BREVIARIOS DEL PENSAMIENTO ESPAÑOL J o s é A n t o n i o Primo de Rivera ( A N T O L O G Í A ) Selección y prólogo de GONZALO TORRENTE BALLESTER EDICIONES FE - MCMXL Índice PRÓLOGO de Gonzalo Torrente Ballester Citas Primera Parte I - LAS BASES INTELECTUALES.............................................................. 1 a 5 II - EL CONCEPTO DE HOMBRE ............................................................... 6 a 19 III - LIBERTAD HUMANA............................................................................. 20 y 21 IV - PROPIEDAD Y TRABAJO COMO ATRIBUTOS ELEMENTALES ............. 22 y 23 V - CONCEPTO DE LA VIDA....................................................................... 24 a 27 VI - PUEBLO ............................................................................................... 28 VII - HISTORIA ............................................................................................. 29 a 35 VIII - PATRIA, PATRIOTISMO ........................................................................ 36 a 50 IX - TEORÍA DE LA NACIÓN ........................................................................ 51 a 57 X - EL ESTADO .......................................................................................... 58 a 64 XI - LA POLÍTICA ......................................................................................... 65 a 75 XII - TEORÍA DE LA REVOLUCIÓN............................................................... 76 a 95 XIII - MANDO ................................................................................................ 96 a 100 Segunda Parte I - CRÍTICA DE LIBERALISMO POLÍTICO .................................................. 101 a 111 II - CRÍTICA DEL LIBERALISMO ECONÓMICO .......................................... 112 a 117 III - CRÍTICA DEL MARXISMO .................................................................... 118 a 126 IV - EL LIBERALISMO ESPAÑOL ................................................................. 127 a 132 V - SOBRE EL ESTADO CORPORATIVO Y OTRAS FORMAS DE ESTADO .. 133 y 134 VI - EL FASCISMO ...................................................................................... 135 a 140 VII - CRÍTICA GENERAL DE LA POLÍTICA ESPAÑOLA ................................. 141 a 215 bis Tercera Parte I - LA JUVENTUD A LA INTEMPERIE ........................................................ 216 a 234 II - EL INSTRUMENTO DE LA REVOLUCIÓN ............................................. 235 a 274 III - LA TAREA DE LA REVOLUCIÓN ........................................................... 275 a 303 IV - CONSIGNAS TÁCTICAS ........................................................................ 304 y 305 V - EL HECHO DEL IMPERIO O DOCTRINA DE LA ÚLTIMA PALABRA ...... 306 a 309 VI - INVOCACIÓN FINAL ............................................................................. 310 Prólogo De tres maneras muy generales puede el escritor de hoy considerar la figura de José Antonio Primo de Rivera, de cuya obra escrita se ofrece, en este libro, un ordenado florilegio; tres maneras determinadas, de una parte, por el carácter de su figura; de la otra, por las condiciones especiales del tiempo que siguió a su muerte, por la proximidad de ésta, por su presencia innegable y «sui géneris» en las mentes y en los corazones españoles. La primera manera es exclusiva de aquellos que le conocieron y trataron, de los que con él partieron, o la amistad, o la angustia de la lucha y la creación política, y comprende todo género de descripción personal y anecdótica, el relato de hechos y hazañas, y también la expresión emotiva de su trato y presencia. Manera es ésta que hasta hoy sólo frutos fragmentarios produjo, pero que son de desear más abundantes y completos, pues eludirlos supondría hurtar a la historia datos que se creen importantes, preformando y deformando en consecuencia biografías futuras. La segunda es la expresión del mito, es decir, del «modo de estar operante» con que José Antonio vive en las conciencias juveniles contemporáneas; manera que se considera propia de poetas, a cuyo trabajo y numen se entrega; entendiendo bien que importa al futuro que cantos bien timbrados y pulidos, subidos de acento y cautos y exactos en el concepto, acompañen la memoria de José Antonio; por aquello de que la calidad de las emociones suscitadas entre los contemporáneos valen bien para calibrar el propio valor. La tercera es la histórica, entendiendo el adjetivo en toda su anchura, acaso más ampliamente que lo usual. A ella se ha entregado, con pocos pero profundos aciertos, un sector muy escueto y bien definido entre los que hoy escriben de modos y cosas de la Falange: todos aquellos que, en las horas perplejas y dudosas de la orfandad, procuraban hacer más precisa y accesible la figura del que, desde el otro lado —entonces no sabíamos bien el significado cruel y definitivo de este «otro lado»—, espiritualmente nos guiaba. Aislada, un poco anárquicamente, se fueron dando a la luz y a las imprentas, intuiciones, pensamientos de unos y de otros, dejando presentir en los casos mejores todo un sistema de valoraciones y de ideas que la urgencia de la guerra impidió cuajar en libro. (Libros, ni siquiera inéditos, pensados y no escritos, que andan por la cabeza de muchos camaradas cuyos nombre no se quiere, ni se debe, recordar aquí; pero a los que estas páginas envían un ruego.) Debe advertirse que el colector de esta antología, aunque como escape entre divertido y acongojado de su quehacer cotidiano practique la literatura, profesa en realidad la Historia. Parecería, pues, oportuno y puesto en su lugar, que en este prólogo ensayase un estudio histórico de la figura extraordinaria de José Antonio Primo de Rivera. Pero no es, hic et nunc, empresa fácil. Ciertamente, el estudio de José Antonio por quien no le conoció ni vio jamás, si quiere ser algo, tiene que acogerse a los límites y normas de lo estrictamente histórico; tiene que enfocar la figura tal y como es concebida por una generación que, si en su mayoría no la conoció directamente, vive y actúa bajo su signo y en muy buena parte según la dirección por él marcada. Pero esto no es lo bastante. No podemos decir que nuestra generación «viva» y ame el José Antonio histórico, sino el José Antonio mítico por ella misma elaborado. El mito es, también, un elemento histórico de primera fuerza, pero no es todo. A su lado, importa el documento fiel, la referencia exacta; en el caso de un político, como es el nuestro, falta el desarrollo total de la obra para que la figura cobre su exacto volumen, el volumen con que ha de ser contemplada por la posteridad. Además, el estudio histórico requiere la distancia; no la frialdad, que sin amor nada es fructífero ni positivo, ni el desapasionamiento, que sin pasión no hay crítica fértil; pero sí la lejanía, sin la cual la perspectiva no es posible. Y hoy todos los jóvenes de la Falange —todos los jóvenes de España— estamos, quiérase o no, atmosféricamente dentro de José Antonio, nutriéndose de él nuestra savia y nuestra actividad política. Sus mismos recatados enemigos se nutren un poco de él. Para el estudio histórico, pues, falta sazón y faltan documentos. Tenemos, eso si, muy cercano, el mito, tenemos el comienzo de la obra política; tenemos un manojo de escritos y de discursos, tenemos la Falange y tenemos una hazaña, gloriosa y trágicamente rematada. Pero, amén de la distancia, faltan los datos que pueden añadir los que compartieron su intimidad, los que asistieron a su vida política en cooperación y ayuda; falta un epistolario, falta un libro que suministre datos suficientes para una reconstrucción psicológica que sea algo más que una hipótesis. Y sin esto, todo ejercicio histórico es prematuro, y condenado, antes de nacer, a flojo e incompleto. En consecuencia, este prólogo a una antología de sus escritos y discursos, no puede pasar de ensayo muy ligero y sin la menor