SECRETOS DEL GÓLGOTA Robert Ambelain Parte II ¡Tranquilizaos, oh Mistos! Vuestro dios ha resucitado Sus penas y sus sufrimientos Asegurarán vuestra salvación ... JULIUS FORMICUS MATERNUS De Errore: XVIII, ritual del dios Mitra1 1 Se observará que el culto a Mitra es catorce siglos anterior al cristianismo, y que no desapareció hasta el siglo V de nuestra era. 22 Jesús-bar-Juda En todas partes se ha visto a pueblos arrastrados por un solo milagro falso; ¿y Jesucristo no pudo hacer nada del pueblo judío, con una infinidad de milagros verdaderos? ... ¡Ese milagro, el de la incredulidad de los judíos, es el que conviene explicar ...! DIDEROT, Pensées philosophiques, addition Jesús-bar-Juda, alias Jesús de Galilea, más tarde Jesús de Nazaret, es un nombre que vemos aparecer en el canon neotestamentario. En el Antiguo Testamento lo volvemos a encontrar, evidentemente, numerosas veces, pero bajo la forma de Josué, ya que Jesús es Josué, lo mismo que Josué es también Jesús. En hebreo ese nombre se pronuncia Ieoshuah, y se escribe exactamente así: iod-he-waw-shin- ain, y no iod-he-shin-waw-he, como algunos místicos cristianos del siglo XVII querrían hacernos creer, seguidos más adelante por los martinistas contemporáneos y los seguidores del “maestro” Philippe de Lyon. Jamás, e insistimos en este término, jamás un rabino, cabalista o no, se permitiría semejante sacrilegio: romper el NOMBRE SAGRADO introduciendo en él una quinta letra! Y lo que es más, modificar así su valor numeral, es decir, 26, haciéndolo pasar a 326.2 De hecho, fue por ignorancia en el campo teúrgico por lo que nuestros modificadores del Tetragrama divino introdujeron el sin en su centro. En cábala práctica, la letra shin significaba en el esquema operativo, y en el centro del tetragrama circular, algo muy diferente, pero eso el mundo no lo sabe. En una obra precedente consagramos un capítulo a esos famosos “Años oscuros de Jesús”.3 Hemos aportado la prueba de que, a principios de nuestra era, cuando no contaba todavía más que veintitrés años aproximadamente, hubo una insurrección dirigida por él que implicó la toma de Jericó, y, al abandonar esa ciudad, ejecuciones de prisioneros o de rehenes. Por otra parte, el procedimiento llamado del carbono 14 no nos ha proporcionado sino una fecha media sobre el momento del ocultamiento bajo tierra de los manuscritos de Qumran, el año 34 de nuestra era, pero el período se extiende antes y después, en una “franja” de unos cincuenta años. Y esto confirma lo que recordábamos antes. Por otra parte, cuando Jesús llama a Simón-Pedro barjonna (en acadio: anarquista, fuera de la ley),4 este pequeño detalle subraya que el citado Simón-Pedro está involucrado desde hace tiempo (como precisan sus otros sobrenombres: canaíta, zelote) en una lucha a mano armada contra los ocupantes romanos y contra los saduceos, sus “colaboradores”. Este período de los “años oscuros de Jesús” debió de ser el más violento. Primero porque él era joven, lo mismo que sus hermanos y lugartenientes, luego porque su padre Judas de Gamala y su tío Zacarías ya no estaban allí para moderar a toda esa juventud ardiente. 2 Según Paul Vulliaud, en su Kabale juive, esa introducción del shin en el tetragrama divino lo sataniza, pues dicha letra es la inicial de Samael, el ángel malo, y según el Zohar Yavé la rechazó y no quiso utilizarla para la creación del mundo, ya que es la inicial de la palabra scheqer, en hebreo mentira. 