1 LO BELLO Y LO TRISTE – YASUNARI KAWABATA EMECÉ EDITORES, S.A. Colección Grandes Novelistas Título original: Utzukushisa to Kanashimi to Traducción de Nélida M. de Machain Diseño de Portada: Eduardo Ruiz Impreso en Argentina, Julio 2002 CAMPANAS DEL TEMPLO Eran seis las butacas giratorias que se alineaban sobre el lado opuesto del vagón panorámico de aquel expreso a Kyoto. Oki Toshio observó que la del extremo giraba en silencio con el movimiento del tren. No podía quitar los ojos de ella. Las butacas de su lado no eran giratorias. Estaba solo en el vagón panorámico. Hundido en su asiento observaba los movimientos de la butaca del extremo. No giraba siempre en la misma dirección ni con la misma velocidad: a veces se movía con más rapidez, otras con más lentitud y hasta se detenía y comenzaba a girar en dirección contraria. Al contemplar aquel sillón giratorio que se movía ante sus ojos en un vagón desierto, Oki se sintió solitario. Los recuerdos comenzaron a aflorar en su memoria. Era el día 29 de diciembre. Viajaba a Kyoto con la intención de escuchar las campanas que señalaban el comienzo del nuevo año. ¿Cuántos años hacía que escuchaba el tañido de aquellas campanas por radio? ¿Cuánto hacía que se habían iniciado esas transmisiones? Probablemente las había escuchado todos los años desde que comenzaran y también había escuchado los comentarios de los diversos locutores que anunciaban el sonido de famosas campanas de los templos más antiguos del país. Durante la transmisión, un año expiraba para dejar paso a otro, de modo que los comentarios tendían a ser floridos y sentimentales. El sonido profundo de una enorme campana de templo budista resonaba con largos intervalos y la prolongada reverberación traía a la conciencia el Japón de antaño y el 2 tiempo transcurrido. Primero eran las campanas de los templos del Norte, luego las de Kyushu; pero todas las vísperas de Año Nuevo concluían con las campanas de Kyoto. Eran tantos los templos de Kyoto, que a veces la radio transmitía los sones entremezclados de cientos de campanas diferentes. A medianoche, su esposa y su hija estaban todavía en pleno trajín, preparando manjares en la cocina, ordenando la casa o, quizá, disponiendo sus quimonos y arreglando las flores. Oki se sentaba en el comedor y escuchaba radio. Cuando sonaban las campanas hacía un repaso del año que concluía. Aquélla le había parecido siempre una experiencia estremecedora. Algunos años la emoción era violenta y dolorosa. A veces se sentía abrumado por la pesadumbre y los remordimientos. Aunque el sentimentalismo de los locutores lo repelía, el tañido de las campanas despertaba un eco en su corazón. Desde hacía mucho tiempo se sentía tentado por la idea de pasar Año Nuevo en Kyoto, para escuchar de cerca el sonido de las campanas de los templos. La idea había vuelto a cobrar cuerpo ese fin de año y, en un impulso, había decidido viajar a Kyoto. También lo había impulsado un acuciante deseo de volver a ver a Ueno Otoko después de tantos años y de escuchar las campanas en su compañía. Otoko no le había escrito desde que se había establecido en Kyoto; pero vivía en esa ciudad y se había abierto camino como pintora. Sus trabajos se ajustaban a la tradición japonesa clásica. No se había casado. Puesto que el viaje había obedecido a un impulso y le disgustaba efectuar reservas, Oki se había limitado a dirigirse a la estación de Yokohama y a instalarse en el vagón panorámico del expreso a Kyoto. Era muy probable que el tren estuviera completo, pero conocía al camarero y sabía que éste le conseguiría un asiento. El expreso a Kyoto le pareció el medio más indicado, porque partía de Tokyo y de Yokohama a primera hora de la tarde y llegaba a Kyoto al anochecer. A la vuelta partía de Kyoto en las primeras horas de la tarde. Siempre viajaba a Kyoto en aquel tren. La mayoría de las azafatas de los vagones de primera lo conocían de vista. Le sorprendió encontrar el vagón desierto. Quizá nunca viajara mucha gente los 29 de diciembre. Quizás el pasaje fuera más numeroso el 31. Mientras contemplaba aquella butaca del extremo que giraba, Oki comenzó a pensar en el destino. En