DOCUMENTACIÓN AMERICANA DE LOS SIGLOS XVIII Y XIX. EL CASO DE LAS FALSIFICACIONES DE CÓDICES Dr. D. Juan José Batalla Rosado Profesor Titular de Antropología de América Universidad Complutense de Madrid Tratar de documentos americanos de este periodo cronológico es, en general, hablar de documentación española, pues tanto la Administración Colonial como ente público, como los particulares que vivieron durante su existencia, generarán el mismo tipo de obras que en la Península. Además, tras la emancipación de las tierras americanas, los diferentes Estados tampo- co variarán el contenido de los mismos, pues los sistemas burocráticos son similares y las relaciones de las personas con ella también. Por ello, en esta ponencia deseamos mostrar un tipo de “documento” que sí es característico americano y más concretamente de un área precisa, el virreinato de Nueva España, pues se mantiene como continuación de una tradición prehispánica que prosigue durante la Colonia y el periodo independiente, aunque los mo- tivos varían. Así, en el primer caso se trata de obras que fueron utilizadas por los grupos prehispánicos de Mesoamérica (área que podríamos decir, en forma resumida, que comprende gran parte de Centroamérica) para plasmar la información que deseaban perdurase a lo largo del tiempo; en el segundo son fruto de la interacción entre los indígenas y los colonizadores y de estos entre sí, y en el tercero, su origen se encuentra en razones puramente eco- nómicas. Nos referimos, como no, a las falsificaciones de códices mesoame- ricanos. Pese a no ser incluidos ni contados como verdaderos códices, su exis- tencia demuestra el enorme interés, no sólo cultural, que este tipo de docu- JUAN JOSÉ BATALLA ROSADO mentos despierta entre todo tipo de personas. Al hablar de los códices me- soamericanos, lógicamente estamos tratando de piezas únicas tanto de época prehispánica como colonial, con lo cual su valor económico es muy elevado y, por tanto, como todo objeto de gran valor, también son susceptibles de falsificación. Los materiales para su confección son variados: papel de ama- te, piel curtida, lienzo de algodón, fibra de coco, etc. Los distintos códices falsificados son de tipo maya, mixteca, azteca, etc. En el catálogo de Códi- ces Falsos publicado por John B. Glass (1975a) se recogen un total de 63 documentos. Desde entonces su aumento ha sido considerable y posible- mente a fecha de hoy superen el centenar, lo cual da idea del “cuidado” que los investigadores deben tener con ellos. A lo largo de las siguientes páginas tendremos ocasión de presentar algunos ejemplos de ellos. Realmente no sabemos cuándo comienzan a llevarse a cabo falsificacio- nes de códices con objeto de “engañar” a quien los adquiere. Los primeros de los que tenemos constancia parece que no buscaban un beneficio econó- mico directo de venta del documento sino de otro tipo, relatos históricos, pleitos, denuncias, etc. (véase Batalla 2006) y su número aumenta con la lle- gada de la nueva Administración, es decir, a partir del segundo cuarto del siglo XVI. La mayor parte de los investigadores somos conscientes y man- tenemos que una masiva falsificación de códices se produce bien a mediados o finales del siglo XVII, bien a comienzos del XVIII. Todo dependen de cuándo datemos los Códices Techialoyan (véase Rojas 2006). Ahora bien, estos parece que no buscaban un ingreso monetario directo por su venta, si- no que lo que pretendían era hacerlos pasar como originales pintados desde tiempos anteriores a su presentación ante la administración para legitimar los límites y tierras de diversos pueblos. Hoy sabemos que son códices fal- sos pintados en esas fechas, pero los consideramos como originales de esa misma época. Lo interesante, es que pese a ser considerados como “falsos originales”, también fueron objeto de falsificación y actualmente en diversas Instituciones se conservan falsificaciones de Techialoyan. Parece increíble que un códice falso se pueda falsificar pero el dinero que mueven este tipo de documentos facilita su realización. Entonces ¿cuándo se pintan las primeras falsificaciones de códices que buscan el engaño poniéndolos a la venta como originales y a través de ella la obtención de un beneficio económico? Dejando de lado a un individuo lla- mado Don Diego García de Mendoza Austria Moctezuma (véase Wood 1989), que a finales del siglo XVII