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Los Amos del Valle PDF

931 Pages·1979·3.01 MB·English
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A través de la saga de los antepasados de Don Juan Manuel, el autor describe cómo fue el establecimiento de Caracas como centro del poder desde el cual se ha regido el destino de Venezuela, el control del gobierno de la provincia por parte de las veinte familias de la oligarquía mantuana mediante la astucia, la intriga, la pretensión de supuestos ascendientes de nobleza y una particularmente despiadada manera de entender el poder, destacando el comercio del cacao y las tensiones sociales de la Venezuela colonial como unas de las principales causas de la independencia. La historia es desarrollada dando saltos, a veces abruptos, en espacio y tiempo, en el que se alterna el relato de las desventuras del personaje principal con la de sus antepasados, entremezclándose personajes ficticios e históricos; muchos de los personajes de la novela conocen o interactúan con celebridades históricas como la reina Isabel I de Inglaterra, Francis Drake, Felipe II, Carlos II el Hechizado, Fernando VI o Carlos III, además de otras personalidades. Por tanto el contexto en la que se desenvuelven los personajes de la novela es amplia, abarcando más de dos siglos de historia de la conquista, colonización y gobierno bajo el Imperio español de la Provincia de Caracas, lugar donde se desarrolla la mayor parte del relato. Muchos aspectos de la historia colonial, como la piratería en el Caribe, el importante papel e influencia que ejerció la Compañía Guipuzcoana y la Inquisición, el comercio del cacao, el mestizaje y el orden social colonial son tratados con gran detalle y colorido. En la novela, Herrera Luque incluso cuestiona algunas ideas históricas acerca de la fundación de Caracas, el origen del nombre de la ciudad y del país… Francisco Herrera Luque Los amos del valle ePub r1.1 Titivillus 02.05.17 Título original: Los amos del valle Francisco Herrera Luque, 1979 Editor digital: Titivillus ePub base r1.2 LIBRO I Don Juan Manuel de Blanco y Palacios se bambolea PRIMERA PARTE Mantuano de Ocho Cuarteles 1. ¡Veinte somos los Amos del Valle! «… Veinte somos los Amos del Valle: Blanco, Palacios, Bolívar y Herrera… — va musitando en su silla de mano de cuatro esclavos, damasco y seda—… Gedler, de la Madriz, Toro, Tovar y Lovera…». «Plaza y Vegas llegaron tarde; al igual que Ribas y Aristeguieta. Cien años es poco o nada para las glorias del Valle. Caracas es Covadonga, Esparta, Isla de Francia, Alba Longa… Matriz de sangre y de pueblo que en el filo de su espada hicieron mis siete abuelos…». Viene crecido el Anauco, el rio de los bucares. El agua sube, los hombres bajan. Hasta el ombligo van sumergidos: —¡Qué frío tengo! —¡Calla la boca, negro ladino! «Berroterán y Mijares a fuer de cacao han puesto coronas en sus cuarteles. ¡Marqués del Valle de Santiago! Pero cien veces más hermoso es el de Conde de la Ensenada que me otorgará el Rey por proezas viejas y por cien mil reales». La silla dorada va navegando. Los portadores color de buzos cruzan el rio color de fango. —¡Miguelito, dile a los negros que anden con más cuidado!, adentro se está anegando. La silla emerge, la silla trepa por el barranco. —Voy a echar el bofe si el amo sigue engordando. —Calla a la jeta, negro mandinga, y mira el suelo que vas pisando. —Al principio fue Caracas. De cerro a cerro, de Tacagua al Abra. Luego los Valles del Tuy y los de Aragua: hornabeques Hondos que guardan la ciudadela. «Nuestras son las tierras de la mar al Orinoco, de Guanare al río Uchire. Nuestro es el Cabildo. Nuestro es el cacao. Nuestros son los negros. Nuestros son los blancos. Somos los dueños. Somos los amos. Dueño es el que tiene. Amo el que retiene, acrecienta y tala. Amo es buril, piedra y mecenas; masa, cocinero y boca. Somos el paisaje y el pintor. El sol que alumbra y la cosa iluminada. Somos la vendimia, el tabernero y el borracho. Somos el padre eterno. Somos el hijo. Somos los hacedores de un mundo y también sus dueños. ¡Veinte somos los Amos del Valle…!». —¡Ay, carajo, se me clavó una piedra en la pata! —Bien hecho, jecho, esclavo del descampado. «Ponte, Blanco, Palacios, Bolívar y Herrera —prosigue en su vitrina andante —. Ibarra, Ascanio, de la Madriz, Toro, Tovar y Lovera…». —Miguelito, tengo una fuerte puntá. —Eso es viento atracao. Échatelo de lado. «Somos como la hallaca: encrucijada de cien historias distintas: el guiso hispánico, la masa aborigen, la mano esclava, el azúcar del índigo, la aceituna de Judea…». —¡Fo, caraj!, estás podrido. Ya la tarde estaba avanzada. El Ávila recogió la luz del campo para tenderla en sus cimas. «Los recuerdos son sueños sin esperanza; caminos sin retorno: agua, fuertes desvaídos, se va diciendo con sus ojos saltones, acuosos y azules, fijos sobre la calle de casucas despeinadas, enyerbada, sin empedrar, que luego del Catuche agoniza polvorienta buscando el Camino Real». «Hace treinta y dos años era la misma tarde: la montaña encendida, la calle sucia, la alcabala llena de frutas y arrieros». Con un pañuelo bordado sopla y resopla su inmensa nariz de corneta rota en la punta. «Estaba tan azul el cielo que daba miedo mirarlo. ¡Corre, Juan Manuel! — me gritó Juan Vicente Bolívar—, en San Bernardino han matado a tu padre». «Dos balazos tenía en la frente y ocho en un flanco, echado como un fardo sobre el burro de la infamia. En aquel entonces tenía mi propio pelo y enteros todos mis dientes…». —¡Dios guarde a Su Señoría y que le dé muchos años! —¡Jalabolas el sargento! —Que te calles, Matacán. Llegando a la Candelaria, la iglesia de los isleños, hecha con hortalizas y leche aguada de vaca, Don Juan Manuel se quitó el tricornio. Su bastón de mando golpeó tres veces el suelo. —¡Abajo negros! Con las dos rodillas, o es que no ven que está rezando mi amo. Don Juan Manuel se santigua. El Santísimo sobre el Altar. La paz del Ángelus. Arrodillados los cuatro negros. A hombros la silla de mano. «Gracias, Señor de los Ejércitos» —musita el mantuano, de barriga recogida y con los brazos cruzados. —Dime una cosa, Miguelito: ¿es verdad que cuando los Amos rezan, llaman a Cristo primo y se los llevan al cielo en palanquines de plata? —¡Qué te calles la jeta, Sebastián! Gracias, Señor de los Ejércitos, por haber dado muerte a la Compañía Guipuzcoana, enemigos de mi bolsa y de mi gente, asesina de mi padre. ¡Bestia feral de Vizcaya! —¡Apiádate de mi, Señora de los Descalzos! —Que te pongas derecho, Juan, si no quieres un chuchazo. Se acerca un cura y saluda: —En mucho aprecio y estima tenemos vuestra bondad. Teníais razón Excelencia: aquellos ángeles desnudos afrentaban el pudor. La charla sigue y prosigue. El cura es maestro en Teología del Seminario Mayor. Don Juan Manuel es faculto en materia celestial. Sale a relucir Bizancio. Los arcángeles que caben sentados, perfilados y de pie en el ojo de una aguja. Don Juan Manuel muestra su contento asomado a la ventanilla. El cura limpia una gota de fango restregando el balandrán. —Dime una cosa, Miguelito, ¿qué tanto es lo que paparrean a costa de mis rodillas? —¡Calla negro, que ya mi amo averigua si es paloma o cucaracha lo que tiene el querubín! —¡Sigamos camino! —¡Arriba y arriba! La silla cruje. Los negros bufan. Los negros pujan. La silla sube. Rompe un quejido y se tambalea. —¡Dios de los Ejércitos! ¿Qué pasa ahora? ¿Están borrachos los negros? —No es nada, Su Señoría. Se desinfló Sebastián. La silla, traspuesto el rio de las Guanábanas, avanza alegre y ligera por el piso empedrado de la Calle Mayor. Charlatana y distinta sube y baja la gente. Mantuanas de negros pañolones, esclavos de torso desnudo y calzones cortos, cuarteronas de largas sayas blancas; españoles de la Península: mestizos de garras, arriba de mulas finas; sobre burritos cargueros; en caballos andaluces: a pie, con botas, en alpargatas, descalzos, arriba y abajo de las sillas de mano. Blancos, morenos, pardos, amarillo cobrizo, verde loro. Catedral cabildonea un repique. Musita salvas el cañón viejo. Cuatro cohetes rayan el azul del aire. Clamorean los campanarios. Mañana es víspera de Santiago. Patrono de la ciudad. En la esquina del Cujizal baja la guardia armada. Tropa a caballo, charanga y fusileros. Saluda el oficial. Don Juan Manuel con dos dedos toca el tricornio: «Lejos os he de ver. Ya todo toca a su fin. La culpa la tuvo el Rey por cortar el cambural. Matica ’e café le dimos a su fulana igualdad haciendo pardos a los negros y blanca a la pardedad. No se iguala al caballo con el burro ni a cabo con general. Machete no es arma noble, ni torta ’e cazabe es pan». —¡Cuidado con ese perro que tiene los ojos puyúos y la boca babeante! —¡Sale perro, muerde a Miguelito y déjanos ya! La silla avanza entre bamboleos. La gente detiene el paso para ver al Regidor Decano con su gran tricornio y sus ojos azules. «Su Sacra, Cesárea e Imperial Majestad, por pasarse de vivo, se dio con las espuelas. Dios protege al inocente y enceguece al perdedor. Por fregar al de Inglaterra apoyó a los insurgentes, que por las ultimas cuentas ya están sobre Nueva York»[1]. —Miguelito, ¿es verdad que a esa esquina la llaman la de La Marrón porque ahí dizque vivía una parda muy buenamoza que fue manceba del Gran Amo del Valle? —¡Ay, mi madre, me mordió el perro! Si el uno le daba el tute, el otro, en la cabeza de un clavo baila trompo al revés. Si el Rey de España le mete al ajedrez, el Hannover juega chapa, tresillo y ajiley. Si en Pensacola y en las Bahamas volcáronse escuadrones españoles de vistosos uniformes y relucientes cañones, en Chuspa, disfrazados de curas irlandeses, cual sierpes paradisíacas sonsacadores de Adán, nos llegaron los ingleses para hablarnos de oscurantismo, paraísos perdidos, esclavos y libertad. «Emancipaos, amigos nuestros. Además de machos, estáis apoyados. España agoniza. No hay país que resista el amancebamiento del enciclopedismo con la Inquisición. Pobre no da limosna. Alzaos en armas: Inglaterra os brinda apoyo». —Pobrecito Miguelito, lleva la pierna sangrante. —Eso le pasa por arrastrao y refistolero. Jorge Washington, el día en que lo conocí en Filadelfia y tuvo a bien regalarme esta plancha de mármol para mis estragadas encías, me lo dijo muy claro: «Esas liberalidades son pan para hoy y hambre para mañana. En lo que acabe con el de Inglaterra se volverá contra nosotros: somos mal ejemplo para sus colonias. Y en cuanto a ustedes, os ajustará las cureñas de tal forma, que los cepos os parecerán gorgueras y alhajas». Ya la suerte está echada. Esta noche he de dar mi respuesta al comisionado del Congreso de Estados Unidos y a Francisco de Miranda. Lo que son las cosas de la vida. ¿Quién me iba a decir que a la vuelta de los años estaría yo parlamentando contra el Rey con el hijo de aquel isleño parejero que usaba bastón de mando? El Rey de España frunció el rabo al enterarse de los tejemanejes de los ingleses calentándonos la oreja. ¡Barajo, tercio y parada! afirman que dijo en su Palacio de Oriente. «La masa no está para bollo y el chocolate es caliente. Dadle caramelos de anís a mis cruzados mantuanos. Acabad con la Guipuzcoana, con las Gracias al Sacar; que los pardos no se casen; vended en cómodas cuotas títulos de marqueses y condes a los grandes cacaos; haced caballeros de Carlos III a todo aquel que meta bulla. Decidle a los mantuanos que los amo; que tienen lugar de honor en mi regio corazón. Dadles caldo de sustancia mientras acabo con el inglés». «Llegaron tarde sus carantoñas. Por meterse a brujo cayó en el berenjenal. Además de los ingleses y los de Curazao, sus mismos aliados, los estadounidenses nos ofrecen por debajo de cuerda, fuerza y apoyo para emanciparnos, porque los inglesitos del norte son más vivos que un tuqueque y saben desde el principio quiénes son y adonde van». Calle empinada. Vaivén de Corpus. Caja dorada. Patas de araña. Don Juan Manuel de Blanco y Palacios se bambolea en su silla de mano de cuatro esclavos, damasco y seda. —¡Al fin llegamos! —¡Cuánto pesa un gran cacao! —¡Me duele el brazo, el entrepierna y los pies! —¡Llevo el hombro dormido! —¡Tengo hambre, tengo sed! La tarde se adentró en la noche. En la esquina de Las Madrices, la casa de Don Juan Manuel se asoma a las dos calles con la cuadra abierta. —¡Ahí viene el amo! —alerta una voz. Veinte esclavos, diez antorchas, salen corriendo a su encuentro. La llaman la Casa del Pez que Escupe el Agua por una fuente coronada por un pez de piedra que entre chorros y silbatos agoreros, opina, protesta y canta.[2] Es la más grande y suntuosa de la ciudad, enmarcada, aún, dentro de los linderos que le asignó a Don Francisco Guerrero, Diego de Lozada, conquistador y fundador de Caracas. Retumba el ancho portón claveteado, de frente a la Calle Real. Arriba, el escudo de armas de los Torre Pando de la Vega con su torre chata y sus gloriosos cuernos de oro. La silla gira, la silla avanza, apuntando hacia el zaguán. La gente se arremolina en la calle para ver al Pez de la fuente encantada. Don Juan Manuel endereza su corpachón y hace más protuberante el belfo que tanto parecido le daba con el Príncipe de Asturias. El Pez, de chorro erecto, lo saluda. «Veinte somos los Amos del Valle: Blanco, Palacios. Bolívar y Herrera; de la Madriz, Toro, Tovar y Lovera…». 2. El ser del mantuano Patio cuadrado con la fuente en medio. Corredores de columnas panzudas. Sillas frailunas. Techos altos. —Date prisa, papá —dice Doñana, una moza regordeta—. Falta media hora para que lleguen los invitados. —Y hoy viene el Gobernador, recuerda su yerno, el joven Conde de la Granja. Don Juan Manuel, ojos cerrados, besa a su hija. —Apúrate, mijito —ordena una negra flaca llamada Juana la Poncha, aya y dueña de Doñana.