ese instante llegó el camarero con el té. –¿Estoy completamente solo? –preguntó Oki. 3 –Hoy sólo viajan cinco o seis pasajeros, señor. –¿Estará completo el primero de año? –No, señor. Por lo general no lo está. ¿Usted regresa ese día? –Me temo que sí. –Yo no estaré de servicio, pero me encargaré de que le solucionen cualquier problema. –Gracias. Cuando el camarero hubo partido, Oki paseó la mirada por el vagón y vio un par de valijas de cuero blanco al pie de la última butaca. Eran cuadradas, de línea fina y moderna. La blancura del cuero era interrumpida por unas pálidas manchas parduscas. No era material japonés. Además, había un gran bolso de piel de leopardo sobre el asiento. Los dueños de aquel equipaje debían de ser norteamericanos. Probablemente estaban en el coche–comedor. Los bosques desfilaban junto a la ventanilla, desdibujados por una espesa bruma que sugería tibieza. Muy arriba de la bruma, las blancas nubes estaban bañadas en una luz trémula, que parecía ser irradiada por la tierra. Pero a medida que el tren avanzaba, el cielo se despejó en totalidad. Los rayos de Sol penetraban oblicuamente por las ventanillas e iluminaban todo el vagón. Al pasar junto a una montaña cubierta de pinares, Oki pudo distinguir la pinocha con que estaba alfombrado el suelo. Un macizo de bambú exhibía sus hojas amarillentas. Del lado del mar, olas centelleantes se derramaban sobre la playa, contra el fondo negro de un saliente rocoso. Dos parejas de norteamericanos, de edad madura, regresaron del coche–comedor y no bien distinguieron el monte Fuji, luego de pasar Numazu, se instalaron junto a las ventanillas y se dedicaron activamente a tomar fotografías. Cuando el Fuji quedó por completo a la vista, hasta las plantaciones de su base, los norteamericanos se habían cansado de fotografiar y le volvieron la espalda. El día invernal llegaba a su fin. Oki siguió con los ojos la oscura línea argentada de un río y luego volvió a contemplar la puesta de Sol. Durante un largo rato, los últimos rayos, fríos y brillantes, brotaron de una grieta en forma de arco que se abría en las oscuras nubes y luego desaparecieron. Las luces se habían encendido en el vagón y, de repente, todas las butacas giratorias comenzaron a moverse. Pero sólo la del extremo continuó girando. 4 Al llegar a Kyoto, Oki fue directamente al Miyako Hotel. Solicitó una habitación tranquila, con la esperanza de que Otoko lo visitara. El ascensor pareció haber subido seis o siete pisos; pero como el hotel estaba construido en gradas sobre la empinada ladera de las Colinas Orientales, el largo corredor que Oki recorrió lo condujo a un ala de planta baja. Las habitaciones a lo largo del corredor estaban tan silenciosas que parecían no albergar otros huéspedes. Poco después de las diez de la noche comenzó a oír a su alrededor voces que hablaban animadamente en idioma extranjero. Oki preguntó al botones del piso la razón de aquel repentino alboroto. Le informaron que en las habitaciones vecinas se alojaban dos familias y que entre las dos sumaban doce niños. Los niños no sólo se gritaban entre sí en sus habitaciones sino que correteaban por el pasillo. ¿Por qué lo habían alojado en medio de aquellos huéspedes tan ruidosos si el hotel parecía casi vacío? Oki reprimió su fastidio, pensando que los niños no tardarían en dormirse. Pero el ruido continuó; sin duda los niños se desahogaban después del viaje. Lo que más lo irritaba eran los correteos por el pasillo. Por fin abandonó la cama. La charla en idioma extranjero lo hacía sentirse más solitario. La butaca que giraba en el vagón panorámico volvió a su memoria. Era como si viera su propia soledad, que giraba y giraba dentro de su corazón. Oki había llegado a Kyoto para escuchar las campanas de Año Nuevo y para ver a Ueno Otoko, pero se preguntó una vez más cuál sería la verdadera razón. Por supuesto, no estaba seguro de poder verla. Y, sin embargo, ¿no eran las campanas un simple pretexto? ¿No hacía mucho tiempo que anhelaba la oportunidad de verla? Había viajado a Kyoto con la esperanza de escuchar las campanas del templo junto a Otoko. Le había parecido que no era una esperanza