STEPHEN EL UMBRAL DE LA NOCHE INTRODUCCIÓN A menudo, en las fiestas (a las que evito concurrir siempre que puedo) alguien me da un fuerte apretón de manos, sonriendo, y después me dice, con aire de jubilosa conspiración: «Sabe, siempre he deseado escribir.» Antes, yo trataba de ser amable. Ahora contesto con la misma regocijada excitación: «Sabe, siempre he deseado ser neurocirujano.» Me miran con perplejidad. No importa. Últimamente circula por el mundo mucha gente perpleja. Si quieres escribir, escribes. Sólo escribiendo se aprende a escribir. Y ése, en cambio, no es un buen sistema para enfrentarse a la neurocirugía. Stephen King siempre ha deseado escribir, y escribe. Así escribió Carne y La hora del vampiro e Insólito esplendor y los buenos cuentos que leeréis en este libro, y una cantidad fabulosa de otros cuentos y libros y fragmentos y ensayos y otros materiales inclasificables, la mayoría de los cuales son tan espantosos que nunca se publicarán. Porque así es como se hace. No hay otro sistema. La diligencia compulsiva es casi suficiente. Pero no es todo. Debes tener apetito de palabras. Glotonería. Deseos de revolearte en ellas. Debes leer millones de palabras escritas por otros. Debes leerlo todo con envidia devoradora o con hastiado desdén. Casi todo el desdén hay que reservarlo para quienes disimulan la ineptitud detrás de largas palabras, de la sintaxis germánica, de los símbolos obstructores, sin ningún sentido de la narración, del ritmo y de los personajes. Después debes empezar a conocerte muy bien a ti mismo, tanto como para empezar a conocer a los demás. En cada persona con la que tropezamos en la vida hay algo de nosotros. Pues bien. Una diligencia estupenda, más amor por las palabras, más empatia, y el resultado puede ser, penosamente, un poco de objetividad. Nunca la objetividad total. En este momento perecedero mecanografío estas palabras en mi máquina de escribir azul, en el séptimo renglón de la segunda página de esta introducción, y sé muy bien cuáles son el tono y el significado que quiero aportar pero no tengo la certeza de estar lográndolos. Puesto que llevo el doble de tiempo que Stephen King practicando el oficio, soy un poco más objetivo respecto de mi obra que él respecto de la suya. La gestión es muy dificultosa y lenta. Lanzas libros al mundo y es muy difícil quitártelos de la mente. Son criaturas intrincadas, que tratan de progresar no obstante todos los lastres que les has puesto. Me gustaría llevármelos a todos a casa y encarnizarme con ellos por última vez. Página por página. Hurgando y limpiando, cepillando y puliendo. Poniendo orden. A los treinta años, Stephen King escribe mucho, mucho mejor de lo que yo escribía a esa misma edad, o a los cuarenta. Tengo derecho a odiarle un poco por esto. Y creo saber que hay una docena de demonios ocultos entre los matorrales a los que conduce su sendero, y aunque tuviera cómo advertírselo, sería inútil. Él los doblegará o serán ellos quienes le dobleguen a él. Es así de sencillo. ¿Me seguís? Diligencia, pasión por las palabras y empatia equivalen a una creciente objetividad... ¿y después qué? El relato. El relato. ¡El relato, maldición! El relato es algo que le ocurre a alguien por quien te preocupas, porque te han inducido a ello. Puede sucederle en cualquier dimensión —física, mental, espiritual— y en combinaciones de esas dimensiones. Sin la intromisión del autor. La intromisión del autor es: «¡Por Dios, mamá, mira qué bien escribo!» Otra forma de intromisión es grotesca. He aquí uno de mis ejemplos favoritos, extraído de un Gran Best Seller de antaño: «Sus ojos se deslizaron por el peto del vestido.» La intromisión del autor consiste en una frase tan inepta que le recuerda súbitamente al lector que está leyendo y lo ahuyenta. La conmoción le hace abandonar el relato. Otra intromisión del autor es la minidisertación incrustada en el relato. Éste es uno de mis defectos más lamentables. Es posible que una imagen esté pulcramente elaborada, que sea sorpresiva y que no rompa el hechizo. En un cuento de este libro, titulado «Camiones», Stephen King narra una tensa espera en una parada de camiones, y describe un personaje: «Era un viajante y apretaba la maleta de muestras contra el cuerpo, como si se tratara de su perro favorito que se había echado a dormir.» Me parece muy pulido. En otro cuento demuestra que tiene buen oído y es capaz de construir un diálogo fiel y veraz. Un hombre y su esposa están realizando un largo viaje. Transitan por una carretera poco frecuentada. Ella dice: «Sí, Burt. Sé que estamos en Nebraska, Burt. Pero, ¿dónde demonios estamos?» Él responde: «Tú tienes el mapa de carreteras. Míralo. ¿O acaso no sabes leer?» Muy bien. Parece tan simple. Como la neurocirugía. El escalpelo tiene un borde filoso. Lo coges así. Y cortas. Ahora, a riesgo de ser iconoclasta, diré que me importa un bledo la temática que Stephen King elige para sus obras. Lo menos significativo y útil que se puede decir acerca de él es que actualmente le divierte escribir sobre espectros y hechizos y cosas que se deslizan viscosamente por el sótano. Aquí hay muchos deslizamientos viscosos, y hay una máquina de planchar enloquecida que me quita el sueño, como os lo quitará a vosotros, y hay niños convincentemente perversos, en número suficiente como para llenar Disneylandia en cualquier domingo de febrero, pero lo más importante es el relato. Te induce a preocuparte. Recordad esto. Dos de los géneros literarios más difíciles son el humorístico y el sobrenatural. Cuando son tratados por incompetentes, el humor resulta lúgubre y lo macabro produce risa. Pero una vez que aprendes a escribir, puedes abordar cualquier género. Stephen King no se circunscribirá al género que actualmente tanto le interesa. Uno de los cuentos más llamativos e impresionantes de este libro es «El último peldaño de la escalera». Una joya. Sin un susurro ni un hálito de otros mundos. Una última palabra. No escribe para complaceros. Escribe para su propia satisfacción. Igual que yo. En esas condiciones, a vosotros también os gustará la obra. Estos cuentos complacieron a Stephen King y me complacieron a mí. Por una extraña coincidencia, mientras escribo estas líneas la novela de Stephen King Insólito esplendor y mi novela Condominio figuran en la lista de best sellers. No nos disputamos vuestra atención. Competimos, supongo, con los libros mal escritos, pretenciosos y sensacionales publicados por autores muy conocidos que nunca se pre- ocuparon realmente por aprender su oficio. Desde el punto de vista del relato y del placer que éste produce, no hay suficientes Stephen King para satisfacer a todos. Si habéis leído esta introducción íntegra, espero que os sobre el tiempo. Podríais haber estado leyendo los cuentos. JOHN D. MACDONALD PREFACIO Hablemos, usted y yo. Hablemos del miedo. La casa está vacía mientras escribo. Fuera, cae una fría lluvia de febrero. Es de noche. A veces, cuando el viento sopla como hoy, se corta la electricidad. Pero por ahora tenemos corriente, así que hablemos muy sinceramente del miedo. Hablemos de forma muy racional de la aproximación al filo de la locura... y quizá del salto al otro lado de ese filo. Me llamo Stephen King. Soy un hombre adulto, con esposa y tres hijos. Los amo y creo que este sentimiento es correspondido. Soy escritor y mi oficio me gusta mucho. Mis ficciones —Carrie, La hora del vampiro y El resplandor— han tenido tanto éxito que me permiten dedicarme exclusivamente a escribir, de lo cual estoy muy complacido. A esta altura de la vida parezco estar bastante sano. Durante el último año he podido cambiar los cigarrillos sin filtro que fumaba desde los dieciocho años por otra marca con un bajo contenido de nicotina y alquitrán, y todavía alimento la esperanza de poder librarme por completo de este hábito. Mi familia y yo vivimos en una linda casa a orillas de un lago de Maine relativamente libre de contaminación. El otoño pasado me desperté una mañana y vi un ciervo en el jardín que se abre detrás de la casa, junto a la mesa para picnics. Es una buena vida. Pero..., hablemos del miedo. No levantaremos la voz ni gritaremos. Conversaremos racionalmente, usted y yo. Hablaremos de la forma en que a veces la sólida trama de las cosas se deshace con alarmante brusquedad. Por la noche, cuando me acuesto, todavía tengo cuidado en asegurarme de que mis piernas están debajo de las sábanas después de que se apagan las luces. Ya no soy un niño pero..., no me gusta dormir con una pierna fuera. Porque si alguna vez saliera de debajo de la cama una mano helada y me cogiera el tobillo, podría lanzar un alarido. Sí, un alarido que despertaría a los muertos. Claro que estas cosas no suceden, y todos lo sabemos. En los cuentos que siguen usted encontrará toda clase de criaturas nocturnas: vampiros, amantes demoníacos, algo que habita en un armario, otros múltiples terrores. Ninguno de ellos existe. Lo que espera debajo de mi cama para pillarme el tobillo no existe. Lo sé. Y también sé que si tengo la precaución de conservar el pie bajo las sábanas nunca podrá pillarme el tobillo. A veces hablo ante grupos de personas interesadas en el oficio de escribir o en la literatura, y antes de que termine el tiempo reservado para las preguntas y respuestas siempre se levanta alguien e inquiere: ¿Por qué ha elegido usted escribir sobre temas tan macabros? Casi siempre contesto con otra pregunta: ¿Qué le hace suponer que puedo elegir? Escribir es una ocupación en la que cada cual manotea lo que puede. Parece que todos nacemos equipados con un filtro en la base del cerebro, y todos los filtros son de distintas dimensiones y calibres. Es posible que lo que se atasca en mi filtro pase de largo por el suyo. Y no se preocupe, es posible que lo que se atasca en el suyo pase de largo por el mío. Aparentemente todos tenemos la obligación innata de tamizar el sedimento que se atasca en nuestros respectivos filtros mentales, y por lo general lo que encontramos se transforma en algún tipo de actividad subsidiaria. Es posible que el contable también sea fotógrafo. Que el astrónomo coleccione monedas. Que el maestro copie lápidas mediante frotes con carbonilla. A menudo el sedimento depositado en el filtro mental, el material que se resiste a pasar de largo, se convierte en la obsesión particular de cada uno. Por acuerdo tácito, en la sociedad civilizada llamamos «hobbies» a nuestras obsesiones. A veces el hobby se transforma en una ocupación permanente. El contable puede descubrir que con las fotos ganará lo suficiente para mantener a su familia; el maestro puede adquirir tanta experiencia en los frotes de lápidas como para dedicarse a pronunciar conferencias sobre el tema. Y hay algunas profesiones que empiezan como hobbies y que continúan siendo hobbies aun después de que quienes los practican consiguen ganarse la vida con ellos. Como «hobby» es una palabreja muy manida y vulgar, también hemos adoptado el acuerdo tácito de llamar «artes» a nuestros hobbies profesionales. Pintura. Escultura. Composición musical. Canto. Actuación dramática. Interpretación musical. Literatura. Sobre estos siete temas se han escrito suficientes libros como para hundir con su peso una flota de transatlánticos de lujo. Y en lo único en lo que al parecer nos ponemos de acuerdo respecto de ellos es en lo siguiente: quienes se dedican sinceramente a estas artes seguirían consagrándose a ellas aunque no les pagaran por sus es- fuerzos, aunque sus esfuerzos fueran criticados o incluso denigrados, aunque los castigaran con la cárcel o la muerte. A mi juicio, ésta es una definición bastante buena de la conducta obsesiva. Se aplica tanto a los hobbies simples como a los más refinados que denominamos «artes». Los coleccionistas de armas ostentan en sus automóviles adhesivos con la leyenda SÓLO ME QUITARÁ MI ARMA CUANDO ME LA ARRANQUE DE MIS FRÍOS DEDOS CADAVÉRICOS; y en los suburbios de Bostón, las amas de casa que descubrieron la militancia política durante el conflicto del transporte de escolares fuera de sus distritos, exhibían a menudo en los parachoques traseros de sus automóviles adhesivos análogos con la inscripción IRÉ A LA CÁRCEL ANTES DE PERMITIR QUE SAQUEN A MIS HIJOS DEL BARRIO. De igual modo, si mañana prohibieran la numismática, sospecho que el astrónomo no entregaría sus viejas monedas de acero y níquel: las envolvería cuidadosamente en plástico, las su-mergería en el depósito del retrete y disfrutaría contemplándolas por la noche. Puede parecer que nos hemos apartado del tema del miedo, pero en realidad no nos hemos alejado demasiado. El sedimento que se atasca en la rejilla de mi sumidero es a menudo el del miedo. Me obsesiona lo macabro. Ninguno de los cuentos que figuran a continuación rué escrito por dinero, aunque algunos los vendí a revistas antes de reunirlos aquí y nunca devolví un cheque sin cobrarlo. Quizá soy obsesivo, pero no loco. Repito, sin embargo, que no los escribí por dinero. Los escribí por que se me antojó. Tengo una obsesión con la que se puede comerciar. En celdas acolchadas de todo el mundo hay ma- niáticos y maniáticas que no han tenido tanta suerte. No soy un gran artista, pero siempre me he sentido impulsado a escribir. De modo que cada día vuelvo a tamizar el sedimento, revisando los detritos de observación, de recuerdos, de especulación, tratando de sacar algo en limpio del material que no pasó por el filtro y no se perdió por el sumidero del inconsciente. Es posible que Louis L'Amour, el autor de novelas del Oeste, y yo, nos detengamos a orillas de una laguna de Colorado, y que ambos concibamos una idea en el mismo instante. Es posible, también, que los dos sintamos la necesidad apremiante de sentamos a verterla en palabras. Tal vez el tema de su relato serán los derechos de riego en época de sequía, y es más probable que el mío se ocupe de algo espantoso y desorbitado que emerge de las aguas mansas para llevarse ovejas... y caballos... y finalmente seres humanos. La «obsesión» de Louis L'Amour gira alrededor de la historia del Oeste americano. Yo prefiero lo que se arrastra a la luz de las estrellas. Él escribe novelas del Oeste; yo escribo relatos de terror. Los dos estamos un poco chalados. Las artes son obsesivas y la obsesión es peligrosa. Se parece a un cuchillo hincado en el cerebro. En algunos casos —pienso en Dylan Thomas, en Ross Lockridge, en Hart Crane y en Sylvia Plath— el cuchillo puede volverse ferozmente contra quien lo empuña. El arte es una enfermedad localizada, por lo genera] benigna —los creadores tienden a vivir mucho tiempo— y a veces atrozmente maligna. Hay que manejar el cuchillo con cuidado, porque se sabe que corta sin mirar a quién. Y las personas prudentes tamizan el sedimento con cautela..., porque es muy posible que no toda esa sustancia esté muerta. Y una vez aclarado por qué uno escribe esas cosas, surge la pregunta complementaria: ¿Por qué la gente lee esas cosas? ¿Por qué se venden? Esta pregunta lleva implícita una hipótesis, a saber, que el relato de miedo, de horror, refleja un gusto malsano. La gente que me escribe empieza diciendo, a menudo: «Supongo que le pareceré raro, pero realmente me gustó La hora del vampiro», o «Probablemente soy morboso, pero disfruté Insólito es- plendor de principio a fin...» Creo que la clave de esto podemos encontrarla en un fragmento de una crítica de cine de la revista Newsweek. Se trataba de un comentario sobre una película de terror, no muy buena, y decía más o menos lo siguiente: «...una película estupenda para las personas a las que les gusta aminorar la marcha y contemplar los accidentes de carretera». Es un buen juicio cáustico, pero cuando uno se detiene a analizarlo comprende que se puede aplicar a todas las películas y relatos de terror. Ciertamente La noche de los muertos vivientes, con sus truculentas escenas de canibalismo y matricidio, era una película para personas a las que les gusta aminorar la marcha y contemplar los accidentes de carretera. ¿Y qué decir de la chica que vomitaba sopa de guisantes sobre el sacerdote en El exorcis-ta? Drácula, de Stoker, que a menudo sirve como punto de referencia para los relatos modernos de horror (y así debe ser, porque se trata del primero con matices francamente psicofreudianos), describe a un maníaco llamado Renfield que engulle moscas, arañas y finalmente un pájaro. Regurgita el pájaro, después de haberlo comido con plumas y todo. La novela también narra el empalamiento —la penetración ritual, se podría decir— de una joven y bella vampira, y el asesinato de un bebé y su madre. La gran literatura de lo sobrenatural contiene a menudo el mismo síndrome del «aminoremos la marcha y contemplemos el accidente»: Beowulf que mata a la madre de Grendel; el narrador de El corazón delator que descuartiza a su benefactor enfermo de cataratas y esconde los trozos bajo las tablas del piso; la tétrica batalla del Hobbit Sam con la araña Shelob en el último libro de la trilogía de los Anillos, de Tolkien. Algunos lectores rechazarán vehementemente esta argumentación y dirán que Henry James no nos muestra un accidente de carretera en La vuelta de tuerca; afirmarán que las historias macabras de Nathaniel Hawthorne, como El joven Goodman Brown y El velo negro del clérigo, también son de mejor gusto que Drácula. Es una idea absurda. También nos muestran el accidente de carretera: han retirado los cuerpos pero todavía vemos la chatarra retorcida y la sangre que mancha la tapicería. En cierto sentido la delicadeza, la ausencia de melodrama, el tono apagado y estudiado de racionalidad que impregna un cuento como El velo negro del clérigo son aún más sobre-cogedores que las monstruosidades batracias de Love-craft o el auto de fe de El pozo y el péndulo, de Poe. Lo cierto es —y la mayoría de nosotros lo sabemos, en el fondo— que muy pocos podemos dejar de echar una mirada nerviosa, por la noche, a los restos que jalonan la autopista, rodeados por coches patrulla y balizas. Los ciudadanos maduros cogen el periódico, por la mañana, y buscan inmediatamente las notas necrológicas, para saber a quiénes han sobrevivido. Todos experimentamos una breve fascinación nerviosa cuando nos enteramos de que ha muerto un Dan Blocker, o un Freddy Prinze, o una Janis Joplin. Nos embarga el terror mezclado con una extraña forma de gozo cuando Paul Harvey nos cuenta por la radio que una mujer embistió el filo de una hélice en un pequeño aeropuerto de campaña, durante una borrasca, o que un hombre metido en una gigantesca mezcladora industrial se evaporó instantáneamente cuando un compañero de trabajo tropezó con los controles. No hace falta explayarse sobre lo que es obvio: la vida está poblada de horrores pequeños y grandes, pero como los pequeños son los que entendemos, son también los que nos sacuden con toda la fuerza de la mortalidad. Nuestro interés por estos horrores de bolsillo es innegable, pero también lo es nuestra repulsa. El uno y la otra se combinan de manera inquietante, y el producto de esta combinación parece ser la culpa..., una culpa quizá no muy distinta de la que acompañaba habitualmente al despertar sexual. No tengo por qué decirle que no se sienta culpable, así como tampoco tengo por qué justificar mis novelas ni los cuentos que encontrará a continuación. Pero se puede observar una analogía interesante entre el sexo y el miedo. A medida que adquirimos la capacidad de enlabiar relaciones sexuales, se aviva nuestro interés por dichas relaciones. Ese interés, si no se pervierte, se encauza naturalmente hacia la copulación y la perpetuación de la especie. A medida que tomamos conciencia de nuestra muerte inevitable, descubrimos la emoción llamada miedo. Y pienso que, así como la copulación tiende a la au- toconservación, todo temor tiende a la comprensión del desenlace final. Existe una vieja fábula acerca de siete ciegos que tocaron siete partes distintas de un elefante. Uno de ellos pensó que había cogido una serpiente, otro que se trataba de una hoja gigantesca de palmera, otro que estaba palpando una columna de piedra. Cuando intercambiaron impresiones, llegaron a la conclusión de que lo que tenían entre manos era un elefante. El miedo es la emoción que nos ciega. ¿A cuántas cosas tememos? Tenemos miedo de apagar la luz con las manos húmedas. Tenemos miedo de meter un cuchillo en la tostadora para desatascar un bollo sin desenchufarla antes. Tenemos miedo de lo que nos dirá el médico cuando haya terminado de examinarnos. Nos asustamos cuando el avión se convulsiona bruscamente en pleno vuelo. Tenemos miedo de que se agoten el petróleo, el aire puro, el agua potable, la buena vida. Cuando nuestra hija ha prometido llegar a casa a las once y ya son las doce y cuarto y la nieve azota la ventana como arena seca, nos sentamos y fingimos contemplar el programa de Johnny Carson y miramos de vez en cuando el teléfono silencioso y experimentamos la emoción que nos ciega, la emoción que reduce el proceso intelectual a una piltrafa. El lactante es una criatura impávida hasta la primera oportunidad en que la madre no está cerca para introducirle el pezón en la boca cuando llora. El bebé no tarda en descubrir las duras y dolorosas verdades de la puerta que se cierra violentamente, de la estufa caliente, de la fiebre que sube con el crup o el sarampión. El niño aprende enseguida lo que es el miedo: lo descubre en el rostro de la madre o el padre cuando uno de éstos entra en el baño y lo ve con el frasco de pildoras o la cuchilla de afeitar en la mano. El miedo nos ciega y palpamos cada temor con la ávida curiosidad que emana de nuestro instinto de conservación, procurando compaginar un todo con cien elementos distintos, como en la fábula de los ciegos y el elefante. Intuimos la forma. Los niños la captan rápidamente, la olvidan y vuelven a aprenderla en la etapa adulta. La forma está allí, y tarde o temprano la mayoría entiende de qué se trata: es la silueta de un cuerpo bajo una sábana. Todos nuestros temores se condensan en un gran temor: un brazo, una pierna, un dedo, una oreja. Le tenemos miedo al cuerpo que está bajo la sábana. Es nuestro cuerpo. Y el gran atractivo de la ficción de horror, a través de los tiempos, consiste en que sirve de ensayo para nuestras propias muertes. El género nunca ha sido muy respetado. Durante mucho tiempo los únicos amigos de Poe y Lovecraft fueron los franceses, que de alguna manera han podido llegar a un entendimiento con el sexo y la muerte, entendimiento que ciertamente los compatriotas norteamericanos de Poe y Lovecraft no pudieron alcanzar por falta de paciencia. Los norteamericanos estaban ocupados construyendo ferrocarriles, y Poe y Lovecraft murieron pobres. La fantasía de la Tierra Intermedia de Tolkien anduvo dando vueltas durante veinte años antes de convertirse en un éxito fuera del underground, y Kurt Vonnegut, cu-yos libros abordan tan a menudo la idea de la preparación para la muerte, ha recibido críticas constantes, muchas de las cuales alcanzaron una estridencia histérica. Quizá la explicación consiste en que el autor de narraciones de terror siempre trae malas noticias: usted va a morir, dice. Olvídese del predicador evangélico Oral Roberts y de su «algo bueno le va a suceder a usted», dice, porque algo malo le va a suceder a usted, y quizá sea un cáncer, o un infarto, o un accidente de coche, pero lo cierto es que le sucederá. Y le coge por la mano y le guía a la habitación y le hace palpar la forma que yace bajo la sábana... y le dice que toque aquí... aquí... y aquí... Por supuesto, el autor de narraciones de terror no tiene el patrimonio exclusivo de los temas vinculados con la muerte y el miedo. Muchos escritores considerados «de primera línea» los han abordado con diversos matices que van desde Crimen y castigo de Fedor Dostoievski hasta ¿Quién le teme a Virginia Woolf? de Edward Albee, pasando por las novelas de Ross MacDonaId que tienen por protagonista a Lew Archer. El miedo siempre ha sido espectacular. La muerte siempre ha sido espectacular. Son dos de las constantes humanas. Pero sólo el autor de relatos de horror y sobrenaturales le abre al lector las com- puertas de la identificación y la catarsis. Quienes abordan el género con una pequeña noción de lo que hacen, saben que todo el campo del horror y lo sobrenatural es una especie de pantalla de filtración tendida entre el consciente y el inconsciente: la ficción de horror se parece a una estación central de Metro implantada en la psique humana entre la raya azul de lo que podemos internalizar sin peligro y la raya roja de aquello que debemos expulsar de una manera u otra. Cuando usted lee una obra de horror, no cree realmente lo que lee. No cree en vampiros, hombres lobos, camiones que arrancan repentinamente y que se conducen solos. Los horrores en los que todos creemos son aquéllos sobre los que escriben Dostoievski y Albee y MacDonaId: el odio, la alienación, el envejecimiento a espaldas del amor, el ingreso tambaleante en un mundo hostil sobre las piernas inseguras de la adolescencia. En nuestro auténtico mundo cotidiano somos a menudo como las máscaras de la Comedia y la Tragedia, sonriendo por fuera, haciendo muecas por dentro. En algún recoveco interior hay un interruptor central, tal vez un transformador, donde se conectan los cables que conducen a esas dos máscaras. Y es en ese lugar donde el relato de horror da tan a menudo en el blanco. El autor de narraciones de terror no es muy distinto del devorador de pecados gales, que presuntamente cargaba sobre sí las trasgresiones de los queridos difuntos al compartir sus alimentos. El relato de abyecciones y terror es una cesta llena de fobias. Cuando el autor pasa de largo, usted saca de la cesta uno de los horrores imaginarios y coloca dentro uno de los suyos propios, auténtico..., por lo menos durante un tiempo. En la década del 50 hubo una extraordinaria proliferación de películas de insectos gigantes: Them!, The Be-ginning of the End, The Deadly Mantis, y así sucesivamente. Casi siempre, a medida que avanzaba la película, descubríamos que estos mulantes espantosos y descomunales eran producto de las pruebas atómicas realizadas en Nuevo México o en atolones desiertos del Pacífico (y en la más reciente Horror of Party Beach, que podría haberse subtitulado Armagedón sobre la manta de playa, los culpables eran los residuos de los reactores nucleares). En conjunto, las películas de grandes insectos forman una configuración innegable, una nerviosa gestalt del terror de todo un país frente a la nueva era que había inaugurado el Proyecto Manhattan. En una etapa posterior de la misma década hubo un ciclo de películas de terror con adolescentes, que se inició con I Was a Teen-Age Werewolf, historia de un hombre lobo adolescente, y que culminó con epopeyas como Teen-Agers from Outer Space y The Blob, donde un Steve McQueen imberbe, ayudado por sus amigos adolescentes, se batía contra una especie de mutante de gelatina. En una época en que cada revista semanal contenía por lo menos un artículo sobre la ola creciente de
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