y principios del XVIII ya debería cobrar por su trabajo de falsificador, la opinión más generalizada es que a princi- pios del siglo XIX ya “circulaban” varios documentos falsos supuestamente 44 DOCUMENTACIÓN AMERICANA DE LOS SIGLOS XVIII Y XIX vendidos a eminentes investigadores de la época. Así, aunque se considera que no son tan antiguos como las falsificaciones de cerámica y otros objetos prehispánicos ya podríamos tener documentada la presencia de códices fal- sos en manos de Pichardo, quien murió en 1812 (Schávelzon 1991: 328- 329). Es decir, que incluso es posible que a finales del XVIII o muy a prin- cipios del XIX ya circularan falsificaciones de códices. Pero ¿es posible re- trasar la fecha en la que aparecen los códices falsos entendidos como objetos que pretenden venderse como documentos originales? Nuestra opinión es que, efectivamente, la aparición de los códices falsos, entendidos en el sen- tido de búsqueda de engaño para obtener exclusivamente un beneficio eco- nómico, puede aparecer en México ya a mediados del siglo XVIII, con la figura de Lorenzo Boturini Benaduci. El caballero Lorenzo Boturini Benaduci (1702-1755) llega a Nueva Es- paña en 1736 y permanece allí hasta su deportación a la Península en 1743. Durante este tiempo su labor personal principal fue la de recopilar la mayor cantidad posible de documentos pictóricos y manuscritos. Tras su detención, toda su colección fue confiscada y en septiembre de 1743 se realizó por or- den del virrey el primer inventario de la misma (Glass 1975b: 473). Gracias a este primer inventario, al segundo realizado en 1745 y al Catálogo del Museo Indiano escrito por el propio Boturini, hoy conocemos el número de obras que componían la colección que recopiló (véase Glass 1975b). Final- mente, y tras diversas vicisitudes terminaron repartidas por diversas institu- ciones, si bien la mayor parte se encuentran actualmente en Francia (Biblio- teca Nacional) y en México (Biblioteca del Museo Nacional de Antropología). Los códices recopilados por Boturini componen uno de los más importantes acervos de documentación de este tipo que conservamos. Ahora bien, nadie ha puesto nunca en duda la originalidad de estos docu- mentos. Sin embargo, en nuestra opinión, caben muchas posibilidades de que la colección de Boturini esté compuesta en su mayor parte de copias tomadas por originales y de falsificaciones. Situémonos en el México de mediados del siglo XVIII donde un caba- llero extranjero recorre su geografía adquiriendo documentos que le com- portarán enormes gastos económicos: “caminé largas tierras, y muchas ve- ces sin encontrar albergue, hasta que con ocho años de incesante tesón y de crecidísimos gastos, tuve la dicha que ninguno puede contar, de haber con- seguido un museo de cosas tan preciosas” (Boturini 1986: 5). El propio Bo- turini declarará ante el Alcalde del Crimen que para conseguir la colección pasó muchas penalidades, destacando entre ellas que era “muy difícil el tra- tar con los indios, que son en extremo desconfiados de todo español y es- 45 JUAN JOSÉ BATALLA ROSADO conden sus antiguas pinturas hasta enterrarlas (Torre Revello 1936 en León-Portilla 1986: XVII). Incluso el comienzo de su obra es el siguiente: CATÁLOGO DEL MUSEO HISTÓRICO INDIANO DEL CAVALLERO LORENZO BOTURINI, SEÑOR DE LA TORRE, Y DE HONO, QUIEN LLEGÓ A LA NUEVA ESPAÑA por Febrero del año 1736. y à porfiadas diligencias, é inmensos gastos de su bolsa juntó, en diferentes Provincias, el siguiente Tesoro Literario. Es decir, una de las cuestiones que podemos des- tacar de la consecución de su colección son los crecidísimos e inmensos gas- tos de su bolsa que le costó. Además, comprobamos que se lamenta mucho de la desconfianza de los indígenas y de que escondían sus antiguas pintu- ras hasta enterrarlas. Debido a ello, podemos preguntarnos ¿cómo consi- guió semejante colección? Obviamente la respuesta es clara pues él mismo la indica: comprándola. Por ello, suponemos que Boturini tuvo que invertir gran cantidad de dinero para la adquisición de estas obras. Y si hablamos de dinero también debemos tratar de la picardía de aquel que posee o puede po- seer algo que otra persona desea. Como ya hemos señalado, tenemos pruebas de que los indígenas falsifi- caban todo tipo de objetos y documentos desde los inicios de los tiempos coloniales y que dentro de nuestro ámbito de estudio destaca