pretensión de trascendencia. Todo lo que aquí se diga no tiene otro valor que el de opinión puramente individual, siempre sujeta a reforma y enderezamiento. Pero una cosa quedará en pie, seguramente, de las que aquí se sostengan, y es ésta: la posteridad no verá en José Antonio ni un poeta, ni un profeta, ni un teórico de la revolución, José Antonio pasará exclusivamente como político, y su dimensión de grandeza la alcanzará como tal. José Antonio fue el primer político español contemporáneo, frustrado por anticipada muerte: por esa muerte que los honrados demócratas de todos los tiempos reservan para quienes intentan restaurar formas políticas ambiciosas y de gran estilo, las formas creadoras y heroicas. * * * Si leemos los periódicos de la Falange anteriores a la guerra —aquellos semanarios heroicos cuya venta era de por sí batalla—, y los publicados, diaria o periódicamente, durante la guerra, una cosa sobre todas llama poderosamente la atención: es la manera de tratar —periodísticamente— a José Antonio. Ábrase el «ARRIBA» — su colección está hoy puesta a todos los alcances—. José Antonio llena todas sus páginas. En cada número, un artículo suyo, la reseña de una conferencia, el texto de un discurso, el relato escueto de un episodio parlamentario o callejero. Se le llama siempre «nuestro Jefe Nacional», o «el Jefe Nacional de la Falange», o «José Antonio Primo de Rivera». Así, escuetamente, sin adjetivos, sin otras determinaciones, sin definición (Nota a pie de página en la edición impresa: «Se exceptúa, si acaso, un ensayo de Giménez Caballero publicado en FE) ni metáfora. El «cliché» que de José Antonio da la primera Prensa falangista es sencillo, sobrio, elegante. Ni un solo vocablo valorativo, ni un elogio, ni un halago. ¿Debe interpretarse esto como muestra del distinto aprecio de José Antonio entonces y ahora? De ningún modo, rotundamente. En primer lugar, ya en aquel tiempo es, para la juventud que lo sigue, «José Antonio», sin más apellidos. En segundo lugar, es también figura preeminente e indiscutible entre sus escuadristas, es el jefe, resumen de una fe, símbolo de una actitud, cabeza y guía de una acción. ¿Por qué, pues, esa ausencia de adjetivos, esa carencia absoluta de «propaganda», esa modestia? ¿Debe creerse que responde solamente a la voluntad personal del Jefe? No. José Antonio es, desde su primera salida a la vida política, una figura histórica, algo más que una figura política: Es un hombre con un especial destino que lo distingue de otras figuras contemporáneas en la acción y en la vida. Es, en poco tiempo, algo más que el jefe de un partido. No por decisión propia, naturalmente, sino por... llamémosle fatalidad. Y una figura histórica es algo distinto de lo que puedan creer los contemporáneos, siempre a riesgo de equivocación o estimación falsa. Expresemos, un poco indirectamente, una idea difícil: la figura histórica, cuando lo es, va necesariamente acompañada de un bagaje de adjetivos, «grande», o «egregia», o «genial» —por ejemplo, si de figura señera se trata—. Y estos aditivos no pueden discernirse sino a la vista de una obra total, rematada, pero nunca ante la obra en marcha, ante la personalidad en formación, ante lo que se mueve o se gesta. El adjetivo que acompaña y define la obra o la persona históricas hace siempre referencia a lo pasado, definido y concluso, jamás a lo presente y dudoso. Es natural que estas cosas no vivan muy claras en el alma popular, pero evidentemente se «sienten», con cierta obscuridad, aunque con innegable eficacia. Cuanto más amor, entusiasmo y esperanza despierta un hombre público en su generación o en su pueblo, más reacio se siente éste a la calificación en vida. Entiéndase esto bien: hay un cierto tipo de honores, que se reciben en vida como fragmentos o partículas de gloria, que el héroe necesita, alimento de su heroicidad. Pero las honras definitivas, la definitiva gloria, es siempre «post-mortem». Por lo menos, es posterior a la obra