ebook img

Los Amos Del Tiempo PDF

80 Pages·2016·0.27 MB·Spanish
Save to my drive
Quick download
Download
Most books are stored in the elastic cloud where traffic is expensive. For this reason, we have a limit on daily download.

Preview Los Amos Del Tiempo

- 1 - LOS AMOS DEL TIEMPO Wilson Tucker Título original: The Time Masters Traducción de Francisco Blanco © 1953 y 1971 by Wilson Tucker © 1978, Ediciones Martinez Roca, S. A. Avda. Jose Antonio, 774, 7°, Barcelona-13 ISBN: 84-270-0446-X Depósito legal: B. 8.297- 1978 Impreso en Romanva/Valls. Verdaguer, Capellades (Bascelona) Scan/Revisión: Elfowar/Cymoril. ULD, 2.003. Revisión por lectura: Jota Para Brian Prólogo El vacío. Su cuerpo, oculto en el traje espacial, era una diminuta mota que descendía lentamente, adoptando grotescas e involuntarias posturas, hacia la aún lejana superficie del planeta. No muy lejos, iluminado fantasmagóricamente por aquel extraño sol, otro cuerpo seguía sus movimientos, su compás, su dirección. Era el guiñapo en que se había transformado un hombre al ser despedido por la explosión. A través del destrozado traje espacial podía verse parte de su cuerpo. Aquel desgraciado no había tenido suerte, o quizá le faltó habilidad. De cualquier forma, y fuera cualquiera el origen, aquel amasijo de tristes despojos mostraba claramente cuál había sido el grado de explosión del navío. Cuando sus lentas evoluciones se lo permitían, trataba de identificarlo al reflejo de los débiles rayos del sol, pero pronto desechó aquella idea. Su compañero estaba destrozado, y lo único que podía deducir de él era algo que ya sabía de antemano: se trataba de uno de los miembros de la tripulación. Ahora, como si el destino quisiera jugarles una broma macabra, ambos continuaban siendo camaradas de aquella blanda y pertinaz bajada hacia algún mundo totalmente desconocido. ¿Y el resto de sus compañeros? ¿Habrían quedado suspendidos, desparramados, en aquella sobrecogedora inmensidad? Hacía mucho tiempo que había perdido de vista la nave. Lo último que recordaba era el aparatoso choque y las inmediatas llamaradas que la rodearon en su choque con la atmósfera. Casi no pudieron escapar. El meteorito se había incrustado en la sección de motores, inutilizando hasta los dispositivos de alarma. Recordaba que, apenas sintió que algo rasgaba la normalidad, su larga experiencia le hizo cerrar, con la rapidez de un autómata, su traje espacial. Se había incorporado hacia su esposa, y una oleada de pánico y rabia invadió su cerebro con la brutalidad de una descarga eléctrica: una vez más, su mujer no había cerrado el traje a tiempo. Aquello fue todo. Ella trataba desesperadamente de fijar los cierres; él hizo el ademán de aproximarse en su auxilio. Fue en aquel instante, como si manos poderosas quebraran toda la estructura de la nave creando cientos de imanes, cuando se sintió arrojado al espacio exterior. Aquella imagen, llena de horror e impotencia, era la última que guardaba de su mujer. - 2 - En cuanto al meteorito, causante de aquel desastre, debía encontrarse ya lejos. Continuaría su marcha por el espacio, impasible, poderoso, ajeno tanto a los restos calcinados de la nave como al desgraciado que seguía flotando en aquel espacio de tonos grises y fríos. Cerró los ojos. No quería seguir viendo aquel bulto de formas reventadas. ¿Habría conseguido salvarse alguien mas? La pregunta empezaba a tomar toda su dimensión cuando se sintió rodeado por una borrosa luminosidad. Su traje estaba rechazando un espacio atmosférico, aún casi imperceptible, y aquel roce producía el tenue resplandor. Miró hacia abajo. Áreas claras y oscuras se alternaban indicando, probablemente, tierras y mares. Instintivamente, aproximó los pies esperando que la combinación del metal de ambos zapatos le mantuviera erguido y facilitase el momento de alcanzar el suelo. Trató de escrutar la oscuridad, pero sus esfuerzos resultaron inútiles. Ninguna luz daba señales de la existencia de ciudades o núcleos de civilización. Quizá fuese la lejanía, o quizá no existiesen... Siempre actuando según su instinto, se ajustó el cinturón que mantenía