tan loca. Pero entre ellos se abría un abismo de muchos años. Si bien ella seguía soltera, era muy posible que se negara a ver a un antiguo amante, que se negara a aceptar su invitación. –No, ella no es así –murmuró Oki. Pero no sabía qué cambios podían haberse operado en Otoko. En apariencia, ella vivía en una vivienda situada dentro del predio de cierto templo y compartía sus habitaciones con una joven discípula. Oki había visto las fotografías en una revista de arte. No se trataba de una cabaña; era una casa amplia, con una gran sala de estar, que Otoko utilizaba como estudio. Hasta había un hermoso jardín antiguo. La fotografía mostraba a Otoko pincel en mano, inclinada sobre un cuadro. La línea de su perfil era inconfundible. Su figura era tan 5 esbelta como siempre. Aun antes de que revivieran los viejos recuerdos, Oki sintió una punzada de remordimiento por haberla privado de la posibilidad de casarse y de ser madre. Era obvio que nadie podía sentir lo que sentía él al contemplar esa fotografía. Para la gente que la viera en aquella revista, esa fotografía no pasaría de ser el retrato de una pintora que se había establecido en Kyoto y que se había convertido en una típica belleza de esa ciudad. Oki había pensado en telefonearle al día siguiente o esa misma noche. También había pensado en pasar por su casa. Pero por la mañana, cuando los niños vecinos lo despertaron con sus gritos, comenzó a experimentar dudas y decidió enviarle una nota. Sentado ante la mesa–escritorio contempló perplejo la hoja de papel con membrete del hotel y llegó a la conclusión de que no era necesario verla, de que bastaría con escuchar las campanas solo y luego regresar. Los niños lo habían despertado temprano, pero cuando las dos familias extranjeras partieron, se volvió a dormir. Eran casi las once cuando despertó. Mientras hacía lentamente el nudo de su corbata recordó la voz de Otoko: "Deja... Yo te haré el nudo...". En ese entonces ella tenía quince años y aquéllas habían sido sus primeras palabras después de haber perdido la virginidad en sus brazos. Oki, por su parte, no había hablado. No sabía qué decir. La había abrazado con ternura, había acariciado su pelo, pero no había logrado pronunciar palabra. Luego se había desprendido de sus brazos y había comenzado a vestirse. Se había incorporado, se había puesto la camisa y había comenzado a anudarse la corbata. Ella había clavado en su rostro los ojos húmedos y brillantes, pero no llorosos. Él evitaba aquellos ojos. Hasta cuando la besaba, antes de que todo sucediera, Otoko había mantenido los ojos muy abiertos, hasta que él se los cerró con sus besos. Su voz tenía una dulce nota infantil cuando le pidió que la dejara anudarle la corbata. Oki sintió una oleada de alivio. Lo que le decía era completamente inesperado. Quizás estuviera procurando escapar de sí misma; quizá no fuera una manera de demostrarle que no lo culpaba; sin embargo, manipulaba la corbata con ternura, a pesar de las dificultades que parecía oponerle el nudo. –¿Sabes hacerlo? –había preguntado Oki. –Creo que sí. Solía observar a mi padre. El padre había muerto cuando Otoko tenía once años. 6 Oki se había ubicado en un sillón y había sentado a Otoko sobre sus rodillas mientras mantenía la barbilla en alto para facilitarle la tarea. Ella se inclinó ligeramente sobre él mientras hizo y deshizo el nudo varias veces. Luego se deslizó de sus rodillas y deslizó los dedos por el hombro derecho de Oki, sin dejar de contemplar la corbata. –Listo, chiquito. ¿Qué te parece? Oki se había puesto de pie y se había encaminado al espejo. El nudo era perfecto. Se restregó el rostro con la palma de la mano. El sudor había dejado una leve película oleosa sobre él. Apenas si podía mirarse luego de haber violado a una muchacha tan joven. Por el espejo vio el rostro de Otoko que se aproximaba al suyo. Deslumbrado por su belleza fresca y punzante, se volvió hacia ella. Ella rozó su hombro, sepultó el rostro en su pecho y dijo: –Te amo. También era extraño que una muchacha de quince años llamara "chiquito" a un hombre que le doblaba la edad. Eso había ocurrido veinticuatro años atrás. Ahora