Chalion 3 - Paladín de almas Sobrecubierta None Tags: Unknown Unknown Lois McMaster Bujold PALADÍN DE ALMAS Traducción: Antonio Calvario Márquez Título original: Paladin of Souls Directores de colección: Paris Álvarez y Juan Carlos Poujade Diseño de colección: Alonso Esteban y Dinamic Duo Ilustración de cubierta: © Dominic Harman / via Thomas Schlück GmbH Directores editoriales: Juan Carlos Poujade y Miguel Ángel Álvarez Filmación: Autopublish Impresión: Graficinco, S.A Impreso en España Colección Fantasía n° 42 Publicado por La Factoría de Ideas, C/Pico Mulhacén, 24. Pol. Industrial "El Alquitón". 28500 Arganda del Rey. Madrid. Teléfono: 91 870 45 85 Fax: 91 871 72 22 www.distrimagen.es e-mail:[email protected] Derechos exclusivos de la edición en español: © 2004, La Factoría de Ideas Primera edición © Lois McMaster Bujold, 2003 ISBN: 84-9800-013-0 Depósito Legal: M-44108-2004 ÍNDICE 1 5 2 13 3 26 4 32 5 40 6 49 7 60 8 69 9 78 10 88 11 98 12 110 13 121 14 129 15 141 16 151 17 160 18 169 19 177 20 185 21 193 22 202 23 213 24 220 25 229 26 238 27 249 28 258 Nota sobre el autor 267 Bibliografía de Lois McMaster Bujold 269 Para Silvia Kelso, Pleiteadora de la sintaxis y partisana de Ista de primera clase. 1 Ista estaba asomada entre los merlones de la torre del portón, con la piedra rugosa bajo sus manos pálidas, y observaba embotada por el cansancio cómo el último grupo de los que habían acudido al funeral salía por la puerta del castillo. Los caballos arrastraban sus cascos sobre los viejos adoquines, y sus despedidas provocaban ecos en la bóveda de la puerta. Su serio hermano, el provincar de Baocia, junto con su familia y su séquito, eran los últimos de los muchos que habían partido, dos semanas completas después de que los divinos hubieran completado los ritos funerarios y las ceremonias del entierro. De Baocia seguía hablando sobriamente con el alcaide del castillo, Sir de Ferrej, que caminaba junto a su estribo con el rostro serio vuelto hacia arriba, escuchando la retahíla, sin duda, de instrucciones de última hora. El fiel de Ferrej había servido a la difunta provincara viuda durante las dos últimas décadas de su larga residencia aquí en Valenda. Las llaves del castillo y el torreón del homenaje brillaban desde el cinturón que ceñía su rechoncha cintura. Las llaves de su madre, que Ista había reunido y guardado, para entregárselas luego a su hermano mayor junto con todos los papeles, inventarios e instrucciones que implicaba la muerte de una gran señora. Y que él había entregado para su custodia permanente no a su hermana, sino al bueno, viejo y honrado de Ferrej. Llaves para mantener fuera al peligro... y, si era necesario, a Ista dentro. Solo es una costumbre, ya sabes. Ya no estoy enfadada, de verdad. No es que ella quisiera las llaves de su madre, ni la vida de su madre que iba con ellas. Apenas sabía lo que quería. Lo que sabía era lo que temía: que la gente que la amaba la encerrara en algún lugar oscuro y angosto. Un enemigo podía bajar la guardia, desistir de su empeño, volver la espalda; pero el amor nunca flaqueaba. Sus dedos frotaron inquietos la piedra. La comitiva de de Baocia descendió por la colina atravesando la ciudad y pronto se perdió de vista entre la multitud de techos de tejas rojas. De Ferrej, dándose la vuelta, entró con aspecto cansado por la puerta y desapareció de la vista. El gélido viento de primavera levantó un mechón del pelo pardo de Ista y lo empujó contra su rostro, haciéndolo caer sobre sus labios; ella hizo una mueca y volvió a introducirlo en el cuidadoso trenzado que engalanaba su cabeza. Estaba tan tenso que le pinchaba el cuero cabelludo. El tiempo se había caldeado en las dos últimas semanas, demasiado tarde para aliviar a una mujer anciana recluida en cama por las heridas y la enfermedad. Si su madre no hubiera sido tan anciana, los huesos rotos habrían sanado más rápidamente, y la inflamación de los pulmones no se habría aferrado con tanta fuerza a su pecho. Si no hubiera sido tan frágil, quizá para empezar la caída del caballo no le habría roto los huesos. Si no hubiera sido tan ferozmente testaruda, quizá no habría estado sobre ese caballo a su edad... Ista bajó la mirada para encontrase que le sangraban los dedos, y los ocultó a toda prisa en su falda. Durante las ceremonias del funeral, los dioses habían confirmado que el alma de la vieja señora había sido recogida por la Madre del Verano, como se esperaba y era lo propio. Ni siquiera los dioses se habían atrevido a violar sus opiniones sobre el protocolo. Ista se imaginó a la vieja provincara dando órdenes en el cielo, y sonrió un tanto lúgubremente. Y así por fin estoy sola. Ista reflexionó sobre los espacios vacíos de dicha soledad, sobre su terrible coste. Marido, padre, hijo y madre, todos habían partido hacia la tumba antes que ella, cuando les había llegado la hora. Su hija había sido reclamada por la royeza de Chalion, en un abrazo tan fuerte como el de la tumba, y era tan poco probable que volviera de ese alto lugar, los cinco dioses mediante, como que los otros volvieran del suyo tan profundo. Con toda seguridad estoy acabada. Ya había completado todos los deberes que la habían definido. Una vez, había sido la hija de sus padres. Luego, la esposa del grande y desafortunado Ias. La madre de sus hijos. Al final, la guardiana de su madre. Bueno, ya no soy ninguna de esas cosas. ¿Qué soy cuando no estoy rodeada por las paredes de mi vida? ¿Cuándo todas ellas se han derrumbado y son polvo y escombros? Bueno, seguía siendo la asesina de lord de Lutez. La última de esa pequeña y secreta compañía que seguía con vida, ahora. Se había convertido en eso por sí misma, y eso seguía siendo. Volvió a asomarse entre los merlones, y la piedra raspó las mangas de color lavanda de su vestido de luto cortesano, agarrándose a las hebras de seda. Sus ojos recorrieron la carretera a la luz de la mañana, empezando por las losas que había bajo ella y siguiendo colina abajo, atravesando la ciudad, cruzando el río... ¿hasta dónde? Todas las carreteras eran una carretera, eso decían. Una gran red que recorría la tierra, separándose y uniéndose. Todas las carreteras tenían dos sentidos. Eso decían. Yo quiero una carretera sin retorno. Un jadeo asustado a su espalda la hizo volver la cabeza bruscamente. Una de sus damas de compañía estaba de pie en el camino de ronda con la mano en la boca, los ojos muy abiertos y respirando pesadamente por la subida. Sonrió con una falsa alegría. —Mi señora, os he buscado por todas partes. A... apartaos de ese borde, esto... Los labios de Ista se curvaron irónicamente. —Tranquila. Hoy no siento ansias de encontrarme con los dioses cara a cara. —Ni ningún otro. Nunca más—. Los dioses y yo no nos hablamos. Tuvo que soportar que la mujer la tomara del brazo y caminara junto a ella, con apariencia despreocupada, por el camino de ronda hasta la escalera interior, con cuidado, se dio cuenta Ista, de ponerse por la parte de fuera, entre Ista y la caída. Tranquila, mujer. No deseo las rocas. Deseo la carretera. Darse cuenta de eso la sobresaltó, casi la conmocionó. Era un pensamiento nuevo. ¿Un pensamiento nuevo, yo? Todos sus pensamientos viejos parecían escuálidos y deshilachados como una prenda de punto hecha y vuelta a rehacer, hecha y vuelta a rehacer una y otra vez hasta que todas las hebras estaban despeluzadas, cada vez más gastada pero nunca más grande. ¿Pero cómo podía ella conseguir la carretera? Las carreteras estaban hechas para los hombres jóvenes, no para las mujeres de mediana edad. El pobre muchacho huérfano empaquetaba su petate y partía por la carretera en busca de las esperanzas de su corazón... ese era el principio de mil cuentos. Ella no era pobre, ni era un muchacho, y su corazón estaba tan despojado de esperanza como la vida y la muerte podían dejarlo. Pero ahora soy huérfana. ¿Será eso requisito suficiente? Doblaron la esquina del camino de ronda, dirigiéndose hacia la torre redonda que contenía la estrecha y serpenteante escalera que conducía hasta el jardín central. Ista dirigió una última mirada hacia los flacuchos arbustos y los raquíticos árboles que llegaban hasta la muralla exterior del castillo. Por la senda que subía desde el poco profundo barranco venía un criado tirando de un burro cargado de leña para el fuego, dirigiéndose hacia el postigo del portón principal. En el jardín de flores de su difunta madre, Ista redujo el paso, resistiéndose a la urgencia de la mano de la dama de compañía sobre la suya, y se sentó con terquedad en el cenador junto a los rosales aún desnudos. —Estoy cansada —anunció—. Descansaré aquí un rato. Puedes traerme un