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Pa' manyar a Freud PDF

80 Pages·2002·0.34 MB·Spanish
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1 Horacio Casco – Batista Benengeli BUENOS AIRES - ARGENTINA Pa’ manyar a Freud Relato de un análisis reo y mataburro de psicoanálisis 2 INTRODUCCION Sigmund Freud, inventor del psicoanálisis y troesma de troesmas, no hizo capote facilongo ni cachó la canasta gratarola, de prima la yugó de abajo, reventó la burra de la pensadora y salió de perdedor porque la embocó bien pulenta: el psicoanálisis fue un flor de batacazo sin grupo pa’ darle la biaba a los balurdos del farabute con sabiola en orsái, pa’ escrachar a los cartones que toman mate nomás que con la vieja y des- chavar al grata que talla de machimbre en la parada, pero dopo juna chomas de ganchete, y solari en el cotorro se prueba la enagua de la paica, pa’ ver como le queda. Aparte todo lo que le orejeaba a los neuras que hacía tirar en el diván pa’ que chamuyen de lo que se les cante -y de paso filetearle los berretines inconcientes- el troesma iba y lo ponía en los brolis con parlamento bien debute. Pa’ que manye hasta el más otario veterano. En cambio los psicoanalistas sin carpeta de hoy en día farolean con una chamuyeta abacanada, la van de jailaifes y yuyetas y parlan con labia entreverada, nada más que pa’ mandarse la parte y darse dique con la gilada. Pero pa’ que el reaje mistongo no se trague más la milanesa y manye posta-posta el psicoanálisis sin sanata ni camelo, en este broli que nos hicimos en yunta con el licenciado Horacio Casco, te tiramos en parla rea de la yeca cómo un púa rante como yo -pa’ mi bien o pa’ mi mal- tuvo que ir a parar al diván del psicoanalista. Pero a la final hice bien y eché buena, ya te vas a dar cuenta vos también cuando manyés el broli. De yapa va un mataburro que te bate la justa sobre el renombrado Complejo de Edipo, las pifiadas de los actos fallidos, las vigilanteadas del Superyó y las maneras jodidas que tiene el turro del inconciente pa’ sa- lirse siempre con la suya. Y encima, a los que se rajaron hace mucho del rioba y ya no mancusan la parla yengue, o a la gilada que nunca salió del centro y no casa una, de puro tauras que somos les tiramos una soga al final del broli. Batista Benengeli 3 Horacio Casco – Batista Benengeli Pa’ manyar a Freud Relato de un análisis reo y mataburro de psicoanálisis 4 “Los Refutadores de Leyendas no se limitan a demostrar que el mundo es razonable y científico, sino que también lo desean así. (Este es seguramente su peor pecado.)” Alejandro Dolina “Es incluso muy ofensivo para alguien tomarlo al pie de la letra, porque siempre más bien hay que entenderlo más allá de lo que dice, puesto que es siempre más allá que yace el sentido”. Jacques-Alain Miller 5 PROLOGO Viena, 1920: Sigmund Freud publica “Psicología de las masas y análisis del yo” , un profundo estudio so- bre las identificaciones colectivas y las formaciones inconcientes; Buenos Aires, 1920: Gardel lleva al disco “Milonguita”, con letra de Samuel Linnig y música de Enrique Delfino. Si para Freud la patria de los mitos es el mismo inconciente, para los argentinos el mito mismo de la patria es Carlos Gardel. Tal vez sean meros artilugios, forzada coincidencia o rebuscadas sincronías, pero las enseñanzas freudianas y el historial del tango -cada uno a su modo, si se lo quiere y se lo puede ver- prohíjan en su seno el mito de los orígenes, la nostalgia de haber sido, el dolor de ya no ser, e indiscutiblemente un infinito anhelo de algo más. Tal vez la eternidad de unos laureles que no supimos conseguir. O la fugacidad de un instante que nunca volverá. De Freud aprendimos que no hay imposibles para la fantasía. Y del tango sabemos que, definitivamente, no los hay para el deseo. A riesgo de caer en el estereotipo valuado como ingenioso desde el discurso psi, se hace inevitable un interrogante de apertura: tango y psicoanálisis, ¿un encuentro imposible? No sé si a todo el mundo le resul- tará interesante y divertido inventar encuentros irreales, pero en mi lejana adolescencia a mí me apasionaba imaginar hipotéticos y fantásticos diálogos entre Ringo Bonavena y el Che Guevara, el Hombre de la Barra de Hielo de “Titanes en el ring” y la escritora Victoria Ocampo, B.B. King y Roberto Grela. Y en tren de pura diversión a Sigmund Freud y El Morocho intercambiando puntos de vista sobre el pique de Lunático, las gambas de las neoyorquinas, los yeites de la pebeta Dora y su berretín con la señora K. Pero en la vida cotidiana también hay situaciones -menos exóticas, claro- que nos obligan a cuestionar nuestra capacidad de asombro y hasta replantear nuestro pesado bagaje de prejuicios. Personalmente me pasó algo así hace unos cuantos años en el antiguo ferrocarril Roca -todavía sin electrificar- a partir de una situación casi intrascendente y casi banal: escuchando un tango. Yo era para entonces un joven psicólogo con dos meses de egresado en camino hacia Plaza Constitu- ción. Media hora antes había tenido una brevísima y desconcertante entrevista con el director de una insti- tución analítica cercana a la estación de Gerli. Luego del saludo de rigor, y sin dar lugar a presentación al- guna, el tipo me había largado de sopetón: “¿Vouz parlez français, monsieur?” A continuación pasó a infor- marme -por suerte en castellano- que si yo deseaba ser partícipe de su importante proyecto no me vendría para nada mal manejar un poco el francés. Después le pidió a la secretaria que trajera unos cafecitos desa- bridos, recordó con entusiasmo la gloriosa gesta fundacional de la institución -cinco meses atrás-, miró la hora mascullando “¡Merde!”, y me dio sin ambages olímpicamente el espiante. No sin antes recomendarme encarecidamente que me contactara con su secretaria, sin falta, apenas pudiera sostener un razonable diá- logo en la lengua de Moliere.Con acento parisino. Nerviosamente, y sin que él siquiera lo notara, le dejé sobre el escritorio mi breve curriculum prolijamente adosado a una carpetita bien debute y me las tomé. Fue en el viaje de regreso cuando escuché aquel tango. Brotaba de una gastada, chillona e increíble Spi- ka del tipo que viajaba a mi lado. La inconfundible voz de Alberto Echagüe desgranaba un clásico tango canyengue que yo, seguramente, había oído muchas veces. Pero esta vez, no sé por qué, presté atención a la letra: “...Las va de que es junado, conversa de sotana, su vieja ferramenta la tuvo que amurar... las va que fue ladero de puntos remanyados... tiene pinta bulinera de gavión de rango miyio...”1 Y entonces, instantáneamente, se me reveló que la mayor parte de mi vida había escuchado una increí- ble cantidad de tangos cuyas letras entendía mucho menos que el francés. Y el dato más inquietante: recién me daba cuenta. Mientras se me confundía retrospectivamente la vergüenza por mi torpe respuesta al director: “Y... un po- quito”, con el estupor por su comentario: “¡Mais c’est intolérable!”, otra parte mía navegaba por un archipié- lago argótico que fragmentariamente se asomaba a mi memoria: chaferolo, goruta, marroco... Nunca antes me había percatado cómo se me piantaba el significado de estos términos. Llegado a Constitución metí la mano en el bolsillo y me encontré con la sofisticada tarjetita de la institución analítica. Leí en dorado sobre- rrelieve: Campo Analítico Pa~Ger (que debía querer decir París~Gerli o algo así, según le había parecido a 1“Cartón junao” - Juan D’Arienzo / Héctor Varela / Carlos Wais, intérpretes: Los Solistas. 6 la desaprensiva y novata secretaria de los cafecitos desabridos), la hice un bollito bien chiquito y la embo- qué, de puntín y carambola, en un inmenso tacho de basura que estaba como a cinco metros. Esa misma semana, y después de olvidarme del director, de la institución y del francés, me puse a inves- tigar algunas publicaciones populares antiguas y letras de tangos y milongas de la vieja guardia. También consulté diccionarios del habla jergal rioplatense, busqué y rebusqué en librerías de viejos y visité cuatro bibliotecas públicas. Pero no me interesó el asunto para abordarlo desde lo semiológico-semántico, el análi- sis morfosintáctico o la erudición etimológico-lexicográfica, sino a partir de la estructura fonológica en su articulación fonética real. O sea cuando la gente habla. Reuní todo el material que pude, resumí, extracté, me compré un grabadorcito de los que usan los pe- riodistas y, para trabajar en paz e inspirarme, me puse a buscar un bar con suficiente tranquilidad y cierta atmósfera de antaño. Empecé a frecuentar -después de varios intentos fallidos por prestigiosas confiterías profusamente reci- cladas, boliches no antiguos sino sencillamente decadentes y bares nuevos disfrazados de viejos- un Ca- fé~Bar~Billares de La Boca, con auténtico mostrador de estaño, añosas sillas vienesas barnizadas, piso de baldosas cachadas con dibujos incaicos, ventiladores de techo desprovistos de relucientes adornos y pare- des pobladas de oscurecidos cuadros de ignotos y olvidados artistas. Una gastada escalera de mármol as- cendía a la planta alta, desde donde brotaban de vez en cuando los secos repiqueteos de las esferas de marfil. Los escasos y callados parroquianos y una suave música de tango, emergente de cuidadísimos long plays, envolvía todo en un cálido aire de ténue intimidad. Después de unos meses de asidua concurrencia, y apenas el mozo me veía llegar, me acercaba él solo el cortadito con las dos medialunas de grasa y el vaso de agua fría de costumbre. Una mañana, mientras re- pasaba las fichas acumuladas y me deleitaba con una esmerada selección de Osvaldo Berlingieri, se me arrima y me comenta sobre el hombro y como al paso: -Acá hay otro como usted que también viene, un gordito melenudo. -¿Por qué como yo?- le contesté girando la cabeza con cierto malestar, considerando que si bien me afli- gían unos kilitos de más y no visitaba con cierta regularidad al peluquero, no creía merecer tan chabacana y ligera descripción. -Porque siempre viene solo y se la pasa escribiendo. -Debe ser un vendedor haciendo cuentas -le respondí de malhumor y sin convicción. -No -me dijo con vehemencia-, es uno que escribe en un cuaderno y aparte se hace el porteño cancherito, el otro día le gritó con todo desde la ventana de ahí a un muchacho que cruzó mal la calle y casi lo agarra el colectivo: “¡Che pastenaca, por qué no junás cuando cruzás la yeca, a ver si te apiolás y descubrís que es- tán los semáforos, paparulo!” Mi interés por el otro fue creciendo a medida que el mozo se iba en confidencias, ya para entonces con el brazo apoyado en mi mesa y las piernas desenfadadamente cruzadas: Que viene a eso de la tardecita. Que se sienta en la otra punta. Que pide ginebra, grapa o caña. Que alguna vez se apareció con una guitarra. Que usa sombrero. Y que a la plata le dice mosca, biyuya o meneguina. Y aunque el mozo siguió entusias- mándose en la descripción no hizo falta más: yo ya había decidido que ése era nuestro hombre en La Boca. Pero como yo no sabía qué era exactamente “a eso de la tardecita” volví al bar a las cinco y media de la tarde. A las ocho menos cuarto apareció el sujeto, me di cuenta porque coincidía casi exactamente con la imagen que el mozo parlanchín y observador -que ahora no estaba- había acertado en transmitirme: Petiso, cincuentón, gordito, melenudo, con sombrero marrón oscuro de ala gacha, ojitos vivaces y un escarbadien- tes mocho colgando de los labios. Se sentó lanzando una espiración entre el suspiro forzado y el eructo contenido, tomó unas cuantas copas a las apuradas, sacó de un portafolios de cuero marrón gastado un cuaderno de espiral y tapa dura y escribió con birome azul durante cuarenta minutos. Después, sin darme tiempo de abordarlo, guardó todo, tiró la mosca sobre la mesa y se las picó. Al mejor estilo policial lo seguí a tres cuartos de calle desde la otra cuadra de la cancha de Boca. Caminó a paso lento y tranquilo, comiendo mandarinas que