conclusa. El premio al militar victorioso se le da, justamente, cuando es victorioso, pero no se otorga en pleno combate, cuando aún es dudoso o aleatorio el resultado final. En este momento, los soldados no aclaman, sino que obedecen y prestan fe. Todo esto puede percibirse con claridad en los tiempos heroicos de la Falange. Tenía el Jefe, de sus secuaces, la adhesión, la fe, la obediencia, la disciplina, y, muy destacadamente, el amor. Cuando un hombre y un equipo se relacionan de esta excepcional manera, ante una empresa tan importante como la que la Falange acometía, cosas más urgentes hay que disipar el tiempo en pirotecnias de adjetivos. Sobre todo, cosas más apremiantes rodean al Jefe que buscarlos. Si el Jefe es el primer servidor, a la fe, al entusiasmo, a la obediencia y amor que se le dispensan debe corresponder con la más perfecta función de conducción y mando. Nada más, pero tampoco nada menos. Las circunstancias cambian al iniciarse la guerra civil. El Jefe está en la cárcel, y el destino quiere a su prisión enclavada en el punto más alejado de la zona de combate, en territorio hostil. La Falange toma parte en la guerra en orfandad, si provisional, no por eso menos efectiva. Del Jefe nada se sabe, salvo leyendas que corren por todas partes. Prácticamente, está ya perdido, aunque la idea desespere a los falangistas y se agarren a la «ausencia» como a un clavo ardiente. Pero ya no es posible, sin Jefe, la actuación política. No basta el mando interino: hay una calidad espiritual de la Jefatura que no admite provisionalidad, y es esta calidad espiritual la que más echan de menos los falangistas. Y entonces acontece el milagro —no hay palabra más exacta— de que la Falange recrea esa protección espiritual de su Jefe, la exalta y propaga por toda España: es cuando comienzan a decirse del Jefe cosas que nadie se atrevería a proclamar siendo él vivo y presente. Hay, todavía, un segundo aspecto: la lucha política. No sólo la Falange, sino otros grupos, con credos y personas diversas, toman parte en la guerra. El denominador común es el patriotismo, pero los numeradores son diversos y aún opuestos. Cada grupo trae su Jefe con pretensiones de totalidad. Hay, indudablemente, una especie de miopía, para los valores vivos, y ni unos ni otros coinciden en el que, finalmente, reunirá —a la romana— todas las magistraturas, todos los mandos fragmentarios, todos los grupos. La Falange — obscura, ciegamente, como en toda obra colectiva — adivina la superioridad de su «Ausente» sobre aquellas figuras estrictamente políticas que empiezan a brillar y bullir como fundamento, o pretexto, o cabeza de esta o aquella dirección que los diversos grupos quieren dar al Movimiento. Entonces, José Antonio es más que el Jefe Nacional, más aún que ese Jefe espiritual y mítico que se ha ido forjando a golpes de palabra hablada o escrita: es una figura de combate: un símbolo y una bandera; un acicate y un ariete; es también la piedra de contraste de muchas glorias espontáneas. De esta manera, por todas estas razones, se va inculcando en la mente de los españoles un José Antonio que no es, exactamente, el histórico; pero que es el que promueve historia; es decir: un José Antonio mítico. Como a aquel que murió, y cuya obra ha tenido digno y cumplido remate, no se le regatea el honor y la gloria. Sobre su persona y hechos se ensayan definiciones y calificaciones. Su figura cobra todas las condiciones del héroe político, y, corona de todas ellas, preforma el ideal masculino popular, y muchos niños que nacen se llaman, como él, «José Antonio». En honor a la verdad, digamos aquí que esto no se debe sólo a la Falange. No cabe duda que ella promueve el acontecimiento, pone sus cimientos, lo dirige; pero hay mucho de obra popular y nacional, José Antonio, en poco tiempo, es ya algo más que el mito de la Falange: es el mito nacional de España. El burgués español conoce otros hombres y otros nombres, pero el pueblo, el pueblo