Dominique Lapierre India mon amour Traducción de Josep Maria Pinto p Prólogo Fue en la campiña de Bengala. Una niña caminaba cansinamente sobre el estre- cho dique que separaba dos arrozales. Llevaba una bolsa llena de libros y cuadernos. Volvía de la escuela y seguramente no había comido nada desde el amane- cer. Me dirigió una bonita sonrisa y me saludó con la mano. Hurgué en mis bolsillos con la esperanza de en- contrar algo que poderle dar. Sólo encontré una galle- ta y se la di. Me lo agradeció como si le hubiera puesto la Luna en la mano, y luego retomó su camino. La seguí con la mirada. Unos minutos más tarde sus pasos se cruzaron con los de un perro esquelético. Vi que la niña partía en dos la galleta y le daba la mitad al animal. La India me acababa de dar la lección más bella de todas acerca de lo que significa compartir. Dominique Lapierre Acababan de servir el postre, una magnífica tarta Ta- tin. De repente, mi huésped se quitó las gruesas gafas de concha y me escrutó con sus ojitos miopes. —Y ahora, Dominique, ¿qué tema histórico elegirá para su próximo libro con su amigo Larry Collins? Aquel hombre de voz cálida había sido mi maestro y modelo durante mis catorce años de reportero en la revista Paris Match. Los artículos y reportajes de Raymond Cartier narraban cada semana los aconte- cimientos del mundo con un brío y una riqueza de información que apasionaban a millones de lectores. Había aplaudido el éxito de ¿Arde París? y había apro- bado mi decisión de alejarme de Paris Match para in- tentar una aventura literaria e histórica como las que a él mismo le gustaba vivir cuando hacía sus grandes reportajes de actualidad. Después de relatar la guerra civil española en O llevarás luto por mí, yo acababa de publicar con Co- llins Oh, Jerusalén. Nuestras largas indagaciones acer- 18 Dominique Lapierre ca del nacimiento del Estado de Israel y varios meses de difícil escritura nos habían dejado K.O. —Ya sabe, Raymond, hay pocos temas a los que uno desee consagrar cuatro años de su vida —le dije—. ¿Nos puede sugerir alguna idea? Cartier frunció el ceño y se me acercó, como si qui- siera hacerme una confidencia. —Querido Dominique, cuando yo tenía su edad, un día fui a un pueblo del norte de la India para entrevis- tar a un hombrecillo que apenas iba vestido, y que ha- bía subyugado a uno de los imperios más poderosos de todos los tiempos. Se llamaba Mohandas Gandhi. ¿Por qué no escriben, usted y Larry Collins, un retrato de la India siguiendo el hilo de su vida? La India re- presentaba en aquella época una quinta parte de la humanidad. El 15 de agosto de 1947, cuando se pro- clamó su independencia, fue ciertamente uno de los días más importantes de la historia del mundo. De eso hace ya veinticinco años. Gandhi está muerto, pero muchos actores de aquella formidable página de la historia aún deben de seguir con vida. Seguramente los podría encontrar. Dominique, si yo tuviera su edad, ¡esta misma noche cogería un avión a la India! Querido Raymond, nunca pude agradecerle como habría deseado esta maravillosa sugerencia, porque por desgracia nos dejó poco tiempo después de aque- lla velada. Sepa usted que me impulsó por los caminos de una prodigiosa historia de amor con un país. Un país al que un tiempo después llamé Mi querida India. India mon amour 19 ¡La India! Un país continente, un inmenso mosai- co de pueblos, de razas, de castas, de religiones, de culturas. Un país de mil doscientos millones de habi- tantes que viven en seiscientas cincuenta mil pobla- ciones, donde se hablan más de setecientas cincuenta lenguas. Donde se adora a veinte millones de divini- dades. ¡La India! La promesa de un perpetuo asom- bro, de un maravillarse a cada momento, de un autén- tico sinfín de espectáculos en los que lo sublime a veces se mezcla con lo atroz, pero donde voy a descu- brir que la belleza se impone siempre y en todo lugar. Un país que a menudo me sublevará, pero que jamás dejará de hechizarme, de trastornarme, de revelarme nuevos tesoros, de colmarme con nuevas alegrías. Un país que demandaría diez vidas para penetrar en to- dos sus misterios. La aventura india a la que me impulsó entonces la invitación de mi viejo maestro de Paris Match durará toda mi vida. Pero comenzó en Londres, de una ma- nera un tanto rocambolesca. Una mañana de un mes de octubre corro hacia la estación Victoria para co- ger un tren que me llevará al sur de Inglaterra, donde tengo que entrevistar a lord Mountbatten, el último virrey británico de la India. De repente, mis pasos se detienen en Conduit Street, ante el escaparate del concesionario de automóviles Rolls-Royce. El cupé 8 cilindros Corniche verde pálido que exponen es, sin 20 Dominique Lapierre duda, uno de los coches más caros del mundo, cua- renta mil libras esterlinas, el precio de una decena de Alfa Romeos. Pero la belleza de ese coche me sumerge en un auténtico éxtasis. Me quedo largo rato como hipnotizado por la calandra de rejilla cromada que re- cuerda el frontón de un templo griego. Una curiosidad irrefrenable me impulsa entonces al interior de la tienda. Del mismo modo que podemos tener ganas de rozar la superficie biselada de una pie- dra preciosa o de