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Evolución: El mayor espectáculo sobre la Tierra PDF

488 Pages·2010·22.668 MB·Spanish
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Para Josh Timonen PRÓLOGO C ada día aparecen nuevas pruebas que respaldan la evolución, y son más sólidas que nunca. Al mismo tiempo, aunque resulte paradójico, la oposición mal informada también cobra más fuerza de la que puedo recordar. Este libro es mi resumen personal de las pruebas que demuestran que la «teoría» de la evolución es un hecho real —tan irrefutable como cualquier otro hecho de la ciencia—. Este no es el primer libro que escribo sobre la evolución, y debo explicar qué es lo que lo hace diferente. Podría definirse como mi eslabón perdido. El gen egoísta y El fenotipo extendido ofrecían una versión poco habitual de la conocida teoría de la selección natural, pero no hablaban sobre la evidencia de que la evolución realmente haya ocurrido. Mis tres libros siguientes, cada uno a su manera, trataban de identificar, y de deshacer, distintas barreras del conocimiento. Estos libros, El relojero ciego, El río del Edén y (mi favorito) Escalando el monte improbable, respondían a preguntas como «¿qué utilidad tiene medio ojo», «¿qué utilidad tiene media ala?», «¿cómo puede funcionar la selección natural si la mayoría de las mutaciones tienen efectos negativos?». No obstante, aunque estos tres libros despejaban algunas dudas importantes, no mostraban pruebas reales de que la evolución sea un hecho. Mi libro más extenso, El cuento del antepasado, exponía todo el curso de la historia de la vida, en forma de una especie de peregrinaje chauceriano en busca de antepasados, hacia atrás en el tiempo, pero de nuevo asumía como cierto el hecho de la evolución. Al revisar estos libros me di cuenta de que en ninguno de ellos aparecían pruebas del hecho de la evolución, y ese era un problema importante que debía zanjar. El año 2009 me pareció un buen momento para hacerlo, ya que se celebra el bicentenario del nacimiento de Darwin y el 150.º aniversario de la publicación de El origen de las especies. Como es lógico, no soy el único que se percató de esta coincidencia, y en este año han visto la luz obras excelentes, entre las que destacaría el libro de Jerry Coyne Why Evolution is True [Por qué la evolución es verdad]. La muy favorable reseña que escribí sobre esta obra en el Times Literary Supplement puede consultarse en http://richarddawkins.net/ article,3594,Heat-the-Hornet,Richard-Dawkins. El título provisional que mi agente literario, el visionario e infatigable John Brockman, sugirió a los editores para mi libro fue Solo una teoría. Después se dio cuenta de que Kenneth Miller ya se nos había adelantado utilizándolo para su larguísima contestación a una de esas demandas judiciales por las que a veces se deciden los planes de estudios científicos (un juicio en el que desempeñó un papel heroico). En cualquier caso, siempre tuve dudas sobre la idoneidad del título de mi libro, y estaba dispuesto a archivarlo cuando me di cuenta de que el título perfecto llevaba tiempo esperándome en otro estante. Hace varios años, un admirador anónimo me envió una camiseta en la que aparecía el siguiente eslogan jocoso: «Evolución, el mayor espectáculo del mundo, el único juego en la ciudad». De vez en cuando se me pasaba por la cabeza comenzar una conferencia con ese título, y de pronto comprendí que sería un título idóneo para este libro, aunque si lo utilizaba completo iba a resultar demasiado largo. Lo reduje a Evolución. El mayor espectáculo sobre la Tierra. Por otra parte, «Solo una teoría», precavidamente encerrado entre signos de interrogación para evitar que los creacionistas lo sacaran de contexto, sería un estupendo título para el primer capítulo. He recibido ayuda de varias formas y de parte de mucha gente, como Michael Yudkin, Richard Lenski, George Oster, Caroline Pond, Henri D. Grissino-Mayer, Jonathan Hodgkin, Matt Ridley, Peter Holland, Walter Joyce, Yan