alrededor de su cintura las provisiones para casos de emergencia. Miró al muerto. El problema de la comida tal vez no fuera grave en el mundo al que se dirigía, pero el del agua resultaría fundamental desde el momento que, sin equipos purificadores, no podría utilizar la de los mares. Aunque pudiese emplear el agua de lluvia, y ésta fuese suficiente para cubrir sus necesidades, lo que dudaba, lo mas probable era que no resultase muy agradable al paladar. De modo que, como medida de precaución, resolvió tomar las provisiones del precioso líquido de su compañero en cuanto alcanzaran el suelo. La atmósfera se iba haciendo mas densa. Seguía el descenso manteniendo siempre sus pies juntos a fin de que la energía de sus zapatos aumentara la velocidad. A sus pies se iban delineando con mayor precisión las diferentes zonas que cubrían la superficie del planeta. Empezó a calcular cuál podría ser el sitio en que caería, aunque en realidad tampoco era éste su pensamiento obsesivo. Se preguntó si su esposa habría logrado cerrar su traje a tiempo o habría seguido el fin corrido por la nave. ¿La encontraría en el extraño mundo que lo aguardaba a sus pies? ¿Podría toparse alguna vez con otro sobreviviente, o únicamente hallaría algún resto humano como el que seguía cayendo junto a él? En aquel momento, la idea de un compañero le hería por lo quimérica que resultaba, pero no podía abandonarla. Seguía vivo y, si el destino se lo permitía, pensaba seguir viviendo en aquel lugar cada vez mas cercano. Ya en la última etapa del descenso separó los pies para aminorar la caída. Así tomó contacto con la arena de una playa angustiosamente desolada. 1 Cummings apoyó su mano izquierda sobre el grueso montón de cuartillas mecanografiadas que permanecía sobre la mesa del despacho. Hacía calor, un calor asfixiante. A través de los ventanales llegaba, lejano, el sordo eco de la circulación de la ciudad. El malestar que le producían los viajes en avión se había convertido en una obsesión; le afectaban a la cabeza, al estómago, a los nervios... Y aquella mañana tuvo que desplazarse, en un vuelo especial, desde Washington hasta Knoxville. Por eso ahora trataba de relajarse contemplando, con gesto abstraído, aquel rectángulo de luz que el sol pintaba en el suelo del despacho. Sentado en otra butaca próxima a la suya, otro hombre esperaba, en silencio, a que su jefe iniciara la conversación. —Denegado —dijo por fin Cummings, sin dejar de contemplar el lentísimo avance del rayo de sol—. No se canse esgrimiendo su derecho a unas vacaciones; me conoce demasiado como para creer que iba a picar. ¿No es así, Dikty? —Solo quería facilitarle el trabajo en caso de que quisiera relevarme de este caso. - 3 - Aunque sea desagradable tener que admitirlo, reconozco que esta vez he fallado. —Hizo un ademán en dirección al montón de cuartillas—. Todo cuanto ahí está escrito me lo sé de memoria y... ¡estoy como al principio! —Un caso difícil, ¿verdad? —murmuró Cummings, como si hablara consigo mismo. Dikty dio un respingo en su asiento. —¿Difícil? —exclamó—. Estoy hecho polvo. Ese hombre rompe todas las reglas, hasta las mas elementales. Por ejemplo: cualquier ser humano nace en un lugar y fecha determinados. Es lo normal, ¿no le parece? Pues bien, él no. Una mueca con pretensiones de sonrisa apareció fugazmente en los labios del inspector. —Yo supongo que debe haber nacido —prosiguió con amargura Dikty—. Lo he visto con mis propios ojos, de modo que me veo obligado a reconocer su existencia. Se quiera o no tendrá unos padres... —Blandió las manos en un gesto de desesperación—. Pero ¿dónde? Apareció tal día, desde entonces existe y no hay forma de salir de ahí. Cummings continuaba con la vista clavada en el rectángulo luminoso, mientras acariciaba lentamente el voluminoso informe. —¿Cuál es la fecha de su primera aparición? —preguntó. Dikty pareció relajarse: —El ocho de marzo de mil novecientos cuarenta. El inspector cerró los ojos. Una visible sombra de angustia cruzó su semblante, contrayéndolo imperceptiblemente. —¿No le dice nada esa fecha, Dikty? —preguntó transcurridos unos instantes. El