acariciar el hombro desnudo de una mujer hermosa, siento el deseo de pasear mis manos por la carrocería de aquella joya. Espero a que el ven- dedor esté conversando con un visitante para acari- ciar las alas de la estatuilla que se yergue en la proa del capó. Doy varias vueltas al coche, antes de atreverme a sentarme en su interior. ¡Qué emoción cuando se cierra la puerta y me encuentro solo, casi acostado, asombrado por el lujo del habitáculo tapizado de cue- ro y maderas preciosas! Cierro la palma de la mano sobre la bola de madera de olmo de la palanca de cam- bios, toqueteo los mandos del aire acondicionado automático, los de la radio con ocho altavoces, el del regulador de velocidad. Muevo las dos tablillas de marquetería empotradas en los respaldos de los asien- tos delanteros para comodidad de los pasajeros insta- lados detrás. Ajusto el sillón eléctrico en todas las po- siciones imaginables. Bien aposentado en mi acogedor asiento, respirando profundamente el embriagador olor a cuero, contemplo a través del parabrisas el lar- India mon amour 21 go y esbelto capó, en cuyo extremo se proyecta la gra- ciosa figurita. Me dejo llevar por la ensoñación y oigo el silencio del motor, un silencio tan perfecto que, se- gún se dice, el único ruido que se oye a bordo de un Rolls-Royce es el tictac del reloj. Y entonces me asalta una idea alocada. ¿Y si me llevo esta maravilla a la India para que descubramos juntos los secretos de ese país continente donde me espera un trabajo de investigación tan enorme? Des- pués de todo, los Rolls-Royce eran los coches preferi- dos de los marajás. ¡Qué gozada, llevarme una de sus últimas encarnaciones por las carreteras de la India! Una locura, sin duda. Pero, por extraordinario que pa- rezca, su precio se corresponde exactamente con el adelanto que he recibido del editor británico que pu- blicará nuestro gran fresco indio. Antes de que mis pies abandonen las alfombrillas, mullidas como edredones, para anunciar al vendedor de la tienda que deseo comprar el Corniche que expo- nen, tengo la precaución de ajustarme la corbata en uno de los cuatro espejos de cortesía y de sacudir el polvo de mi blazer. Aunque no lleve un bombín ni un paraguas para reforzar mi credibilidad, no tengo du- das de que la presentación de mi talonario de cheques me permitirá adquirir esta joya. El vendedor me mira de arriba abajo con condes- cendencia antes de dirigirme un glacial «Good after- noon, sir, what may I do for you?» (Buenas tardes, señor, ¿qué puedo hacer por usted?). Es un hombre 22 Dominique Lapierre delgado de unos cincuenta años, de tez rosada. Lleva camisa blanca de cuello duro, chaleco negro bajo una chaqueta también negra, y pantalón gris de rayas. Re- cuerda más al mayordomo de alguna mansión que a un vendedor de coches. Bien es verdad que los coches que vende no son los que compra el común de los mortales. La austeridad de su vestimenta subraya la diferencia. Con aire despreocupado, señalo el objeto de mis deseos. —Desearía comprar ese automóvil —le digo, adop- tando mi acento más british. El vendedor suelta un «jo, jo» de estupor. La nuez del cuello le baila arriba y abajo. —¿Desea comprar ese coche? —se sorprende, mar- cando fuertemente cada sílaba, como si intentara con- vencerse de que ha oído bien. —Exactamente —le contesto. Y vuelve a emitir varios «¡jo, jo!» de asombro. Pa- rece evidente que es la primera vez en su vida que una persona de apariencia tan joven, y sin bombín ni para- guas ni cuello duro, le dice que desea comprar uno de sus coches. Se frota el mentón varias veces y luego me dirige una pregunta que, en ese momento, me parece absurda. —Sir, ¿a qué país ha previsto usted llevarse ese coche? Sin duda ha notado una entonación extranjera en mi pulcro inglés. —¡A la India! India mon amour 23 El vendedor pone unos ojos como platos. Si le hu- biera contestado: «A la Luna», no se habría sorpren- dido tanto. —¿La India? —me contesta, pasmado. Se produce entonces un silencio incómodo. Baja la cabeza como si lo hubiera golpeado. Lo he des- concertado. Nunca se ha enfrentado con un cliente como yo. Suelen comprarle estos coches para ir y ve- nir entre Londres y algún castillo de Yorkshire o de las Highlands. Y hete aquí que un chiflado le dice que se quiere llevar uno de sus coches a la India... —¿Ha dicho la India? En su voz hay un temblor en el que creo discernir una brizna de nostalgia. Se lo confirmo con un asenti- miento. Y él mueve la cabeza repetidamente. —En este caso, sir, debo consultar con el encargado de exportaciones. Es el único que puede asumir la res- ponsabilidad de acceder a su petición. Tras pronunciar estas palabras, se va hacia un des- pacho vecino. Unos segundos después, le oigo expli- car al teléfono: «Hay un gentleman en la tienda que desea comprar un Corniche para llevárselo a... —se atraganta y continúa—, a la India... Creo, sir, que esta petición justificaría su intervención.» Unos minutos más tarde veo llegar a un hombreci- llo entrado en carnes, con un bigotito estilo Charlot, vestido también de negro. Una cadena de oro brilla en el bolsillo de su chaleco. Me saluda con una pizca de desdén.
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