EDUARDO MENDOZA LA CIUDAD DE LOS PRODIGIOS Colección Biblioteca Breve Impreso en España Enero de 1996 "La ciudad de los prodigios" es la obra más ambiciosa y extensa de Eduardo Mendoza. Entre las dos Exposiciones Universales celebra das en Barcelona - esto es, entre 1888 y 1929-la ascensión de Onofre Bouvila, repartidor de folletos de propaganda anarquista y vendedor ambulante de crecepelo, hasta la cima de un poderío a la vez delictivo y financiero, sobre el telón de fondo o forillo abigarrado de una ciudad pintoresca, tumultuosa y a partes iguales real y ficticia, nos propone un nuevo y singularísimo avatar de la novela picaresca y un brillante carrusel imaginativo, que convoca, con los mitos y fastos locales, a figuras como Rasputín, los Zares, la emperatriz Sissí o Mata Hari, a modo de ornamentación lateral de una fantasía satírica y lúdica cuyo sólido soporte realista inicial no excluye la fabulación libérrima. De constante amenidad e inventiva, "La ciudad de los prodigios" es la culminación de la narrativa de Eduardo Mendoza y uno de los títulos más personales y atractivos de la novela española contemporánea. Cuando el espíritu inmundo sale del hombre, anda vagando por lugares áridos, en busca de reposo; y al no encontrarlo dice: Me volveré a mi casa, de donde salí. Y al llegar la encuentra barrida y en orden. Entonces va y toma otros siete espíritus peores que él; entran y se instalan allí, y el final de aquel hombre viene a ser peor que el principio. Capítulo I 1 El año en que Onofre Bouvila llegó a Barcelona la ciudad estaba en plena fiebre de renovación. Esta ciudad está situada en el valle que dejan las montañas de la cadena costera al retirarse un poco hacia el interior, entre Malgrat y Garraf, que de este modo forman una especie de anfiteatro. Allí el clima es templado y sin altibajos: los cielos suelen ser claros y luminosos; las nubes, pocas, y aun éstas blancas; la presión atmosférica es estable; la lluvia, escasa, pero traicionera y torrencial a veces. Aunque es discutida por unos y otros, la opinión dominante atribuye la fundación primera y segunda de Barcelona a los fenicios. Al menos sabemos que entra en la Historia como colonia de Cartago, a su vez aliada de Sidón y Tiro. Está probado que los elefantes de Aníbal se detuvieron a beber y triscar en las riberas del Besós o del Llobregat camino de los Alpes, donde el frío y el terreno accidentado los diezmarían. Los primeros barceloneses quedaron maravillados a la vista de aquellos animales. Hay que ver qué colmillos, qué orejas, qué trompa o proboscis, se decían. Este asombro compartido y los comentarios ulteriores, que duraron muchos años, hicieron germinar la identidad de Barcelona como núcleo urbano; extraviada luego, los barceloneses del siglo XIX se afanarían por recobrar esa identidad. A los fenicios siguieron los griegos y los layetanos. Los primeros dejaron de su paso residuos artesanales; a los segundos debemos dos rasgos distintivos de la raza, según los etnólogos: la tendencia de los catalanes a ladear la cabeza hacia la izquierda cuando hacen como que escuchan y la propensión de los hombres a criar pelos largos en los orificios nasales. Los layetanos, de los que sabemos poco, se alimentaban principalmente de un derivado lácteo que unas veces aparece mencionado como "suero" y otras como "limonada" y que no difería mucho del "yogur" actual. Con todo, son los romanos quienes imprimen a Barcelona su carácter de ciudad, los que la estructuran de modo definitivo; este modo, que sería ocioso pormenorizar, marcará su evolución posterior. Todo indica, sin embargo, que los romanos sentían un desdén altivo por Barcelona. No parecía interesarles ni por razones estratégicas ni por afinidades de otro tipo. En el año 63 a. de J.C. un tal Mucio Alejandrino, pretor, escribe a su suegro y valedor en Roma lamentándose de haber sido destinado a Barcelona: él había solicitado plaza en la fastuosa Bilbilis Augusta, la actual Calatayud. Ataúlfo es el reyezuelo godo que la conquista y permanece goda hasta que los sarracenos la toman sin lucha el año 717 de nuestra era. De acuerdo con sus hábitos, los moros se limitan a convertir la catedral (no la que admiramos hoy, sino otra más antigua, levantada en otro sitio, escenario de muchas conversiones y martirios) en