que trabaja y que combate, el que muere en la guerra y pierde sus hombres, no conoce sino dos: uno, real, tangible, que a veces se ve o se oye: el Caudillo; otro, un poco raro, que suena en las imaginaciones populares como un héroe de tiempos pretéritos, del cual la gente tiene idéntico saber que tiene de sus santos o de sus héroes espontáneos y queridos: es José Antonio. Muy a ciencia cierta, las mujerucas humildes que pronuncian su nombre no saben ni quién fue, ni cuándo, ni dónde. Saben de él un «modo de ser» intuido, no tanto en lo que oyen como en lo que desean. Cada español honesto, sencillo y sincero, ve en José Antonio lo que él querría que fuese el gobernante, el conductor. Así, José Antonio no tiene parecidos en la imaginación popular, porque en él van poniendo propiedades o cualidades absolutamente opuestas a las que los españoles conocieran o adivinaran en esa desdicha de gobernantes que en tantos años España padeciera. Todo esto tiene sus inconvenientes, y no es el menor el haberse achacado a José Antonio cualidades que, si no tuvo, realmente, acaso tampoco convengan a la proyección mítica de su figura. Así por ejemplo, se habla, en ciertos medios poco rigurosos, de un José Antonio «poeta», o «profeta» o «teorizante de la política». La primera afirmación tiene origen bien conocido es aquella frase del mismo José Antonio, «a los pueblos no los han movido... », etc. La palabra «poeta» está incluida en ella. Se la toma allí, indudablemente, en un sentido muy amplio, más cerca de su significado original que de este otro, más restringido, que le damos habitualmente. Pero lo bueno del caso es que a nadie se le ocurre, cuando llama «poeta» a José Antonio, pensar en un «modo de ser poeta» común, por ejemplo, a César, Napoleón y Fernando el Católico, o cualesquiera otros conductores de pueblos. Es decir, en la «poiesis» inherente a todo político creador. Cuando se habla del «José Antonio» poeta, se relacionan, inmediatamente, determinados párrafos de acusado lirismo, bien escasos por cierto en sus discursos, así como la perfección formal, literaria, de los mismos; y quiérase o no, se pretende para ellos un puesto en la Historia de la literatura. Y no se crea que este modo de estimarlo, bien precario por cierto, pudiera ser exclusivo de aficionados o irresponsables: por esos diarios de Dios anda el articulo de un profesor de literatura, crítico notable, en que se estampan conceptos por este estilo. ¡Como si la mayor virtud de esos discursos fuera su posible ejemplaridad en las futuras escuelas de retórica! La segunda afirmación es de origen más difuso, pero no cabe dudar que se debe a las innegables predicciones de orden político, cumplidas la casi totalidad de ellas —por lo menos, todas las hechas de un modo riguroso—, dispersas por las palabras de José Antonio. y, sin embargo, afirmarlo como «profeta» daña extraordinariamente su figura. Piénsese bien qué es un profeta, y cuál es su misión respecto del pueblo. Olvídense, si se quiere, los ejemplos suministrados por el Antiguo Testamento, y circunscríbase la meditación a formas menores y más modernas de profecía, y hasta de profecía política. Hay casos muy populares y recientes. El profeta es siempre un hombre que, o por permisión divina en los casos supremos, o por aguda mirada en los de andar por casa, tiene conocimiento anticipado de los hechos FUTUROS E INEVITABLES. Pero nada más. El profeta predice, y si acaso predica; pero no se coloca a la cabeza del pueblo para oponerse a lo fatal, entre otras razones porque sabe que es fatal; porque sabe que oponérsele sería inútil y estéril. La tarea política es absolutamente distinta. Todo buen político necesita mirada de largo alcance, no sólo para los hechos presentes, sino para los futuros. El político, en parte por lo que tiene de inspirado (de «vate»), no de «poeta»), adivina posibilidades; pero, y que esto quede bien claro, su adivinación comprende no sólo hechos fatales, inevitables, sino