él tenía cincuenta. Otoko debía de tener treinta y nueve. Después de tomar un baño, Oki encendió la radio y se enteró de que en Kyoto había helado, ligeramente. El pronóstico anunciaba que las temperaturas invernales serían moderadas durante aquellos días de fiesta. Oki desayunó en su habitación con café y tostadas, y adoptó las providencias necesarias para alquilar un automóvil. Incapaz de tomar una decisión con respecto al llamado o la visita a Otoko, ordenó al conductor que lo llevara al monte Arashi. Desde la ventanilla del auto vio que las sierras del norte y del oeste, bajas y suavemente redondeadas, ostentaban el gélido tono parduzco del invierno de Kyoto, a pesar de que algunas de ellas estaban bañadas por una pálida luz solar. Era un cuadro de atardecer. Oki descendió del auto al llegar al puente Togetsu, pero en lugar de cruzarlo, recorrió la avenida costanera en dirección al parque Kameyama. A fin de año, hasta el monte Arashi, tan poblado de turistas desde la primavera hasta el otoño, se había convertido en un paisaje desierto. La vieja montaña se levantaba ante él en medio del más completo silencio. La profunda hoya que formaba el río al pie de la ladera era de un verde límpido. A la distancia se oían los ruidos de los troncos, que eran descargados de las balsas alineadas a la orilla del río y cargados en camiones. La ladera que descendía hasta el río debía de ser la 7 celebrada vista del monte, supuso Oki; pero ahora estaba en sombras, con excepción de una franja de luz solar sobre el flanco más distante. Oki tenía la intención de almorzar solo y tranquilo cerca del monte Arashi. En ocasiones anteriores había concurrido a dos restaurantes de la zona. Uno de ellos estaba cerca del puente, pero ahora sus puertas estaban cerradas. Era muy poco probable que la gente llegara a aquella solitaria montaña a fin de año. Oki caminó lentamente junto al río y se preguntó si el pequeño restaurante rústico situado aguas arriba también estaría cerrado. Siempre quedaba la posibilidad de regresar a la ciudad para almorzar. Cuando ascendía los gastados peldaños de piedra que conducían al restaurante, una niña le anunció que todos se habían marchado a Kyoto. ¿Cuántos años hacía que había comido allí brotes de bambú en caldo de bonito, en la época en que el bambú tiene brotes tiernos? Descendió nuevamente a la calle y allí advirtió la presencia de una anciana que barría las hojas de un tramo de chatos peldaños de piedra que conducían a un restaurante vecino. Le preguntó si estaba abierto y ella respondió que creía que sí. Oki se detuvo junto a la mujer por unos instantes y comentó lo tranquila que estaba la zona. –Sí, uno puede oír lo que habla la gente del otro lado del río –dijo ella. El restaurante, oculto entre la arboleda, tenía un viejo techo de paja de gran espesor y aspecto húmedo y un oscuro portal. Un macizo de bambú se apretujaba contra el frente. Los troncos de cuatro o cinco espléndidos pinos rojos asomaban sobre la techumbre de paja. Condujeron a Oki a un salón privado; pero, aparentemente, él era el único comensal. Muy cerca de los ventanales se veían arbustos de rojas bayas de acki. Una azalea florecía solitaria, fuera de temporada. Los arbustos de acki, el bambú y los pinos rojos atajaban la vista, pero a través de las hojas, Oki alcanzaba a divisar una profunda hoya verde jade en el río. Todo el monte Arashi estaba tan tranquilo como aquella hoya. Oki se sentó ante la kotatsu y apoyó ambos codos sobre la baja mesa acolchada, bajo la cual se percibía la tibieza de un brasero alimentado con carbón de leña. Hasta sus oídos llegaron los trinos de un pájaro. El sonido de los troncos cargados en los camiones resonaba en todo el valle. Desde algún lugar situado allende las Colinas Occidentales llegó el silbato quejoso y prolongado de un tren que entraba o salía de un túnel. 