3 Cf. Jesús o el secreto mortal de los templarios, pp. 115 y ss. 4 Id., pp. 72. Diversas pruebas de ello subsisten a contrario. Ni Suetonio en su Vida de los Doce Césares, ni Tácito en sus Historias o en sus Annales nos cuentan nada referente a Judea en ese período. Los relatos se interrumpen bruscamente, o aparecen anormalmente acortados en comparación con los capítulos precedentes o siguientes. A ojos vista los celosos monjes copistas pasaron por allí. Pero a pesar de todo, subsiste una prueba de su intervención, una última prueba; se encuentra en las Antigüedades judaicas de Flavio Josefo: “Hacia el mismo tiempo, sobrevino en Judea una gran conmoción, y un gran escándalo en Roma”. (Cf. Flavio Josefo, Antigüedades judaicas, XVIII, IV, manuscrito griego). Sería inútil buscar otros detalles en lo que nos queda de capítulo; la censura de los monjes copistas se ejerció de forma total. Pero la apretada comparación con los textos correspondientes de Tácito en sus Annales (libro I, cap. LXXXV) demuestra que se trata del período cubierto por dicho libro II, es decir, al año 16 de nuestra era (769 de Roma) al año 19 de la misma (772 de Roma). Y más concretamente esa gran conmoción que sobrevino a Judea tuvo lugar en el año 19 de nuestra era, siendo cónsules en Roma Julio Silano y Norbano Flacco, y procurador en Judea Valerio Grato. Jesús estaba en su mejor edad, y en aquel lugar. Pero no sabremos jamás lo que sucedió allí. Hubiera sido demasiado grave decírnoslo, ya que habría permitido que la verdad subsistiera. En todo caso, fue lo bastante violento como para justificar el decreto de Tiberio César expulsando aquel año a todos los judío de Italia ... Y si tuviéramos alguna duda, nos bastaría con releer el propio texto de los evangelios canónicos y compararlos desde esta perspectiva que se dibuja ahora poco a poco. Tomemos, pues, a Juan. Tras el célebre prólogo en el que el texto que falsamente le es atribuido identifica a Jesús y el Verbo divino, tomando esas afirmaciones de textos paganos más antiguos5, vemos aparecer a Jesús, en la historia del cristianismo, en el instante mismo de su bautismo por Juan Bautista, cuando hacía ya largo tiempo que había llegado a la edad adulta. De su nacimiento milagroso, de su juventud, Juan no sabe nada o no nos cuenta nada (op. cit., I, 29). Tomemos ahora a Lucas. Éste hace nacer a Jesús en el año 6 de nuestra era, cuando tuvo lugar el censo de Quirino, es decir, doce años después de la muerte de Herodes el Grande. No hay nada de los reyes magos, de la matanza de los inocentes, etc. En cuanto a la huída a Egipto, no nos dice ni una palabra de ello. Simplemente que “el niño (Jesús) crecía y se robustecía en el espíritu y vivía en los desiertos hasta el día de su manifestación a Israel” (op. cit., 1, 80). Luego volvemos inmediatamente al episodio del censo, lo que es del todo incoherente, asistimos a su examen catequístico por los doctores de la Ley,6 se pasa rápidamente sobre su infancia y nos encontramos, también aquí, frente al bautizo de Jesús, sin que se nos haya contado nada de su adolescencia o de su juventud. Pasemos a Marcos. Aquí, lo mismo que en Juan, nos encontramos bruscamente en presencia de un Jesús que va de Galilea a Judea para hacerse bautizar por Juan el Bautista. Como se trata de un “bautismo de penitencia en remisión de los pecados” (Lucas, 3,3), hay que suponer que Jesús no tenía la conciencia tranquila y que tenía pecados que hacerse perdonar. Pero de nacimiento milagroso, de los reyes magos, de la matanza de los inocentes, de la huida a Egipto, Marcos no sabe nada, o al menos no nos informa nada. 5 “Él es quien lo ha hecho todo, y jamás nada fue hecho sin Él ...” (Inscripción en el frontispicio del templo de Philae). “En la Vida y en la Luz consiste el Padre de todas las cosas” (Louis Ménard, Hermès Trismégiste). Compárese con Juan, 1, 2 y 1, 3-4. 6 Cf. Jesús o el secreto mortal de los templarios, cap. 12, pp. 123-125. Nos queda Mateo. Él es quien nos cuenta todo lo concerniente a la maravillosa fecundación de María, la milagrosa natividad, el episodio de los reyes magos, la matanza de los inocentes, la huída a Egipto, etc. Pero, no obstante, hace nacer a Jesús en el año 6 antes de nuestra era, en vida todavía de Herodes ¡El Jesús de Mateo cuenta, pues, doce años cuando el de Lucas nace! Esto no tiene importancia, el problema no es de una sola incoherencia. Pero después de la huída a Egipto, también Mateo nos pone en presencia de un Jesús adulto, que acude a Juan para que le bautice. Así pues, ningún evangelista canónico nos dice lo que hizo Jesús desde su primera infancia hasta su madurez (treinta años, según unos, y cincuenta según san Ireneo). Ignoramos la suerte de la santa familia durante los pesados y peligrosos años en los que sucedieron las indomables revoluciones judías y las implacables represiones romanas. Ahora sabemos el porqué de ese silencio, teniendo en cuenta lo que Flavio Josefo nos da a entender, comparado cuidadosamente con Tácito. De la juventud guerrera de Jesús vale más no decir palabra. 23 Jesús-Barrabás La verdad es siempre extraña, más extraña que la ficción ... LORD BYRON, Don Juan, XIV Los evangelios canónicos nos cuentan el episodio de la sustitución de Jesús por un amotinador que había sido encarcelado por un asesinato que había cometido en el curso de una sedición, y que por dicho motivo también él había sido condenado a la crucifixión. “Era costumbre que el procurador, con ocasión de la fiesta, diese a la muchedumbre la libertad de un preso, el que pidieran. Había entonces un prisionero famoso llamado Barrabás. Estando, pues, reunidos, les dijo Pilato: ‘¿A quién queréis que os suelte? ¿A Barrabás o a Jesús, el llamado Mesías?. Pues sabía que por envidia se lo habían entregado. (...) Ellos respondieron: ‘A Barrabás!’...” (Mateo, 27, 15-18, 21). Algunos detalles complementarios, incluso con algunas diferencias muy ligeras, podemos encontrarlos en Marcos (15, 6 a 15), en Lucas (23, 17-19), y en Juan (18, 39-40). Pero ningún versículo aporta contradicción alguna a la breve narración hecha por Mateo. Los manuscritos iniciales que poseemos (y que, recordémoslo, se remontan todos al siglo IV, como mínimo)7 transcriben ese nombre de cuatro maneras diferentes: Varaba, Barabas, Barrabas y Bar- Rabban. De donde estas diversas significaciones: 1 – Bar-rabba ................. Hijo del doctor 2 – Bar-rabban ............... Hijo de nuestro doctor 3 – Bar-Abba .................. Hijo del Padre 4 – Bar-Abban ................ Hijo de nuestro Padre 5 – Bar-Abba .................. Hijo de Abba Observaremos, antes que nada, que no se sabe ninguna otra cosa de este nombre, salvo que, según Mateo, era un prisionero famoso, según Marcos un sedicioso que había cometido un asesinato durante un motín, Lucas precisa que ese asesinato había sido cometido “en la ciudad”, es decir, en Jesús, y Juan se limita a calificarlo de bandido, término que, con el de “galileo”, designaba entonces a los insurrectos zelotes en general. El nombre propio de Jesús, que Orígenes afirma que era el de Barrabás, viene atestiguado por algunos de los manuscritos más antiguos, como: a) el Codex Korideth (siglos VII-IX); b) el Groupe de Minuscules, publicado por K. Lake en 1902; c) el palimpsesto del monasterio de Santa Catalina en el Monte Sinaí, encontrado por Lewis y Gibson, y que se remontaría al siglo IV. 7 Cf. Jesús o el secreto mortal de los templarios, cap. 2. Como observa muy acertadamente el R.P. Lucien Deiss en su obra Synopse des Evangiles, es imposible imaginar que nadie se hubiera atrevido a inventar, ulteriormente,k semejante identidad de nombres propios. Tanto más cuanto que el gran Orígenes, que murió en el año 254, aseguró, como ya hemos dicho antes, que dicho nombre figuraba en ciertos manuscritos que obraban en su poder, con lo que de este modo nos aporta la prueba de que, ya en el siglo III, existían documentos más antiguos que los tres que aquí hemos citado, y que aplicaban el nombre de Jesús a ese misterioso Barrabás. Daniel-Rops, examinando esa posibilidad de proceder a la sustitución legal de un condenado por otro con ocasión de la Pascua judía, nos dice lo siguiente en Jésus et son temps: “Se ha discutido mucho sobre ese derecho de gracia que el pueblo podía reclamar, y que el procurador, según el evangelio, parece haber poseído. La gracia era, en Israel, muy rara; los reyes no disponían de ella, y en cambio tenían el poder de aumentar una pena que ellos juzgaran insuficiente. Y, en efecto, la remisión de las penas no es conciliable con el principio mismo de la ley mosaica, que ve en la falta una ofensa a Dios. En Roma sólo podía apelarse a los Comicios en caso de sentencia capital, pero no se ve que el pueblo hubiera tomado la iniciativa de pedir la gracia sin petición previa del condenado. Ahora bien, un papiro que data del año 86 u 88 de nuestra era confirmó el episodio evangélico al mostrar a un prefecto de Egipto perdonando a un culpable “a causa de la multitud”. El fundamento jurídico del acto de gracia importa poco, tanto si se trata de una forma de la abolitio, amnistía que los emperadores promulgaban con ocasión de sus victorias o de ciertas fiestas, como de una indulgentia, derecho de gracia que estaba en la mano de la persona del emperador, y que éste hubiera hecho extensivo a su representante. En este caso parece que se trató de una medida excepcional, resultante de unos hábitos locales de los que nosotros no estamos informados ...” (Cf. Daniel-Rops, Jésus et son temps, X, “Le procès de Jésus”). Toda esta larga exposición, verbosa y vaga, en realidad está destinada exclusivamente a hacernos admitir una inverosimilitud histórica, y vamos a demostrarlo. Porque, en sus obras, Flavio Josefo no hace alusión ni una sola vez a semejante costumbre, él que era tan prolijo en lo que concernía a las tradiciones judías. Y, en primer lugar ¿por qué Daniel-Rops no nos da las referencias exactas de ese papiro? Pues simplemente porque no se le podría alegar como argumento en apoyo de la sustitución de Jesús por Barrabás, y nuestro autor no quiere que el lector pueda contradecirle su falaz argumento. Es que dicho documento no es otro que el papiro de Florencia nº 50, que data del año 85 de nuestra era, y que nos proporciona un ejemplo de gracia concedida a un acusado por un magistrado romano a petición de la multitud. Contiene, en efecto, el proceso verbal de un juicio dictado por G. Septimius Vegetus, gobernador de Egipto, en favor de un tal Fibion, quien, por su propia autoridad, y estimándose por encima de la ley, había encarcelado a un hombre honorable y a su esposa, que eran sus deudores. Y el gobernador declaró entonces: “¡Merecerías ser flagelado! Pero te entregaré al pueblo” (Cf. A. Deissmann; Licht vom Osten, das Neue Testament und die neu entdeckten Texte der hellenistisch-römischen Welt, Tubinga, 1908, pp. 193-194). Es obvio que el citado Fibion merecía la flagelación legal por dicho crimen de secuestro arbitrario, pero si era civis romanus eso era imposible, ya que la lex Valeria del año 509 antes de nuestra era prohibía golpear a un ciudadano romano sin una decisión popular previa y decisiva, y la lex Porcia, del año 248, también de antes de nuestra era, prohibía hacer uso en ningún caso de los azotes lictoriales. La sentencia del gobernador Septimius Vegetus, que declaraba tener en cuenta la decisión popular, aplicaba aquí, por lo tanto, la lex Valeria del año 509 a.C., y eso demuestra irrefutablemente que el tal Fibion era un civis romanus, cosa que la audacia de su acto ya hacía presumir. En este caso el episodio en cuestión no puede, pues, tomarse en cuenta para justificar la llamada de Pilato solicitando la opinión del pueblo judío, pues es evidente que Jesús no es ciudadano romano, y mucho más tarde, el emperador Juliano, en su carta a Cirilo, obispo de Alejandría y antiguo condiscípulo suyo en las escuelas de Atenas, declararía que: “El hombre que fue crucificado por Poncio Pilato era siervo de César, y vamos a demostrarlo ...” (Cf. Cirilo de Alejandría, Contra Julianum). De hecho, el término exacto era esclavo de César (servur caesaris), alusión al probable nacimiento de Jesús en Séforis y a la deportación de la población de dicha ciudad por Varus. Pero volvamos al problema de la autenticidad de dicha sustitución. El Dictionnaire de la Bible, de F. Vigouroux, sacerdote de Saint-Sulpice (tomo I, 2ª. Parte, 1926, Letouzey & Ané, Imprimatur inicial del 26 de octubre de 1891), nos dice lo siguiente: “Esa costumbre de dar la libertad a un prisionero con ocasión de las fiestas de la Pascua no aparece mencionada en ninguna otra parte, ni en las Sagradas Escrituras ni en el Talmud (...) Costumbres similares existían entre los romanos durante los días de las Lectisternes, y entre los griegos durante las solemnidades de Bacchus Eleuthereus”. Entre los griegos, Baco era el mismo dios que Dionisos, quien llevaba el sobrenombre de liberador (liber), dado que la embriaguez posee, en efecto, el don de liberar de las preocupaciones y de exagerar las pasiones habitualmente refrenadas. En cuanto a las Lectisternes,8 se trataba de una ceremonia propiciatoria decidida en un período de grandes calamidades públicas, y celebrada en Roma y en las grandes ciudades del Imperio para obtener el cese de tales pruebas. Aquel día se ofrecía un banquete ritual a los principales dioses de Roma, sus efigies aparecían reclinadas sobre lechos para comer en la misma sala en la que se desarrollaba esa auténtica “cena de los Invisibles”. De ahí el furor de Saulo-Pablo ante la participación de sus discípulos en esos ágapes típicamente paganos: “Porque si alguno te viere a tí, que tienes ciencia, sentado a la mesa en un santuario de ídolos, en la flaqueza de su conciencia, ¿no se creerá inducido a comer las carnes sacrificadas a los ídolos? ...”. (Cf. I Epístola a los Corintios, 8, 10). Teniendo en cuenta lo que precede, queda excluida la posibilidad de que semejante fiesta pudiera jamás haberse celebrado en la ciudad santa de Jerusalén, y menos aún en el Templo en donde residía la Shekinah, “la Presencia divina”. Eso hubiera suscitado tales sublevaciones por parte de los judíos, que a ningún procurador romano se le hubiera pasado ni siquiera por la cabeza tal idea. Recuérdese que Pilato, tras haber hecho penetrar de noche en la ciudadela Antonia, en Jerusalén, las enseñas de las legiones (que no hay que confundir con sus águilas) que iban a acantonarse allí, tuvo que hacerlas salir del lugar ante la inminente rebelión, ya que los sucesivos emperadores habían dado orden de respetar en Judea los principios religiosos de la población. Pues bien, las enseñas legionarias ostentaban, o bien el busto de los emperadores, o bien símbolos animales: golondrina, jabalí, águila, etc. además, en los campamentos se les rendía un culto público. Cosas, todas ellas, que la ley de Moisés reprobaba. Por otra parte, si en Roma podía ejercerse el derecho de la gracia, esto tenía que suceder antes de ser pronunciada la sentencia. Después, no era costumbre desmentirla, pues ello hubiera implicado la falibilidad de la Justicia. No le quedaba, pues, al condenado