también muy principalmente hechos, si importantes, contingentes, y precisamente para evitarlos es para lo que asume las funciones de capitanía. Es, por lo tanto, profeta, en el mismo sentido en que lo es un estratega o un financiero. Pero esto no es ser profeta. Llamarle, pues, profeta a un político es siempre un contrasentido: son dos funciones irreconciliables. La tercera afirmación se refiere a la capacidad teórica de José Antonio, cifrando su mayor gloria en sus dotes de pensador político, es decir, de intelectual. Los que lo afirman, así, sin distingos, parecen no haber leído lo muy substancioso que el mismo José Antonio escribió en el famoso articulo «Homenaje y reproche a don José Ortega y Gasset». Allí quedó claramente sentada la distinción que a su juicio existía entre el intelectual y el político en términos tales, que necesariamente hay que encasillar a José Antonio en el grupo de los últimos. Estábamos en España tan acostumbrados a la incultura enciclopédica de los que a oficios políticos se dedican, que no pudimos menos de sorprendernos ante la finura mental de José Antonio. No es aquí oportuno hacer un análisis de su formación intelectual según se infiere de su obra escrita; un día se hará, y por quien tenga datos seguros y pulso firme para ello (las obras de aficionados, mejor es que permanezcan inéditas), quedará aclarado el mapa de sus lecturas y el de sus ideas generales; habrá, indudablemente, muchas sorpresas. Se verá también que el estilo intelectual de José Antonio no pertenece a esa larga tradición de escritores que va desde Maquiavelo a Ramiro Ledesma Ramos: hombres que inquirieron el hecho político y sobre sus observaciones levantaron teóricas arquitecturas. José Antonio sabía lo que quería, porque su voluntad política y revolucionaria era posterior al conocimiento y al estudio, lo sabía claramente, y además lo expresaba con elegancia y firmeza. Como hombre rigurosamente formado en las disciplinas intelectuales, sabia el valor de las palabras. Sus intuiciones de político eran formuladas agudamente. Ahora bien: lo menos de que tienen aire sus escritos, sus discursos, es de «teoría política». Sus discursos critican, atacan o defienden, proponen o destruyen. Buscan un efecto inmediato y activo en el auditorio. Se parecen lo menos posible a una conferencia. Aun aquellos más alejados del mitin y de la propaganda, como el discurso del Circulo Mercantil de Madrid, no buscan tanto aclarar las mentes de los oyentes en materia económica, cuanto convencerlos de que la solución de unos problemas muy sabidos que acaba de exponer está, precisamente, y en lo que a España se refiere, en el nacional- sindicalismo. Sus «frases» tienen un carácter parecido. Aíslense a guisa de experiencia de discursos, de artículos de semanario. Sea, por ejemplo, aquella tan conocida «La revolución es la tarea de una resuelta minoría inasequible al desaliento». Contiene una serie muy apreciable de virtudes intelectuales y literarias. Es una definición perfecta formulada concisamente, acertadamente. Pero no es éste el mérito mayor de la frase. Cuando uno la lee, no sólo asiste a una verdad de orden intelectual, sino que inmediatamente se cree obligado a esa inasequibilidad, a esa resolución. Es una frase que mueve, que empuja. Es decir, la frase de un conductor, de un político; no la de un intelectual. José Antonio era un hombre culto, lo que, como sabemos, no quiere decir que haya leído más o menos, sino que su cabeza y su corazón contienen un sistema completo y ordenado de «su» mundo. Sería fácil, leyendo sus obras, reconstruir ese sistema. Pero es un error creer que el resultado seria una nueva doctrina política. Se encontraría, en cambio. que sus convicciones, sus ideas políticas, y su acción, estaban íntimamente relacionadas, consecuentemente ligadas al complejo de sus ideas y de sus sentimientos. Esto, en España, era un espectáculo desusado en nuestros hombres políticos. No es de extrañar que se hayan confundido con una doctrina política un cerebro y un corazón bien organizados. ¿Quiere esto decir que José Antonio carecía de doctrina? No. Era un nacional sindicalista, y al edificio total de la teoría contribuyó con buena parte de sus ideas. En otras fue subsidiario de las JONS y los primeros jonsistas. Pero hay dos cosas en José Antonio, que constituyen el eje de su pensamiento y de su acción, anteriores a sus relaciones con los jonsistas, anteriores acaso a su misma formación universitaria. No sería extraño que se tratase de ideas recibidas por educación, o por tradición, de las que constituían el acervo familiar. Una es la idea de la grandeza de España, la otra, el respeto al hombre «portador de valores eternos». Como se ve, son tan generales que nadie puede atribuirse pruritos de originalidad: ellas constituyen el tuétano del pensamiento de José Antonio y los motivos más íntimos y fundamentales de su acción. Parece que con esto queda bien sentado que tampoco fue un teórico de la política, un elaborador de doctrinas. ¿Qué fue, pues, José Antonio? Un político. Nada menos. Que no es ser poco. Mejor aún: que es ser una de las más difíciles y gloriosas cosas que se puede ser en el mundo. Al colector de esta Antología le hubiera gustado escribir un libro con el titulo de «El Político José Antonio». Este libro no es posible hoy: sería, por todos conceptos, prematuro. Requiere bastantes años de historia y una bibliografía copiosa. Podría concebirse en varias partes o capítulos, y, en la primera de ellas, una reconstrucción psicológica del protagonista basándose en todos los datos posibles, desde los iconográficos hasta los grafológicos. Su culminación sería la descripción del conflicto intimo de José Antonio, no tan íntimo que no pueda adivinarse hoy, a pesar de la escasez de datos personales e históricos que se padece. Los que lo conocieron tienen la palabra, pero ese conflicto aparece como una pugna entre «vocación» y «destino». Repetidas veces, desde su primer documento público —una hoja de propaganda electoral pidiendo al pueblo de Madrid un puesto en las Cortes Constituyentes para defender la memoria de su padre—, insiste José Antonio en que, si las circunstancias de la Patria no se lo exigieran, él permanecería recluido entre sus libros y sus ocupaciones intelectuales. Todo en él, hasta la elección de amistades, revela una fuerte vocación intelectual. Pero, ni su corte mental es de hombre de gabinete y biblioteca, ni su destino permitió que la vocación cuajara. La familia, forma parte del destino del hombre, y por su familia, José Antonio se encaja en una estirpe dedicada al servicio de la Patria y del Estado. Es una familia ascendente que se glorifica —a la antigua— en el servicio del Rey. De vieja sangre hidalga, un Primo de Rivera gana la Grandeza de España y el Marquesado de Estella defendiendo al Estado y a la Reina. El servicio se aquilata con don Miguel, que pasa de la servidumbre de las armas a la más compleja y grande servidumbre de la política. José Antonio señala la cumbre. Esta cosa familiar, este deber heredado, le obliga a abandonar sus dilectas ocupaciones y lanzarse al campo de la política activa. Al principio, como ocupando un puesto vacante con cierto aire de provisionalidad; como esperando otro mejor que le substituya. Por fin, entregado totalmente a su destino, asumido el puesto de Jefe con carácter definitivo, irrevocable e indiscutible. Nada sabemos del proceso íntimo, de la lucha personal de José Antonio antes de decidirse a la asumpción de su papel culminante, sino ciertas frases significativas dispersas por su obra escrita. Pero sí se puede afirmar que en esta pugna interior y esta decisión final, que le condujo a recibir la muerte con la mayor gallardía, es donde reside su mayor valor humano. Otro capítulo sería el estudio de su carrera política. Los primeros pasos carecen de importancia. Pese a ciertas afirmaciones contrarias, hechas con ocasión de su segundo