interpelado no pudo disimular un deje de ironía en su voz: —Es el día en que nació mi segundo hijo. —El ocho de marzo —prosiguió el inspector, como si no hubiera escuchado la respuesta—, o algún día muy próximo a él, marca el inicio de uno de los peores infiernos por los que ha pasado la Tierra. También, según cómo se mire, puede considerarse el día de nuestro nacimiento. Fue entonces cuando los proyectos para la constitución de un cuerpo de agentes de seguridad, agentes secretos, se legalizaron. Y también tuvo lugar por esa fecha la fundación de la Comisión de Investigaciones para la defensa nacional. Como sabe, tanto el Proyecto Manhattan como nuestra organización partieron de allí. —Creía que Manhattan había sido el comienzo —comentó Dikty sin excesivo entusiasmo. —No. —Cummings volvió a abrir los ojos para ver si el charquito de luz se había movido—. Antes, en mil novecientos treinta y nueve, ya había tenido lugar una de esas eternas Comisiones. Aunque no recuerdo cuál era su nombre, sé que no llegó lejos porque carecía de los fondos suficientes. También sé que esa comisión marcó el comienzo de este infierno. La nuestra nació un año después y la Oficina de Investigaciones Científicas, también originada allí en el siguiente. Finalmente, el Proyecto Manhattan surgió como resultado de todo aquello en mil novecientos cuarenta y dos. — Suspiró—. Como ve, no podemos quejarnos por falta de fechas señaladas. —En su opinión, ¿cuál sería la verdadera? —¿Cuál? ¡Ese es el problema! —Cummings se encogió de hombros—. Depende del gusto de cada cual, siempre que exista interés por tomar una fecha de origen, claro está. Como usted sabe, la primera explosión atómica se realizó en el desierto, en julio del cuarenta y cinco. Sin embargo, los hombres que la hicieron posible se empeñaron en fijar la fecha de origen en el cuarenta y dos. —Pero hay tres años de diferencia. —Así es, pero esos hombres obtuvieron la primera reacción en cadena en diciembre del cuarenta y dos, y quieren que se reconozca esa fecha como la del nacimiento de nuestro infierno. Personalmente no sé si debemos grabarla en piedra y adorarla o borrarla de nuestras mentes. En mi opinión, desde el descubrimiento de la pólvora, aquél fue el - 4 - peor traspiés dado por la Humanidad en su difícil camino hacia el progreso. En fin. —Por primera vez, el inspector clavó su mirada en la de su interlocutor—. Lo que ahora nos interesa es la fecha en que apareció nuestro hombre: el ocho de marzo de mil novecientos cuarenta. —Por lo menos, eso parece —dijo Dikty. —Si, estamos trabajando sobre hipótesis. —Y llegó a Knoxville dos años mas tarde —prosiguió el agente—. Y bien sé lo que esa fecha significa. Cuando los primeros ingenieros partieron hacia las colinas del Oeste para elegir el sitio adecuado para la construcción de la planta atómica de Oak Ridge, este sujeto ya había hecho su aparición y abierto su oficina. La llama, al menos, oficina —se rectificó con amargura—; y no está lejos de aquí. Pocas manzanas nos separan. Cummings volvió a sonreír y un débil vestigio de humor coloreó las comisuras de sus labios. —También eso resulta curioso, ¿no le parece? —¿Que se haya instalado tan cerca de nosotros? —Que nuevamente nos haya precedido. Nosotros nos establecimos en Knoxville meses después. ¿Recuerda? Cuando ya se había iniciado la construcción de Oak Ridge. Estudie conjuntamente los datos, las fechas, los lugares... y logrará algunas conclusiones muy interesantes. Alrededor del ocho de marzo del cuarenta, o tal vez ese mismo día, tuvieron lugar tres sucesos de trascendental importancia, además del nacimiento de su segundo hijo, naturalmente. Primero: El Gobierno de Washington tomó la decisión formal de fabricar una bomba atómica y comenzaron a destinar importantes sumas para las investigaciones. Segundo: El mismo Gobierno comprendió la urgente necesidad de crear un cuerpo de agentes que custodiara tanto el curso del proyecto como la seguridad del equipo que realizaba las investigaciones. Es decir, un cuerpo secreto dentro de un ámbito secreto. Tercero: Nuestro hombre hizo su primera aparición