más que la suerte de encontrarse por el camino hacia su ejecución a una vestal (éstas poseían el privilegio de conceder la gracia ipso facto a todo condenado con el que se cruzaran por el camino), o recurrir a la indulgentia imperial. Por eso 8 Existían las mismas ceremonias dedicadas a las diosas, y recibían el nombre de Sellisternes (cf. Tácito, Anales, IV, XLIV). Suetonio nos cuenta que Nerón, a quien horrorizaba el derramamiento de sangre,9 un día, al principio de su reinado, en el momento de refrendar la condena a muerte de un criminal notorio, dejó el “estilo” con el que se disponía a firmar y murmuró abatido: “¡Ay! ¿Por qué me enseñarían a escribir? ...” (Cf. Suetonio, Vida de los Doce Césares, Nerón, 10). Y Tácito observaría, además, que: “Cuando no puede evitar una condena, la aplaza tanto, que el acusado tiene tiempo de morir de viejo ...” (Cf. Tácito, Annales, XVIII, 33). Todo eso demuestra claramente que, una vez pronunciada la sentencia, no se acostumbraba a modificarla. Queda el concepto de gracia judicial en el Israel antiguo. Éste no existía allí en absoluto, y únicamente unas revelaciones nuevas podían justificar la suspensión provisional de una sentencia capital, y eventualmente una revisión. Ese carácter definitivo de la condena había sido precisado por el profeta Isaías: Si se hace gracia al impío, él no aprende la justicia; en la tierra corrompe la rectitud, no repara en la majestad de Yavé ... (Isaías, 26, 10) De donde la hostilidad general de los maestros de la Torah ante la pena de muerte, porque es un castigo irreversible. Solía afirmarse que un Sanedrín que pronunciara once condenas de muerte en siete años era una asamblea de asesinos. Y Rabbi Eleazar-ben-Azaria llegaba aún más lejos: para su escuela, once condenas a la pena capital en setenta años justificaban ya ese apelativo de “tribunal asesino”. Otros, como Rabbi Tarphon y Rabbi Akiba eran contrarios totalmente a la pena de muerte (cf. Talmud, IV, Nezikim, 5 Makkoth). Es decir, que toda esa historia de una sustitución legal de un culpable por otro, de un condenado a muerte por asesinato en el curso de una revuelta, perdonado contrariamente a todas las costumbres, tanto judías como romanas, por un procurador tan rudo y despiadado como parece que solía serlo Poncio Pilato, toda esa historia no constituye sino una mentira más de los escribas anónimos de los siglos IV y V, antisemitas patentes y aduladores interesados de los nuevos emperadores cristianos. No obstante, aún nos queda por ver otra misteriosa sustitución, problema que pronto vamos a abordar. Porque, ¿qué prisionero famoso podía haber sido encarcelado por aquellos días, aparte de Jesús? Nadie conoce a Barrabás, fuera de los textos evangélicos del siglo IV. Flavio Josefo, el Talmud de Babilonia, el Talmud de Jerusalén, todos ignoran dicho personaje. Eusebio de Cesarea (fallecido en el año 340), al redactar su Historia eclesiástica, una obra enorme, no conoce a Barrabás. Sí que cita a un tal Agapios, quien figuraba entre los mártires de Palestina en el curso de la persecución de los años 306-307, y a quien la gracia imperial prefirió frente a un esclavo oscuro que había asesinado a su amo. Y el texto nos dice que fue “juzgado digno de piedad y benevolencia, casi de la misma manera que el famoso Barrabás en tiempos del Salvador ...” (Cf. op. cit., De martyribus Palestinae, VI, 5). Pero existen dos recensiones diferentes de ese texto, una corta y una larga, la primera en griego, la segunda en siríaco. “Las relaciones entre las dos recensiones son difíciles de determinar ...”, nos dice el P. Mondésert, S.J., y es evidente. No estamos absolutamente convencidos de que todo el conjunto proceda de Eusebio de Cesarea. Porque sólo en ese texto indeciso aparece una alusión a Barrabás, y eso es algo muy sorprendente, teniendo en cuenta la importancia del resto de su obra, donde no faltaron las ocasiones para poderlo citar. 9 Cf. El hombre que creó a Jesucristo, cap. 21. Para nosotros, Jesús y Jesús-Barrabás no son sino la misma persona, y esa sustitución no se imaginó hasta mucho más tarde, para hacer desaparecer el papel de otro misterioso comparsa. Nosotros hemos citado a Simón de Cirene, quien sustituyó en realidad a Jesús y fue crucificado en su lugar, seis semanas antes de Pascua, y la muerte, esta vez bien real, de este último. Cuando el lector haya llegado al próximo capítulo, titulado El crimen del Templo, podrá constatar que el “bandolero famoso, autor de un asesinato en el curso de una sedición en la ciudad” no pudo ser otro que Jesús, pues no había ninguno más. 24 El crimen del Templo Hay hombres en los que la vergüenza se ceba más allá de la tumba ... Ese es el autor primero de la superstición judaica ... FABIUS QUINTILIANUS, De institutione oratoria En los textos evangélicos aparece citado un documento que plantea todo el problema referente a la autenticidad del relato tradicional sobre la crucifixión de Jesús. Se trata del texto de la sentencia abreviada que figuraba sobre la cruz, y que se atribuye al propio Pilato. Cosa en sí ya bastante dudosa, pues difícilmente nos imaginamos al procurador de Roma en Judea haciendo el trabajo de los auxiliarii y aplicándose, incluso de ser necesario con la lengua fuera, en trazar sobre una planchita de madera el motivo de la condena de un rebelde judío, en el que concurría además el agravante de ser también un bandolero. Para este fin tenía a sus escribas, y sería uno de ellos el que se ocuparía del titulus legal. La inautenticidad de dicho texto viene subrayada por el hecho de que los evangelios sinópticos y el de Juan no están totalmente de acuerdo sobre él. Veamos las variantes: - Mateo: “He aquí al rey de los judíos” (27, 37), - Marcos: “El rey de los judíos” (15, 27), - Lucas: “Este es el rey de los judíos” (23, 38, - Juan: “Jesús de Nazaret, rey de los judíos” (19, 19). Los evangelios iniciales que han llegado hasta nosotros están redactados en griego. No es preciso ser un gran letrado para comprender que, traducidas al latín, es imposible que esas cuatro inscripciones diferentes den invariablemente “I.N.R.I.”. Pero ¿fué ése el texto que figuró en cabeza de la cruz de Jesús? Eso es algo perfectamente dudoso, porque: - no es posible que Pilato dijera que Jesús era originario de Nazaret, ya que dicha localidad no existía en aquella época, pues la crearon (cambiando de nombre a un lugar dado, para satisfacer a los peregrinos iluminados) hacia el siglo VIII. El texto latino de la Vulgata de san Jerónimo, texto oficial de la iglesia católica, tampoco lo dice. Califica a Jesús de nazareus, es decir, de nazareno, o, lo que es lo mismo, “consagrado al Señor”, en hebreo nazir. Las leyes del nazareato están precisadas en el Libro de los Números (6, 2); - por otra parte, Pilato no pudo darle este calificativo a Jesús, ya que: a) evidentemente, éste no era un motivo de condena a los ojos de la ley romana, era algo que no se le podía reprochar a Jesús; b) Jesús jamás fue nazareno, o no lo era desde hacía ya bastante tiempo, porque tal consagración le prohibía beber vino, comer carne, acercarse a las gentes ritualmente impuras a los ojos de la ley judía, y, sobre todo, acercarse a un cadáver o tocarlo. Cosas todas ellas de las que él nunca se privó. Por los citados motivos, y con perdón de los místicos más heterodoxos, Jesús no fue jamás nazareno en el curso de su vida pública.
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