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El Piloto De Hiroshima: Más allás de los límites de la conciencia PDF

122 Pages·2019·0.69 MB·Spanish
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El 6 de agosto de 1945, Claude R. Eatherly cumple la orden de destruir el puente situado entre el cuartel general y la ciudad de Hiroshima. Un error de cálculo hace que la bomba caiga sobre la ciudad. De regreso a la base militar, el «piloto de Hiroshima» promete dedicar su vida a la lucha contra las armas nucleares. La monstruosidad de lo sucedido marcará el resto de sus días: recluido en hospitales psiquiátricos, Eatherly anhela obtener su libertad para entregarse a la causa pacifista. En 1959, el filósofo vienés Günther Anders inicia su correspondencia con él, convirtiendo su historia personal en el «caso Eatherly». Según Anders, Eatherly personifica la conciencia en un mundo que persuade al individuo de que no es responsable de las consecuencias de su acción. El mundo tecnificado nos implica en hechos cuyos efectos somos incapaces de representarnos. Esto hace que podamos ser inocentemente culpables como nunca antes. Eatherly es el «predecesor» de todos nosotros. Pero lo que sobrepasa la conciencia, aquello que está más allá de sus límites, impone una labor de concienciación: en el «No más Hiroshima» coinciden el verdugo, las víctimas y el intelectual. Günther Anders El piloto de Hiroshima Más allás de los límites de la conciencia. Correspondencia entre Claude Eatherly y Günther Anders ePub r1.0 Titivillus 04.09.15 Título original: Hiroshima ist überall Günther Anders, 1995 Traducción: Vicente Gómez Ibáñez Prefacio: Bertrand Russell Introducción: Robert Jungk Editor digital: Titivillus ePub base r1.2 Prefacio de Bertrand Russell El caso Eatherly no constituye solamente una terrible e infinita injusticia hacia un individuo, sino que simboliza también el delirio suicida de nuestra época. Nadie que haya leído sin prejuicios las cartas de Eatherly podrá dudar de su salud mental, y me resulta muy difícil creer que los médicos que diagnosticaron su demencia estuvieran convencidos de lo acertado de este diagnóstico. El único error de Eatherly fue arrepentirse de su participación relativamente inocente en la brutal masacre. Es posible que los métodos que siguió para despertar la conciencia de sus contemporáneos sobre el delirio de nuestra época no fueran siempre los más acertados, pero los motivos de su acción merecen la admiración de todos aquellos que todavía son capaces de albergar sentimientos humanos. Sus contemporáneos estaban dispuestos a honrarle por su participación en la masacre, pero, cuando se mostró arrepentido, arremetieron contra él, reconociendo en este arrepentimiento su propia condena. Espero que la publicación del caso logre convencer a las autoridades para que le den un tratamiento más justo, y que éstas harán cuanto esté en sus manos para reparar la injusticia que se le ha infligido. BERTRAND RUSSELL Introducción de Robert Jungk 1 Desde 1945, los especialistas occidentales han escrito millones de palabras sobre los «efectos de las armas nucleares». Sin embargo, esta abundante literatura muestra una laguna fundamental. Ciertamente, estos especialistas han investigado con total exactitud miles de ruinas y docenas de miles de supervivientes de la gran catástrofe, pero han excluido de estos estudios tan exhaustivos algo muy importante: se han excluido a sí mismos. Sin embargo, de este modo han pasado por alto un hecho decisivo: las bombas atómicas alcanzan también a quien las emplea, incluso a quien planea de forma rigurosa su posible utilización. Ciertamente, este «efecto retroactivo» de los medios de aniquilación masivos no es de naturaleza física, sino espiritual y anímica: el poder de destrucción de las «armas» nuclea res, que excede todo potencial destructivo puesto a prueba en la guerra, impone sobre quienes las han utilizado, o quieren utilizarlas, unas cargas a la que no pueden hacer frente ni en su conciencia ni en su subconsciente. El «caso Eatherly» ha sido el primero en abrirnos los ojos sobre el efecto retroactivo de las nuevas «armas». Este caso nos presenta a alguien que no mira a otra parte, que no reprime el horror en cuya realización ha participado, sino que lo experimenta profundamente como su propia culpa, que grita mientras la mayoría calla, endurecida o resignada. Probablemente, para las futuras generaciones, la desorientación, la indignación y los tormentos de Eatherly serán más «normales» que las reacciones de sus compatriotas o de sus