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Grisham, John - El t.. PDF

199 Pages·2003·1.08 MB·Spanish
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El testamento John Grisham John Grisham El testamento Hasta el último día y hasta la última hora. Soy un viejo solitario a quien nadie ama, enfermo, resentido y cansado de vivir. Estoy preparado para el más allá; tiene que ser mejor que esto. Soy el propietario del monumental edificio de cristal en que ahora me encuentro y del noventa y siete por ciento de la empresa que, en el piso inmediatamente inferior al mío, tiene su sede en él. También del kilómetro de terreno que lo rodea por tres de sus lados y de las dos mil personas que trabajan aquí y de las otras veinte mil que no, y asimismo del gasoducto que transporta el gas al edificio desde mis pozos petrolíferos de Texas. Mía es la compañía que le suministra la electricidad y tengo en arriendo el invisible satélite que navega a muchos kilómetros de altura, a través del cual yo ladraba en otros tiempos órdenes a mi imperio, que se extiende por todo el mundo. El valor de mis bienes supera los once mil millones de dólares. Soy dueño de minas de plata en Nevada y de cobre en Montana, de plantaciones de café en Kenia, de minas de carbón en Angola, de plantaciones de caucho en Malasia, de explotaciones de gas natural en Texas, de pozos de petróleo en Indonesia y de acerías en China. Mi empresa es propietaria de empresas que producen electricidad y fabrican ordenadores y construyen embalses e imprimen libros de bolsillo y transmiten señales a mi satélite. Son tantos los países por los que se hallan repartidas las sucursales de mis filiales que casi nadie podría localizarlas. Antes era dueño de todos los juguetes apropiados: yates, jets privados y rubias, casas en Europa, haciendas en Argentina, una isla en el Pacífico, purasangres e incluso un equipo de hockey. Pero ya me he hecho demasiado viejo para los juguetes. El dinero es la raíz de mis males. Tuve tres familias, tres ex esposas que me dieron siete hijos, seis de los cuales siguen vivos y hacen todo lo que pueden para atormentarme. Que yo sepa, engendré a los siete y enterré a uno. Debería decir que lo enterró su madre, pues yo me encontraba fuera del país. Estoy enemistado con mis ex esposas y todos mis hijos. Hoy todos se hallan reunidos aquí porque me estoy muriendo y ha llegado la hora de repartir el dinero. Llevo mucho tiempo planeando este día. Mi edificio tiene catorce pisos, todos ellos largos, anchos y situados alrededor de un recóndito patio trasero donde antaño yo celebraba banquetes al aire libre. Vivo y trabajo en el piso superior, cuatro mil metros cuadrados de opulencia que a muchos les parecerían obscenos, pero que a mí no me molestan en absoluto. He ganado hasta el último centavo de la fortuna que poseo con mi sudor, mi inteligencia y mi buena suerte. Debería tener también el derecho de regalar todo ese dinero a quien me diera la gana, pero me persiguen. ¿Por qué debería preocuparme por quién recibe el dinero? He hecho con él todo lo imaginable. Sentado aquí en mi silla de ruedas, esperando solo, no se me ocurre ni una sola cosa que quiera comprar o ver, ni un solo lugar a donde quiera ir ni otra aventura a la que quiera lanzarme. Lo he hecho todo y estoy muy cansado. No me interesa quién reciba el dinero; pero me interesa mucho quién no lo reciba. Diseñé personalmente cada metro cuadrado de este edificio, y por eso sé exactamente dónde colocar a cada uno de los participantes en esta pequeña ceremonia. Están todos aquí, esperando, pero les da igual. Permanecerían en cueros en medio de un temporal de nieve si fuese necesario. La primera familia la constituyen Lillian y sus hijos, cuatro de mis retoños, habidos de una mujer que raras veces permitía que la tocara. Nos casamos jóvenes —yo tenía veinticuatro años y ella dieciocho—, lo cual significa que Lillian también es una vieja. Llevo años sin verla y hoy no la veré. Estoy seguro de que sigue interpretando el papel de doliente y abandonada pero aun así fiel primera esposa que fue intercambiada por un trofeo. Jamás ha vuelto a casarse, y estoy seguro de que lleva cincuenta años sin mantener relaciones sexuales. No sé cómo conseguimos reproducirnos. 2 John Grisham El testamento Su hijo mayor, Troy Jr., tiene ahora cuarenta y siete años, y es un idiota inútil que se avergüenza de mi nombre. De chico adoptó el apodo de TJ y sigue prefiriéndolo a Troy. De los seis hijos que ahora se encuentran reunidos aquí, TJ es el más tonto, aunque los demás no le van demasiado a la zaga. Lo echaron de su centro universitario a los dieciocho años por venta de droga. Como los demás, TJ recibió cinco millones de dólares al cumplir los veintiún años. Y, como a los demás, éstos se le escaparon entre los dedos como el agua. No soporto contar las desdichadas historias de los hijos de Lillian. Baste decir que todos están endeudados hasta las cejas, prácticamente incapacitados para tener un empleo y con muy pocas esperanzas de cambiar, por lo que el hecho de que yo firme este testamento será el acontecimiento más trascendental de sus vidas. Volviendo a mis ex esposas. De la frigidez de Lillian pasé a la tórrida pasión de Janie, una bella joven contratada como secretaria del departamento de contabilidad, pero rápidamente ascendida cuando decidí que la necesitaba en mis viajes de negocios. Me divorcié de Lillian y me casé con Janie, que era veintidós años más joven que yo y estaba firmemente decidida a satisfacerme en todo. Tuvo dos hijos a la mayor velocidad que pudo y los utilizó como anclas para mantenerme agarrado. Rocky, el más joven de ellos, murió en un automóvil deportivo con dos amigos en un accidente de tráfico cuyo acto de conciliación al margen de los tribunales me costó seis millones de dólares. Me casé con Tira a los sesenta y cuatro años. Ella tenía veintitrés y estaba embarazada de un pequeño monstruo a quien engendré. Le impuso el nombre de Ramble1 por una razón que jamás entendí. Ahora Ramble tiene catorce años y ya cuenta en su haber con una detención por robo en una tienda y otra por tenencia de marihuana. El grasiento cabello se le pega al cuello y le baja por la espalda, y luce aros en las orejas, las cejas y la nariz. Me dicen que va a clase cuando le apetece. Ramble se avergüenza de que su padre tenga casi ochenta años, y su padre se avergüenza de que su hijo se haya traspasado la lengua con cuentas de plata. Y él, junto con los demás, espera que yo estampe mi firma en este testamento y mejore con ello su vida. A pesar de que poseo una fortuna enorme, el dinero no durará demasiado en poder de estos necios. Soy un viejo moribundo y no debería odiar a nadie, pero no puedo evitarlo. Todos ellos son unos miserables. Las madres me odian y han enseñado a sus hijos a odiarme también. Son unos buitres que vuelan en círculo con una expresión de avidez en los ojos y las garras dispuestas para la rapiña, mareados ante la perspectiva de entrar en posesión de unas ilimitadas cantidades de dinero constante y sonante. Mi estado mental es ahora una cuestión de gran importancia. Creen que padezco un tumor porque digo cosas raras. Balbuceo incoherencias en las reuniones y a través del teléfono, y mis ayudantes murmuran a mis espaldas, asienten con la cabeza y piensan para sus adentros: «Sí, es verdad. Eso es cosa del tumor». Hace dos años hice testamento y se lo dejé todo a mi última amante, que por aquel entonces se paseaba por mi apartamento vestida tan sólo con unos pantis estampados con motivos de piel de leopardo, por lo que creo que efectivamente me vuelven loco las rubias de veinte años dotadas de todas las curvas correspondientes. Sin embargo, más tarde la eché a la calle. La trituradora de documentos se zampó el testamento. Sencillamente, me cansé. Hace tres años hice testamento por gusto y lo dejé todo a instituciones benéficas, más de cien. Un día yo estaba maldiciendo a TJ y él estaba maldiciéndome a mí y le hablé de aquel nuevo testamento. Entonces él, su madre y sus hermanos contrataron a toda una serie de abogados marrulleros y recurrieron a los tribunales en un intento de encerrarme en un centro sanitario para que me sometieran a tratamiento y emitieran un dictamen sobre mi estado. Fue una jugada muy hábil por parte de sus abogados, pues si me hubieran declarado mentalmente incapacitado mi testamento habría sido considerado nulo. Pero yo tengo muchos abogados y les pago a mil dólares la hora para que manipulen el ordenamiento legal en mi beneficio. No me encerraron en el manicomio, a pesar de que tal vez fuese cierto que por aquel entonces yo estaba un poco mal de la chaveta. Tengo mi propia trituradora de documentos que he utilizado para destruir todos los antiguos testamentos. Todos han desaparecido, devorados por ese chisme. Luzco largas batas blancas de seda tailandesa, me rasuro la cabeza como un monje y apenas pruebo bocado, de modo que mi cuerpo se ha encogido y arrugado. Creen que me he convertido al budismo, pero en realidad estoy estudiando a Zoroastro. No saben distinguir lo uno de lo otro. Casi puedo comprender por qué razón creen que mis facultades mentales se han deteriorado. 1 En inglés, «vagabundeo». (N. de la T.) 3 John Grisham El testamento Lillian y la primera familia están en la sala de juntas de los ejecutivos, en el décimotercer piso, justo debajo de mí. Es una espaciosa sala de mármol y caoba con alfombras mullidas y una larga mesa ovalada en el centro, alrededor de la cual hay ahora un montón de personas muy nerviosas. No es de extrañar que haya más abogados que miembros de la familia. Lillian tiene uno, al igual que cada uno de sus cuatro hijos, a excepción de TJ, que se ha presentado con tres para demostrar su importancia y asegurarse de que todos los flancos estén debidamente cubiertos. TJ tiene más problemas legales que la mayoría de los reclusos del corredor de la muerte. En uno de los extremos de la mesa hay una gran pantalla digital que transmitirá lo que allí ocurra. El hermano de TJ es Rex, de cuarenta y cuatro años, mi segundo hijo, casado actualmente con una bailarina de striptease llamada Amber, una pobre criatura sin seso pero con un busto tan enorme como falso. Si no me equivoco, es su tercera esposa, o quizá sea la segunda; en cualquier caso, ¿quién soy yo para condenar a nadie? Está aquí junto con todas las demás actuales esposas o amantes, todas ellas hechas un manojo de nervios ahora que están a punto de repartirse once mil millones de dólares. La primera hija de Lillian, la mayor de mis hijas, es Libbigail, una criatura a la que yo amaba desesperadamente hasta que se fue a la universidad y se olvidó de mí. Más tarde se casó con un africano y eliminé su nombre de mis testamentos. Mary Ross fue el último vástago de Lillian. Está casada con un médico que aspira a ser millonario, pero ambos están llenos de deudas. Janie y la segunda familia esperan en una sala del décimo piso. Janie ha tenido dos maridos desde que nos divorciamos hace ya muchos años. Estoy casi seguro de que actualmente vive sola. Yo contrato investigadores para mantenerme al corriente, pero ni siquiera el FBl podría seguir la pista de sus saltos de lecho en lecho. Tal como ya he dicho, su hijo Rocky se mató. Su hija Geena está aquí, con su segundo marido, un imbécil con un máster en gestión empresarial, pero lo bastante peligroso como para tomar unos quinientos millones de dólares y perderlos magistralmente en tres años. Y finalmente está Ramble, repantigado en un sillón del quinto piso, lamiéndose el aro de oro que le adorna la comisura de los labios mientras se manosea el pegajoso cabello verde y mira enfurecido a su madre, que ha tenido el descaro de presentarse aquí con un melenudo y pequeño gigoló. Hoy Ramble espera hacerse rico y entrar en posesión de una fortuna sencillamente porque yo lo engendré. Por supuesto, también ha venido con su abogado, una especie de hippie radical a quien Tira vio en la televisión y contrató de inmediato después de haberse acostado con él. Están esperando junto con los demás. Conozco a esta gente. La observo. Aparece Snead por la parte de atrás de mi apartamento. Es mi fiel y abnegado servidor desde hace casi treinta años, un rechoncho y amable hombrecillo con chaleco blanco, humilde y sumiso, con la cintura perpetuamente doblada, como si se inclinara ante el rey. Snead se planta delante de mí con las manos cruzadas sobre el vientre, como siempre, la cabeza ladeada y una empalagosa sonrisa en los labios, y me pregunta con la afectada cadencia que adquirió hace años, cuando estábamos en Irlanda: —¿Cómo se encuentra, señor? No contesto, porque no se me exige ni se espera de mí que lo haga. —¿Un poco de café, señor? —El almuerzo. Snead guiña los ojos, hace una profunda reverencia y se retira de la estancia arrastrando por el suelo las vueltas de los pantalones. Él también espera hacerse rico cuando me muera, y supongo que está contando los días como los demás. Lo malo de tener dinero es que todo el mundo quiere un poquito. Una simple rebanada, una astillita. ¿Qué es un millón de dólares para un hombre que tiene miles de millones? «Dame un millón, tío, ni siquiera te darás cuenta. Hazme un préstamo y olvidémoslo. Incluye mi nombre en el testamento; hay sitio.» Snead es un fisgón tremendo y hace años lo sorprendí revolviendo mi escritorio, en busca, supongo, del testamento. Quiere que me muera porque espera unos cuantos millones. ¿Qué derecho tiene a esperar nada? Hace años que debería haberlo despedido. Su nombre no figura en mi nuevo testamento. Deposita una bandeja delante de mí; en ella hay un paquete sin abrir de galletas Ritz, un tarrito de miel con sello de plástico alrededor de la tapa y una lata de 3.5 centilitros de Fresca, a temperatura ambiente. A la mínima variación, Snead sería despedido en el acto. Le digo que se retire y mojo las galletas en la miel. La última comida. Permanezco sentado y miro a través de las paredes de cristal tintado. Cuando el día es claro, puedo ver la parte superior del monumento a Washington, que está a diez kilómetros de distancia, pero