iba sacando del portafolios, hasta México y Bolívar, en San Telmo. Subió por una escalera estrecha y empinada a “El Bancadero”, una mutual de asistencia psico- lógica -como decía el cartel- de la cual yo tenía ciertas y buenas referencias. Pero como se me habían hin- chado los pies por la caminata paré un taxi y me fui a casa, busqué en la guía telefónica el número de la mutual y pregunté con voz de paciente primerizo si los psicólogos de ahí eran buenos, cuanto cobraban y - lo que a mí realmente me interesaba- qué periodicidad tenían las sesiones. Me dijeron, muy amablemente, que a pesar de todo eran bastante buenos, que cobraban muy barato y que atendían una vez por semana. A los siete días me fui de vuelta hasta “El Bancadero” y me planté en la vereda de enfrente. 7 A la hora señalada salió el tipo; yo tenía que negociar entre la remanida timidez y mi real interés por el asunto, así que como no me animé a encararlo -pese a que lo había ensayado frente al espejo toda la se- mana- lo seguí de nuevo. Esta vez caminó a paso lento, tranquilo, y fumando Particulares albañiles, hasta el barrio de Nueva Pompeya. Entró a “La Blanqueada” y pidió una grapa. Yo me senté a cinco mesas de dis- tancia, abrí un diario para taparme la cara –como lo había visto hacer en las películas- pedí un agua mineral sin gas, y con mucho disimulo me saqué los zapatos. Con cara feliz, y hasta casi descansada, el hombre tomó un traguito, prendió un cigarrillo y sacó del porta- folios el famoso cuaderno y otro pilón de papeles que desplegó sobre la mesa. A la distancia parecían ma- nuscritos mil veces corregidos con sobre textos y tachaduras. No me aguanté más: me acerqué y le pedí fuego. Mientras prendía mi cigarrillo alcancé a leer de reojo, en algo que parecía un soneto de apretada letra, la palabra “tristesa” tachada, y en el renglón de arriba “cervesa”. -Se ve que el señor es un poeta -le dije solemnemente, devolviéndole el pucho. -Y de los buenos -me retrucó. A partir de ese momento se inició una charla que se prolongaría hasta la medianoche. El personaje se llamaba Carlos Domingo no sé cuánto, pero le decían el petiso Carloncho. Evidentemente era un hombre de letras, pero últimamente se ganaba la vida como conserje del turno noche en el albergue transitorio “Nuestro Refugio” de Valentín Alsina -que él insistía en llamar “el amueblado”-, y aparte redondeaba unos pesitos como sortijero en una calesita de La Boca. Yo, para salir del paso, me hice pasar por el director de la colec- ción de poesía de una mediana editorial haciendo tiempo e interesado en descubrir nuevos valores para un nuevo proyecto de gran alcance. Le dije que, casualmente, todos los miércoles a la noche tenía un par de horitas libres y que no sabía qué hacer, así que si a él no le parecía mal nos podíamos encontrar, leer sus poemas, tomar unas grapitas y comentar ideas. Así comenzó mi relación con el petiso Carloncho, y las explicaciones en mi casa por el tremendo aliento a alcohol de todos los santos jueves a la madrugada. El petiso me contó que vivía en Mataderos y que se hacía unas changuitas escribiendo cartas de amor sobre pedido para la gilada que carece de lirismo. Que hacía terapia de grupo y que le iba muy bien. Que hace poco se le dio por estudiar canto, y que por menos de setenta cuadras ni loco se sube a un colectivo. También me hizo leer ochenta y seis originales inéditos de trabajados alejandrinos (fieles a la sugerencia de Gabriel García Márquez de no calentarse por la orto- grafía), un ensayo con ilustraciones a la carbonilla hechas por él mismo intitulado “Flora y fauna del arrabal en el tango”, un extenso y exultante panegírico futbolístico con el provisorio nombre de “Oda a La Máquina”, una extraña autobiografía con dos finales y una recopilación, ya lista para su publicación y bastante intere- sante, de cánticos del tablón titulada “La doce no puede parar”. Lo que me asombró del poeta e incentivó aún más mi curiosidad -más allá del palpable desparpajo y el