el grupo de có- dices denominados Techialoyan o los Títulos Primordiales, con la posible participación de Don Diego García de Mendoza Austria Moctezuma, desde finales del siglo XVII y principios del XVIII, que también pudo tener que ver con los códices García Granados, Azcatitlan y Cozcatzin, los dos últi- mos realizados en formato y papel europeo sin filigrana y definidos por los investigadores como fuentes etnohistóricas del siglo XVI. Resumiendo, ¿qué impedía a los indígenas pintar documentos semejantes a los antiguos, con el mismo tipo de soporte físico y estilo escriturario e iconográfico, para vendérselos a Boturini como originales? Creemos que nada, pues estaban acostumbrados a ello. Es la ley de la oferta y la demanda, y los indígenas, de México en este caso concreto, eran buenos conocedores de la lógica y de las leyes del “mercado”. Había un beneficio económico y pensamos que esta era una manera de obtenerlo. Entonces ¿por qué no se ha planteado nunca la originalidad de las obras que reunió Boturini? ¿Cómo certificaba Boturini que el documento que le entregaban era original? En nuestra opinión sería necesario llevar a cabo un análisis profundo y a todos los niveles de los códices recopilados por Botu- rini. Máxime cuando en su Catálogo él ya indica que algunas obras son co- pias, con lo cual ¿qué valor hemos de darles a estas copias? ¿Eran exactas a su original o se introducían modificaciones? De hecho, en lo relativo al Có- 46 DOCUMENTACIÓN AMERICANA DE LOS SIGLOS XVIII Y XIX dice Azcatitlan el propio Boturini lo describe del siguiente modo: “Otro ma- pa en papel europeo, de veinticinco fojas, quizás traducido de otro antiguo” indicando a continuación que es copia (Boturini 1986: 117). Es decir, mien- tras él mismo indica que se trata de un documento “traducido” de otro ante- rior, recalcando finalmente que es copia, los investigadores lo utilizamos como un códice original de mediados del siglo XVI, resultándonos de enor- me utilidad para describir la Historia de los aztecas desde la partida de su tierra de origen hasta bien entrado el siglo XVI con la Colonia en pleno apogeo. Con el Códice Cozcatzin ocurre algo similar, pues Boturini (1986: 118) nos dice que es original, pero podemos preguntarnos de cuándo es ori- ginal: ¿del siglo XVI, XVII o XVIII? Determinar esta cuestión es importan- te. Nosotros hemos podido ver personalmente en la Biblioteca Nacional de Francia los dos códices y creemos poder afirmar que tienen como soporte idéntico papel, con lo cual si uno es copia, posiblemente de finales del XVII a mediados del XVIII, el otro es “original” del mismo periodo. En otro amplio trabajo ya hemos comprobado lo que ocurre cuando unos códices se van copiando de otros (Batalla 2002): el resultado final es más de una aberración, entendida esta según el Diccionario de la Real Aca- demia de la Lengua Española como “grave error del entendimiento”. Ade- más, también hemos tratado en otro lugar de las dudas que ofrece uno de los documentos más importantes recopilados por Boturini, por tener supuesta- mente un origen prehispánico, el denominado Manuscrito Aubin nº 20 (véa- se Batalla, en prensa). Por ello, los “supuestos” originales de Boturini también precisan de un amplio análisis, puesto que resulta muy sospechoso que los indígenas pasa- ran de ser en extremo desconfiados de todo español y esconden sus antiguas pinturas hasta enterrarlas a vendérselas sin mayor problema. En ningún ca- so afirmamos que toda la colección de Boturini esté compuesta por falsifica- ciones, pero no dudamos que “haberlas las hay, pero el caso es dar con ellas”, o más bien “querer” o “que te dejen” encontrarlas, ya que hay que tener en cuenta lo poco que le gusta a las Instituciones públicas y privadas reconocer que entre sus más valiosas y renombradas piezas cuentan con fal- sificaciones. Por otra parte, también resulta complicado que los grandes investigado- res, que en muchos casos han basado gran parte de su vida intelectual en unos documentos muy concretos, de pronto apoyen a otra persona que les venga a demostrar que han estado estudiando una falsificación. Es mejor no pensar qué pasaría si finalmente se certificara sin lugar a dudas que los Do- cumentos Miccinelli tuvieran razón en lo que plantean respecto a que Felipe 47 JUAN JOSÉ BATALLA ROSADO Guamán Poma de Ayala no escribió la Nueva Coronica y buen gobierno”, una