8 Oki no pudo menos que pensar en el débil llanto de un recién nacido... A los dieciséis años, en el séptimo mes de embarazo, Otoko había dado a luz. Era una niña. Nada pudo hacerse para salvarla y Otoko no llegó a verla. Cuando la pequeña murió, el médico aconsejó no comunicar en seguida la noticia a la madre. –Señor Oki, quiero que usted se lo diga –había dicho la madre de Otoko–. Yo me voy a echar a llorar. Pobre criatura; pensar que tiene que pasar por todo esto a su edad. En esos días, la madre de Otoko había reprimido su enojo y su resentimiento. Su hija era todo lo que tenía y cuando supo que la muchacha estaba encinta ya no se animó a vilipendiar a Oki por ser un hombre casado y con un hijo. Le faltó coraje, a pesar de que hasta ese entonces se había mostrado más decidida aún que Otoko. Tenía que apoyarse en Oki para lograr que la criatura naciera en secreto y luego recibiera ayuda económica. Por otra parte, Otoko, nerviosa y tensa por el embarazo, había amenazado quitarse la vida si su madre criticaba a Oki. Cuando Oki se sentó junto a la cama de Otoko, ésta lo miró con esos ojos serenos, agotados, de la mujer que acaba de pasar por un parto. Pero las lágrimas no tardaron en acumularse en las comisuras de esos ojos. Oki comprendió que ella había adivinado. Las lágrimas fluían sin control. El secó con rápido gesto las que corrían hacia el oído. Otoko tomó su mano y, por primera vez, rompió en sollozos. Lloraba y sollozaba como si se hubiera quebrado un dique. –Murió, ¿verdad? El bebé ha muerto. ¡Ha muerto! Se retorcía de angustia y Oki la abrazó y la apretó contra la cama. Al hacerlo sintió el contacto de uno de sus pequeños y juveniles pechos – pequeños, pero turgentes de leche– contra su brazo. La madre de Otoko entró. Quizás hubiera estado aguardando junto a la puerta. Oki no aflojó su abrazo. –No puedo respirar. Suéltame –dijo la muchacha. –¿Te quedarás quieta? ¿No volverás a moverte? –Me quedaré quieta. Oki la dejó en libertad y los hombros de Otoko se agitaron. Nuevos torrentes de lágrimas comenzaron a filtrarse a través de los párpados cerrados. –¿La vas a cremar, madre? No hubo respuesta. –¿A una criaturita tan pequeña? 9 La madre seguía sin responder. –¿Dices que yo tenía el pelo renegrido cuando nací? –Sí, renegrido. –¿Cómo era el de mi bebé? ¿No me puedes guardar un mechoncito, madre? –No sé, Otoko –murmuró la madre y, tras una vacilación, dijo abruptamente–: ¡Tendrás otro! Luego se volvió con el ceño fruncido, como si hubiera deseado tragarse sus propias palabras. ¿Acaso la madre de Otoko, y hasta el propio Oki, no habían deseado en secreto que la criatura no llegara a ver la luz del día? Otoko había sido internada en una clínica sórdida y pequeña de las afueras de Tokyo. Oki sintió un súbito y agudo dolor al pensar que la vida de la criatura podía haberse salvado de estar bien atendida en un buen hospital. El solo la había llevado a la clínica; la madre no se había sentido con fuerzas para acompañarlos. El médico era un hombre maduro, de rostro congestionado por el alcohol. La joven enfermera dirigió una mirada acusadora a Oki. Otoko llevaba un quimono, de corte infantil aún, y una capa de seda azul oscuro. La imagen de un bebé prematuro con pelo renegrido se presentó ante los ojos de Oki allí, en el monte Arashi, veinte años después. Reverberó en el bosque invernal y en las profundidades de la verde hoya. Golpeó las manos para llamar al camarero. Era evidente que no aguardaban comensales y le llevaría largo tiempo preparar la comida. Una muchacha le trajo té y permaneció junto a él charlando y charlando como si quisiera mantenerlo entretenido. Una de las historias que le narró se refería a un hombre hechizado por un tejón. Lo habían encontrado chapoteando en el río al amanecer y pidiendo socorro. Avanzaba a los tropezones en las zonas de poca profundidad, bajo el puente Togetsu, un lugar en el que cualquiera puede salir del agua por sus propios medios. Según parecía, después que lo rescataron y volvió en sí, relató que había estado errando toda la noche por la montaña, como un sonámbulo... Después de eso sólo recordaba el río. Por fin, la cocina tuvo listo el primer plato: rodajas de carpa plateada fresca. Oki la acompañó con un poco de sake. Al partir, volvió a contemplar el pesado techo de paja. El decadente encanto de su musgo lo atraía, pero la dueña del restaurante le explicó 10
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