en público. Tenemos, pues, tres puntos de partida de tres hechos notables. Pues bien, creo que él debía saber los dos primeros hechos con la suficiente antelación, es decir, que ya sabía lo que iba a ocurrir el ocho de marzo tiempo antes de esa fecha, y de acuerdo con ello planeó su aparición. —Pero, según mis investigaciones, estuvo en Miami ese día —objetó Dikty. —Debería decir que cree que estuvo. Realmente, y para hacerle justicia, debo reconocer que está en lo cierto al situarlo en Miami el ocho de marzo. Ese día adquirió allí un auto usado, y eso nos da un dato preciso. Pero antes de esa compra le ha sido imposible saber nada sobre él, ¿verdad? —Ahí radica mi fracaso —reconoció Dikty, implacable consigo mismo—. No existe el menor rastro de su vida antes de ese día, ni en Miami ni en ninguna de las ciudades que investigué. —De manera que sabemos —continuó Cummings— que estuvo en Florida el mismo día en que en Washington tenían lugar los acontecimientos de que hablábamos. Y también sabemos que poco antes de que el Gobierno decidiera construir Oak Ridge, a unas veinte millas de Knoxville, este hombre llega a Tennessee y abre una oficina en la ciudad. Lo que nos lleva a la conclusión de que en viajar desde Florida hasta Tennessee invirtió dos años. Se diría que no le importa nada el tiempo, ¿no le parece? Usted se preguntará qué es lo que veo de particular en ambos hechos considerados aisladamente. Pero ¿no considera raro que se nos haya anticipado al establecerse aquí? ¿No le hace sospechar esto que algo no es normal? Dikty pareció abatirse en la silla, miró a través de la ventana y repuso: —Todo el planteamiento parece muy raro. —De acuerdo. —El inspector asintió gravemente y volvió a abandonar su mirada entre los resplandores del rayo de sol—. De cualquier forma puede ir rompiendo su dimisión. Me doy perfecta cuenta de la dificultad de este caso y valoro totalmente sus esfuerzos para solucionarlo. —Cummings pareció ensimismarse de nuevo—. Y ahora, cuénteme lo - 5 - que sepa sobre nuestro hombre. Dikty sacó con brusquedad una vieja pipa del bolsillo interior de su chaqueta, señaló el montón de cuartillas y se limitó a decir: —Todo cuanto sé está ahí. —Lo que quiero es escuchar su versión del caso, su descripción del sujeto, opiniones, impresiones; en fin, todo cuanto crea conveniente. —Dio un puñetazo sobre los papeles— . Tal como se los dictó a la señorita Hoffman, el tema me resulta inútil e insípido. Lo que quiero son sus impresiones vivas, coloreadas por su propio sentir. Y bien, ¿cómo es el hombre? —Me salvó la vida —dijo Dikty débilmente. —Lo sé. A eso me refería cuando hable de impresiones coloreadas. Quiero saber cómo ocurrió. Dikty preparó la pipa y la encendió. Grandes espirales de humo azulado se dirigieron penosamente hacia la ventana. —Pasó hace poco más de año y medio. Acabábamos de terminar el caso McKeown, ¿recuerda? Mi esposa y los chicos llegaban con el tren del mediodía y se me había hecho tarde para ir a esperarlos. Supongo que se debió a mi maldita manía de invertir más tiempo del normal en el almuerzo. El caso es que sólo me di cuenta de lo tarde que era cuando oí el pitido del tren. —Dikty hizo una pausa; recordaba con toda claridad los hechos—. Salí corriendo del restaurante. Cerca de la puerta vi un taxi estacionado; verlo y precipitarme hacia él fue todo uno. Pensaba que si el chofer tomaba un camino adecuado y evitaba los semáforos tal vez aún llegaría a tiempo. Dikty parecía reflejar en su rostro cada una de sus palabras. Tras un breve intervalo, continuó: —Cuando estaba casi junto al taxi advertí la presencia de una mujer que, cargada con paquetes, corría con el mismo objetivo que yo. Por naturaleza, no soy muy amable; además, en aquella ocasión, necesitaba el taxi para tratar de llegar a tiempo a la estación. De modo que seguí corriendo y creo que lo hubiera alcanzado primero de no haber sido por él. Debí pestañear, y allí apareció, justo en mi camino. Extendí las manos para evitar el choque y él hizo otro tanto. El resultado fue que nos quedamos clavados en aquel lugar, medio abrazados y balanceándonos