Una noche Fynn encuentra a una niñita de 5 años que no quiere volver a su casa. Se la lleva a vivir con él, y comienza para ambos una aventura en la que Anna suele ser la maestra, y el muchacho el desconcertado discípulo. Juntos descubren la vida y la serie de posibilidades insospechadas que puede ofrecer a quienes sepan mirarla con nuevos ojos. Anna es una niña normal y traviesa, pero también tiene el material del que están hechos los seres excepcionales. Detrás de su esmirriada figura se oculta una mística, una filósofa, una matemática, una socióloga y una antropóloga. Lo más importante para ella es el «querido señor Dios», centro de todo su universo. Pero su Dios no tiene nada que ver con el que presentan las Iglesias ni con ningún concepto tradicional. Lo importante para ella no es saber las cosas sobre Dios, sino hacerse lo más parecida a Él que sea posible, y para lograrlo recorre junto a su amigo Fynn los más insospechados caminos. Junto a ellos el lector descubrirá un mundo fascinante en el que 2 + 3 . no siempre son 5; en el que 2 no es otra cosa que un 5 visto al revés; en el que un espejo muestra la parte de afuera de las cosas, lo que a menudo nada tiene que ver con la realidad de lo que personas y objetos son de verdad; en el que todo puede simplificarse hasta convertirse en un punto; en el que se demuestra que la sombra es más rápida que la luz; en el que sólo se conoce algo o a alguien aprendiendo a reconocer lo que tiene en «su centro»; en el que lo único verdaderamente importante es aprender a amar. Anna puede desarmar a cualquiera con sus interminables preguntas. Y conocerla significa tener que volver a plantearse de nuevo todas esas interrogantes para las que creíamos tener y a respuesta. La novela está basada en un personaje real del que el autor no quería hablar hasta ahora, tanto significó para él esa experiencia compartida. La verdad es que al terminar de leer se tiene la sensación de haber vivido algo importante, de haber sido tocados en lo más profundo de nuestro ser por una mano amiga que nos ha hecho reír y llorar, que ha transformado nuestra vida de todos los días en una aventura prodigiosa. * * * Un editor inglés recibió un día la visita de un desconocido que traía un manuscrito. El desconocido era Fynn; el manuscrito, este libro. El autor quería saber si unía algún mérito la historia de su amistad con Anna, pero no deseaba hablar mucho del asunto. Desde entonces se ha negado a dar conferencias de prensa o a revelar más detalles de los que figuran en su novela. El éxito fue inmediato, y a la versión hecha en Estados Unidos siguió la francesa. Estamos seguros de que así como El Principito conmovió a los lectores en los años cincuenta, así también Anna fascinará al público de los años Setenta. Título original: Mister God, this is Anna (1974) 2 Uno ES FÁCIL DARSE CUENTA de la diferencia que hay entre un ángel y una persona. La mayor parte de un ángel está por dentro y la mayor parte de una persona está por fuera. Estas son palabras que a los seis años pronunciaba Anna. A los cinco años, tenía un conocimiento perfecto de la razón de existir, sabía el significado del amor y era amiga personal y ayudante del Señor Dios. A los seis, Anna era teóloga, matemática, filósofa, poeta y jardinera. Quien le hacía una pregunta siempre obtenía respuesta... a su debido tiempo. En ocasiones la respuesta podía tardar en llegar semanas o meses; pero finalmente, siguiendo su propio ritmo interior, la respuesta llegaba: directa, simple y apropiada. No llegó a cumplir los ocho años; murió debido a accidente. Murió con una sonrisa en su hermoso rostro, diciendo: «Apuesto a que el Señor Dios me deja entrar en el cielo por esto», y yo también apuesto a que fue así. Conocí a Anna durante unos tres años y medio. Algunas personas alcanzan la fama porque han sido los primeros en navegar solos alrededor del mundo, o en llegar a la luna, o en realizar alguna otra hazaña. Todo el mundo conoce a esas personas. No son muchos los que me conocen a mí, pero también yo aspiro a la fama, porque conocí a Anna. Eso fue para mí la cúspide de la aventura. No fue un conocimiento fácil; me exigió total aplicación, pues hube de conocerla según sus propios términos, en la forma en que ella exigía que la conocieran: por dentro primero. «La mayor parte de un ángel está por dentro», y de esa manera aprendí a conocer a Anna, mi primer ángel. Desde entonces he llegado a conocer a otros dos ángeles, pero eso es otra historia. Yo me llamo Fynn. Bueno, en realidad no es así; pero mi verdadero nombre no importa tanto, ya que todos mis amigos me llamaban Fynn, y así quedó. Quien esté familiarizado con la mitología irlandesa sabrá que Fynn era muy grande; yo también. Más o menos un metro ochenta y siete, unos cien kilos de peso, una especie de fanático de la cultura física, hijo de madre irlandesa y padre galés, apasionado por los embutidos calientes y los bombones... pero juntos, debo agregar. Mi gran deleite era vagabundear por los muelles durante la noche, especialmente si había niebla. Mi vida con Anna empezó una noche así. Tenía yo entonces diecinueve años y rondaba por calles y avenidas con mi habitual provisión de bocadillos de salchicha, bajo las luces callejeras que con su halo nebuloso mostraban oscuras sombras informes que salían de la brumosa penumbra para volver a desaparecer. Calle abajo, el escaparate de una panadería suavizaba y entibiaba la crudeza de la noche con sus lámparas de gas. Una chiquilla 3 estaba sentada sobre una rejilla, que sobresalía bajo el muro de un escaparate. Por aquella época, no era un espectáculo excepcional ver niños vagabundeando por las calles durante la noche. Yo había visto antes cosas semejantes, pero esa vez era diferente. Hace mucho tiempo que he olvidado cómo o por qué era diferente pero estoy seguro de que era diferente. Me senté junto a ella sobre la rejilla, con la espalda apoyada contra el frente de la tienda. Allí nos quedamos unas tres horas. Cuando vuelvo a pensar en esas tres horas, después de treinta años, ahora que puedo volver a enfrentarme con todo lo que sucedió, comprendo que estuve a punto de ser destruido. Esa noche de noviembre fue verdaderamente terrible; las tripas se me retorcieron en toda clase de nudos. Tal vez ya entonces algo de su naturaleza angélica se apoderó de mí; estoy completamente dispuesto a creer que quedé embrujado desde el principio. -Hazme un poco de sitio, Tich -le dije y me senté. Me hizo un poco de sitio, pero sin el menor comentario. -Toma un bocadillo de salchicha -la invité. -Es tuyo -respondió, sacudiendo la cabeza. -Tengo muchos. Además, estoy lleno -expliqué. Como no hizo gesto alguno, dejé la bolsa entre ella y yo. La luz del escaparate no era muy fuerte, y la chiquilla estaba sentada en la parte que quedaba en sombras, de modo que yo no veía qué aspecto tenía, salvo que estaba muy sucia. Advertí que llevaba bajo el brazo una muñeca de trapo, y que en la falda tenía una destartalada caja de pinturas. Durante unos treinta minutos seguimos allí sentados, en completo silencio; durante ese tiempo me pareció ver que su mano se movía hacia la bolsa que contenía los bocadillos, pero no quise mirarla ni hacer ningún comentario para no intimidarla. Todavía puedo volver a sentir el placer inmenso que me dio oír el ruido de la piel de la salchicha al estallar bajo la 4 presión de sus dientes. Un par de minutos después tomó otra, y después la tercera. Yo metí la mano en el bolsillo para sacar un paquete de Woodbines. -¿No te molesta que fume mientras tú comes, Tich? -le pregunté. -¿Qué? -su tono me pareció un poco alarmado. -¿Puedo encender un cigarrillo mientras tú comes? Giró sobre sí misma y se puso de rodillas para mirarme en la cara. -¿Por qué me lo preguntas? -Mi mamá es fanática de la cortesía. Además, cuando una dama está comiendo no se le echa el humo a la cara -precisé. Durante un momento mantuvo los ojos clavados en su media salchicha, y después me miró de frente. -¿Por qué no me puedes echar el humo a la cara? ¿Yo te gusto? -me preguntó. Asentí con un gesto. -Pues entonces enciende un cigarrillo -me sonrió, mientras se metía en la boca el resto de la salchicha. Saqué un Woodbine, lo encendí y le ofrecí el fósforo para que lo apagara. Al soplar, me roció de trocitos de salchicha. Ese pequeño accidente provocó en ella una reacción que me hizo sentir como si me hubieran apuñalado las tripas. Había visto a un perro encogerse de miedo, pero jamás una criatura. La forma en que me miró me llenó de horror. La niña esperaba una zurra, y, resignada a que el golpe llegara, apretó fuertemente los dientes. No sé qué fue lo que expresó mi rostro, si enojo y violencia o tal vez sorpresa y confusión. Fuera lo que fuere, provocó en ella el más lastimero de los lloriqueos. Después de tantos años me resulta imposible describir ese gemido, no encuentro las palabras. Pero todavía puedo revivir la situación, puedo experimentarla. El corazón se me encogió al oírlo, algo se me desató por dentro. En inútil respuesta al terror de Anna golpeé la acera, con el puño cerrado. ¿Pensé entonces en aquella imagen, la que se me ocurre ahora, la única que se adapta a ese momento? Esa perfección de la violencia, ese horror y estupefacción insuperables que es Cristo crucificado. Ese gemido terrible que dejó escapar la niña es algo que no quiero volver a escuchar jamás. Algo que hirió mi centro emocional y provocó en mí un cortocircuito. Después de un momento me eché a reír. Me imagino que un ser humano sólo puede soportar una cantidad limitada de dolor y angustia. Más allá, los fusibles se queman. Y esa vez, a mí se me quemaron con gran estrépito. De los minutos que siguieron sé muy poco, a no ser que me reí y 5 me reí, y que después me di cuenta de que la chiquilla también se reía. Ya no era un encogido haz de miedo: se reía. Arrodillada sobre la acera, inclinándose hacia delante para acercar su rostro al mío, se reía sin control. Esa risa que tantas veces oí en los tres años que siguieron, una risa que no era de campanas de plata ni de fresca agua murmurante, sino el berrido de placer de un ser de cinco años, una mezcla de gañido de cachorro, ruido de motocicleta y bomba de bicicleta. Le apoyé las manos en los hombros y la aparté un poco de mí para mirarla, y entonces en su rostro se dibujó su expresión tan característica, con la boca bien abierta y los ojos saliéndose de las órbitas, como un perro de caza que tironea de la traílla. Hasta la última fibra de su cuerpecillo vibraba, con una vibración deliciosa. Brazos y piernas, hasta la punta de los dedos, todo ese cuerpecito temblaba y se estremecía como si fuera la Madre Tierra de la que estuviera naciendo un volcán. Y vaya volcán el que hallaba cauce en esa criatura Ante la puerta de esa panadería de los muelles, durante una brumosa noche de noviembre, tuve la excepcional experiencia de ver nacer a un niño. Cuando su risa se hubo calmado un poco, pero mientras su cuerpecito seguía estremeciéndose como una cuerda de violín, la pequeña intentó decir algo, pero no le salía. -Tú... tú... tú -consiguió articular. Y concluyó pasado un momento y con no poco esfuerzo: -Tú me amas, ¿no es verdad? Aunque no hubiera sido cierto, ni por salvarme de la muerte habría sido yo capaz de decir que no; verdadera o falsa, no había más que una respuesta: -Sí -le dije. Dejó escapar una risita y me señaló con el dedo. -Tú me amas -confirmó y después comenzó una danza primitiva en torno al poste de la luz, mientras salmodiaba: -Tú me amas, me amas, me amas. Tras cinco minutos de dar vueltas, vino otra vez a sentarse sobre la 6 rejilla. -Es linda y calentita para el trasero, ¿no? -comentó. Estuve de acuerdo en que era agradable para el trasero. Un momento después añadió: -No tengo mucha sed. Así que nos levantamos y fuimos hasta la taberna que había por la misma calle. Allí compré una botella grande de Guinness. Ella quería «una de esas gaseosas de jengibre con la bolita en el cuello». Le compré dos, y también algunas salchichas más en una de esas cafeterías que están abiertas toda la noche. -Volvamos allá a calentarnos el trasero -sugirió con una sonrisa, y volvimos a sentarnos sobre la rejilla. No creo que bebiéramos más de la mitad de las bebidas, porque aparentemente la gracia de una bebida burbujeante estaba en sacudirla y después dejar que se dispersara en el aire. Después de un par de duchas de gaseosa de jengibre y de un decidido esfuerzo por no estornudar, me dijo: -Ahora hazlo con la tuya. Ya entonces me di cuenta de que no era una petición, sino una orden. Sacudí la botella, largo rato y con fuerza, hasta que saltó el tapón y los dos quedamos cubiertos de espuma de Guinness. La hora siguiente fue de risitas y salchichas, de gaseosa y bombones. Los escasos transeúntes se veían sorprendidos por un: -Oiga, señor, él me quiere, ¿sabe? -Mírame -me gritaba después de subir corriendo las escaleras de un edificio próximo-. Soy más grande que tú. A eso de las diez y media de la noche, mientras ella seguía sentada sobre mis rodillas y mantenía una animada conversación con Maggie, su muñeca de 7 trapo, decidí intervenir: -Oye, Tich, ya sería hora de que estuvieras acostada. ¿Dónde vives? -No vivo en ninguna parte -explicó con la voz más natural del mundo-. Me escapé. -Y ¿qué hay de tu mamá y tu papá? -quise saber. Podría haber dicho que el césped es verde y el cielo es azul, con tal naturalidad y tan poco esfuerzo dijo lo que dijo. -Oh, ella es una mula y él una bestia. Y no pienso ir a arreglar esto con la poli. Me voy a vivir contigo. Otra vez, no se trataba de una petición sino de una orden. ¿Qué podía hacer? Me limité a aceptar los hechos. -Bueno, de acuerdo. Te vienes conmigo a casa, y allí veremos. En ese preciso instante empezó, seriamente, mi educación. Me había hecho con una muñeca grande, pero no de juguete sino viviente, y a juzgar por las apariencias, era una especie de bomba con piernas. Esa noche, volver a casa se parecía mucho a volver de la feria de diversiones de Hampstead Heath, un poco en el aire, un poco mareado por la calesita en que había andado, y más que un poco azorado de que la hermosa muñeca que había ganado en el tiro al blanco hubiera cobrado vida y viniera caminando junto a mí. -¿Cómo te llamas, Tich? -le pregunté. -Anna, ¿y tú? -Fynn -le informé-. ¿De dónde vienes? A esa pregunta no obtuve respuesta, y fue la primera y última vez que Anna no me respondió a una pregunta... por razones que después entendí. Porque tenía miedo de que yo la devolviera. -¿Cuándo te escapaste? -Oh, hace tres días, creo. Para ir a casa tomamos el atajo, trepando por el puente «cortado» y atravesando el cercado del ferrocarril. Era el camino que yo seguía siempre, el más conveniente porque vivíamos junto a la vía del tren, además de que así no tenía que hacer que mamá se levantara para abrirme la puerta de delante. Por la puerta del fondo entramos en el fregadero y de ahí pasamos a la cocina. Encendí la luz de gas, y por primera vez vi a Anna. Sólo Dios sabe qué era lo que esperaba ver; ciertamente, no lo que vi. No era que estuviese sucia ni que el vestido fuera diez tallas más grande de la que ella necesitaba; era la mezcla de gaseosa de jengibre, Guinness y colores de la caja de pinturas. Parecía una pequeña salvaje, con la cara y los brazos cubiertos de manchas de colores; la parte de delante del vestido era un delirio total de color. Su aspecto era tan cómico y diminuto, y su reacción ante mi carcajada fue volverse a encoger de tal manera que inmediatamente 8 la levanté hasta el nivel del espejo que había sobre la chimenea, para que pudiera verse. Su deliciosa risita fue como cerrar una puerta en noviembre y al volver a abrirla encontrarse en la mitad de junio. No puedo decir que mi aspecto de esa noche fuera muy diferente al de ella. Yo también estaba cubierto de pintura. «Tal para cual», como dijo después mamá. En medio de todas las risitas se oyeron unos golpes en la pared; era la señal de mamá. -¿Eres tú? Tienes la comida en el horno, y no te olvides de apagar el gas. En vez de responder: «Está bien, mamá, en seguida termino», como hacía siempre, abrí la puerta. -Mamá, ven a ver lo que traje -grité por el pasillo. Si algo tenía mi madre, es que jamás armó escándalo por nada; siempre se lo tomaba todo como venía, ya fuera Bossy, el gato que traje una noche a casa, o Patch el perro, o Carol, que tenía dieciocho años y se quedó dos en nuestra casa, o Danny, un canadiense que estuvo unos tres años con nosotros. Hay gente que colecciona sellos de correos o redondeles de cerveza: mamá coleccionaba seres perdidos y abandonados, gatos, perros, ranas, gente y, como ella decía, toda una multiplicidad de «personitas». Si esa noche se hubiera encontrado frente a un león, habría hecho el mismo comentario... «pobrecito». Con una mirada cuando franqueaba la puerta le bastó. -Pobrecita -exclamó-, ¿qué es lo que te han hecho? Después, como si acabara de ocurrírsele, se dirigió a mí. -Estás hecho una roña. Lávate la cara -y sin decir más, se dejó caer de rodillas para abrazar a Anna. Encontrarse rodeado por los brazos de mamá era como llegar a las manos con un gorila. Mamá tenía los brazos como otra gente tiene las piernas. Tenía una estructura anatómica especial, que todavía me intriga, un corazón de cien kilos en un cuerpo de ochenta y cinco. Mamá era auténticamente una señora, y esté donde esté ahora, seguirá siendo una señora. Tras unos minutos de «ohs» y «ahs», las cosas empezaron a organizarse. Mamá se enderezó y, no sin dispararme al pasar un «quítale esa ropa mojada 9 a la criatura», fue a abrir la puerta de la cocina. -¡Stan, Carol -llamó a gritos-, venid aquí enseguida! Stan es mi hermano, dos años menor que yo; Carol era uno de los seres perdidos y abandonados que iban y venían. En la cocina y en el fregadero hubo una súbita erupción; apareció una bañera, brotaron cazos de agua sobre los quemadores del gas, surgieron toallas y jabón; la cocina económica se llenó de carbones, y heme a mí tratando de aflojar broches en la ropa de Anna, hasta que de pronto ahí quedó, sentada sobre la mesa de la cocina, con la ropa que llevaba en el momento de nacer. -¡Malditos! -masculló Stan. -¡Cristo! -exclamó Carol. Mamá puso mala cara. Durante un momento, en aquella cocinita ardió el odio contra alguien; el pobre cuerpecito mostraba golpes y magulladuras. Los cuatro adultos presentes sentían deseos de despedazar a alguien, y durante un rato a todos nos ahogó la ira. Pero Anna seguía sentada y sonreía, con una ancha sonrisa que le partía en dos la cara. Seguía allí sentada, como un bello duende, y creo que por primera vez en su vida se sentía total y completamente feliz. Completado el baño, engullida la sopa y resplandeciente Anna en una vieja camisa de Stan, todos nos sentamos en torno a la mesa y consideramos la situación. Se hicieron preguntas, pero no se obtuvieron respuestas. Finalmente, decidimos que ya había habido suficientes preguntas para ese día. Las respuestas podían esperar a mañana. En tanto que mamá se ocupaba de que la ropa de Anna volviera a estar limpia, Stan y yo armamos una cama en un viejo sofá de cuero negro, en la habitación situada al lado de la mía. Yo dormía en la habitación de delante, un cuarto repleto de aspidistras, una cajonera doble en cuya parte superior había preciosas piezas de cristal 10
Description: