Historias extraordinarias Edgar Allan Poe Biblioteca digital infantil y juvenil Autor: Edgar Allan Poe, estadounidense (1809-1849) EL CHICO QUE HABLABA CON LOS ANIMALES o hace mucho tiempo decidí pasar unas breves vacaciones en las Indias Occidentales. Los amigos me habían dicho que era un lugar maravilloso, que podría pasarme el día entero holgazaneando, tomando el sol en las playas de arenas plateadas y nadando en las aguas cálidas y verdes del mar. Escogí Jamaica y volé directamente de Londres a Kingston. Tardé dos horas de coche en ir del aeropuerto de Kingston a mi hotel, situado en la costa norte. La isla estaba llena de montañas y éstas aparecían totalmente cubiertas de selvas oscuras y espesas. El jamaicano corpulento que conducía el taxi me dijo que en aquellas selvas vivían comunidades enteras de gentes diabólicas que seguían practicando el vudú, la brujería y otros ritos mágicos. —No suba usted jamás a esas selvas de la montaña —me dijo, poniendo los ojos en blanco—. ¡Allí arriba suceden cosas que harían que el pelo se le volviese blanco en un minuto! —¿Qué clase de cosas? —pregunté. —Es mejor que no me lo pregunte —explicó—. No es prudente hablar de ello siquiera. Y no quiso decirme nada más del asunto. Mi hotel se alzaba al borde de una playa perlina y el paisaje era aún más bello de lo que me había imaginado. Pero en el instante en que crucé la gran puerta principal, empecé a sentirme inquieto. No había motivo alguno para ello. No vi nada extraño, pero la sensación era muy viva y no conseguí librarme de ella. Había algo sobrenatural y siniestro en el lugar. A pesar de la belleza y el lujo, un presagio de peligro flotaba en el aire como si fuera gas tóxico. Y no tenía la seguridad de que se tratase solamente del hotel. Toda la isla, las montañas y las selvas, las rocas negras que jalonaban la costa y los árboles que parecían cascadas de flores escarlata, todas estas cosas y muchas otras hacían que me sintiese incómodo dentro de mi pellejo. Algo maligno se agazapaba debajo de la superficie de la isla. Lo presentía en mis huesos. Mi habitación en el hotel tenía un pequeño balcón desde el cual podía bajar directamente a la playa. Crecían cocoteros por doquier y de vez en cuando un coco verde y enorme, del tamaño de un balón de fútbol, caía del cielo y producía un golpe sordo al chocar contra la arena. Se consideraba una estupidez tenderse debajo de un cocotero, ya que, si alguna de aquellas cosas te caía en la cabeza, podía destrozarte el cráneo. La chica jamaicana que entró a arreglarme la habitación me dijo que un americano rico llamado Wasserman había encontrado la muerte precisamente de aquella manera hacía tan sólo dos meses. —Lo dice en broma —le dije. —¡Nada de broma! —exclamó la chica—. ¡No, señor! ¡Lo vi con mis propios ojos! ¡Sí, señor! —¿Y no se organizó un escándalo a causa de lo ocurrido? —pregunté. —Echaron tierra al asunto —contestó sombríamente—. La gente del hotel echó tierra y lo mismo hizo la gente de los periódicos, porque las cosas así son muy malas para el negocio turístico. —¿Y dice usted que lo vio con sus propios ojos? —Sí, señor —dijo—. Mister Wasserman estaba debajo de aquel árbol que hay allí en la playa. Entonces sacó su cámara y enfocó el crepúsculo. Esa noche el crepúsculo era rojo y muy bonito. De pronto un coco verde y grande se desprende y aterriza en su calva. ¡Bum! Y ése —añadió con cierto entusiasmo— fue el último crepúsculo que mister Wasserman vio en su vida. —¿Quiere decir que murió en el acto? —No sé si murió en el acto —dijo—. Recuerdo que lo siguiente que ocurrió es que la cámara se le cayó de las manos y fue a parar a la arena. Luego los brazos cayeron sobre sus costados y se le quedaron colgando allí. Entonces empezó a tambalearse. Se tambaleó varias veces hacia atrás y hacia adelante, muy suavemente, y yo estaba de pie mirándole y yo me dije: el pobre hombre está mareado y puede que vaya a desmayarse de un momento a otro. Entonces muy, muy despacio, se inclinó hacia adelante y se desplomó. —¿Estaba muerto? —Más muerto que mi abuela —dijo la chica. —¡Cielo santo! —Así es —dijo—. Nunca hay que colocarse debajo de un cocotero cuando hay brisa. —Gracias —le dije—. No lo olvidaré. Al atardecer de mi segundo día en el hotel me encontraba sentado en mi pequeño balcón con un libro sobre el regazo y un vaso de ponche en la mano. No estaba leyendo el libro, sino que contemplaba un pequeño lagarto verde que acechaba a otro pequeño lagarto verde en el suelo del balcón, a unos dos metros de mí. El primer lagarto se acercaba al otro por detrás, avanzando con gran lentitud y cautela, y cuando llegó cerca de él sacó su larga lengua y tocó la cola del otro. Este dio un salto y se volvió, quedando los dos cara a cara y sin moverse, pegados al suelo, agazapados, mirándose fijamente y muy tensos. De pronto iniciaron una extraña danza los dos. Saltaban al aire. Saltaban hacia atrás. Saltaban hacia adelante. Saltaban de lado. Daban vueltas el uno alrededor del otro, como dos boxeadores, sin dejar un solo momento de saltar, hacer cabriolas y danzar. El espectáculo resultaba muy raro y me dije que seguramente se trataba de algún ritual amoroso. Me quedé muy quieto, esperando ver lo que iba a pasar a continuación. Pero nunca vi lo que pasó a continuación porque en aquel momento me di cuenta de que se producía una gran conmoción en la playa. Miré hacia allí y vi que un gran número de personas se arracimaba en torno a algo al borde del agua. Cerca de allí, varada en la arena, había una barca de pescador tipo canoa y lo único que se me ocurrió fue que el pescador acababa de llegar con un montón de peces y la gente los estaba mirando. Una redada de peces es algo que siempre me ha fascinado. Dejé el libro y me levanté. Más gente bajaba de la veranda del hotel y se dirigía presurosamente a reunirse con la multitud que se agolpaba al borde del agua. Los hombres llevaban esos horribles pantalones cortos que llamaban «bermudas» y que llegan hasta las rodillas y sus camisas resultaban biliosas de tanto rosa, naranja y otros colores discordantes como había en ellas. Las mujeres tenían mejor gusto y en su mayoría llevaban bonitos vestidos de algodón. Casi todo el mundo sostenía una copa en la mano. Recogí mi propia copa y bajé del balcón a la playa. Di un pequeño rodeo para evitar el cocotero debajo del cual se suponía que mister Wasserman había hallado la muerte y crucé la hermosa arena plateada para reunirme con la multitud. Pero no era una redada de peces lo que la gente estaba contemplando. Era una tortuga tumbada panza arriba sobre la arena. ¡Pero qué tortuga! Era gigantesca, un verdadero mamut. Nunca había creído posible que una tortuga pudiese ser tan enorme. ¿Cómo puedo describir su tamaño? Creo que, de no haber estado panza arriba, un hombre alto habría podido sentarse sobre su caparazón sin que sus pies tocaran el suelo. Tendría quizás un metro cincuenta de largo y un metro veinte de ancho, con un caparazón alto y abovedado de gran belleza. El pescador que la capturara la había tumbado de panza arriba para que no pudiera escapar. Había también una gruesa soga atada alrededor del caparazón y un pescador orgulloso, delgado, negro y sin más vestimenta que un pequeño taparrabo se encontraba a poca distancia del animal, sujetando el extremo de la soga con ambas manos. De panza arriba yacía aquella magnífica criatura, con sus cuatro gruesas patas agitándose frenéticamente en el aire y su cuello largo y arrugado sobresaliendo considerablemente del caparazón. En el extremo de las patas tenía unas garras grandes y afiladas. —¡Apártense, por favor, damas y caballeros! —exclamó el pescador—. ¡Apártense! ¡Las garras son peligrosas! ¡Pueden arrancarles un brazo! La multitud de huéspedes del hotel se mostraba excitada y a la vez encantada ante aquel espectáculo. Una docena de cámaras enfocaba el animal disparando sin cesar. Muchas mujeres soltaban grititos de placer y se aferraban al brazo de sus hombres, mientras que éstos demostraban su ausencia de temor y su masculinidad haciendo comentarios estúpidos en voz alta. —Bonito par de gafas con montura de concha te harías con ese caparazón, ¿eh, Al? —¡La muy condenada debe de pesar más de una tonelada! —¿Pretendes decirme que realmente puede flotar? —Claro que flota. Y es una estupenda nadadora, además. Capaz de tirar fácilmente de una