ridículamente. Traté de deshacer el nudo lo más rápido que pude, pero él parecía exageradamente torpe. Cuando por fin me vi libre, vi con desesperación que la mujer subía triunfalmente al taxi y que éste arrancaba velozmente. —¿Qué ocurrió entonces? —preguntó el inspector. —Lo vi alejarse y, casi inmediatamente, tuvo lugar el accidente. En la primera bocacalle el auto se estrelló contra un camión de gasolina que venía en sentido contrario, y una inmensa hoguera envolvió ambos vehículos. Se hizo un corto silencio en la oficina. El rayo de sol había variado ostensiblemente su inclinación, delatando los lentos movimientos del astro en su camino hacia occidente. También los ruidos que llegaban desde la calle habían variado: ahora eran mas suaves y espaciados. Desde la habitación contigua, y a través de la puerta cerrada de la oficina, se oía el teclear de una máquina de escribir. Sólo aquel sonido quebraba el silencio que siguió a las palabras de Dikty. —¿Y qué fue de nuestro hombre? —preguntó Cummings. —No tengo la menor idea. Tan pronto como pude sobreponerme de la impresión, corrí hacia el restaurante para llamar a los bomberos. Cuando regresé y busqué a mi Salvador, ya había desaparecido. Debí estar allí quince o veinte minutos, entonces recordé a mi esposa. Tomé otro taxi, le dije al conductor que fuera con toda precaución y llegué por fin a la estación. Allí encontré a mi mujer esperándome, estaba llorando. —¿Llorando? —Si. Encontré sumamente extraña su actitud al verme; nuestro encuentro fue..., como - 6 - le diría, muy efusivo. Luego supe el porqué. Al parecer la noche anterior a su viaje había soñado que yo moría en un accidente de tráfico, y al ver que no estaba esperándola y que tardaba en llegar pensó que... Cummings asintió con la cabeza. —Comprendo. —Bien, así fue como lo conocí. No volví a verlo hasta algunos meses más tarde, cuando recibí sus instrucciones para que lo investigara. Como el nombre no me decía nada, inicié mi trabajo siguiendo los pasos de rutina. Tiene una pequeña oficina en aquel edificio —Dikty señaló a través de la ventana— y no parece faltarle cierto trabajo. No se presenta como detective privado ni con ningún título similar; en la puerta de su oficina aparece una placa simplemente con su nombre y la palabra «investigaciones». Tiene credenciales otorgadas por la policía, no ha solicitado permiso de armas y jamás se ha visto envuelto en nada desagradable desde que llegó. La policía no puede decir nada en su contra ni en su favor; lo ignora, como a tantos otros buenos ciudadanos. —Aspiró con fuerza el humo de su pipa, lo exhaló lentamente, y prosiguió—: Una vez iniciada la investigación, cuando lo vi por primera vez, reconocí en él al hombre con quien tropezara en mi carrera por tomar el taxi. Hasta aquel momento, y desde una perspectiva personal, había considerado el incidente como un regalo de la diosa Fortuna. Creía que aquella persona se había interpuesto en mi camino por una feliz coincidencia, hasta que lo volví a ver, esta vez como objeto de investigación. Entonces mis convicciones se estremecieron de raíz. No puedo decirle por qué cambiaron o qué las hizo cambiar, pero al estudiar su rostro tuve la certeza de que en aquella ocasión él me había detenido con el propósito de salvarme. —Se pasó una mano por la frente y agregó—: No me explico qué me hace pensar de esta forma, pero estoy convencido. —Le creo —dijo Cummings. —Si lo hubiera vuelto a ver en otras circunstancias, en la calle o en el bar, supongo que no tendría esta sensación. Hubiese continuado creyendo que aquel encuentro fue una coincidencia que me salvo de la muerte. Probablemente le habría invitado a una copa, mientras estrechaba efusivamente su mano y, en fin, haciendo todo el ridículo que suele hacerse en estos casos. Pero desde el momento en que usted me encomendó que lo investigara, mis reacciones me llevaron a la conclusión de que me había salvado... deliberadamente. Físicamente —continuó con aire ausente— es un hombre alto, de un metro ochenta mas o menos. Tiene el cabello castaño oscuro, casi negro, y lo lleva muy corto. Parece... —Dikty miró