Wong, Will Atkinson, Latha Menon, Christopher Graham, Paula Kirby, Lisa Bauer, Owen Selly, Victor Flynn, Karen Owens, John Endler, Iain Douglas- Hamilton, Sheila Lee, Phil Lord, Christine DeBlase y Rand Russell. Sally Gaminara y Hillary Redmond, quienes, junto con sus (respectivos) equipos de Gran Bretaña y Estados Unidos, me han prestado un magnífico apoyo. En tres ocasiones durante los últimos pasos de producción del libro han aparecido nuevos e importantes descubrimientos en la prensa científica. En cada una de esas ocasiones pregunté tímidamente si se podrían alterar los ordenados y complejos procedimientos de publicación para incluir estos nuevos descubrimientos. Las tres veces, en lugar del gruñido que cabría esperar de cualquier editor ante estas molestas incorporaciones de última hora, Sally y Hilary aceptaron las propuestas con un entusiasmo alentador y movieron cielo y tierra para hacerlas efectivas. Gillian Somerscales resultó ser igual de entusiasta y servicial en la labor de revisión y organización del libro, que llevó a cabo con auténtica inteligencia y sensibilidad. Mi esposa, Lalla Ward, ha sido una vez más mi mayor soporte, con un valor infatigable, unas muy útiles críticas estilísticas y sus clásicas y elegantes sugerencias. El libro se concibió y empezó a escribirse durante mis últimos meses en la cátedra que lleva el nombre de Charles Simonyi, y se terminó después de haberme jubilado. Como despedida de la cátedra Simonyi, catorce años y siete libros después, me gustaría expresar de nuevo mi profundo agradecimiento a Charles. Lalla coincide conmigo en la esperanza de que nuestra amistad siga viva por muchos años. Este libro está dedicado a Josh Timonen, con mi agradecimiento hacia él y hacia el pequeño y esforzado grupo que trabajó originalmente en la creación de RichardDawkins.net. En la red se conoce a Josh como un inspirado diseñador web, pero eso no es más que la punta de un increíble iceberg. El talento creativo de Josh ha dejado huella, y la imagen del iceberg apenas refleja la enorme versatilidad de su contribución a nuestro esfuerzo común y el magnífico sentido del humor con que lo hizo. 1 ¿SOLO UNA TEORÍA? I magine que es usted un profesor de latín y de historia de Roma ansioso por transmitir su entusiasmo por el mundo antiguo —por las elegías de Ovidio y las odas de Horacio, la poderosa economía de la gramática latina tal y como se muestra en la oratoria de Cicerón, las sutilezas de estrategia en las guerras púnicas, el liderazgo de Julio César y los voluptuosos excesos de los últimos emperadores—. Es una gran empresa y lleva tiempo, concentración y dedicación. Aun así, usted descubre que está malgastando su tiempo continuamente y que su clase ve distraída su atención por un grupo de ignorantes vocingleros (como académico del latín, usted diría mejor ignorami) que, con apoyo político y especialmente económico, conspiran sin descanso para persuadir a sus desafortunados alumnos de que los romanos nunca existieron. Nunca hubo un Imperio romano. El mundo entero comenzó a existir solo un poco antes de lo que alcanza la memoria viva. El español, el italiano, el francés, el portugués, el catalán, el occitano, el retorromano: todas estas lenguas y sus dialectos aparecieron de forma espontánea e independiente, y nada deben a ningún antecedente como el latín. En lugar de dedicar toda su atención a la noble vocación de académico del mundo clásico y profesor, se ve forzado a emplear su tiempo y su esfuerzo en una denodada defensa de la proposición de que los romanos existieron alguna vez: una defensa contra una exhibición de prejuicio ignorante que le haría llorar si no estuviera tan ocupado luchando contra ella. Si mi fantasía sobre el profesor de latín le parece muy caprichosa, veamos un ejemplo más realista. Imagine que es un profesor de historia más reciente y que sus lecciones sobre la Europa del siglo XX se ven boicoteadas, interrumpidas o desbaratadas de alguna otra forma por grupos políticamente poderosos y bien financiados