En el año 2015 se conmemora el 70.º aniversario del final de la segunda guerra mundial, la guerra total de la que todos conocemos los grandes hitos: los turbios inicios del nazismo, la invasión de Polonia, la derrota de Francia, el bombardeo de Pearl Harbor, el Afrika Korps, el holocausto judío, la batalla de Stalingrado, el desembarco de Normandía, la batalla final en Berlín, Hiroshima, Nagasaki… Pero además de todos estos hechos, el lector encontrará en esta obra historias que los libros no acostumbran a tratar, historias de personas: la de los excéntricos que descifraron el código Enigma; la bailarina judía que hizo striptease ante la cámara de gas; el submarinista alemán que hundió su nave al tirar de la cadena en el retrete; el aviador que ayudó a su enemigo herido a encontrar el camino de la base; la posible homosexualidad de Hitler; las astucias de Stalin; las cuatro amantes diarias de Mussolini; las vacilaciones de Franco; Himmler y sus SS buscando el Grial en España; los españoles en el sitio de Leningrado; las orgías en el bunker del Führer; el japonés que sobrevivió a las dos bombas atómicas… o las inverosímiles peripecias del gato del acorazado Bismarck. Juan Eslava Galán La Segunda Guerra Mundial contada para escépticos ePub r1.0 Titivillus 15.05.15 Título original: La segunda guerra mundial contada para escépticos Juan Eslava Galán, 2015 Editor digital: Titivillus ePub base r1.2 A la memoria de Mario Triviño Introito Contemple el lector estas dos fotos de Joseph Goebbels, ministro de Propaganda de Hitler. En la primera vemos la sonrisa seductora de un tipo que quiere agradar; en la segunda, tomada solo unos instantes después, una expresión de odio concentrado. El encuentro de Goebbels con el fotógrafo judío Alfred Eisenstaedt. Génova, 1933. ¿Qué ha ocurrido entre esas dos fotos? Antes de desvelarlo, permítanme un breve inciso. Cuando me propuse contar con sencillez la segunda guerra mundial, empecé por lo que yo creía el principio, cuando en la madrugada del primero de septiembre de 1939 los alemanes invaden Polonia. Seguí en ese tono, trabajando como una hormiguita, nulla dies sine linea, pero a medida que avanzaba crecía en mí la mortificante sospecha de que algo esencial se escapaba de mi relato. Cuando ya iba por el desembarco de Normandía, con los paracaidistas americanos descendiendo del cielo como copos de nieve, caí en la cuenta del motivo de mi zozobra: que probablemente el lector hubiera preferido que empezara no por los tiros sino por la causa de los tiros, los antecedentes de la guerra, sus causas próximas, que, a su vez, como suele ocurrir en todos los conflictos humanos, se apoyan y son consecuencia de causas remotas. Por eso he vuelto sobre mis pasos hasta el principio del libro y he pensado: empezaré por las fotos de Goebbels en el jardín del hotel Carlton de Génova, año 1933. Aquel año, Goebbels asistió a una reunión de la Liga de Naciones en Génova. Satisfecho de su propia importancia, posó en el jardín del hotel con su mejor sonrisa para el fotógrafo de la revista Life Alfred Eisenstaedt. De pronto, uno de los periodistas de su séquito le pasó un folio con la nota: «Este fotógrafo es judío». En la siguiente foto, Eisenstaedt captó la mirada de odio concentrado de Goebbels, las manos engrifadas sobre los brazos del sillón, como a punto de saltarle a la yugular. —Oiga, ¿y no se asustó? —Me miró con sus ojos de odio, esperando que retrocediera —explica Eisenstaedt—. Pero no retrocedí. Cuando tengo una cámara en las manos, no conozco el miedo. CAPÍTULO 1 Las potencias industriales y la desordenada codicia de bienes ajenos Hace ciento cincuenta años, antes de ayer como quien dice, Alemania no existía. Aquello era un mosaico de treinta y ocho diminutos Estados (principados, condados, reinecillos y repúblicas) que hasta 1806 habían formado parte del Sacro Imperio Romano Germánico. Los habitantes de este territorio se expresaban en una lengua común, el alemán, pero el sentimiento de pertenencia a una colectividad era tenue. Cada Estado mantenía sus fronteras, sus visados, sus puestos aduaneros, su ejército, su policía, sus leyes, su moneda, su servicio de correos y sus suspicacias vecinales. Andando el siglo, los alemanes empezaron a mirarse en el espejo de la vecina Francia: un país moderno, con grandes ciudades, centralizado, unido, jacobino, en el que las instituciones del Estado funcionaban estupendamente. Si los franceses, tan frívolos como son, tienen un Estado fuerte y organizado, ¿cómo es que nosotros andamos tan desavenidos? ¿No es el idioma el alma de los pueblos? ¿Por qué, si hablamos el mismo idioma, no somos alemanes en lugar de ser prusianos, hannoverianos, bávaros y toda la ristra de insignificantes nacionalidades? Unámonos y creemos una gran nación. ¿Quién los iba a unir? Naturalmente, el Estado más fuerte: el reino de Prusia. La afición nacional del prusiano