a su superior—, parece un egipcio. —¿Un qué? —Un egipcio. Tiene la piel curtida, como si hubiese pasado la mayor parte de su vida al aire libre. Es ese tipo de piel, duro y apergaminado, de los hombres del desierto y las zonas azotadas por el viento. Pero lo que más me llama la atención son sus ojos. ¿Ha visto alguna vez córneas amarillas? Son peculiares de la gente oriental. Por eso digo que parece egipcio. En conjunto, físicamente resulta de buena presencia. Debe pesar unos ochenta kilos. Y tiene cierto porte atlético. Por algún misterioso motivo sus movimientos dan sensación de velocidad, como si siempre estuviese dispuesto a emprender el vuelo. Dikty calló durante algunos segundos, como si estuviera ordenando sus ideas. Luego prosiguió: —Parece un hombre reposado, tranquilo. Tiene un coche relativamente antiguo y vive solo en una casita alquilada en las afueras de la ciudad, no muy lejos del camping. Es una construcción pequeña, rodeada por un par de acres de tierra. Un bonito lugar, pero distinto de los que lo rodean; no tiene jardín, ni granero ni animales; sólo un huerto con manzanos. Ni visita ni es visitado. Si tiene amistades femeninas lo ignoro. He registrado su correspondencia: sin resultado; sólo recibe revistas y libros sobre temas científicos. Sus noches son tan tranquilas como sus días: algunas veces en la biblioteca, otras, con menor frecuencia, en el cine; paseos esporádicos por la ciudad, pero por lo general - 7 - permanece en casa. El típico ratón de biblioteca. Es menos ciudadano de esta ciudad que los inquilinos del camping. —No me ha dicho nada sobre su edad —comentó Cummings. —Bueno... —Dikty fijó la mirada en su jefe y una arruga se dibujó en su frente—. Cuando presentó una solicitud a la policía por primera vez, en 1942, dijo tener treinta y un años. —Eso quiere decir que ahora... —empezó a decir Cummings. —Sigue representando treinta y un años —cortó Dikty. —Aparentemente... —Dígame, ¿cuál fue la razón que dio origen a esta investigación? —Simple rutina. Alguien descubrió que estaba suscrito a todas las revistas científicas publicadas en Occidente. —Cummings hizo un gesto con la mano—. Arqueología, geología, astronomía, meteorología, química, medicina, física nuclear, todo, absolutamente todo. Fue lo de la física lo que en principio atrajo nuestra atención. Alguien, revisando las listas de suscripciones, tropezó con el nombre de este individuo en todas ellas, incluyendo la de una publicación especializada destinada a los científicos del átomo. Cuando ese alguien notó que el hombre en cuestión residía en Knoxville, la rutina comenzó. —Dio un golpe seco sobre los papeles del escritorio—. Lo demás ya lo sabe. Dikty seguía mostrando un gesto de profunda preocupación. —¿De modo que nuestro hombre tiene una extraña afición por las revistas científicas, sin discriminación de ciencias? —Realmente puede parecer extraño —repuso Cummings—. Eso quiere decir que seguiremos adelante con la investigación. Quiero saber cuál es la fuente de sus ingresos; estudiaremos el pago de sus impuestos. Quiero saber cómo de la noche a la mañana apareció en Miami; registraremos las listas de embarque de todos los barcos que llegaron a ese puerto hasta el día de su aparición, y no sólo en ese puerto, sino en todos los de Florida. Quiero saber qué hay detrás de la misteriosa coincidencia de fechas; continuaremos, pues, con la investigación y usted trabajará conmigo. ¿Entendido? ¡Usted seguirá en este asunto! —Se sentó bruscamente y fijó la mirada en su interlocutor—. He designado a otra persona, además de usted, que también se ocupará del caso —le comunicó—. Aquí mismo y a partir de ahora. Dikty se mantuvo en silencio esperando una aclaración. —Eso no significa que no confíe en la eficacia de su trabajo —explicó Cummings—. Estoy satisfecho con usted porque me consta que ha hecho todo lo posible por cumplir con su misión, pero tengo la convicción de que ese individuo sabe sobre usted y nuestra hipotéticamente secreta organización más de lo conveniente. No encuentro otra explicación para el misterioso incidente del taxi. Debemos considerar que