hoy no. Hoy el tiempo 4 John Grisham El testamento es frío y desapacible, sopla el viento y el cielo está encapotado; no es mal día para morir. El viento arranca las últimas hojas de las ramas de los árboles y las dispersa por el aparcamiento de abajo. ¿Por qué me preocupa el dolor? ¿Qué tiene de malo un poco de sufrimiento? He causado más desgracias que diez personas juntas. Pulso un timbre y aparece Snead. Hace una reverencia y empuja mi silla de ruedas a través de la puerta de mi apartamento que da acceso al vestíbulo de mármol, baja por el pasillo de mármol y cruza otra puerta. Estamos acercándonos, pero no experimento inquietud alguna. Hago esperar a los psiquiatras más de dos horas. Pasamos por delante de mi despacho y saludo con una inclinación de la cabeza a Nicolette, mi más reciente secretaria, una joven encantadora por la que siento un profundo aprecio. Con un poco de tiempo, podría convertirse en la cuarta. Pero no hay tiempo. Sólo minutos. Una muchedumbre espera: jaurías de abogados y unos psiquiatras que deberán establecer si estoy en mi sano juicio. Se hallan reunidos alrededor de una larga mesa de mi sala de juntas y, cuando entro, su conversación cesa de inmediato y todo el mundo me mira. Snead me sitúa junto a la mesa, al lado de mi abogado, Stafford. Hay cámaras apuntando en todas direcciones y los técnicos se apresuran a enfocarlas. Todos los murmullos, todos los movimientos, todas las respiraciones serán grabados, pues está en juego una fortuna. El último testamento que firmé dejaba muy poco a mis hijos. Lo preparó Josh Stafford, como siempre. Lo destruí en la trituradora esta mañana. Permanezco sentado aquí para demostrar al mundo que poseo la suficiente capacidad mental para hacer un nuevo testamento. En cuanto lo haya demostrado, nadie podrá discutir la forma en que decida disponer de mis bienes. Frente a mí hay tres psiquiatras, cada uno de ellos contratado por una de las familias. En las tarjetas dobladas que hay delante de ellos alguien ha escrito sus nombres en letras de imprenta: doctor Zadel, doctor Flowe, doctor Theishen. Escruto sus rostros. Puesto que tengo que parecer cuerdo, conviene que los mire a los ojos. Esperan que esté un poco chiflado, pero me dispongo a comérmelos para el almuerzo. Stafford dirigirá el espectáculo. Cuando todos se acomodan y las cámaras están preparadas, dice: —Me llamo Josh Stafford y soy el abogado del señor Troy Phelan, sentado aquí, a mi derecha. Miro uno a uno a los psiquiatras, con expresión de furia, que ellos me devuelven, hasta que finalmente parpadean y apartan los ojos. Los tres visten traje oscuro. Zadel y Flowe lucen barba rala. Theishen lleva pajarita y no aparenta más de treinta años. A las familias se les otorgó el derecho de elegir a quien quisieran. —El propósito de esta reunión —prosigue Stafford— es someter al señor Phelan al examen de un equipo de psiquiatras para determinar su capacidad para otorgar testamento. Suponiendo que el equipo médico establezca que se encuentra en pleno uso de sus facultades mentales, el señor Phelan tiene intención de firmar un testamento para el reparto de sus bienes a su muerte. Stafford golpea con el lápiz un fajo de papeles de casi tres centímetros de grosor que se encuentra delante de nosotros. Estoy seguro de que las cámaras utilizan el zoom para captar un primer plano y de que la mera contemplación del documento hace que un estremecimiento recorra de arriba abajo las columnas vertebrales de mis hijos y de sus madres, diseminados por todo el edificio. No han visto el testamento y no tienen derecho a hacerlo. Un testamento es un documento privado cuyo contenido sólo se revela después de la muerte del firmante. Los herederos sólo pueden hacer conjeturas acerca de lo que se ha dispuesto en él. Se les ha inducido a creer que el grueso de mi herencia se repartirá más o menos equitativamente entre los hijos y que habrá generosos regalos para las ex esposas. Lo saben; lo presienten. Se trata de una cuestión de vida o muerte para ellos, pues todos están endeudados. El testamento que tengo ante mí va a hacerlos ricos y acabará con todas las disputas. Stafford lo ha preparado, y en las conversaciones que ha mantenido con los abogados de las tres familias ha trazado, a grandes rasgos y con mi autorización, el presunto contenido del documento. Cada hijo recibirá entre trescientos y quinientos millones aproximadamente, y otros cincuenta millones irán a parar a cada una de las tres ex esposas. Cuando estas mujeres se divorciaron quedaron muy bien provistas, pero eso, como es natural, ya se ha olvidado. El total de regalos a las familias suma unos tres mil millones de dólares. Después de que el Gobierno arramble con varios miles de millones más, el resto irá a parar a obras benéficas. Asi pues, ya ven ustedes por qué están aquí, lustrosos, repeinados, sobrios (casi todos), contemplando con ansia los monitores a la espera y en la esperanza de que yo, el viejo, pueda conseguir su propósito. Estoy seguro de que les han dicho a sus psiquiatras: «No sean demasiado duros con el viejo. Lo queremos cuerdo». 5 John Grisham El testamento Si todos están tan contentos, ¿a qué tomarse la molestia de este examen psiquiátrico? Porque voy a joderlos por última vez, y quiero hacerlo bien. Lo de los psiquiatras ha sido idea mía, pero mis hijos y sus abogados son tan lentos que aún no se han dado cuenta. Zadel es el primero en lanzarse. —Señor Phelan, ¿puede decirnos la fecha, el lugar y la hora? Me siento un escolar de primaria. Inclino la barbilla sobre el pecho como un imbécil y sopeso la pregunta el tiempo suficiente como para que ellos se deslicen hasta el borde de su asiento y murmuren: «Vamos, viejo hijo de puta. No me digas que no sabes a qué día estamos». —Lunes —susurro—. Lunes, 9 de diciembre de 1996. El lugar es mi despacho. —¿Y la hora? —Aproximadamente las dos y media de la tarde —contesto. No llevo reloj. —¿Y dónde está su despacho? —En McLean, Virginia. Flowe se inclina sobre su micrófono. —¿Puede decirnos los nombres y las fechas de nacimiento de sus hijos? —No. Los nombres puede que sí, pero no sus fechas de nacimiento. —Muy bien, díganos los nombres. Me lo tomo con calma. Es demasiado pronto para mostrarme duro. Quiero que suden un poco. Troy Phelan Jr., Rex, Libbigail, Mary Ross, Geena y Ramble. Pronuncio los nombres como si el solo hecho de pensar en ellos me resultara doloroso. A Flowe se le permite añadir algo más. —Hubo un séptimo hijo, ¿no es cierto? —Exacto. —¿Recuerda usted su nombre? —Rocky. —¿Qué le ocurrió? —Murió en un accidente de tráfico. Permanezco sentado muy tieso en mi silla de ruedas con la cabeza erguida mientras desplazo rápidamente la mirada de un psiquiatra a otro, proyectando absoluta cordura hacia las cámaras. Estoy seguro de que mis hijos y mis ex esposas se sienten orgullosos de mí, contemplando los monitores con quienes las acompañan, apretando la mano de sus actuales consortes y mirando a sus ávidos abogados con una sonrisa, porque hasta ahora el viejo Troy ha conseguido superar satisfactoriamente el examen preliminar. Puede que hable en voz baja y algo hueca y que parezca un poco chiflado con mi bata blanca de seda, mi rostro arrugado y mi turbante verde, pero he respondido a las preguntas. «Vamos, viejo», me dicen en tono suplicante. —¿Cuál es su actual estado físico? —pregunta Theishen. —Me encuentro mejor. —Corren rumores de que padece algún tipo de cáncer. Vas directamente al grano, ¿eh? —Yo creía que esto era un examen mental —digo, mirando a Stafford, que no puede reprimir una sonrisa. Las normas, sin embargo, permiten formular cualquier pregunta. Esto no es una sala de justicia. —Lo es —dice cortésmente Theishen—, pero todas las preguntas son pertinentes. —Comprendo. —¿Está dispuesto a responder? —¿Sobre qué? —Sobre la cuestión del tumor. —Por supuesto que padezco un tumor. Está localizado en la cabeza, tiene el tamaño de una pelota de golf, crece día a día, es inoperable y mi médico dice que no duraré tres meses. Casi me parece oír el rumor del descorche de las botellas de champán debajo de mí. ¡La existencia del tumor se ha confirmado! —¿Se encuentra usted en este momento bajo los efectos del alcohol o de algún tipo de droga o medicamento? —No. —¿Tiene en su poder alguna clase de medicamento contra el dolor? 6 John Grisham El testamento —Todavía no. —Señor Phelan —interviene Zadel—, hace tres meses la revista Forbes reveló que el valor neto de sus bienes alcanza los ocho mil millones de dólares. ¿Le parece un cálculo aproximado? —¿Desde cuándo Forbes es famosa por la exactitud de sus afirmaciones? —¿O sea que el cálculo no es exacto? —Está entre los once mil y los once mil quinientos millones, dependiendo de los mercados. Lo digo muy despacio, pero mis palabras son cortantes y mi voz rezuma autoridad. Nadie duda de la magnitud de mi fortuna. Flowe decide insistir en la cuestión del dinero. —Señor Phelan, ¿puede usted describir en general la organización de sus activos empresariales? —Sí, puedo. —¿Lo hará? —Supongo —respondo. Hago una pausa para que suden. Stafford me ha asegurado que no tengo por qué revelar aquí ninguna información de carácter privado. «Limítese a facilitarles una visión de conjunto», dijo—. El Grupo Phelan es una empresa privada que engloba setenta sociedades distintas, algunas de las cuales cotizan en bolsa. —¿Qué participación tiene usted en el Grupo