de revisionistas del holocausto. A diferencia de mis negadores de Homero, los negadores del holocausto existen de verdad. Hacen ruido, son superficialmente plausibles y expertos en parecer bien formados. Están apoyados por el presidente de, al menos, un Estado poderoso actual e incluyen, como mínimo, a un obispo de la Iglesia Católica Romana. Imagine que, como profesor de historia europea, se enfrenta continuamente a demandas beligerantes para que se «enseñe la controversia», y se dedique «el mismo tiempo» a la «teoría alternativa» de que el holocausto nunca ocurrió, que fue inventado por un grupo de conspiradores sionistas. Intelectuales relativistas de moda intervienen para insistir en que no hay una verdad absoluta: si el holocausto ocurrió es una cuestión de creencia personal; todos los puntos de vista son igualmente válidos y deben ser igualmente «respetados». Hoy día, la situación de muchos profesores de ciencia no es menos desesperada. Cuando intentan exponer el principio central de la biología; cuando honestamente sitúan el mundo de lo vivo en un contexto histórico —lo que quiere decir evolución—; cuando exploran y explican la naturaleza de la vida misma, son acosados y bloqueados, fastidiados e incluso intimidados con la amenaza de perder sus empleos. Cada ataque les hace, cuando menos, malgastar tiempo. Es frecuente que reciban cartas intimidatorias de los padres y que tengan que aguantar sonrisas sarcásticas y brazos cruzados de niños a los que les han lavado el cerebro. Les obligan a utilizar libros de texto aprobados por el Gobierno en los que la palabra «evolución» ha sido sistemáticamente eliminada o sustituida por «cambio en el tiempo». Hubo una época en la que casi nos reíamos de este tipo de cosas y las calificábamos de fenómeno típico estadounidense. Pero ahora los profesores del Reino Unido y el resto de Europa están sufriendo esos mismos problemas, en parte por la influencia recibida de Estados Unidos, pero sobre todo por la creciente presencia del islamismo en las aulas —alentado por el compromiso oficial del «multiculturalismo» y el temor a ser tachados de racistas—. A menudo se afirma, y con razón, que el clero y los teólogos más experimentados no tienen problema alguno con la evolución y, en muchos casos, apoyan activamente a los científicos en este sentido. Con frecuencia esto es cierto, según mi experiencia como colaborador, en dos ocasiones diferentes, del entonces obispo de Oxford, ahora lord Harries. En 2004 escribimos un artículo conjunto en el Sunday Times cuyas palabras finales eran: «A día de hoy no hay nada que debatir. La evolución es un hecho y, desde un punto de vista cristiano, uno de los más grandes trabajos de Dios». La última frase fue escrita por Richard Harries, pero estábamos de acuerdo sobre todo el contenido del artículo. Dos años antes, el obispo Harries y yo habíamos escrito una carta conjunta al primer ministro, Tony Blair, que decía lo siguiente: Estimado primer ministro: Escribimos como un grupo de científicos y obispos para expresar nuestra preocupación por la enseñanza de la Ciencia en la facultad de Tecnología Municipal Emmanuel, en Gateshead. La evolución es una teoría científica de gran poder explicativo, capaz de dar cuenta de un gran número de fenómenos en muchas disciplinas diferentes. Puede ser refinada, confirmada e incluso alterada radicalmente siguiendo las evidencias. No es, como sostienen los portavoces de esta facultad, una «posición de fe» de la misma categoría que la explicación bíblica de la creación, que tiene una función y un propósito diferentes. El asunto va más allá de lo que se está enseñando actualmente en una facultad. Hay una preocupación creciente sobre qué será enseñado y cómo será enseñado en la nueva generación de colegios religiosos. Creemos que los currículos de estos centros, así como el de la facultad de Tecnología Municipal Emmanuel, tienen que ser supervisados estrictamente para que ambas disciplinas de Ciencia y Estudios Religiosos sean respetadas de manera adecuada. Sinceramente suyos, Ilmo. Richard Harries, obispo de Oxford; Sir David Attenborough, miembro de la Royal Society; Ilmo. Christopher Herbert, obispo de St. Albans; Lord May of Oxford, presidente de la Royal Society; John Enderby, catedrático, secretario de Física, Royal Society; Ilmo. John Oliver, obispo de Hereford; Ilmo. Mark Santer, obispo de Birmingham; Sir Neil Chalmers, director del Museo de Historia Natural; Ilmo. Thomas Butler, obispo de Southwark; Sir Martin Rees, astrónomo real, miembro de la Royal Society; Ilmo. Kenneth Stevenson, obispo de Portsmouth; Patrick Bateson, catedrático, secretario de Biología, Royal Society; Ilmo. Crispian Hollis, obispo católico romano de Portsmouth; Sir Richard Southwood, miembro de la Royal Society; Sir Francis Graham-Smith, anterior secretario de Física, Royal Society; Richard Dawkins, catedrático, miembro de la Royal Society. El obispo Harries y yo preparamos esta carta a toda prisa. Por lo que recuerdo, los firmantes fueron el cien por cien de aquellos a los que preguntamos. No hubo desacuerdo por parte de los científicos, ni de los obispos. El arzobispo de Canterbury no tiene problemas con la evolución, ni los tiene el papa (dejando aparte el antiguo dilema sobre la coyuntura paleontológica precisa en la que se inyectó el alma humana), ni tampoco los sacerdotes formados o los profesores de Teología. Este es un libro sobre la evidencia positiva de que la evolución es un hecho. La intención no es hacer un libro antirreligioso. Eso ya lo he hecho, vistiendo otra camiseta, y este no es el sitio para ponérsela otra vez. Los obispos y los teólogos que han aceptado la evidencia de la evolución han desistido de luchar en contra de ella. Algunos pueden haberlo hecho a regañadientes, otros, como Richard Harries, con entusiasmo, pero todos, excepto los deplorablemente desinformados, se han visto forzados a aceptar el hecho de la evolución. Quizá creen que Dios ayudó a comenzar el proceso y tal vez se inhibió en su desarrollo posterior. Probablemente piensan que Dios puso en marcha el Universo en primer lugar y solemnizó su nacimiento con un conjunto armonioso de leyes y constantes físicas calculadas para alcanzar algún propósito inescrutable en el que todos tenemos un papel que desempeñar. Pero, con reticencias en algunos casos, felizmente en otros, los hombres y las mujeres más razonables de la Iglesia aceptan la evidencia de la evolución. Lo que no debemos hacer es asumir complacientemente que, porque los obispos y el clero con un determinado grado de formación aceptan la evolución, también lo hacen sus congregaciones. Como se documenta en el Apéndice, hay una amplia evidencia de lo contrario a partir de las encuestas de opinión. Más del 40% de los estadounidenses niegan que los humanos hayamos evolucionado a partir de otros animales, y piensan que nosotros, y por extensión toda la vida, fue creada por Dios en los últimos cien mil años. La cifra no es tan alta en Gran Bretaña, pero aun así es preocupantemente elevada. Y debería ser tan preocupante para las iglesias como para los científicos. Este libro es necesario. Utilizaré la expresión «negadores de la historia» para designar a aquellas personas que niegan la evolución: quienes afirman que la edad del mundo se mide en miles de años en lugar de en miles de millones de años y creen que los humanos caminaron con los dinosaurios —que constituyen más del 40% de la población de Estados Unidos—. La cifra equivalente es más alta en algunos países, más baja en otros, pero un 40% es un alto porcentaje; me referiré de vez en cuando a los negadores de la historia como los cuarentaporcentistas. Volviendo a los obispos y teólogos ilustrados, sería bueno que hicieran un esfuerzo un poco mayor para combatir la estupidez anticientífica que ellos mismos deploran. Demasiados predicadores, aunque están de acuerdo en que la evolución es cierta y que Adán y Eva nunca existieron, van alegremente al

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