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Libro Del gesto a la palabra: La etologia de la comunicacion en los seres vivos PDF

152 Pages·2018·1.759 MB·Spanish
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Boris Cyrulnik Del gesto a la palabra La etología de la comunicación en los seres vivos Del gesto a la palabra La etología de la comunicación en los seres vivos Boris Cyrulnik Titulo del original en francés: La naissance du sens © Hachette Littératures, 1995 Traducción: Marta Pino Moreno Diseño de cubierta: Alma Larroca Primera edición: junio de 2004 Derechos reservados para todas las ediciones en castellano © Editorial Gedisa, S.A. Paseo Bonanova, 9 ls-la 08022 Barcelona, España Tel. 93 253 09 04 Fax 93 253 09 05 Correo electrónico: [email protected] http: / / www. gedisa. com ISBN: 84-9784-043-7 Depósito legal: B. 27888-2004 Impreso por: Romanyá/Valls Verdaguer, 1 - 08786 Capellades (Barcelona) Impreso en España Printed in Spain ✓ Indice INTRODUCCIÓN de Dominique Lecourt.................... 9 1. Del animal al hombre................................................ 23 Un mundo de perro ...................................................... 25 El período sensible ........................................................ 29 La bella y las bestias...................................................... 38 2. Señalar con el dedo.................................................... 47 La primera palabra........................................................ 49 Autistas y «niños bajo llave»........................................ 54 La ontogénesis del vaso ................................................ 61 3. Los objetos de apego.................................................. 67 La función «oso de peluche» ........................................ 69 El olor del otro................................................................ 75 La primera sonrisa ........................................................ 81 4. La libertad por medio de la palabra ...................... 87 Lo innato adquirido ...................................................... 89 Un tabú: los incestos «amorosos»................................ 98 La aventura humana del habla .................................... 104 DEBATE entre Dominique Lecourt y Boris Cyrulnik ... 113 BIBLIOGRAFÍA................................................................ 155 Introducción Durante una larga etapa, el hombre se dedicó a huma­ nizar al animal con el fin de aliviar su pensamiento de los tormentos más agudos y hallar un vínculo común en una veneración compartida. Los paleontólogos han mostrado que los hombres prehistóricos, ya desde el paleolítico su­ perior, intentaban forjarse «cierta imagen del orden uni­ versal» (André Leroi-Gourhan) dibujando en las paredes de las cavernas figuras simbólicas, inspiradas esencial­ mente en los animales: bisontes y caballos, felinos y rino­ cerontes... Las discrepancias de interpretación que divi­ dieron, durante décadas, a los etnólogos en lo tocante a la significación y la realidad que cabe atribuir al «totemis­ mo» han presentado el reino animal como una reserva inagotable de signos, gracias a los cuales el «pensamiento salvaje» introduce sus categorizaciones sociales. Las gran­ des mitologías están pobladas de animales reales o imagi­ narios, desde el Minotauro cretense a la serpiente emplu­ mada del México precolombino; sus cuerpos aparecen modelados, deformados hasta la desfiguración, por los mortales que les han asignado un papel desproporciona- do con respecto a sus temores viscerales y deseos incon­ trolables. El pensamiento griego, con la notable excepción de Epicuro (341-270 a.C.), al tomar el camino de la filosofía convirtió este culto en puro desdén o en simple condes­ cendencia. Cuando Platón (428-348 a.C.) aborda el tema de los animales en el Timeo, da a entender que se trata de seres humanos degenerados: «La especie de los pájaros proviene, a partir de una ligera metamorfosis (el plumaje que los recubre, en sustitución del vello), de esos hombres sin malicia, pero simples, que sienten