mezquita y no hacen más. Los franceses la recuperan para la fe el 785 y dos siglos justos más tarde, el 985, de nuevo para el Islam Almanzor o Al-Mansur, el Piadoso, el Despiadado, el Que Sólo Tiene Tres Dientes. Conquistas y reconquistas influyen en el grosor y complejidad de sus murallas. Encorsetada entre baluartes y fortificaciones concéntricas, sus calles se vuelven cada vez más sinuosas; esto atrae a los hebreos cabalistas de Gerona, que fundan sucursales de su secta allí y cavan pasadizos que conducen a sanedrines secretos y a piscinas probáticas descubiertas en el siglo XX al hacer el metro. En los dinteles de piedra del barrio viejo se pueden leer aún garabatos que son contraseñas para los iniciados, fórmulas para lograr lo impensable, etcétera. Luego la ciudad conoce años de esplendor y siglos opacos. –Aquí estará usted muy bien, ya lo verá. Las habitaciones no son amplias, pero tienen muy buena ventilación y en punto a limpieza, no se puede pedir más. La comida es sencilla, pero nutritiva -dijo el dueño de la pensión. Esta pensión, a la que Onofre Bouvila fue a parar apenas llegó a Barcelona, estaba situada en el carreró del Xup. Este carreró, cuyo nombre podría traducirse por "callejuela del aljibe", iniciaba a poco de su arranque una cuesta suave que se iba acentuando hasta formar dos peldaños, continuar en un rellano y morir escasos metros más adelante contra un muro asentado sobre los restos de una muralla antigua, quizá romana. De este muro manaba constantemente un líquido espeso y negro que a lo largo de los siglos había redondeado, pulido y abrillantado los peldaños que había en el callejón; por ello estos peldaños se habían vuelto resbaladizos. Luego el reguero discurría cuesta abajo por un surco paralelo al bordillo de la acera y se sumía con gorgoteos intermitentes en la boca de avenamiento que se abría en el cruce con la calle de la Manga (antes de la Pera), única vía que daba entrada al carreró del Xup. Esta última calle, por todos los conceptos desangelada y fea, podía ufanarse (si bien otros rincones del barrio le disputaban ese honor dudoso) de haber sido teatro de este suceso cruel: la ejecución sobre la muralla romana de santa Leocricia. Esta santa, probablemente anterior a la otra santa Leocricia, la de Córdoba, figura en las hagiografías como santa Leocricia unas veces y otras como Leocratia o Locatis. Era oriunda de Barcelona o de sus proximidades e hija de un cardador de lana; se convirtió al cristianismo de muy niña. Su padre la casó sin quererlo ella con un Tiburcio o Tiburcino, cuestor. Movida por su fe, Leocracia repartió los bienes de su marido entre los pobres y emancipó a los esclavos. El marido, sin cuyo consentimiento había obrado, montó en cólera. Por haber hecho esto y por no abjurar de su religión fue decapitada en el punto dicho. La leyenda agrega que su cabeza rodó por la pendiente y no paró de rodar, doblando esquinas, cruzando calles y sembrando el terror entre los viandantes hasta caer al mar, donde un delfín u otro pez grande se la llevó. Su fiesta se celebra el 27 de enero. A finales del siglo pasado había una pensión en el rellano superior del callejón. Era un establecimiento de condición muy discreta, aunque no exento de pretensiones por parte de sus dueños. El vestíbulo era pequeño: sólo cabían allí un mostrador de madera clara con su escribanía de latón y su libro-registro, siempre abierto para que quien lo deseara pudiera comprobar la legalidad del negocio recorriendo con los ojos, a la luz mortecina de un velón, la lista de apodos y seudónimos que constituía la nómina del hospedaje, y el cubil de un barbero, un paragüero de loza y una efigie de san Cristóbal, patrón de los viajeros antes de serlo, como es hoy, de los automovilistas. Detrás del mostrador se sentaba a todas horas la señora Agata. Era una señora obesa, medio calva y de aspecto apagado; habría pasado por muerta si sus dolencias, que la obligaban a tener los pies sumergidos en un barreño de agua tibia, no la hubiesen hecho exclamar de cuando en cuando: Delfina, la jofaina. Cuando el agua se enfriaba revivía para decir eso. Entonces su hija vertía en el barreño el agua humeante que traía en un cazo. A fuerza de echarle cazos al barreño, el agua amenazaba con derramarse e inundar el vestíbulo. Este peligro, sin embargo, no parecía inquietar al dueño de la pensión, a quien todos llamaban el señor Braulio. Con él mantuvo Onofre Bouvila aquella primera entrevista. En realidad, si la pensión estuviera mejor situada podría pasar por un hotelito de ciertas campanillas - siguió diciendo aquél. El señor Braulio, marido de la señora Agata y padre de Delfina, era un caballero de estatura aventajada y facciones regulares, dotado de cierta distinción amanerada. En la pensión delegaba en su esposa y en su hija todas las funciones. Dedicaba la mayor parte de la jornada a leer la prensa diaria y a comentar las noticias con los huéspedes fijos de la pensión. Las novedades le encandilaban y como la época era generosa en invenciones las horas se le iban en decir ¡oh! y ¡ah! De cuando en cuando, como si alguien le instase a ello con vehemencia, arrojaba el periódico y exclamaba: Voy a ver cómo anda el tiempo. Salía a la calle y escudriñaba el cielo. Luego volvía a entrar y anunciaba: Despejado, o: nuboso, fresquito, etcétera. No se le conocía otra actividad-. Es este barrio ruin lo que nos obliga a poner unos precios muy por debajo de la categoría del establecimiento -se lamentó. Luego levantó un dedo admonitorio-: Sin embargo, tenemos mucho cuidado al seleccionar nuestra clientela. ¿Habrá en este comentario una crítica velada a mi apariencia?, pensó Onofre Bouvila al oír lo que decía el señor Braulio. Aunque la actitud cordial del fondista parecía desmentir esta suposición, la susceptibilidad de Onofre Bouvila estaba plenamente justificada: pese a su corta edad se advertía a simple vista que era bajo; en cambio era ancho de espaldas. Tenía la piel cetrina, las facciones diminutas y toscas y el pelo negro, ensortijado. Traía la ropa apedazada, hecha un rebujo y bastante sucia: todo indicaba que había estado viajando varios días con ella puesta y que no tenía otra, salvo quizá una muda en el hatillo que había dejado sobre el mostrador al entrar y al que ahora dirigía continuamente miradas furtivas. En estas ocasiones el señor Braulio experimentaba un alivio. Luego la mirada del muchacho se clavaba otra vez en él y se sentía de nuevo inquieto. Hay algo en sus ojos que me crispa los nervios, se dijo el fondista. Bah, será lo de siempre: el hambre, el desconcierto y el miedo, pensó luego. Había visto llegar a mucha gente en las mismas condiciones: la ciudad no cesaba de crecer. Uno más, pensó, una sardina diminuta que la ballena se tragará sin darse cuenta. El resquemor del señor Braulio se transformó en ternura. Es casi un niño y está desesperado, se dijo. –¿Y puedo preguntarle, señor Bouvila, cuál es el motivo de su presencia en Barcelona? – concluyó diciendo. Con esta fórmula enrevesada se proponía causar una gran impresión en el muchacho. Éste, efectivamente, se quedó mudo unos instantes: ni siquiera había entendido bien la pregunta. –Busco colocación -respondió con aire cohibido. A continuación volvió a clavar en el fondista su mirada incisiva, temeroso de que de su respuesta pudiera seguirse algo perjudicial para él. Pero el señor Braulio ya tenía la mente puesta en otra cosa y apenas si le prestaba atención. –¡Ah, qué bien -se limitó a decir, sacudiéndose una mota que ensuciaba la hombrera de su paletó. Onofre Bouvila le agradeció en su fuero interno esta indiferencia. Su origen le resultaba vergonzoso y por nada del mundo habría querido revelar la razón que le había impulsado a dejarlo todo, a venir a Barcelona desesperadamente. Onofre Bouvila no había nacido, como algunos dijeron luego, en la Cataluña próspera, clara, jovial y algo cursi que baña el mar, sino en la Cataluña agreste, sombría y brutal que se extiende al sudoeste de la cordillera pirenaica, corre a ambas vertientes de la sierra del Cadí y se allana donde el Segre, que la riega en la primera parte de su recorrido y recibe allí sus afluentes principales, se une al Noguera Pallaresa y emprende la última etapa de su vida para ir a morir en el Ebro en Mequinenza. En las tierras bajas los ríos son de curso rápido y fuertes crecidas anuales, en la primavera; al retirarse las aguas las tierras inundadas se convierten en marjales insanos pero fértiles, infestados de serpientes y buenos para la caza. Son zonas éstas de nieblas cerradas y bosques densos, propicias a las