André Luiz Ruiz Hay flores sobre las Piedras Por el Espíritu Lucius. Índice 1 – La llegada de los mensajes 2 – El general. 3 – La conversación. 4 – La oficina mental. 5 – El inicio del tratamiento. 6 – Pésimas noticias. 7 – El general en acción. 8 – El inicio de la operación. 9 – La siembra del mal. 10 – Esclareciendo. 11 – Los Rebeldes. 12 – El plan de Macedo. 13 – En la hacienda. 14 – Acción generando reacción. 15 – El preludio del ataque. 16 – La hora llegó. 17 – Angustias mayores. 18 – Sordo a los consejos del amor. 19 – Salustiano. 20 – Intrigas de Macedo. 21 – Cosas del Pasado. 22 – La mejor de las terapias. 23 – El drama de Lucinda. 24 – El amor que cura. 25 – El cerco se cierra. 26 – El sueño. 27 – Salustiano ciego. 28 – La simiente milagrosa. 29 – Macedo en persecución. 30 – La prisión de los lideres. 31 – Cada uno en su lugar. 32 – La desencarnación de Armando. 33 – Las explicaciones de Mauricio. 34 – Lucinda encuentra el abrigo. 35 – Lucinda encuentra su destino. 36 – Conversando con Luciano. 37 – El amor extiende los brazos durante el sueño. 38 – El aviso ignorado. 39 – Los dolores cobran su precio. 40 – Macedo en la prisión. 41 – Enfermedades rectificando enfermos. 42 – Enfermedad compartida. 43 – El amor intentando rescatar a todos. 44 – Mauricio y Lucinda. 45 – El amor en acción. 46 – La verdad. 47 – Comprendiendo todo. 48 – Hay flores sobre las piedras. Presentación. La belleza de esta obra bien puede ser medida por los que conocen a su autor mediúmnico. André Luiz Ruiz, incansable trabajador de la Doctrina Espirita, en todos sus aspectos, es el mismo retrato vivo del que este importante romance nos ofrece: fortaleza, abnegación, confianza en el Padre y la amplia visión que sobrepasa los límites de nuestro pequeño horizonte. Y es en esa amplitud, que abraza todo el Universo, que esta historia fue traída por el Espíritu Lucius a sus manos mediúmnicas, donde los personajes desfilan con gran autenticidad narrativa, enseñándonos, de forma que nos envuelve emocionalmente, que el amor, el perdón y la voluntad de rehacer los pasos mal dados, son los sagrados ingredientes para nuestra evolución espiritual y que castigo es palabra y expresión que no existe en el gran libro universal, eternamente escrito por nuestro Creador, misericordioso sembrador de nuevas oportunidades. Por lo tanto, amigo lector, tenemos absoluta certeza de que al voltear la última página de esta obra, algo muy fuerte se habrá instalado en su corazón, confirmando aun más que con mucho cariño, paciencia, tolerancia y perdón, flores habrán de surgir, embelleciendo las piedras de nuestro camino, venidas de las simientes de luz y de amor que Dios plantó en el corazón de todos nosotros, hijos que somos de Su amor. Araras (SP), Primavera, 2001. Wilson Frungilo Júnior. 1 La llegada de los mensajes. La campanilla sonó en el portón, en medio de una nube de polvo que se deshacía lentamente, llevada por la suave brisa matutina. Con su montura jadeante, allí se hallaba, el subalterno del general Alcántara, trayéndole despachos importantes y que precisaban de urgente apreciación, ya que inminentes conflictos se diseñaban en la región, demandando actitudes enérgicas de las autoridades responsables. Más allá de eso, en la condición de subordinado de un hombre acostumbrado a dar ordenes y ser obedecido, sabía el capitán Macedo que su comandante no admitía otro procedimiento que no fuese el del cumplimiento del deber, independientemente de cuanto eso le costase, ya que el general fuera soldado de rígida formación, al cual el cuartel moldara en una sólida disciplina en perjuicio del sentimiento de humanidad y respeto a los semejantes. Se oía aun el tintinear repetido de la campanilla de bronce que anunciaba a la servidumbre del caserón que alguien se hallaba en el portón, aguardando la atención, cuando una