de las principales fuentes que conservamos del área cultural andina. Más de uno se revolvería en su tumba. Esta disquisición pensamos que debe tenerse en cuenta en lo relativo a muchas piezas, de todo tipo, que poseemos no sólo de las culturas mesoame- ricanas, sino de todas. ¿Quién nos iba a decir que, con toda probabilidad, Bernal Díaz del Castillo era un “poquito” mentiroso y que sólo participó en la “segunda parte” de la Conquista de Tenochtitlan, cuando Cortés retorna tras la denominada Noche Triste (véase Graulich 1996 y 2006)?, ¿quién nos iba a decir que las tres calaveras aztecas prehispánicas realizadas en cristal de roca son falsificaciones realizadas por artesanos alemanes entre 1867 y 1886? (López Luján y Fauvet-Berthelot 2005: 185, Walsh 1997). Mucho más doloroso es conocer el nombre del anticuario e investigador francés por quien pasaron al menos dos de ellas, Eugène Boban, pues es uno de los grandes precursores del estudio de los códices mesoamericanos y fue el que vendió la colección Aubin-Goupil de códices a la Biblioteca Nacional de París. Si fue capaz de llevar a cabo semejante acto, de manera consciente, cabe preguntarse si se trató de un hecho aislado o si realizó alguno más, so- bre todo en lo relativo al tema que nos ocupa, con lo cual nos preguntamos si en el momento de la venta no introdujo algún que otro códice de más. Retomando nuestra disertación, mantenemos que la primera falsifica- ción de códices mesoamericanos que buscaba directamente un beneficio económico engañando a su comprador pudo darse ya a mediados del siglo XVIII con la colección de Lorenzo Boturini. No obstante, hemos de recono- cer que no puede afirmarse con total seguridad y que se encuentra pendiente de verificar mediante el análisis individual de cada una de las piezas que componían su colección. Lo que sí podemos afirmar es que, aunque ya aparecen códices falsos a comienzos del siglo XIX en manos de reputados investigadores como Wal- deck (Glass 1975a: 300-301), el gran “boom” de falsificación de códices se produce a finales del mismo. Además, en este caso sabemos el nombre de uno de sus autores principales y que posiblemente creó “escuela”. Nos refe- rimos a Genaro López. Pero ¿quién era Genaro López? “Uno de los falsificadores más peligrosos que hay en la espe- culación con engaño es un dibujante que llevó á Europa un cono- cido arqueólogo mexicano [Francisco del Paso y Troncoso], como empleado para copiar las láminas de la obra histórica de Sahagún, y digo que es muy peligroso, porque él conoce y han pasado por sus manos, para copiar dicha obra, multitud de piezas originales, y 48 DOCUMENTACIÓN AMERICANA DE LOS SIGLOS XVIII Y XIX por lo tanto es de una habilidad extraordinaria para este género de trabajos, por lo que sus golpes son certeros” (Batres, n.d.: 14). Unos cuarenta años después de la publicación de la obra de Leopoldo Batres sobre Antigüedades Mejicanas Falsificadas encontramos más datos sobre esta persona tan “peligrosa” en un trabajo del investigador Mariano Carcer: “Mi erudito amigo el señor Federico Gómez de Orozco me pu- so en el secreto: Francisco del Paso y Troncoso fué a España en 1892, cuarto centenario del descubrimiento de América, para or- ganizar la sección de México en el certamen o exposición que con ese motivo se verificaba en Madrid. Llevaba entre el personal que lo acompañó, a un dibujante que se llamaba Jenaro López, con ob- jeto de que copiara los códices mexicanos existentes en Europa. La mucha práctica que adquirió este dibujante en la técnica de los có- dices lo animó, a su regreso a México, para hacer algunas falsifi- caciones de códices indígenas que vendió por trasmano a los afi- cionados en México, tanto nacionales como extranjeros, y algunos otros, que vendió en los Estados Unidos. (...). Posiblemente López creó una escuela de falsificadores. La característica de estos códi- ces es su “papel” o “tejido” en el que se vierte una lechada de ye- so con agua de cola, o cal, sobre la que se pinta. Esta primera ma- teria es FIBRA DE COCO” (Carcer 1948-49: 106-107). Somos conscientes de que Genaro López precisa de un trabajo exclusivo para describir sus técnicas de falsificación y los códices que actualmente conservamos de su mano o de la “escuela” que pudo crear, por ello nos limi- taremos a mencionar, cuando presentemos ejemplos concretos de falsifica- ciones, alguno de los documentos que realizó. Por otro lado, hemos de reco- nocer que gracias a su trabajo legal como litógrafo hoy en día tenemos acceso a documentos de los que únicamente conservamos la edición en la que él participó realizando las imágenes. Además, no era el único personaje “peligroso” de la época: “En México la falsificación de antigüedades está muy subdivi- dida: hay unos que se ocupan de hacer códices, otros de labrar ob- sidiana, otros de labrar hueso y piezas de barro, y otros el oro.ç(...). 49 JUAN JOSÉ BATALLA ROSADO Casi todos esos hombres dedicados á tan innoble industria son alcohólicos y pasan su tiempo en las tabernas” (Batres, n.d.: 15). A lo largo del siglo XX las falsificaciones de códices continuarán au- mentando y apareciendo en los estantes de reputados libreros de antiguo que, en más de un caso, no dudarán en venderlos como originales. Con el cierre del siglo XX y comienzos del XXI se ha “evolucionado” en la consi- deración de estas obras y algunas Instituciones no dudan en aceptar como donación códices falsos de reciente factura (véase Batalla 2006: fig. 2), sa- bedores de que estos documentos llegarán también a tener un alto valor no sólo económico sino cultural, pues los más antiguos ya lo poseen. Mariano Carcer (1948-49: 108-109) ya era consciente de ello cuando escribía: “Estos códices falsificados han tomado ya carta de naturaleza en las colecciones de aficionados y centros oficiales, han dado ori- gen a muchas equivocaciones de conocidos y respetados hombres de ciencia y constituyen una indiscutible realidad que debía acep- tarse y admitirse como tal, sin prejuicios, formando un riguroso catálogo gráfico y descriptivo, con sus comentarios y conclusiones, porque, ciertamente, algunos de ellos son verdaderas obras de ar- te, en toda la extensión de la palabra: bellos, por su colorido; cau- tivadores, por su traza; admirables por su factura general; y, al correr de los años, es seguro que adquirirán, además del mérito que presta el tiempo, un valor intrínseco estimable y son una espe- cialidad única, que corresponde, exclusivamente, al acervo artísti- co mexicano que sería antipatriótico e injusto, desdeñar”. No podemos por menos que suscribir las palabras de este investigador de mediados del siglo XX y apoyar a aquellas Instituciones que compran, aceptan donaciones de este tipo de obras o reconocen las piezas falsas que poseen como tales, ya que como veremos algunas de ellas pueden contener información científica que nos sea útil para el conocimiento de las culturas mesoamericanas por diferentes motivos. Para empezar ya son imprescindi- bles para estudiar la creación de falsificaciones como tales. Como señalamos al comienzo de esta ponencia, el único catálogo de fal- sificaciones de códices que se ha llevado a cabo hasta el momento es el pu- blicado por John B. Glass (1975a) con un total de 63 documentos. En ellos encontramos documentos de contenido variado y realizados con soportes que se identifican desde los utilizados realmente por los grupos indígenas, 50 DOCUMENTACIÓN AMERICANA DE LOS SIGLOS XVIII Y XIX como el papel de amate o el “pergamino” realizado con piel de venado, has- ta papeles confeccionados con fibra de coco y pieles curtidas de cerdo, que determinan claramente su falsificación, pues nunca fueron usados para hacer un códice original. Sin embargo, el catálogo de Glass fue entregado a la edi- torial a finales de la década de los 60 del siglo XX, con lo cual en los más de 30 años transcurridos desde entonces han aparecido muchos otros códices de estas características y posiblemente superen ya el centenar. Por otro lado, hemos de indicar que la mayoría de las falsificaciones que han aparecido no son más que burdas imitaciones o copias, sobre todo aque- llas que tenían cierta antigüedad, es decir códices falsos realizados a lo largo de la segunda mitad del siglo XIX y la primera mitad del XX que han inten- tado venderse por los herederos de las mismas. Esto se debe a que en ese tiempo los falsificadores no se molestaban tanto en crear obras únicas y ba- sadas en contenidos creíbles, sino que simplemente hacían varias falsifica- ciones a partir de un mismo original. Este es el caso de las falsificaciones del Lienzo de Tlaxcala realizadas por Genaro López, de las que al menos hay documentadas cuatro. Dos de ellas se encuentran “fuera de circuito” pe- ro las otras están en