contemporáneos en general. Todos nosotros deberíamos confesar y sentir su mismo dolor, deberíamos combatir con todas las fuerzas de nuestra conciencia y de nuestra razón el triunfo de lo inhumano y de lo antihumano. Sin embargo, permanecemos callados, nos resignamos, nos «hacemos los duros». Pero nuestra tranquilidad es sólo aparente. En verdad, tampoco nosotros somos capaces de hacer frente a las cargas que nos imponen las nuevas «armas». Su peso hace que cedan los fundamentos de nuestra existencia moral y política. Cada vez es mayor la desproporción existente entre aquello que defendemos y los medios con los que contamos para defenderlo. Esto conduce a insuperables tensiones internas y es causa de una enfermedad mental colectiva que hoy se manifiesta ya con toda su agudeza en muchos de nuestros contemporáneos. Estados Unidos, el primer país que desplegó en la escena mundial esa monstruosidad y que incluso siguió desarrollándola tras las advertencias procedentes de Japón, también fue el primero en verse afectado por el carácter retroactivo de las bombas. ¡Cuán leve es en realidad el «caso Eatherly» comparado con el «caso Estados Unidos», mucho más grave en razón de su carácter inconfesado! En verdad, el elemento trágico de este drama no son las penas de este piloto de Texas, sino la fatal ofuscación de su país y de sus conciudadanos. Para liberar a la «libertad del miedo», ese país extendió por el mundo el miedo a las armas nucleares; para garantizar la libertad y la felicidad de los individuos, cree tener que responder con la muerte de millones y millones de personas. Pero además está el «caso Unión Soviética», el «caso Gran Bretaña», el «caso Francia», el «caso Alemania»; mañana quizás esté el «caso Suecia», el «caso Suiza», el «caso Israel» y el «caso China»: ningún país que decida servirse de las «nuevas armas», destructoras de todos los valores y de todo derecho, para defender sus propios valores y derechos, es capaz de superar sin profundas secuelas la prueba que representa para el espíritu un propósito de este tipo. Pues, aunque no exploten jamás, las armas nucleares, listas para ser empleadas, ejercen un efecto retroactivo sobre sus posibles usuarios. Esas armas vacían de contenido la democracia, pues ponen las decisiones más importantes en manos de unos cuantos y producen un embrutecimiento generalizado de quienes las poseen, que siempre han de estar decididos y dispuestos a todo. Esas armas logran que los países que cuentan con armamento nuclear pierdan la fe en su propia humanidad y moralidad. 2 Quien observa la fotografía del joven Robert Eatherly, el voluntario de guerra que se enroló en la aviación norteamericana, reconoce el rostro del típico clean cut boy norteamericano. En su rostro todavía no hay escritas muchas cosas, pero las pocas que refleja parecen reproducir fielmente todas las virtudes de manual: franqueza, valor, pureza e inocencia. Miles y miles de barbiponientes abrazaron entonces las armas, con el fin de defender los valores de decency and democracy contra la barbarie del nacionalsocialismo. Al cambiar sus estudios en Texas por el cuartel, el estudiante Eatherly todavía estaba en condiciones de creer que la libertad y la humanidad podían defenderse con la fuerza de las armas. Su actual posición contra cualquier tipo de guerra, incluso contra una guerra supuestamente justa, tiene tanto más peso. Pues entre la decisión del voluntario de guerra y el no a la guerra del pacifista, se encuentra la experiencia de la destrucción atómica, en la que Eatherly había participado sin conocer propiamente el papel que se le había adjudicado. Se cuenta que, tras la estremecedora experiencia de Hiroshima, el comandante Eatherly pasó días enteros sin hablar con nadie. Pero en la base de Tinián —la isla donde el piloto esperaba la desmovilización junto a los bombarderos que entre tanto habían alcanzado una dudosa fama mundial— este hecho no se tomó demasiado en serio. Battle fatigue («cansancio ocasionado por el combate»), así fue como se calificó su estado. Muchos habían caído víctimas de él, y en 1943, tras trece meses de intenso e ininterrumpido servicio, Eatherly ya había sufrido ese mismo agotamiento nervioso en el sur del Pacífico. En aquella ocasión pudo recuperarse sometiéndose a un tratamiento en una clínica neoyorquina que duró apenas dos semanas, y esta vez también parecía recobrar con bastante rapidez ese estado que en tiempos de tregua los veteranos del Pacífico consideraban el «comportamiento normal»: largas sesiones de póquer salpicadas de tacos, chistes y recuerdos. Por aquel tiempo se difundió por todo el mundo la noticia de que uno de los pilotos participantes en la ofensiva sobre Hiroshima había ingresado en un convento para expiar su culpa a través de la oración. Esto no era más que una leyenda. En verdad, el comandante L., a quien se refería esta noticia, había ocupado un puesto como director de una fábrica de chocolate. En este caso, el rumor mostraba ser «más verdadero que la realidad». Hablaba sin fundamento de un acto de contrición que debería haber tenido lugar. En aquellos meses de posguerra, Eatherly fue el único participante en ambos bombardeos que se negó a que se le honrara como a un héroe. Y sus conciudadanos, los habitantes de la pequeña Van Alstyne, se mostraron comprensivos con él. La resistencia del piloto no fue tomada como un signo de locura, ni siquiera como una extravagancia por su parte. En efecto, en aquel tiempo el «buen americano» y sus conciudadanos todavía no se habían distanciado. El estremecimiento causado por el horror de Hiroshima todavía no se consideraba un signo de debilidad, y la condena de la bomba atómica aún no resultaba sospechosa. Durante este período no faltaron ni las inculpaciones ni las autoinculpaciones. La opinión pública reclamaba de forma mayoritaria un cuidadoso control de las armas nucleares; los partidos políticos de los más diversos colores exigían que Estados Unidos renunciase voluntariamente a su monopolio nuclear —un monopolio del que se pensaba que sólo podría mantenerse a corto plazo— y que, en un gesto de magnanimidad, iniciasen al resto de los países aliados de las Naciones Unidas en los secretos del nuevo y revolucionario invento. Pero, coadyuvado por el rechazo soviético de los titubeantes controles norteamericanos sobre las armas atómicas, el grupo inicialmente aislado y poco numeroso de quienes defendían el monopolio norteamericano sobre el moderno y poderosísimo armamento, se impuso progresivamente. Comenzó la «Guerra Fría», y con ella la carrera armamentística. Si ayer las seis cifras de que constaba el número de muertos causados por las dos bombas atómicas lanzadas sobre Japón habían estremecido a los hombres, ahora éstos se acostumbraban a un número de bajas diez o cien veces mayor. Surgió una nueva unidad de medida: megadeath, palabra con la que se designaba un volumen de un millón de muertos. Y ahora se contaba con esta posibilidad, considerada como algo natural en los cálculos de la política de disuasión. Si un individuo hubiese ideado algo semejante, habría sido tomado por un loco y lo habrían encerrado, considerándolo una amenaza pública. No así en el caso de un Estado Mayor, no en el caso de un gobierno. A los órganos ejecutivos de la sociedad les está permitido urdir planes delirantes, e incluso prepararlos con todo detalle contando con el aplauso de parte de la opinión pública. Si alguien que hasta el momento hubiese mostrado ser una persona relativamente buena y pacífica, de repente comenzara a ver en todos los gestos de su vecino intenciones asesinas, si empezara a aislarse, a encerrarse, a ocultar todos sus actos tras un velo de secretismo, habría que diagnosticarle una neurosis y someterlo a tratamiento psiquiátrico. No así tratándose de una gran potencia. En este caso, ese comportamiento se considera incluso algo «políticamente razonable» y «realista». El «efecto retroactivo» de la bomba atómica sobre sus propietarios había comenzado. El hecho de que los poderosos, cual dioses, esgrimieran poderes apocalípticos no los hizo prudentes y circunspectos, sino arrogantes y crueles. 3 Mañana —si es que hay algún «mañana»— quienes hoy se arman para una guerra nuclear y su matemática del exterminio masivo serán juzgados ante el tribunal de la Historia como lo fueron Hitler y sus doctrinas, a las que hoy todos consideran delirantes. Pero ese juicio llega siempre demasiado tarde. Es incapaz de devolver la vida a las víctimas. Antes de que el campo y la ciudad sean devastados a consecuencia de un error en la política de disuasión, antes de que la Tierra, si es que no se convierte en un cementerio, se torne un gigantesco hospital de inválidos, hemos de saber que el efecto retroactivo de las bombas atómicas sobre el espíritu humano ha enloquecido a sus propietarios en el sentido más literal del término, y su locura

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Reflexiones no muy críticas tras asesinar cien mil civiles en lo que su gobierno juraba que era una peligrosa base militar japonesa.
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