anciana negra, habituada a los trabajos y a las exigencias de la casa, dio paso al mensajero osado que, tan pronto alcanzó los jardines, le preguntó: - Olívia, ¿Dónde se haya el general Alcántara? - ¡Ah! Mi capitán, seño general aun no se enderezó, lo que tá dejando a todo mundo muy preocupado. - ¡Pero ya son casi las ocho horas, Olívia! - afirmó Macedo. - Es por eso mismo que vuestra merced debe de imaginá como las cosas no son de las mejores... – replicó la negra, dejando que lágrimas de preocupación mojasen sus ojos enrojecidos. Atravesando la entrada principal como quien conocía bien el camino en vista de cierta intimidad con las disposiciones del predio, se dirigió Macedo para los aposentos aun cerrados en los cuales el general Alcántara debería recibir los despachos urgentes de aquella mañana. Tocó la puerta con una mezcla de cumplimiento del deber y de un deseo de no incomodar, hasta que Lucinda, la hija más joven, vino a su encuentro, trayendo la noticia de que el padre no se hallaba bien dispuesto, estaba con fiebre, con dolores por el cuerpo y sudaba abundantemente, no siendo posible cualquier contacto inmediato, mucho menos que le fuesen informados problemas de orden administrativo. Macedo sin prestar mucha atención en los informes oídos, tenia sus ojos seducidos por la belleza suave y firme de la joven Lucinda, moza en la hermosura de sus diecinueve primaveras, que era el oasis en la vida de aquella familia a la cual el carácter del general impusiera una disciplina que hacia de la casa grande una casi extensión del propio cuartel. Después de la viudez del padre, Lucinda asumiera el comando de la casa, donde ejercía sus cualidades de señorita con las virtudes del alma que su elevación espiritual ya le confería, siendo bienquista por todos, en una verdadera antítesis de lo que se daba en comparación con el dueño de la casa, aquel general altivo, arbitrario, violento e intransigente. Tan pronto se vio en la posición de responsable por la dirección interna de la casa familiar, Lucinda atrajo para sí a la vieja ama de leche, Olívia, y otras negras que ejercían el trabajo dentro de la fastuosa casa, en la cocina y en el arreglo y que, aun a contra gusto del dueño de la casa, pasaron a serle las únicas y sinceras compañías. Con su toque dulce y sus modos blandos, Lucinda conseguía doblar las más rigurosas posturas de aquel hombre rudo a quien, a pesar de eso, aprendiera a amar y respetar como la figura querida que la providencia le concediera como su padre. Con el pasar de los años, era en ella que el altivo general buscaba refugio para su orgullo cansado, en largas conversaciones después de la cena, cuando escuchaba de su boca inocente los conceptos elevados al respecto de la vida, de la convivencia, de la naturaleza y de la exactitud de las cosas creadas por Dios. Evidentemente, Alcántara no concordaba con todas las ideas de la hija, creyendo que mucho de aquello era devaneo de juventud. No obstante, en esos momentos, el sobrio general se dejaba llevar por la dulzura de la niña y su amor, oculto en el pecho por el peso del rango militar, por la posición social y por las obligaciones de comando, podía desdoblar sus alas y dar muestras de que, hasta el bloque de granito cuando es pulido con paciencia, puede transformarse casi en un espejo de rara belleza. Esa era Lucinda, gracias a quien, hace algunos años, no se veía el dantesco espectáculo del uso del chicote del castigo en el dorso de algún negro que hubiese cometido una pequeñita falta. Esa era Lucinda, la hija muy amada, la única capaz de ablandar la furia nerviosa del padre, en los momentos de desequilibrio, la única que conocía un poco más profundamente, los meandros de aquel ser que todos temían y del cual todos se apartaban para no ser víctimas de su dureza.
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