España. Así, la Casa Museo de Colón en Valladolid tie- ne una que reproduce la parte central superior del lienzo, con la descripción de las autoridades y las cuatro parcialidades de Tlaxcala; mientras que la otra, un lienzo que recoge nueve escenas de la parte de conquistas del origi- nal, se conoce bajo el nombre de Códice de Comillas y pertenece a una co- lección privada. Ambas tienen como soporte la fibra de coco, lo que unido al estilo de Genaro López facilita su identificación, pues él fue el litográfo ofi- cial que llevó a cabo diversas ediciones de códices a finales del siglo XIX, incluida la del Lienzo de Tlaxcala. A este mismo autor también se atribuye otra falsificación denominada Códice Hammaburgensis (Carcer 1948-49: 109), aunque precisa de un am- plio estudio para asignarlo a su mano o escuela, pero lo importante es que la mayor parte de sus figuras se encuentran repetidas en otro documento que se conserva en una colección pública de la ciudad de Washington. La variación que se introduce, para diferenciar ambas falsificaciones y así poder vender- las por separado sin levantar sospechas sobre la existencia de dos códices iguales, la encontramos en el formato, puesto que el primero de ellos está realizado en forma de panel y el segundo plegado en biombo, con lo cual nos da varias páginas de un tamaño menor (véase Batalla 2006: fig. 4). Pese a ello, mantienen imágenes muy similares, con lo cual son falsificaciones relativamente fáciles de detectar, ya que además su estilo y contenido tiene varias imperfecciones. 51 JUAN JOSÉ BATALLA ROSADO Ahora bien, debemos destacar que el Codex Hammaburgensis (Danzel 1926) fue el documento utilizado por Ignace J. Gelb en su obra ya clásica de 1952, Historia de la Escritura, para describir el sistema escriturario nahuatl y llegar a la conclusión de que este grupo cultural no tenía una verdadera escritura. Resulta un documento muy curioso, ya que comprado en la prime- ra mitad del siglo XX por un museo alemán, artísticamente sus figuras tien- den más al arte hindú que al mesoamericano. Además, aparecen glifos de escritura logosilábica unidos a cabezas de posibles deidades, es decir, antro- pónimos, que parecen copiados de la Matrícula de Tributos o del Códice Mendoza, con lo cual realmente los apelativos de los dioses se corresponden con topónimos. Obviamente, durante el siglo XIX y primera mitad del XX resultaba mucho más sencillo vender falsificaciones como originales, ya que el conocimiento que se tenía sobre los códices era menor. Además, las téc- nicas que permiten distinguir lo falso de lo original no eran tan sofisticadas como hoy en día. No obstante, teniendo en cuenta que con toda probabilidad se trata de una obra de Genaro López y que este “falsificador” no inventaba las temáticas, sino que las tergiversaba basándose en códices originales ¿había un documento original a partir del cual Genaro López pudo “inven- tar” el Códice Hammaburgensis? De este modo, volvemos a afirmar que los Códices falsos no pueden ser dejados a un lado sin más, pues caben posibi- lidades de que alguno de ellos nos este ofreciendo una versión modificada de un original desaparecido en la actualidad. Otro documento falso muy interesante es el denominado por John B. Glass (1975a: 306) Códice Falso del Museo de América. Esta obra fue ad- quirida a finales del siglo XIX por el Museo Arqueológico Nacional y se trata de una piel de supuesto origen apache que contiene signos de la escritu- ra mixteca-puebla diseñados mediante un lápiz o grafito. Se ha podido de- mostrar (Batalla 1994) que todos ellos fueron copiados de un grabado que reproducía una página de un códice prehispánico mixteco, el Vindobonensis. Actualmente, también circulan por el mercado de obras de arte diversas falsificaciones, como los denominados Códice de Munich, Códice de la Fa- milia Patterson y, con toda probabilidad, un documento que se expuso en el Pabellón de la Santa Sede de la Exposición Universal de Sevilla de 1992. Ahora bien, el problema se agudiza con las nuevas falsificaciones, las actuales. Así, conforme a la opinión de Claude-François Baudez (2002: 79): “los falsificadores no son tan tontos como para copiar, pues saben que la demostración de plagio prueba la falsificación. (...). El falsificador debe crear, combinar, inventar, (...). El arte del fal- 52
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