[3] Don Juan Manuel cruza el patio y entra a su alcoba. Un lecho en baldaquino centra la habitación desmesuradamente espaciosa. El espejo que trajo de España refleja entero su corpachón. El jubón le queda justo. Amoratado recoge el vientre mientras lo van fajando. Ríe la negra. —Pareces una misma hallaca mal amarrada. «Estoy convertido en un viejo chorrocloco, listo para el arrastre, como dice esta negra falta de respeto. Hay que ver esta panza. Mírame las venillas que surcan mi nariz y mi cara, como si fuera un borracho consuetudinario. La calva me llega a las nalgas. A Dios gracias que se usa peluca. ¡Carrizo, me salió otra verruga! Ya no tengo los ojos claros limpios de antes. Los parpados están descarnados. Y la córnea la cubre este manto de nata. ¡Mírame las piernas!: son dos palillos que no dejan caminar y menos hacer de jinete de un caballo brioso. Tengo una gordura de piñata y una tristeza de viejo enfermo. En cambio Juan Vicente Bolívar, dos años mayor que yo, parece un mismo muchacho». —Mi amo —anuncia una voz sigilosa y apostada—, acaba de llegar Don Juan Vicente Bolívar. A pasos cortos salió al encuentro del amigo de metra y zaranda. A los cincuenta y seis años tiene el cutis terso y la mirada brillante. —Conchita te manda a pedir que la disculpes, pero está de lo más embromada. ¡Tú sabes! Tras Juan Vicente, entre capas negras y rostros cetrinos, cual alguaciles de corrida mayor, precedidos por vacas madrinas, altas, gordas, perfumadas, hicieron su entrada los marqueses de Mijares y los Condes de Tovar. «Llegó la conspiración». ¿Y Mister Sam? —preguntó Bolívar a los Gran-Cacaos. Qué temeridad —musitó a Juan Vicente— el que haya invitado para esta noche al Comisionado de Estados Unidos y al Capitán General. —Tranquilízate chico, el tal Sam es una lanza en un cuarto oscuro. Nadie va a sospechar nada y menos el Gobernador. Al fin y al cabo, ¿no son aliados España y los Estados Unidos? Él trae, una buena coartada, la de pedir mayor protección a los corsarios norteamericanos al refugiarse en nuestros puertos. Un esclavo de librea alerta los invitados: —¡Ahí viene el Gobernador! —Buenas y santas noches —saludó Don Manolo González. Capitán General de Venezuela. Hombre regordete y afable, de mediana estatura, que hacia gala de su llaneza y originalidad. Flanqueando a su esposa, una mujer gorda y corriente, estaba un hombre alto, flaco, viejo y nervudo, de barba vertical y blanca, con ojos de mesías. —El amigo de Sam se vino con nosotros —aclaró Don Manolo—. Charlábamos de negocios en casa y nos vinimos juntos. —¿Te fijas que el tío Sam sabe dónde vive el diablo? Luego de un aperitivo pasaron al comedor. —Linda casa tenéis, amigo mío —celebró el Gobernador haciendo girar sus ojos por el amplio patio. El comedor a lo largo era tan ancho como el patio, con su enorme mesa de caoba y sus paredes tapizadas por platos grandes de porcelana con los doce escudos de la familia grabados al fuego. —Deliciosa sopa, amigo mío. ¿Cuál es su nombre? —De ajoporro, Excelencia. Es una sopa muy casera, pero me imaginé que habría de ser de vuestro agrado. Tras la sopa sirvieron unos huevos fríos cubiertos por una salsa amarillenta. —Olé por esto —clamó el Gobernador—. Jamás en mi vida había comido nada más exquisito. —Es salsa de mayonesa, Excelencia —añadió dichoso Don Juan Manuel—. Es un secreto casero que trajo de la Isla de la Tortuga mi bisabuelo Rodrigo Blanco, cautivo por tres años de los célebres piratas. —¿Y cómo anda vuestro artilugio? —inquirió Juan Vicente aludiendo al globo que días antes voló sobre Caracas con Don Manolo dentro. Rio con ganas el Capitán General. Ya conocía las duras críticas de que anduviese cual un papagayo haciendo payasadas por los aires. Así como les parecía absurda su afición por el teatro, hasta el punto de haber erigido un coliseo de tabla y coleta en un solar del Conde de la Granja, donde hacía de empresario, director y libretista. —El próximo domingo voy a presentar La vida es sueño —respondió a Bolívar pasando por alto su pregunta y la mirada de inteligencia que cruzaba con el Marqués de Mijares. El Comisionado de los Estados Unidos elogia la suculencia del pastel de polvorosa. Don Manolo insiste: —Estoy muy entusiasmado con mi teatro. Tan sólo me hacen falta artistas. Vosotros deberíais ayudarme. ¿Por qué no ensayamos, Don Juan Manuel? Displicente el Regidor tamborilea sobre la mesa: —No, Excelencia, ello seria menos que imposible. Jamás un mantuano accedería a tanto. —¡Mantuanos, mantuanos! —golpeó con la voz sin inmutarse—. Desde que llegué hace tres meses no oigo sino hablar de mantuanos y por más que me estrujo la mollera, no logro entenderlo. ¿Me queréis hacer comprender, mi noble amigo, de una vez por todas, qué significa en verdad un mantuano? Don Juan Manuel lo vio a los ojos con aquella mirada profunda. Los puso sobre el mantel, sorbió el vino de su copa. Finalmente dijo con aquel vozarrón de cura mosquetero: —Es difícil de explicar, Excelencia. No somos ricos ni somos pobres, no somos blancos ni somos indios. Somos tan sólo mantuanos. Que somos nobles desde la Conquista; que sí y que no. Que sólo nuestras mujeres pueden usar mantos: eso apenas es atributo que no aprehende la esencia. En Caracas están nuestras casas y nuestras tumbas que guardan y esperan. En Caracas nacemos y hemos de morir. En Caracas nos bautizan, nos confirma el Arzobispo, recibimos la Eucaristía y desposamos a nuestras mujeres. Fuera de las dieciséis manzanas que rodean la Plaza Mayor, no hay casa ni familia mantuana. Juan Vicente con pupila puntiforme escudriña a su amigo Don Juan Manuel: «Parece un halcón dormido. De muchacho cantaba y reía como cualquiera: brincaba a las negras en los caminos y jadeaba con ellas en las laderas». —Los mantuanos —prosigue Don Juan Manuel— no tienen casa frente a la plaza del pueblo. Los amos del señorío vivimos en las haciendas, hijas de la encomienda, nietas del risco feudal. Los ingenios son torres del homenaje. La soledad y el descampado, fosos profundos de poder y silencio. En los pueblos transitamos por las calles, ejercemos justicia por fuero, acudimos a misa los domingos, llevamos el palio en las procesiones, presidimos los duelos. Rompemos cañas en las fiestas patronales y algunos hasta se llevan a sus haciendas a las mozas guapas mientras dure la cosecha. En los pueblos hacemos cuanto nos venga en gana, menos pernoctar: la noche iguala. «Antes bebía y se emborrachaba como un hijodalgo, —sigue diciendo Juan Vicente—. Pero desde que mataron a su padre nunca más pudo echarse un trago. Enloquecía de súbito, volvíase criminal. Desde entonces fue como una copa astillada, privada del claro acento de los cristales buenos. Nunca mas blasfemó ni volvió a escuchar sus malas tendencias, que tan buena son para regocijar el alma. Nunca más se encabronó, y cuando las mozas garridas y brinconas como la Matea se le sacudía cual serpentinas de tres colores, las veía de reojo, cual tigre a un saco de mamones». —Caracas —dijo Don Juan Manuel— es la fuente de su existencia; en ella y solamente en ella deben transcurrir los actos fundamentales de su vida, con excepción del nacer y del morir; que pueden sorprendernos en cualquier parte. Aun así, de ser posible, hacemos lo indecible para que ello suceda en Santiago. Si una mantuana grávida en un pueblo lejano siente aproximarse el parto, se

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