curiosidad por las cosas superiores pero imaginan que sus manifestaciones más sólidas se obtienen por medio de la vista». Se com­ prende que no se interesase por la clasificación zoológica un pensador que se entregaba así al delirio de la metáfora. Aristóteles, que fue su discípulo, rehuyó tal plantea­ miento y con razón pasa por ser el fundador de la «histo­ ria natural». Sus observaciones sobre los animales, desde las abejas a los tiburones, abarcan más de quinientas espe­ cies diferentes, entre las cuales se cuentan ciento veinte es­ pecies de peces y sesenta de insectos. Todas ellas reflejan un interés extremo por la precisión. Pero no debe perderse de vista el propósito de este inmenso estudio, que no bus­ ca en modo alguno la pura descripción. Aristóteles cree aportar la prueba de que existe una «intención», un «de­ signio», en la estructura de los seres vivos. Dicha inten­ ción no refleja el acto de un creador, sino la existencia de una escala única del ser que, en una sucesión de grados de perfección creciente, «asciende» de los objetos inani­ mados a las plantas, luego a los animales y, por último, a los hombres. El hombre aparece en la escala como un ani­ mal, pero se trata de un «animal racional». Si bien el «alma nutritiva» existe tanto en las plantas como en los anima­ les, si bien todos los animales disponen de un «alma sensi­ ble» que les permite percibir sensaciones y sentir placer y dolor, sólo el hombre dispone de intelecto. El pensamiento occidental tardará siglos en liberarse del antropocentrismo implícito en tal concepción, que pa­ ralelamente se vio reforzado en el pensamiento cristiano, con la referencia al texto del Génesis donde se dice que Dios, al crear al hombre a su imagen y semejanza, lo desti­ nó para «reinar sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo, sobre el ganado, sobre toda la tierra, y sobre todos los reptiles que se arrastran por el suelo». La sucesión de los actos creadores instaura una discontinuidad entre el hombre y el animal. Mientras el hombre, mediante su «al­ ma intelectiva» (santo Tomás) inmaterial e inmortal, parti­ cipa sólo de la naturaleza divina, el animal sufre una suerte de descrédito ontológico radical. Sin embargo, el hombre continúa siendo irremediablemente animal. Y la anima­ lidad atormentará a la humanidad durante un largo pe­ ríodo, como una amenaza íntima. Michel Foucault (1926- 1984) ha puesto de manifiesto la presencia persistente de este fantasma en el apogeo de la edad clásica, cuando se define la «razón» occidental. «La locura -escribe, citando a Jean-Étienne Esquirol (1772-1840)- toma su rostro de la máscara de la bestia.» Esta obsesión tiene su origen «en los viejos temores que, desde la Antigüedad, sobre todo desde la Edad Media, han conferido al mundo animal ese carácter extraño y a la vez familiar, esas maravillas amenazadoras, y toda su carga de desasosiego». Sin em­ bargo, a partir de entonces el animal que hay en el hombre ya no remite al más allá misterioso, sino que «es» su locu­ ra, en el estado de la naturaleza. Lautréamont (1846-1870), al igual que Immanuel Kant (1724-1804), refleja todavía la fuerza de esta convicción occidental, de origen cristiano: el animal pertenece a la antinaturaleza, a una negatividad que pone en peligro, por su bestialidad, el orden y la su­ puesta sabiduría de la naturaleza, comenzando por la del hombre. Sin embargo, tal modo de pensamiento concordaba en el pensamiento antiguo con el geocentrismo al que Clau­ dio Tolomeo confirió una dimensión matemática en el si­ glo II de nuestra era. Tal principio, retomado por los teólo­ gos, significaba que la finalidad de la naturaleza, por voluntad del Creador, situaba al hombre en el cénit de la creación, al igual que la Tierra inmóvil se había situado en el centro de los orbes celestes que componían el cosmos. Así pues, resulta asombroso que la conmoción derivada del ocaso del geocentrismo a comienzos del siglo xvn no condujese, en el pensamiento filosófico, al desplazamien­ to del hombre de la posición preeminente que se había arrogado en el marco de lo que no tardará en llamarse «economía natural». Las circunstancias propiciaron, por el contrario, que los animales fueran denigrados con la apa­ rición de la física moderna. Dado que parecía necesario identificar la materia con la extensión para despojar al movimiento de toda finalidad interna misteriosa, y apli­ carle las matemáticas desde la perspectiva de la nueva «geometría analítica», era preciso que la distinción entre sustancia pensante y sustancia extensa fuese clara y tajan­ te; tal distinción, inserta en el marco de una versión reno­ vada de la creación, conducía inevitablemente a la refuta­ ción del concepto de pensamiento animal. Así pues, resul­ ta coherente que René Descartes (1596-1650) tratase a los animales como máquinas. En una célebre carta a Newcastle fechada el 23 de no­ viembre de 1646, el filósofo aborda la cuestión sin rodeos. Después de explicar que «las palabras u otros signos he­ chos a propósito» son las únicas «acciones exteriores» que reflejan la existencia en nuestro cuerpo de un «alma que tie­ ne pensamientos», muestra que este criterio excluye el «habla» de los loros, pero también los «signos» de la coto­ rra que dice buenos días a su dueña: «Este movimiento se­ rá resultado de la esperanza que tiene de comer, si siempre se la ha acostumbrado a darle una golosina cada vez que saluda». Lo mismo puede decirse de todas las cosas que se consigue enseñar «a los perros, caballos y monos». De he­ cho, concluye René Descartes, «nunca se ha encontrado ningún animal tan perfecto que sepa utilizar signos para dar a entender a otros animales algo que no guarde rela­ ción con sus pasiones». A quienes le objetan que «los ani­ males hacen muchas cosas mejor que nosotros», Descartes replica: «Eso mismo sirve para probar que los animales ac­ túan de forma natural y por mecanismos nerviosos, al igual que un reloj marca la hora con mayor exactitud que nuestro entendimiento». Golondrinas, abejas, monos, pe­ rros y gatos representan, por tanto, una suerte de relojes vi­ vientes... En este punto, René Descartes se remite expresamente a Michel de Montaigne (1533-1592) y a numerosos frag­ mentos de los Ensayos, procedentes en concreto de la «Apología de Raimundo Sabunde», que denuncian la arro­ gancia antropocéntrica. «La presunción -escribe Michel de Montaigne, en tono moralista- es nuestra enfermedad natural y original. El hombre es la criatura más calamitosa y débil, y también la más orgullosa.» ¿Qué motivo hay pa­ ra considerar que los animales no tienen pensamiento? ¿Quién nos autoriza a afirmar que la falta de comunica­ ción que constatamos entre ellos y nosotros sea imputable a un defecto suyo? Nosotros «no comprendemos a los vas­ cos ni a los trogloditas», no llegamos a las mismas conclu­ siones; por tanto, no entendemos cómo se comunican o no entre sí los animales. Michel de Montaigne cita el gran poema de Lucrecio (98-55 a.C.): «Los rebaños sin habla y los animales salvajes con gritos diversos expresan el mie­ do, el dolor o el placer que sienten». A continuación cita una serie de ejemplos destinados a demostrar la existencia de idiomas diversos en los anima­ les, distintos según las especies, y de sentimientos seme­ jantes a los nuestros, que se expresan con gestos adecua­ dos. «De efectos semejantes debemos concluir facultades parejas. Y confesar, por consiguiente, que el mismo dis­ curso, la misma voz que empleamos para actuar, es tam­ bién la de los animales.» A pesar de las ideas de Montaigne, Epicuro y Lucrecio, el antropocentrismo persistirá a lo largo del siglo xvm, lo cual no se puede imputar únicamente al pensamiento je­ rárquico de los naturalistas, desde Cari von Linneo (1707- 1778) y Georges Buffon (1707-1788) hasta Étienne Geof- froy Saint-Hilaire (1772-1844) y Jean-Baptiste de Lamarck (1744-1829), sino que refleja una «presunción» relacionada con la imagen que el hombre tiende a formarse de su pro­ pio pensamiento, con la ilusión de que cultiva y ejerce un dominio sobre dicho pensamiento y sobre el mundo.

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