesia que un sucesor de Pedro decide llamarse Francisco y, desde la tarde de la elección, algunos invitaban a no considerar al poverello de Asís como el verdadero inspirador de la elección. «Algunos no sabían por qué el obispo de Roma había querido llamarse Francisco», dice el Papa Bergoglio, «y pensaron en san Francisco Javier o en san Francisco de Sales». Efectivamente, estas fueron interpretaciones 10