sus intenciones para con usted, y en consecuencia también para nosotros, son amistosas; de no ser así lo hubiese dejado marchar hacia la muerte. Tenga en cuenta que nada hizo para impedir la de la mujer y el taxista. Sólo salvó su vida. Sin embargo, el propósito primordial de nuestra organización es proteger nuestra estructura nuclear de cualquier intromisión, por lo que este sujeto sigue siendo sospechoso y debe ser investigado. Nosotros continuaremos. Y otro agente, totalmente desconocido por el sospechoso, hará lo mismo. Por razones de seguridad prefiero que usted y ese nuevo investigador no se conozcan; no quiero correr el riesgo de que nuestro inteligente individuo pueda relacionarlos y descubrir la verdad. Si en algún momento se hace necesario revelar sus identidades, serán primos. —¿Primos? —Si, creo que es lo mas apropiado, porque usted no tiene primos, ¿ verdad? —Entiendo. —Nuestras próximas actuaciones estarán destinadas a descubrir cómo se pudo enterar antes de que ocurrieran los hechos de los que le hablé. Haré que Washington investigue qué ocurrió en los círculos científicos y políticos allá por los años treinta y nueve y - 8 - cuarenta. Quizá descubramos algo que nos dé una pista. Al menos eso espero. —Tengo que reconocer que su experiencia en estos temas es superior a la mía. —En esos dos años —continuó Cummings— solamente el presidente y un reducidísimo grupo de consejeros científicos y políticos sabían que los Estados Unidos estaban empezando a investigar en el campo termonuclear. Se trabajaba en el más riguroso secreto. Pues bien, a pesar de todo, nuestro hombre hace entonces su primera aparición en público. En mil novecientos cuarenta y dos tan sólo el presidente y un grupo ligeramente mayor que el anterior de consejeros y proyectistas sabían que se instalaría una planta atómica en este lugar. Y he aquí que el buen señor que nos ocupa hace de nuevo su aparición y abre una oficina de investigaciones. Finalmente, hace cosa de un año y medio, un agente de una supersecreta organización de seguridad escapa, por una fracción de segundo, a una cita con la muerte. ¡Allí estaba él nuevamente, en el lugar e instante exactos! Sabemos también que tiene un obsesivo interés por las ciencias que hace que no pierda ninguna noticia sobre los nuevos descubrimientos. —Parece que los años se deslizan sobre él sin tocarlo —agregó Dikty, abstraído. —Créame, Dikty —exclamó Cummings—: si digo que este asunto es espinoso, es porque es espinoso. Fíjese que nosotros carecemos incluso de un nombre oficial; gran parte de los miembros del gabinete ignoran nuestra existencia; no aparecemos en ninguna nómina y nos pagan por vía secreta. Solo tenemos que rendir cuentas al agente que nos precede en orden jerárquico, y cada uno de nosotros, todos y cada uno, conoce a un pequeñísimo número de compañeros. Por no saber, no sabemos con exactitud quién nos controla en realidad. —Cummings se levantó bruscamente y se dirigió hacia la ventana. Una vez allí, clavó su mirada en el alto edificio blanco que se erguía calle abajo—. ¿Cómo sabía él quién era usted y por qué le salvo la vida? Dikty, desanimado, hizo un gesto de impotencia: —No lo sé. El inspector, sin alejar su mirada del edificio blanco, apretó los puños con rabia. —¡Yo lo descubriré! —gritó—. Descubriré de raíz toda la historia de ese hombre desde el momento de su nacimiento, ¡si es que alguna vez nació! ¡Sabré el porqué de sus ojos amarillos, de su piel curtida, de su eterna juventud, de su carencia de pasado, de su interés por salvarlo de la muerte, de su residencia en Knoxville! ¡Hasta descubriré el porqué de su existencia! Representa una amenaza que hay que cortar radicalmente. ¡O descubrimos quién es o no vivirá! —Cummings hizo una pausa en su arrebato de ira, se volvió hacia su compañero y le preguntó—: ¿Lo vio él después del incidente del taxi? —Quisiera responder con un no rotundo. —Dikty se sentía molesto—. Creo que soy un profesional eficiente, y si todo fuera normal, creo que ésa sería la respuesta. En realidad he hecho lo imposible por no dejarme ver. Pero... —miró fijamente al inspector—, teniendo en cuenta las características de ese hombre, lo cierto es que me temo que me habrá descubierto. Cummings volvió a hundir su mirada en los reflejos de la ciudad. Al parecer, su ira había desaparecido y cuando habló, el tono de su voz era suave y bajo. —¿Cuál es su nombre? ¿Nash qué? —preguntó. —Gilbert Nash. Un nombre falso, supongo. 