aniversario, el José Antonio propagandista monárquico de 1930 no tiene el menor interés, salvo el anecdótico. Ni siquiera el profascista de los primeros años de la República, José Antonio comienza su actuación el 29 de Octubre de 1933, en el Teatro de la Comedia. Allí se marca, con caracteres definitivos, su camino, y allí contrae decididamente un compromiso trágico. En 1933 hay muchos grupos políticos enemigos del rumbo republicano. Algunos de ellos se hacen eco de la salida de José Antonio a la vida pública. Destaquemos dos reacciones: una, la de las JONS: puede verse en uno de los primeros números de la revista que llevaba el mismo título. Ante «la bandera que se alza» los jonsistas hacen notar cómo José Antonio ha recogido muchas de sus consignas, lo cual les parece bueno y legítimo, pero exigen, en nombre de su sentido real de la política, hechos. Si no engaña el recuerdo, la frase era algo así como esto: «actitudes como la del señor Primo de Rivera son voraces de hechos». Otro eco puede verse en la revista «Acción Española». El articulista se limitaba a afirmar que lo proclamado por José Antonio era conocido, si no hasta la saciedad, muy poco menos, y desde luego, coincidente casi en su totalidad con lo sostenido por cierta doctrina política. Nosotros los falangistas, desde luego, no vimos esa coincidencia tan literal, ni debió verla tampoco José Antonio, pues, situado en un momento entre ambas actitudes, se decidió por la primera, dando muestras de auténtico sentido político: porque aquel grupo mínimo y casi indigente de las primeras JONS, aquellas consignas estridentes y catilinarias de Ramiro eran llamadas a ser las únicas con porvenir político en España. La historia de José Antonio político continúa con su actividad parlamentaria. El capitulo podría titularse «Voz que grita en el desierto». Hoy, que conocemos el texto de sus discursos, no podemos explicarnos los españoles jóvenes —los viejos sí se lo explicarán— cómo fue posible su silenciamiento por la Prensa de uno y otro lado, hasta el punto de ser totalmente ignorados, José Antonio pasó varios años en el Parlamento diciendo verdades de a puño, pronunciando estupendos discursos, peleando contra la cerril incomprensión de las izquierdas y la ironía de las derechas; respondiendo con la mayor elegancia —irónica también— a unos y a otros, salvo cuando respondió a puñetazos. Sus discursos son la Categoría; todos los demás pronunciados en el Parlamento durante la República son pura anécdota. Pero vayan ustedes con Categorías a aquellas gentes... Las soluciones que ahora, después de la guerra, daremos a los problemas nacionales, fueron predicadas a voz y en grito, con la mayor claridad y con la mayor energía, por José Antonio en el Parlamento. Su voz subrayó los grandes temas tratados en aquella magistratura, a veces de manera tan definitiva —no menos definitiva porque no le hayan hecho caso en la legislación—, a veces tan definitiva como con ocasión de la Reforma Agraria. Viene después un capitulo obscuro. Un escritor nuestro le llamó «la locura de José Antonio». Se trata del intento de revolución tramado en 1935. Algún día se historiará debidamente. Por lo que ahora se sabe, de haberse llevado a cabo hubiera fracasado. Esto se le reprocha a José Antonio, embarcarse en una aventura condenada al fracaso. Pero, ¿efectivamente hubiera sido así? Y de fracasar, ¿no sería bastante para conmover y despertar a los españoles, evitando los males que vinieron después? No puede prejuzgarse, ni conviene echar adivinaciones sobre un suceso pasado... que no llegó a pasar. Lo que sí importa esclarecer es que el haberlo proyectado no merma la grandeza política de nuestro primer Jefe. Se acercan los días más duros. Los últimos discursos de 1935, los de 1936 anteriores al triunfo de las Izquierdas, están llenos de previsiones angustiosas y certeras. José Antonio ha medido sus fuerzas, y las fuerzas afines, y las
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