barca. —Es mordedora, ¿verdad? —Esa no es de las que muerden. Las tortugas mordedoras no son tan grandes como ésa. Pero de una cosa puedes estar seguro: te arrancará la mano de un mordisco si te acercas demasiado. —¿De veras haría eso? —preguntó una de las mujeres al pescador—. ¿Le arrancaría la mano a una persona? —Ahora mismo —dijo el pescador, sonriendo con sus dientes blanquísimos—. No le hará ningún daño cuando esté en el océano, pero si la captura, la arrastra a la playa y la coloca panza arriba, ¡entonces hay que andarse con cuidado! ¡Morderá cualquier cosa que se ponga a su alcance! —Supongo que a mí también me entraran ganas de dar mordiscos —dijo la mujer— si me encontrase en esta situación. Un idiota acababa de encontrar un tablón que el agua había arrojado a la playa y se acercaba con él a la tortuga. Era un tablón bastante grande, de alrededor de un metro cincuenta de largo y quizá dos centímetros y medio de grueso. Con la punta del mismo empezó a tascar la cabeza de la tortuga. —Yo no haría eso —dijo el pescador—. Sólo conseguirá enfurecerla más. Cuando el extremo del tablón tocó el cuello de la tortuga, ésta volvió rápidamente su cabezota, abrió la boca y, ¡zas!, cogió el tablón y lo atravesó con sus dientes como si fuera un pedazo de queso. —¡Atiza! —gritaron los espectadores—. ¿Habéis visto? ¡Me alegro de que no fuera mi brazo! —Déjenla en paz —dijo el pescador—. No es conveniente excitarla. Un hombre barrigudo, de muslos gruesos y piernas muy cortas se acercó al pescador y dijo: —Escuche, buen hombre. Quiero ese caparazón. Se lo compro —y dirigiéndose a su regordeta esposa, añadió—: ¿Sabes qué voy a hacer, Mildred? Me llevaré ese caparazón a casa y haré que un experto le saque brillo. ¡Luego lo instalaré en el centro mismo de nuestra salita de estar! ¿Verdad que quedará bonito? —Fantástico —dijo la esposa regordeta—. Adelante, cómpralo, querido. —No te preocupes —dijo él—. Ya es mío —y volviéndose al pescador, dijo—: ¿Cuánto pide por el caparazón? —Ya la he vendido —dijo el pescador—. La he vendido con caparazón y todo. —No tan aprisa, buen hombre —dijo el hombre barrigudo—. Yo le pagaré más. Vamos. ¿Cuánto le han ofrecido? —No hay nada que hacer —contestó el pescador—. Ya la he vendido. —¿A quién? —preguntó el hombre barrigudo. —Al director. —¿Qué director? —El director del hotel. —¿Lo han oído? —gritó otro hombre—. ¡La ha vendido al director de nuestro hotel! ¿Y saben qué significa eso? ¡Significa sopa de tortuga! ¡Eso es lo que significa! —¡Tiene mucha razón! ¡Y bistec de tortuga! ¿Alguna vez has comido filete de tortuga, Bill? —Nunca, Jack. Pero ardo en deseos de probarlo. —Un filete de tortuga es mejor que uno de buey si lo cocinas como es debido. Es más tierno y tiene mucho más sabor. —Oiga —dijo el hombre barrigudo, dirigiéndose al pescador—. No trato de comprar la carne. El director puede quedársela. Puede quedarse con todo lo que haya dentro incluyendo los dientes y las uñas. Lo único que quiero es el caparazón. —Y si te conozco bien, querido —dijo su esposa, sonriéndole de oreja a oreja—, tuyo será el caparazón. Permanecí allí de pie, escuchando la conversación de aquellos seres humanos. Hablaban de la destrucción, el consumo y el sabor de una criatura que, incluso estando panza arriba, parecía extraordinariamente digna. Una cosa era segura. Era de mayor edad que ellos. Probablemente se había pasado ciento cincuenta años surcando las verdes aguas de las Indias Occidentales. En ellas estaba ya cuando George Washington era presidente de los Estados Unidos y Napoleón recibía una buena paliza en Waterloo. Por aquel entonces debía de ser una tortuga pequeña, pero no había la menor duda de que ya estaba allí. Y ahora estaba aquí, tumbada de espaldas sobre la arena, esperando el momento de ser sacrificada y convertida en sopa y filetes. Era evidente que la alarmaban el ruido y los gritos que se oían a su alrededor. Alargaba el cuello viejo y arrugado y su cabezota se volvía a un lado y a otro como si buscase a alguien capaz de explicarle el motivo de tantos malos tratos. —¿Cómo la llevará hasta el hotel? —preguntó el hombre barrigudo.
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