era la milicia. Eso lo llevaban en la sangre. Lo que había comenzado como un ejército al servicio del Estado había terminado en el Estado al servicio del ejército. La solvencia militar de Prusia era tal que en 1870 se enfrentó a la poderosa Francia y, para asombro de Europa, la batió por goleada[1]. El vencedor, Guillermo I de Prusia, se proclamó emperador de los pueblos de habla alemana[2]. Y esos pueblos se mostraron encantados de arrimarse a su gloria. Ese fue el nacimiento de Alemania, una nación que se incorporaba tardíamente al concierto de las viejas naciones de Europa, pero que llegaba pisando firme. Demasiado firme, quizá. La solemne ceremonia de la coronación imperial de Guillermo I se celebró en la galería de los espejos de Versalles, el famoso palacio de los reyes de Francia. Podían haberla celebrado en algún palacio de Potsdam o en el mismo Berlín, las grandes capitales prusianas, en las que no faltaban palacios, pero no: la proclamación imperial se celebró en Versalles, el símbolo de la grandeza de Francia, con recochineo. Los franceses se sintieron humillados por esta profanación de su palacio nacional. Además, lo que es peor, tuvieron que ceder al recién estrenado Imperio alemán sus provincias de Alsacia y Lorena, dos de las principales reservas de carbón y acero del país. Eso duele, pero que mucho, y Francia es muy mala enemiga cuando se le toca el bolsillo. Dispuesta a hacer Historia, la joven Alemania pisaba fuerte, con botas militares, en su ingreso en el club de las grandes potencias. Como el alumno tardío, pero muy motivado, que aprueba dos cursos en uno, el alemán, orgulloso de su nación recién estrenada, se aplicó al trabajo con tanto entusiasmo que pronto se situó a la cabeza de los países avanzados (Inglaterra, Bélgica, Holanda, Francia). El crecimiento alemán se mantuvo hasta que un buen día sus mercados interiores comenzaron a dar señales de saturación. Si se me permite la metáfora, las fábricas producían más tornillos de los que requería el mercado alemán. Toda Alemania estaba bien atornillada y los excedentes de tornillos comenzaban a rebosar en las ferreterías. Aquí empezaron los problemas. La inflexible ley económica establece que cuando se produce más de lo necesario para el consumo interior hay que buscar mercados exteriores que absorban los excedentes. Los industriales alemanes probaron a vender sus productos en los mercados exteriores, pero los encontraron copados por Inglaterra y Francia, cuyos extensos imperios coloniales les proporcionaban, además, materias primas baratas. Alemania fabricaba más y mejor que nadie, pero se encontraba en desventaja respecto a sus competidores porque carecía de imperio colonial. Debido a su reciente formación, había llegado tarde al reparto del mundo y solo le habían correspondido unas cuantas parcelas de África que casi le causaban más gastos que beneficios. ¿Qué hacer? Tenía dos caminos: resignarse o arrebatarle las colonias a otras potencias. No se me escandalicen: desde que el mundo es mundo, el fuerte ha despojado al débil. El pez grande se come al chico, lo dijo Darwin. Alemania se dejó seducir por la tentación. Fabricamos las mejores armas y entrenamos a los mejores soldados del mundo, valientes, altos, rubios. ¿Qué nos impide apropiarnos de la hacienda del vecino? Es ley de vida. Inglaterra y Francia se alarmaron. En el pasado habían tenido sus roces por el reparto de África, pero, cuando el gigante alemán empezó a crecer y crecer hasta hacerles sombra, aparcaron sus trifulcas y se unieron. Inglaterra y Francia unidas contra el adversario común. Por lo que pudiera venir[3]. Sucedió la llamada «Paz armada», un periodo en el que las grandes potencias europeas consagraron sus esfuerzos a la producción masiva de armas y pertrechos de guerra. Si vis pacem para bellum era el latinajo más repetido: si quieres la paz, prepara la guerra. Por lo que pudiera venir. Sonaban, lejanos, los tambores de la guerra, en espera del conflicto que fatalmente había de llegar. En 1914, el asesinato del heredero del trono austrohúngaro, un hombre al que todo el mundo apreciaba por su agradable trato (salvo los ciervos, de los que llevaba cazados más de cinco mil en los parques nacionales), encendió la mecha de la primera guerra mundial, la que Alemania esperaba, la que le permitiría ensanchar sus dominios y arrebatar mercados a la competencia. El káiser y sus adláteres se frotaron las manos. Esta es la nuestra… Pero les fallaron los cálculos: fueron por lana y volvieron trasquilados. Es lo que pasa cuando uno está muy pagado de sí mismo y menosprecia al enemigo. No tenía Alemania fondo para aguantar mucho. Enfrentada a enemigos que la superaban económica y demográficamente, y bloqueada por la escuadra inglesa que estrangulaba su comercio, colapsó en noviembre de 1918. Antes de que se consumara el desastre, cuando no quedaba un grano en los
Description: