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Francisco Ferrer Guardia: Anticlericalismo, pedagogía y revolución PDF

210 Pages·2014·0.731 MB·Spanish
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Francisco Ferrer Guardia Anticlericalismo, pedagogía y revolución Juan Avilés Farré ISBN: 978-84-15930-45-7 © Juan Avilés Farré, 2014 © Punto de Vista Editores, 2014 http://puntodevistaeditores.com/ [email protected] Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Índice EL AUTOR Prólogo Capítulo 1 Un catalán en París Monsieur Ferrer est un anarchiste La malheurese femme fit feu sur son mari Un matrimonio mal avenido, con hijas Capítulo 2 Republicano, masón y librepensador De Can Boter al ferrocarril de Francia Conspiraciones republicanas Un masón llamado Cero Librepensadores en Madrid Fantasías revolucionarias Capítulo 3 Un siglo se acaba Léopoldine y Ernestine Interludio socialista El proceso de Montjuich Los contactos de Ferrer Capítulo 4 La Escuela Moderna Anarquismo, librepensamiento y educación La pedagogía de Ferrer Letras, ciencias... y revolución Ferrer y sus mujeres Capítulo 5 El camino de la revolución Ferrer y la huelga general Pedro Vallina Campañas internacionales Librepensadores en Roma Capítulo 6 Contra Alfonso XIII: el atentado de París Apelación al magnicidio Il arrive! l’Alphonse! El atentado de la rue de Rohan El proceso de los cuatro Capítulo 7 Contra Alfonso XIII: el atentado de Madrid Primeras averiguaciones Ferrer en prisión La campaña internacional ¿Culpable o inocente? Capítulo 8 Pedagogía y revolución La Liga para la Educación Racional de la Infancia Entre republicanos y anarquistas Capítulo 9 Proceso y muerte La Semana Trágica Interrogatorios La condena Las últimas horas Capítulo 10 Un mártir laico El affaire Ferrer en Francia La protesta en otros países La caída de Maura La masonería y Ferrer Tras la tormenta Memoria y olvido Fuentes y bibliografía Archivos Bibliografía EL AUTOR Juan Avilés Farré es catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED). Fiel a la recomendación de Voltaire, cree que el historiador tiene dos deberes principales: no aburrir y no mentir. Ha aprendido con Lucien Febvre que no es un magistrado suplente en el valle de Josafat y por ello pretende comprender el pasado más que juzgarlo. Cree que es necesario entender a los actores históricos en sus propios términos, a través de sus palabras y de sus actos. Considera que la historia es siempre universal y que los fenómenos locales sólo cobran sentido en un marco global de interconexiones. Ha escrito libros sobre la Guerra Civil española ( Pasión y farsa: franceses y británicos ante la guerra civil española , 1994), el nacimiento del comunismo ( La fe que vino de Rusia: la revolución bolchevique y los españoles , 1999), Dolores Ibárruri ( La mujer y el mito: Pasionaria , 2005), la Segunda República ( La izquierda burguesa y la tragedia de la II República , 2006) y los atentados anarquistas de fines del siglo XIX ( La daga y la dinamita: los anarquistas y el nacimiento del terrorismo , 2013), así como numerosos artículos en revistas académicas. Prólogo Este libro representa una nueva versión, considerablemente renovada, de aquel que con el título Francisco Ferrer y Guardia: pedagogo, anarquista y mártir publiqué en 2006 en la editorial Marcial Pons, ya descatalogado. Durante los ocho años trascurridos desde su publicación he aprovechado todas mis visitas a distintos archivos para reunir nuevos datos sobre el tema y he escrito diversos artículos sobre el mismo en español, italiano y francés. A instancias de mi amigo José Luis Ibáñez y de Punto de Vista Editores he decidido pues reelaborarlo para una nueva vida electrónica. El cambio del subtítulo, que pasa a ser Anticlericalismo, pedagogía y revolución , viene a subrayar que a través de la peripecia vital de Ferrer este libro pretende evocar las luchas intelectuales y políticas de hace un siglo, cuando el conflicto entre católicos y librepensadores llegaba a su auge en la Europa latina y la perspectiva de una revolución violenta ilusionaba o atemorizaba a distintos sectores de la sociedad. Francisco Ferrer ha resultado siempre una figura intrigante. Lo fue para sus contemporáneos y lo ha seguido siendo para los historiadores. Su insólita condición de millonario subversivo; el extraño origen de su fortuna; su posible implicación en dos atentados contra el rey Alfonso XIII; la escuela que creó, convertida muy pronto en un mito de la pedagogía libertaria; su condena sin pruebas como jefe de una rebelión; la extraordinaria campaña internacional que su muerte provocó, todo ello le convierte en un personaje realmente singular. Lo más curioso es que, un siglo después, muchas dudas persisten. ¿Era realmente anarquista? Si lo era, ¿por qué tenía tan buenas relaciones con republicanos como Lerroux? ¿Fue un innovador pedagógico o se limitó a inculcar los principios anarquistas con métodos tradicionales? ¿Participó realmente en la preparación de atentados? ¿Por qué suscitó su fusilamiento tanta emoción en los medios internacionales de izquierda? En los primeros tiempos después de su muerte, estas preguntas despertaron un gran interés y se multiplicaron los libros y artículos sobre su caso, algunos desde una perspectiva crítica, los más desde una perspectiva favorable. Luego el interés fue decayendo. Es cierto que ningún estudio sobre la política española en el reinado de Alfonso XIII dejaba de mencionarle, pero su figura seguía siendo poco conocida. En los primeros tiempos de la transición democrática, en pleno auge de la renovación pedagógica, se publicaron varios estudios acerca de su obra escolar, el más completo de los cuales, el de Buenaventura Delgado, apareció en 1979. Sus conexiones terroristas también han despertado el interés de distintos autores, desde el artículo pionero de Joaquín Romero Maura (1968, reeditado en 2000) hasta el libro de Eduardo González Calleja (1998). Se trata sin embargo de aportaciones parciales que, aunque valiosas, iluminan tan sólo aspectos particulares de su trayectoria vital. En el último medio siglo sólo se ha escrito una biografía de Ferrer, publicada en París en 1962 y traducida al español en 1980. Fue obra de su hija Sol, cuya capacidad como historiadora quedaba muy por debajo de su devoción filial. Creo pues que resultaba conveniente revisar su biografía y el año 2006, cuando se cumplía un siglo desde que su colaborador Mateo Morral lanzara una bomba en la calle Mayor de Madrid sembrando la muerte entre quienes presenciaban el paso del cortejo nupcial de Alfonso XIII, representaba un buen momento para hacerlo. Tanto más que no faltaban fuentes para estudiar su vida y su obra. La Fundación Ferrer y Guardia de Barcelona se ha esforzado en reunir documentos y libros sobre él; los que recopiló su hija Sol se hallan en la biblioteca de la Universidad de California en San Diego; se encuentran cartas suyas en distintos archivos y también reproducidas en antiguos libros; los informes sobre él de la policía francesa pueden consultarse en archivos de París; mucha documentación relativa a sus dos procesos fue publicada en cinco gruesos volúmenes hace casi un siglo; el eco de su muerte resuena en informes diplomáticos, folletos y artículos de prensa que he rastreado en archivos y bibliotecas de distintos países. Dos ayudas para proyectos de investigación, del Estado español (HUM 204-0640) y de la Comunidad de Madrid (06/HSE/0078/2004), facilitaron los desplazamientos necesarios. El subtítulo de la primera versión de este libro −quizá influido por el de Traidor, inconfeso y mártir que Zorrilla dio a uno de sus dramas− aludía a tres términos con los que a veces se alude a Ferrer: pedagogo, anarquista y mártir . Ferrer no fue un gran pedagogo, no aportó ideas originales al pensamiento educativo, pero la Escuela Moderna que fundó, con todas sus contradicciones y limitaciones, representaba algo nuevo en la España de la época. Fue anarquista en el doble sentido de la palabra, en el más habitual de partidario de una sociedad sin autoridad y en el que era habitual en la Europa de entonces, es decir el de partidario de recurrir a los atentados en la lucha contra las autoridades. Y por último fue considerado por muchos como un mártir laico, que murió por sus ideas. De hecho este último aspecto es el más importante en Ferrer. Este libro no se hubiera escrito si el director de la Escuela Moderna no se hubiera convertido, aunque sólo fuera por un breve tiempo, en uno de los mártires del panteón imaginario de la izquierda. Para entender el devenir histórico, hay que prestar tanta atención a los mitos como a las realidades, porque, en cierto sentido, los mitos son realidades . Las creencias, las imágenes, las ideas, las frases hechas, toda la variedad de representaciones mentales que pueblan nuestros cerebros, condicionan nuestra conducta y se convierten por ello en una agente transformador de la realidad. Es posible estudiar su difusión, su epidemiología podríamos decir, analizando el modo en que se transmiten a través de distintos medios, que en tiempos de Ferrer consistían sobre todo en la palabra oral y escrita, y lo más interesante resulta preguntarse por qué ciertas ideas, creencias, imágenes o mitos tienen una especial capacidad para captar el interés de los seres humanos. Esto significa que la obra que tiene el lector en sus manos se mueve en un doble registro. Por un lado el de los hechos en el sentido clásico. En algunos capítulos se ha realizado un esfuerzo casi de detective para analizar todas las pruebas de que se dispone acerca de la génesis de los atentados contra Alfonso XIII o de la participación de Ferrer en la Semana Trágica. Espero que los aficionados a la novela policíaca sepan apreciarlos en su justo valor, aunque en la historia siempre quedan cabos sueltos y no siempre se pueda afirmar con seguridad quién lanzó determinada bomba. El otro registro es el de las representaciones mentales y muy especialmente el de las creencias falsas y los mitos. El propio Ferrer, ferviente anticlerical, convencido de que la religión consistía en una serie de falsedades con las que la Iglesia esclavizaba la mente del pueblo, no habría tenido dificultad en aceptar que lo que la gente creía era importante, a diferencia de los marxistas, que consideraban el pensamiento como una consecuencia necesaria de la estructura social. Le habría resultado en cambio difícil aceptar el contenido mítico de algunas de sus más firmes creencias, como la extraña concepción cientifista de que cabe deducir de la ciencia unos principios éticos, o la fe anarquista en que bastaría destruir las instituciones para construir una sociedad libre. Así es que los mitos contrapuestos de la izquierda y la derecha, que en buena medida se alimentaban recíprocamente, juegan un papel destacado en este libro. Incluidos ese tipo de mitos que se suelen denominar teorías de la conspiración, es decir la creencia en poderes ocultos que gobiernan en mayor o menor medida el mundo. La teoría de la conspiración favorita de la izquierda era de carácter anticlerical y Ferrer, como veremos, la compartía plenamente. No se trataba sólo de laicismo o de defensa de la libertad de conciencia frente al dogmatismo católico, aunque esto también era importante, sino de la atribución al clero de un poder que realmente no tenía, e incluso su consideración como genuinos enemigos de la humanidad. Ni la Semana Trágica de 1909 ni la matanza de clérigos del verano de 1936 tuvieron lugar por casualidad, sino que respondían a percepciones firmemente arraigadas en la imaginación de la izquierda. Por su parte, la derecha católica creía hasta extremos sorprendentes en una peculiar teoría de la conspiración, la que atribuía a la masonería, en conexión con el judaísmo y posiblemente inspirada por Satanás, el papel de inspiradora de todos los ataques contra las instituciones que garantizaban la paz y el orden en este mundo y la salvación en el otro. Republicano, masón, librepensador y anarquista, Ferrer estuvo en el ojo de ese huracán mítico. Lo estuvo sobre todo porque era un pedagogo, pues la cuestión escolar era el campo de enfrentamiento fundamental entre clericales y anticlericales, en España como en los restantes países católicos. Ferrer podría haber promovido o no atentados contra el rey, pero bastaba su papel de impulsor de una escuela sin Dios para que a los ojos de sus conciudadanos católicos fuera un personaje satánico. Y a su vez, la formidable reacción internacional que produjo su muerte, sólo puede ser entendida si tenemos en cuenta otro poderoso mito, el de la España inquisitorial. Un mito que se remontaba a varios siglos atrás, a los tiempos de Felipe II y de las guerras de religión, y que había recobrado fuerza a raíz de unos hechos muy reales, los tormentos infligidos en el castillo de Montjuich, en 1896, a unos presos sospechosos de haber participado en un sangriento atentado contra una procesión en Barcelona. Y de ahí nació un nuevo mito, el de un Ferrer entregado tan sólo a su proyecto pedagógico, que moría víctima de la intolerancia católica. La realidad era más compleja, porque Ferrer era un revolucionario dispuesto a utilizar la violencia más extrema para acabar con las instituciones, y algunos de los que defendieron su inocencia habían estado también implicados en conspiraciones para cometer atentados. Mito y realidad se entremezclan, de manera compleja, en esta historia. Para entender la biografía de Ferrer hay que prestar atención a bastantes temas conexos. Hay que comprender lo que significaba en la España de hace un siglo ser republicano, ser masón, ser librepensador o ser anarquista. Y es necesario además tener en cuenta lo que ocurría más allá de las fronteras españolas. Ferrer transcurrió buena parte de su vida adulta en París, tenía buenos amigos en Francia, en Bélgica, en Holanda, en Inglaterra y en Italia, y su muerte no habría tenido la repercusión que tuvo en España si no la hubiera tenido antes en otros países. Esto supone la necesidad de hacer incursiones en temas como la historia de la masonería francesa o la del terrorismo anarquista en toda Europa. A su vez, una biografía de Ferrer constituye, a mi juicio, una excelente introducción a algunos aspectos esenciales de la vida española y europea de hace un siglo. Juan Avilés Farré Enero de 2006 y agosto de 2014 Capítulo 1 Un catalán en París París era a finales del siglo XIX una de las ciudades más atractivas de Europa. Su vida artística y literaria estimulaba a los jóvenes de talento, más o menos bohemios; sus lugares de diversión seducían a los viajeros ricos; su libertad resultaba acogedora para los exiliados políticos, llegados de Rusia o de España, y su actividad económica ofrecía oportunidades a quienes buscaban simplemente ganarse la vida. Era, en fin, una ciudad en la que podía abrirse camino un extranjero pobre pero con espíritu de iniciativa, como aquel Francisco Ferrer que se había instalado allí en 1885. Monsieur Ferrer est un anarchiste La verdadera prosperidad no le había llegado todavía en aquel año de 1894, en el que su vida dio un viraje. El 28 de marzo alguien envió a monsieur Mouquin, comisario de policía del faubourg Montmartre, un folio anónimo, hoy conservado en el archivo de la Prefectura, que denunciaba al profesor de español monsieur Ferrer como anarquista y daba su dirección, rue de Richer 26, para que la policía pudiera seguirle y comprobar la veracidad de la acusación. Efectivamente, un agente hizo sus pesquisas y comenzó por comprobar que debía tener dos pisos en la misma calle, pues había alquilado otro en el número 43. ¹ Pero, ¿qué significaba entonces ser anarquista y por qué le interesaba el tema a la policía? La cuestión resulta tan importante en la biografía de Ferrer como para merecer una respuesta detallada. Se puede definir el anarquismo , en términos positivos, como un proyecto de sociedad basado en la igualdad, en la libre iniciativa individual y en la cooperación voluntaria, o también como una exageración de la idea de libertad, en palabras de Karl Popper. El anarquista italiano Carlo Cafiero, en un folleto publicado en París a finales del siglo XIX, explicó que la futura sociedad se basaría en el principio “de cada uno según sus capacidades, a cada uno según sus necesidades, es decir, de cada uno y a cada uno según su voluntad”. Se trata de una fórmula algo sorprendente, por su implicación de que todos estarían dispuestos a trabajar sin exigir una recompensa acorde con su trabajo, pero muy característica del optimismo anarquista. Ese optimismo, sin embargo, se refería al futuro y de momento de lo que se trataba era de destruir la sociedad presente, con todas sus miserias, sus injusticias y sus variadas formas de opresión. El francés Sébastien Faure explicaba por entonces que era anarquista todo aquel que negaba la autoridad y la combatía, ya fuera en su forma política, el Estado, en su forma económica, el capital, o en su forma moral, la religión. El gran padre fundador del anarquismo, el ruso Mijaíl Bakunin, había escrito treinta años antes, en carta a un amigo, que durante un largo futuro no preveía más que “la severa poesía de la destrucción”. ² La violencia revolucionaria en la que pensaba Bakunin y a cuya promoción dedicó buena parte de su vida era la violencia abierta de la insurrección, encaminada a la toma del poder, no la violencia clandestina del atentado individual, orientada a difundir el pánico en la sociedad y mostrar así su vulnerabilidad, es decir lo que hoy llamamos terrorismo . A fines del siglo XIX, sin embargo, el término anarquismo llegó a ser comúnmente usado como sinónimo de terrorismo, tanto en los discursos de los políticos como en los artículos de la prensa y en los comentarios de los ciudadanos preocupados. Se llegó a ello, no porque todos los anarquistas hubieran adoptado las tácticas terroristas, sino por una combinación de atentados impactantes, pánico colectivo y propensión anarquista a defender a todos aquellos que, por cualquier vía, se enfrentaran al Estado y a la sociedad burguesa. La primera gran oleada de atentados del siglo XIX no fue sin embargo protagonizada por anarquistas, sino por una organización revolucionaria rusa, Narodnaya Volya (‘Voluntad del Pueblo’), cuyos militantes, habitualmente designados en Occidente por el término de nihilistas , actuaron sobre todo entre los años 1879 y 1883. Por esas mismas fechas surgió también la idea anarquista de la “propaganda por el hecho”. El primer texto conocido en el que se empleó fue el que con ese título publicó en agosto de 1877 el boletín de la Federación del Jura de la Internacional. Esta federación agrupaba a un activo núcleo de militantes de la región suiza del Jura, en la que habían hallado refugio destacados anarquistas extranjeros, como el ruso Piotr Kropotkin o el francés Paul Brousse, probable autor este artículo. Su tesis era que actos de desafío como las manifestaciones ilegales o los intentos insurreccionales, aunque fracasaran, tenían más impacto en la opinión que la propaganda escrita, que se veía limitada por la incapacidad de los revolucionarios para editar diarios de gran tirada y por la escasa disposición a la lectura que tenían obreros y campesinos tras sus extenuantes jornadas laborales. ³ Unos años después, en julio de 1881, un congreso anarquista internacional reunido en Londres adoptó la estrategia de la propaganda por el hecho, entendida como el uso propagandístico de la violencia, con un llamamiento a que se hicieran “todos los esfuerzos posibles para propagar mediante actos la idea revolucionaria” y con una exhortación al estudio y la aplicación de “las ciencias técnicas y químicas”, que representaba una alusión apenas velada al empleo de explosivos. ⁴ En los años ochenta fueron sin embargo muy escasos los atentados anarquistas, por lo que fue sólo a comienzos de los noventa cuando el terrorismo alcanzó un eco considerable en la opinión. La primera gran oleada de atentados anarquistas se produjo en París entre 1892 y 1894 y culminó con el asesinato en Lyon del presidente de la República, Sadi Carnot. En conjunto causaron diez muertes, se saldaron con la ejecución de cuatro de sus autores y tuvieron un gran impacto en la opinión pública, con lo que todos los anarquistas se convirtieron en sospechosos. ⁵ De ahí la gravedad de la denuncia anónima contra Ferrer, cuya condición de español podía además hacer sospechar que tuviera alguna relación con los atentados aún más graves que habían comenzado a tener lugar en la península Ibérica. En España el terrorismo anarquista tuvo su epicentro en Barcelona, donde los primeros atentados se cometieron en 1884, pero fue en 1893 cuando adquirió una dimensión sobrecogedora. El 24 de septiembre de ese año, Paulino Pallás lanzó dos bombas contra el general Arsenio Martínez Campos, quien sólo recibió una herida sin importancia, mientras que fue alcanzado de lleno un guardia civil que falleció poco después con el vientre y las piernas destrozadas, al tiempo que otras quince personas resultaron heridas, entre ellas una joven de veinticuatro años, a quien hubo que amputar una pierna. Pallás, detenido en el acto, fue prontamente juzgado y ejecutado, tras lo cual se produjo un atentado aún más horrible. El 7 de noviembre de ese mismo año el anarquista Santiago Salvador lanzó dos bombas sobre el patio de butacas del Teatro del Liceo de Barcelona, causando la muerte a veinte personas y heridas a otras treinta. Fue el primer atentado anarquista contra una multitud indiscriminada y la respuesta de las autoridades españolas vulneró a su vez los principios jurídicos más básicos. El empleo de la tortura en los interrogatorios condujo a que, antes de la detención de Salvador, otro anarquista, José Codina, se declarara autor material de la matanza, y cuando la confesión del verdadero autor hizo temer que la justicia ordinaria se conformara con pedir la pena capital sólo para él, tanto Codina, que probablemente había fabricado algunas bombas, como otros cinco acusados en el caso del Liceo, fueron procesados también por complicidad en el atentado contra Martínez Campos, que era competencia de la justicia militar, con el resultado de que todos ellos fueron condenados a muerte y ejecutados. ⁶ En tales circunstancias, el interés que la policía parisina mostró por el anónimo que denunciaba a Ferrer no tuvo nada de extraño. Las investigaciones no revelaron sin embargo nada sospechoso. A finales de abril un inspector redactó un informe según el cual Francisco Ferrer, profesor de español, era un republicano avanzado y librepensador, cuyas

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