desenfado de su cancherismo reo- fue la recurrente e inagotable intención festiva y dicharachera que atra- vesaba de punta a punta su discurso. Pero sostener una doble identidad me estaba costando muchas sesiones de terapia, frecuentes y terribles dolores de cabeza, bastantes agarradas con mi mujer, y la impertinente sugerencia de un colega, que de- tectando con olfato de maestro la resaca que me acompañaba todos los jueves a la mañana en la consulto- ra donde cumplíamos funciones, trató de convencerme de que el alcoholismo es una muy fea y asquerosa enfermedad, y de lo efectivo que son los grupos de Alcohólicos Anónimos, confesándome luego sin tapujos que gracias a ellos él había cortado de cuajo con el chupi. Claro que solo por ahora. Por otro lado descubrí la dificultad de grabar las conversaciones a escondidas: o se me terminaba el cassette y no lo podía dar vuelta, o no acertaba con el “Play” y el “Record” a la vez tanteando en el bolsillo canguro de mi campera, sin hacer ruido ni ponerme nervioso. Así que una noche, antes de que el poeta pidiera la cuarta vuelta de grapa doble, le sinceré mis verdaderas razones. Le dije que me disculpara, pero que en realidad yo era un tímido psicólogo que investigaba por su cuenta el habla popular porteña, y que había sido, hasta que lo conocí, aburridamente abstemio. Pero que creía que él, con su bagaje de tanta experiencia de vida y una agudísima e infrecuente percepción de la realidad (esto para dorarle un poco la píldora) podía darme una manito. Sobre el pucho, sin mosquearse, haciendo redondeles de humo y satisfecho de sí mismo por haberme agarrado en falta, el petiso me largó un sermón sobre la lengua orre. "Mire licenciado, hay una parla de broli pretendidamente rea, pero prolija y de moñito, que ciertos sabihondos con dique de filólogos gustan de apropiarse y dictar cátedra, como si fueran de la Real Academia, pero la verdadera parla orre es la que va orilleando los diccionarios y chapalea en los arra- bales de la gramática, no para meterse sino para rajarse; ahora no me vaya a salir usted también con la cantinela cagatinta de los que se empolvan a propósito de nostalgia para parecerse un poco a los yeites 8 inventados sobre el rioba y el gotán". Luego me largó que me dejara de joder con seguir a la gente, escon- der grabadores y averiguar en los libros las cosas de la vida, y que si de veras estaba interesado en saber de la gualén posta de la yeca que me arrimara hasta Mataderos, donde él podía presentarme una persona que casualmente tenía algo que ver con los psicólogos, pero no se extendió en más detalles. La verdad, en un momento me sentí desasosegado, y hasta llegué a pensar que el petiso se vengaba tomándome el pelo, pero igual anoté en un papelito la dirección que me dió y quedé en ir a verlo a Mataderos en unos días, a eso de las ocho y media de la noche. El 97 me dejó a once cuadras. El bar del encuentro quedaba en el corazón de la niebla de los frigoríficos. Envuelto en un halo de mágico misterio y un áspero olor a chicharrones estaba el oscuro pero acogedor cafetín “El Trébol”. Allí, efectivamente, me esperaban el petiso y un amigo, un tal Batista Benengeli, toman- do unas cervezas con una picadita completa, que al final tuve que pagar. Hombre de mirada dura pero amable, Batista vestía saco azul con hombreras, camisa Ombú celeste y pañuelo de cuello. La piel cetrina y un inmenso bigote tipo Nietzsche lo ponían a mitad de camino entre el compadrito arrabalero del imaginario colectivo y el intelectual errante de Kostas Axelos a Foucault, pero también con cierto aire de viejo militante de la izquierda setentista. Sin preámbulos me largó una historia tan sentimental y disparatada como curiosa e hilarante. Y con un lenguaje que yo solo había encontrado en algunos escritos de Carlos de la Púa, Celedonio Flores o Julio Ravazzano Sanmartino. Pero en un descon- certante entrevero de referencias temporales más cercano a las gambetas del inconciente que a la bizarra mística del arrabal. Poco después me daría cuenta que se parecen bastante. Mientras el petiso Carloncho pedía otra vuelta –esta vez de ginebra con hielo para ellos “ y una naranjada (sic) para el amigo, acá el licenciado”- le pregunté a Batista Benengeli si no tendría problemas en grabar con tiempo su relato, con la probabilidad de una publicación. Agarró viaje enseguida. Durante dieciocho semanas nos encontramos -grabador de por medio, pero ahora a la vista- varias veces en “El Trébol”, algunas en mi consultorio, otras en la cervecería “ Bremen” de Caballito y una vez en un bar- cito de parado del Once, mientras mi relator devoraba un morcipán con bastante chimichurri y una cervecita, esperando el rápido para Haedo. Cuando desgrabé y transcribí los diecinueve cassettes de noventa minutos y le alcancé a Batista el primer borrador se le ocurrió agregar un Mataburro de Psicoanálisis, que él mismo elaboró casi de inmediato y que aparece a continuación de la historia. Para Batista es una valiosa guía de orientación para el lector, para mí una versión sucedánea y rantifusa de los glosarios que usualmente figuran en los libros de divulgación cien- tífica. Ambos coincidimos en agregar un segundo glosario que facilite al lector la comprensión de algunos términos que no figuran en los diccionarios oficiales del idioma -esos osarios de palabras, como dijera José Gobello- que Batista sugirió titular: “Guía pa’ que también manyen los que se rajaron del rioba y no se re- cuerdan de la parla yengue”, y para cuya confección recurrimos a la colaboración de los amigos de Batista, a quienes él llama ”la barra”. Por último, el título general “Pa manyar a Freud” fue sugerido por el petiso Carloncho y unánimemente aceptado. Desde aquella conversación con el poeta en “La Blanqueada” y mi primer encuentro con Batista en “El Trébol” ha pasado ya mucho tiempo. Hoy, repasando el texto completo y a pocos días de su publicación, me cuesta aceptar la existencia y veracidad de algunos personajes moviéndose en un revoltijo de hechos y tiempos en los que el narrador despliega su singular testimonio (que de todas maneras, tanto el editor como yo, decidimos respetar). Del licenciado Cayetano Bertolotti, por ejemplo, me enteré por boca del mismo Ba- tista que en este momento está volando de Nueva York a Teherán con escala en Pretoria, para asistir a un congreso internacional, pero después de tres meses de fatigosa búsqueda por diversos archivos y redes informáticas no hemos hallado su inscripción en ninguna asociación o colegio profesional, ni encontrado el registro de su egreso de ninguna universidad nacional o extranjera, como tampoco la matrícula habilitante para el ejercicio de la psicoterapia. Otras personas y situaciones me acarrean aún más dudas. Es más: a veces pienso si la secreta intención de Batista Benengeli -como la confesada por Borges en el epílogo de sus obras completas- no será la trama mitológica de un espacio y un tiempo del Buenos Aires que nunca existió. O si la barra, la santa, el licenciado Bertolotti, la Marisel, y hasta quizás el mismísimo cafetín “El Trébol”, no serán el beneficio secundario de un corazón ahogado en un silencioso río de ginebra y de barro. Allá por los arrabales del sur. O como una vez me dijo el petiso, en respuesta a mi asombro y azorada mudez, mientras él trataba de embocar carozos de aceitunas -con bastante precisión, por cierto- en el cenicero de la otra mesa del café: “No se lo tome tan en serio licenciado, después de todo la cuestión es entretenerse un cacho nomás”. LIC. HORACIO CASCO 9 Al sur de la Muy Noble y Muy Leal Ciudad de la Santísima Trinidad en el Puerto de Santa María de los Buenos Aires. 10 RELATO DE UN ANÁLISIS REO (EL CASO BATISTA CONTADO POR ÉL MISMO)

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El tordo usaba lentes tipo culo de botella, tenía bastante busarda, barba a lo Karadagián y era medio peladito. Tendría alrededor de cuarenta abriles,
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