Phelan? —Aproximadamente un noventa y siete por ciento. El resto está en manos de un puñado de empleados. Theishen se incorpora al acoso. No han tardado mucho en centrar su atención en el oro. —Señor Phelan, ¿tiene su empresa intereses en Spin Computer? —Sí —contesto muy despacio, tratando de localizar Spin Computer en mi jungla empresarial. —¿Cuál es su participación? —El ochenta por ciento. —¿Y Spin Computer cotiza en bolsa? —En efecto. Theishen juguetea con un montón de documentos de aspecto oficial y veo desde aquí que tiene el informe anual de la empresa y los estados de cuentas trimestrales, algo que cualquier estudiante universitario semianalfabeto podría obtener. —¿Cuándo adquirió usted Spin? —pregunta. —Hace unos cuatro años. —¿Cuánto pagó por ella? —Un total de trescientos millones, a veinte dólares por acción. Quiero contestar a estas preguntas más despacio, pero no puedo. Traspaso con la mirada a Theishen, ansioso de escuchar la siguiente. —¿Y cuál es su valor en la actualidad? —inquiere. —Bueno, ayer cerró a cuarenta y tres y medio, un punto menos. Desde que compré la empresa las acciones se han fraccionado, por lo que ahora la inversión gira en torno a ocho cincuenta. —¿Ochocientos cincuenta millones? —Exacto. Llegados a este punto, el examen prácticamente ha terminado. Si mis facultades mentales pueden comprender los precios de las acciones al cierre, no cabe duda de que mis adversarios deben de estar satisfechos. Casi me parece ver sus estúpidas sonrisas. Y casi me parece oír sus silenciosas exclamaciones de satisfacción. Vamos, Troy. Dales duro. Zadel quiere un poco de historia, en un intento, imagino, de poner a prueba los límites de mi memoria. —Señor Phelan, ¿dónde nació usted? —En Montclair, Nueva jersey. —¿Cuándo? —El 12 de mayo de 1918. —¿Cuál era el apellido de soltera de su madre? —Shaw. —¿Cuándo murió? —Dos días antes del ataque a Pearl Harbor. —¿Y su padre? 7 John Grisham El testamento —¿Qué desea saber? —¿Cuándo murió? —No lo sé. Desapareció cuando yo era pequeño. Zadel mira a Flowe, que tiene el cuaderno de apuntes lleno de preguntas. —¿Quién es su hija menor? —pregunta. —¿De qué familia? —Mmm..., de la primera. —Tiene que ser Mary Ross. —Eso está muy bien... —Pues claro que lo está. —¿Dónde cursó ella estudios universitarios? —En Tulane, Nueva Orleans. —¿Qué estudió? —Algo relacionado con la Edad Media. Después se casó muy mal, como todos los demás. Creo que esta habilidad la han heredado de mí. Advierto que se ponen tensos, y casi me parece ver a los abogados y a los actuales amantes o consortes disimulando unas sonrisitas, pues nadie puede negar que me casé efectivamente muy mal. Y me reproduje todavía peor. Flowe termina de repente su tanda de preguntas. Theishen sigue encaprichado con el dinero. —¿Posee usted intereses predominantes en MountainCom? —Sí, estoy seguro de que tiene los datos en ese montón de papeles. La empresa cotiza en bolsa. —¿Cuál fue su inversión inicial? —Unos diez millones de acciones a dieciocho dólares la acción. —Y ahora... —Ayer cerró a veintiuno por acción. Un canje y un fraccionamiento de acciones en los últimos seis años han hecho que ahora la empresa valga unos cuatrocientos millones. ¿Responde eso a su pregunta? —Sí, creo que sí. ¿Cuántas empresas suyas cotizan en bolsa? —Cinco. Flowe mira a Zadel y yo me pregunto cuánto va a durar todo esto. De repente, me siento cansado. —¿Alguna pregunta más? —inquiere Stafford. No vamos a apremiarlos porque queremos que queden enteramente satisfechos. —¿Tiene usted intención de firmar hoy un nuevo testamento? —pregunta Zadel. —Sí, ése es mi propósito. —¿Eso que tiene delante en la mesa es el testamento? —Lo es. —¿Otorga este testamento una considerable parte de sus bienes a sus hijos? —Sí. —¿Está usted preparado para firmar el testamento en este momento? —Sí. Zadel deposita cuidadosamente su pluma sobre la mesa, cruza las manos con aire pensativo y mira a Stafford. —En mi opinión, el señor Phelan se halla en estos momentos en suficiente uso de sus facultades mentales para disponer libremente de sus bienes. —Lo dice con gran esfuerzo, como si todos estuviesen perplejos tras mi actuación. Los otros dos se apresuran a intervenir. —No abrigo la menor duda acerca de la salud mental del señor Phelan —le dice Flowe a Stafford—. Me parece una persona increíblemente perspicaz. —¿Ninguna duda? —pregunta Stafford. —Ninguna en absoluto. —¿Doctor Theishen? 8 John Grisham El testamento —No nos engañemos; el señor Phelan sabe exactamente lo que hace. Su mente es mucho más rápida que la nuestra. Vaya, hombre, muchas gracias. Eso significa mucho para mí. Sois unos pobres psiquiatras que ganáis con gran esfuerzo cien mil dólares al año. Yo he ganado miles de millones y, sin embargo, vosotros me dais palmaditas en la cabeza y me decís que soy muy listo. —¿De modo, pues, que la opinión es unánime? —pregunta Stafford. —Sí. Totalmente. Los tres asienten enérgicamente con la cabeza. Josh Stafford empuja el testamento hacia mí y me entrega una pluma. —Éstos son la última voluntad y el testamento de Troy L. Phelan —digo—, que anulan todos los anteriores testamentos y codicilos. Tiene noventa páginas de extensión y lo ha preparado Stafford con la ayuda de alguien de su bufete. Comprendo la idea, pero la letra impresa se me escapa. No lo he leído ni pienso hacerlo. Paso a la última página, garabateo un nombre que nadie puede leer y después lo cubro momentáneamente con las manos. Los buitres jamás lo verán. —Se levanta la sesión —dice Stafford. Todos se apresuran a recoger sus cosas. Siguiendo mis instrucciones, las tres familias son desalojadas a toda prisa de sus respectivas estancias e invitadas a abandonar el edificio. Una cámara sigue enfocándome; sus imágenes no irán a parar más que a los archivos. Los abogados y los psiquiatras se retiran a toda prisa. Le digo a Snead que se siente junto a la mesa. Stafford y Durban, uno de sus ayudantes, permanecen en la habitación, también sentados. Cuando estamos solos, busco bajo la orla de mi bata, saco un sobre y lo abro. Extraigo de él tres páginas de amarillo papel de oficio y las deposito delante de mí sobre la mesa. Sólo faltan unos segundos, y un leve estremecimiento de temor recorre mi cuerpo. Este testamento me exigirá más fuerza de la que he tenido en muchas semanas. Stafford, Durban y Snead contemplan las hojas de papel amarillo, absolutamente desconcertados. —Éste es mi testamento —anuncio, tomando la pluma—. Un testamento ológrafo que he redactado hace apenas unas horas. Lleva la fecha del día de hoy y ahora lo firmo. Vuelvo a garabatear mi nombre. Stafford está demasiado aturdido para reaccionar. —Anula todos mis anteriores testamentos —añado—, incluido el que acabo de firmar hace menos de cinco minutos. Vuelvo a doblar los papeles y los introduzco en el sobre. Hago rechinar los dientes y recuerdo lo mucho que estoy deseando morir. Empujo el sobre hacia Stafford y, al mismo tiempo, me levanto de mi silla de ruedas. Me tiemblan las piernas. El corazón me palpita con fuerza. Ahora faltan sólo unos segundos. Seguro que habré muerto antes de estrellarme contra el suelo. —¡Eh! —grita alguien, creo que Snead. Pero ya me estoy apartando de ellos. El inválido camina, casi corre, pasando por delante de la hilera de sillones de cuero, por delante de uno de mis retratos, uno muy malo encargado por una de mis esposas, por delante de todo, y se dirige hacia la puerta corrediza que no está cerrada con llave. Lo sé porque lo he ensayado hace unas horas. —¡Deténgase! —grita alguien mientras todos me siguen. Nadie me ha visto caminar desde hace un año. Tomo el tirador y abro la puerta. El aire es amargamente frío. Salgo descalzo a la estrecha terraza que rodea el último piso del edificio. Sin mirar hacia abajo, me encaramo a la barandilla. Snead se encontraba a dos pasos de distancia del señor Phelan y por un instante creyó que le daría alcance. El sobresalto de ver al viejo no sólo levantarse y caminar sino prácticamente correr hacia la puerta lo dejó paralizado. El señor Phelan llevaba años sin moverse con semejante rapidez. Snead llegó a la barandilla justo a tiempo para gritar horrorizado y contemplar después con impotencia cómo el señor Phelan caía en silencio, retorciéndose y agitando los brazos y las piernas, cada vez más diminuto hasta estrellarse finalmente contra el suelo. El criado se agarró con fuerza a la barandilla, miró hacia abajo con incredulidad y rompió a llorar. Josh Stafford salió a la terraza un paso por detrás de Snead y lo vio arrojarse al vacío. Ocurrió todo tan de repente, por lo menos el salto, que la caída propiamente dicha pareció durar una hora. Un hombre de ochenta kilos cae sesenta metros en cuestión de pocos segundos, pero más tarde Stafford le dijo a la gente que el viejo flotó una eternidad, como una pluma empujada por el viento. Tip Durban alcanzó la barandilla después que Stafford y sólo vio el impacto del cuerpo en el patio de ladrillo situado entre la entrada principal del edificio y una calzada circular. Por alguna extraña razón, Durban 9 John Grisham El testamento sostenía en la mano el sobre que había tomado con aire distraído durante la precipitada carrera por sujetar al viejo Troy. Mientras contemplaba la terrorífica escena que se desarrollaba abajo en medio del gélido aire y observaba a los primeros espectadores acercarse al accidentado, el sobre le pareció mucho más pesado que al principio. El descenso de Troy Phelan no alcanzó el alto nivel de dramatismo que él había soñado. En lugar de flotar hacia la tierra como un ángel en una impecable zambullida de cisne, con la bata de seda ondeando a su espalda, y morir estrellado contra el suelo en presencia de sus aterrorizadas familias, a las que había imaginado abandonando el edificio justo en el momento adecuado, su caída sólo fue presenciada por un modesto administrativo que estaba cruzando con paso cansino el aparcamiento tras un prolongado almuerzo en un bar. El hombre oyó una voz, levantó la vista y vio, horrorizado, que un pálido cuerpo desnudo caía agitando los brazos y las piernas, con una cosa semejante a una sábana enredada alrededor del cuello. El cuerpo aterrizó boca arriba sobre el suelo de ladrillo, con el sordo ruido que cabía esperar de semejante impacto. El administrativo corrió al lugar del accidente justo en el momento en que un guardia de seguridad se percataba de que algo raro ocurría y, dando media vuelta, abandonaba su puesto junto a la entrada principal de la Torre Phelan. Ni el administrativo ni el guardia de seguridad habían visto jamás al señor Troy Phelan, por lo que ninguno de los dos supo al principio a quién pertenecían los restos mortales que estaban contemplando. El cuerpo sangraba, iba descalzo, estaba doblado y desnudo, y tenía una sábana arrugada a la altura de los brazos. Y estaba completamente muerto. Unos treinta segundos más y Troy hubiera podido ver cumplido su deseo. Por encontrarse en el quinto piso, Tira, Ramble, el doctor Theishen y su séquito de abogados fueron los primeros en abandonar el edificio, y, por consiguiente, los primeros en tropezarse con el suicidio. Tira soltó un grito, no de dolor, de amor o de pena por la pérdida del que había sido su esposo, sino de puro sobresalto ante el espectáculo que ofrecía el viejo Troy despanzurrado sobre el suelo de ladrillo. Fue un desdichado y desgarrador grito que Snead, Stafford y Durban pudieron oír con toda claridad desde catorce pisos más arriba. A Ramble la escena le pareció genial. Hijo de la televisión y adicto a los videojuegos, los espectáculos truculentos lo atraían como un imán. Se apartó de su gritona madre y se arrodilló junto a su padre muerto. El guardia de seguridad apoyó una firme mano sobre su hombro. —Es Troy Phelan —anunció uno de los abogados, inclinándose sobre el cadáver. —No me diga —repuso el guardia. —Jo —exclamó el administrativo. Otras personas salieron corriendo del edificio. Janie, Geena y Cody, con su psiquiatra el doctor Flowe y sus abogados, fueron los siguientes. Pero no hubo gritos ni nadie se derrumbó. Permanecieron muy juntos, a prudente distancia de Tira y su grupo, contemplando con expresión de incredulidad al pobre Troy. Se oyó el chirrido de unas radios mientras se acercaba otro guardia y asumía el mando de la situación, pidiendo una ambulancia. —¿Y eso de qué va a servir? —preguntó el administrativo que, por haber sido el primero, había adquirido posteriormente un mayor protagonismo. —¿Quiere llevárselo usted en su coche? —replicó el guardia. Ramble observó cómo la sangre llenaba los canales entre los ladrillos y bajaba formando perfectos ángulos por una suave pendiente hacia una fuente helada y el mástil de bandera que había a su lado. Un ascensor se detuvo en el vestíbulo y de él salió la primera familia con su séquito. TJ y Rex habían aparcado sus respectivos coches en la parte de atrás, puesto que en otro tiempo habían sido autorizados a tener despachos en el edificio. Mientras todo el grupo giraba a la izquierda en dirección a una salida, alguien que se encontraba junto a la puerta principal gritó: —¡El señor Phelan se ha arrojado al vacío! El grupo cambió de rumbo y salió a la carrera por la puerta en dirección al patio de ladrillo, donde lo encontraron cerca de la fuente. Ahora no tendrían ni siquiera que esperar a que el tumor terminara su obra. Joshua Stafford tardó aproximadamente un minuto en recuperarse del sobresalto y empezar a pensar de nuevo como un abogado. Esperó a que la tercera y última familia apareciera en el patio de abajo y entonces les dijo a Snead y Durban que entrasen. La cámara aún estaba encendida. Snead se situó de cara a ella, levantó la mano derecha, juró decir la verdad y después, conteniendo las lágrimas, explicó lo que acababa de presenciar. Stafford abrió el sobre y sostuvo las amarillas hojas lo bastante cerca para que la cámara pudiera captarlas. —Sí, lo he visto firmar esto —dijo Snead—. Hace apenas unos segundos. —¿Y ésta es su firma? —Sí, lo es. —¿Declaró él que esto era su última voluntad y su testamento? 10

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