2 Gilbert Nash percibió el rumor de pasos próximos a la puerta de su oficina; sintió la vacilación de aquel hombre cuando se detuvo frente a ella antes de que, finalmente, colocara su mano sobre el pomo de la puerta. Por el tiempo transcurrido hasta que éste giró y el hombre se precipitó, con cierta brusquedad, en el interior del despacho, era fácil suponer que se trataba de un ser indeciso. Apenas traspuso la puerta se detuvo y miró a Nash con una extraña mezcla de curiosidad y respeto; luego, estudió con breves ojeadas la composición de la habitación. - 9 - Indudablemente se trataba de un hombre que no se decidía a dar el siguiente paso. Nash se incorporó lentamente. —Pase. Le aseguro que soy inofensivo. El tono de su voz resultaba amistoso. En realidad, parecía que le importaba poco si el extraño acababa de entrar o no. Estaba dispuesto a aceptar de buen grado cualquier decisión que el aturdido visitante adoptase. El recién llegado hizo un movimiento para cerrar la puerta. —He venido... He venido a verle. Mi nombre es... ¿Puedo hablar? Nash asintió, divertido: —Naturalmente. Si ha venido a verme es porque tiene un problema, ¿no? Con mis clientes tengo la costumbre de que exista la misma confianza que suele haber entre el medico y el enfermo. —Le indicó un butacón próximo a la mesa—: Entre y siéntese, por favor. Sólo con ver el atribulado rostro de aquel hombre podían leerse con facilidad la mayoría de sus problemas. No hacía falta profundizar demasiado para comprender que su angustia nacía de algo más que meras rencillas conyugales. Parecía estar ahogándose en un mar de adversidades que se traslucían en su andar, en su mirada. Se dejó caer en el sillón con los hombros caídos; más que sentarse fue como si se derrumbara sobre el asiento. No estrechó la mano de Nash porque probablemente ni siquiera la vio. Quizá la figura toda del detective le pareciese un fantasma. Se hundió en la silla y se pasó una mano por la frente humedecida por motivos ajenos a la temperatura ambiental. —No quiero que mi caso aparezca en los diarios —dijo. Nash esbozó una sonrisa. —No aparecerá, a menos que haya matado a alguien. —¡No, por Dios! ¡Eso no! —La sugestión le hizo ponerse en pie de un salto, y con su cuerpo también se elevó el tono de su voz. Luego, más lentamente, volvió a tomar asiento—. No es eso, nada de eso. Se trata de... Mi nombre es Gregg Hodgkins. Se trata de mi esposa... Nash asintió. —Naturalmente. Hodgkins iba bien vestido, aunque algo descuidado. Entre sus manos estrujaba un costoso sombrero de paja y de vez en cuando contemplaba con pena su arrugada corbata. Su aspecto no era el de un hombre vulgar. —¿Qué le ocurre a su esposa? —preguntó amablemente Nash—. ¿No quiere que trabaje en la Ridge? Hodgkins dio un respingo. —¿Cómo sabe eso? Nash le indicó con un gesto el distintivo con las iniciales ACT que lucía en la solapa. —Reconocí esas iniciales. Sé que el American Chemical Trust está encargado de las investigaciones en la planta nuclear, y también sé que no todos los empleados pueden usar uno de esos distintivos. Usted debe ser algún científico de la planta. En fin, ¿cuál es el problema? ¿Quizá se opone su esposa a que trabaje allí? —¡Oh..., si! —Hodgkins se acarició distraídamente el distintivo—. ¡Tonto de mi! ¡No haber comprendido que con esto sobran las explicaciones! En realidad no se trata de mi trabajo. Mi esposa... Señor Nash, ¡tiene que encontrarla! —¿Acaso se ha perdido? —Se ha ido. —Ya. ¿Y cuándo se fue? —Hace poco menos de... Unas tres semanas. —¿Por qué? El nerviosismo de Hodgkins iba en aumento. —Es una historia bastante larga.

See more

The list of books you might like

Most books are stored in the elastic cloud where traffic is expensive. For this reason, we have a limit on daily download.