supersticiones. En efecto, nadie se habría adentrado en esas nieblas tenebrosas en determinados días del año; en esas fechas precisas podían oírse tañer campanas donde no había iglesias ni ermitas y voces y risotadas entre los árboles y a veces ver vacas muertas bailar sardanas: el que veía y oía estas cosas enloquecía de fijo. Las montañas que rodeaban estos valles eran escarpadas y estaban cubiertas de nieve casi todo el año. Allí las casas estaban construidas sobre estacas de madera, el sistema de vida era tribal y los hombres del lugar, rudos y ariscos, aún usaban pieles como parte de su indumentaria. Estos hombres sólo bajaban a los valles con el deshielo, a buscar novia en las fiestas de la vendimia o la matanza del cerdo. En estas ocasiones tañían flautas de hueso y ejecutaban una danza que remedaba los saltos del carnero. Comían sin cesar pan con queso y bebían vino rebajado con aceite y agua. En las cimas de las montañas vivían unos individuos aún más rudos: no bajaban jamás a los valles y su única ocupación parece haber sido la práctica de una especie de lucha grecorromana. Las gentes del valle eran más civilizadas; vivían de la viña, el olivo, el maíz (para las bestias) y algunos frutales, la ganadería y la miel. En esa zona se habían contabilizado a principios de este siglo 25.000 tipos distintos de abeja, de los que hoy sólo perduran 5 o 6.000. Allí cazaban el gamo, el jabalí, el conejo de monte y la perdiz; también la zorra, la comadreja y el tejón, para defenderse de sus constantes incursiones. En los ríos pescaban la trucha "a la mosca"; en esto eran muy hábiles. Comían bien: en su dieta no faltaban la carne y el pescado, los cereales, la verdura y la fruta; por consiguiente era una raza alta, fuerte y enérgica, muy resistente a la fatiga, pero de digestión pesada y de carácter abúlico. Estas características físicas habían influido en la historia de Cataluña: una de las razones que el gobierno central oponía a las pretensiones independentistas del país era que tal cosa redundaría en merma de la talla media de los españoles. En su informe a don Carlos III, recién llegado de Nápoles, R. de P. Piñuela llama a Cataluña "taburete de España". También disponían de madera en abundancia, de corcho y de unos pocos minerales. Vivían en masías dispersas por el valle, sin otra conexión entre sí que la parroquia o rectoría. Esto dio origen a una costumbre: la de dar el nombre de la parroquia o rectoría por la del lugar de origen. Así, Pere Llebre, de Sant Roc; Joaquim Colibróquil, de la Mare de Deu del Roser, etcétera. Debido a esto sobre los hombros de los rectores recaía una gran responsabilidad. Ellos mantenían la unidad espiritual, cultural y hasta idiomática de la zona. También les incumbía la misión crucial de mantener la paz en los valles y entre un valle y su vecino, evitar los estallidos de violencia y las venganzas interminables y sangrientas. Esto hizo que surgiera un tipo de rector que luego ensalzaron los poetas: unos hombres prudentes y templados, capaces de arrostrar los climas más extremos y de caminar distancias increíbles llevando en una mano el copón y en la otra el trabuco. Probablemente gracias a ellos también la zona se había mantenido casi por completo al margen de las guerras carlistas. Hacia el final de la contienda bandas carlistas habían utilizado la zona como refugio, cuartel de invierno y centro de avituallamiento. La gente los dejó hacer. De cuando en cuando aparecía un cadáver medio enterrado en los surcos o entre los matorrales, con un tiro en el pecho o en la nuca. Todos fingían no reparar en él. A veces no se trataba de un carlista, sino de la víctima de un conflicto personal resuelto al amparo de la guerra. A ciencia cierta sólo se sabe que Onofre Bouvila fue bautizado el día de la festividad de san Restituto y santa Leocadia (el 9 de diciembre) del año mil ochocientos setenta y cuatro o setenta y seis, que recibió las aguas bautismales de manos de dom Serafí Dalmau, Pbo., y que sus padres eran Joan Bouvila y Marina Mont. No se sabe en cambio por qué le fue impuesto el nombre de Onofre en lugar del nombre del santo del día. En la fe de bautismo, de donde provienen estos datos, consta como natural de la parroquia de san Clemente y
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