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el mexico antiguo PDF

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BERNARDINO DE SAHAGUN EL MEXICO ANTIGUO FRAY BERNARDINO DE SAHAGUN Y SUS INFORMANTES INDIGENAS. VIDA Y OBRA VIDA DE SAHAGUN Bernardino de Sahagún fue el historiador y el etnólogo que más pro­ funda y minuciosamente nos acercó al conocimiento de las cosas y de la mente de los hombres del México antiguo. Nada preciso sabemos de los primeros años de su vida, como si el voto de pobreza hubiera hecho de­ saparecer también su vida anterior. El nos refiere que nació, se supone que hacia 1499, en la villa de Sahagún, en Campos, de la provincia de León. Afirmóse, sin prueba conocida (J. C. Beltrami, Le Mexique, Paris, 1830, t. I, p. 169), que su apellido antes de profesar era Ribeira, especie que repitió Alfredo Chavero (México a través de los siglos, México, 1887, vol. I, p. xxxiii). Hacia 1512-14 inicia sus estudios en la Univer­ sidad de Salamanca; entre 1516 y 1518 profesa en la Orden de San Francisco en el convento de Salamanca y hacia 1524 se ordena. En 1529 pasa a la Nueva España con fray Antonio de Ciudad Rodrigo y otros diecinueve religiosos. Al igual que Olmos, Motolinía y Durán nunca volverá a España; México será su segunda patria. Sus primeras labores en la Nueva España serán la evangelización y la enseñanza. En 1530-32 está en el convento de Tlalmanalco como guardián y presencia un arrobamiento de fray Martín de Valencia (Men- dieta, Historia eclesiástica indiana, lib. V, 1^ parte, cap. xi). Proba­ blemente también como guardián pasa en 1535 al convento de Xochimil- co sobre cuyo patrono, San Bernardino de Siena, escribió en lengua mexicana una vida, hoy perdida. El mismo Sahagún refiere (Historia general, lib. XI, cap. xii, apéndice 5) la siguiente hazaña que sin duda ocurrió entonces: Hay otra agua o fuente muy clara y muy linda en Xochimilco, que ahora se llama Santa Cruz, en la cual estaba un ídolo de pie­ dra, debajo del agua, donde ofrecían copal. Yo vi el ídolo y entré debajo del agua para sacarle, y puse allí una cruz de piedra que hasta ahora está allí en la misma fuente. El año siguiente se encuentra ya en la ciudad de México para ser uno de los organizadores y primeros maestros del Colegio de Santa Cruz de Tlatelolco, donde enseña latín a los escolares indios, algunos de los cua­ les serán más tarde sus colaboradores. En estos primeros años de su vida en México aprende la lengua náhuatl, “tan bien —dice Mendieta (lib. V, 1^ parte, cap. xli)— que ningún otro hasta hoy se le ha igua­ lado en alcanzar los secretos de ella”, y comienza a interesarse en el estudio del México antiguo, como una base que considera indispensable para combatir la idolatría. García Icazbalceta ha hecho al respecto (Biblio­ grafía mexicana del siglo XVI, ed. 1954, p. 328) una conjetura muy sugestiva aunque haya sido puesta en duda. El padre Sahagún pudo ini­ ciar el estudio del náhuatl en el mismo barco en que vino de España a México. Por Antonio de Herrera (Década IV, lib. 6, cap. 4) sabemos que Carlos V dispuso el regreso a su patria de los indios que había llevado Cortés y "encargó a Fr. Antonio de Ciudad Rodrigo que tuviese cuidado de que fueran bien tratados en el camino”. Y como Sahagún venía con el padre Ciudad Rodrigo, pudo iniciar su aprendizaje del náhuatl con tan buenos maestros. En 1539, siendo aún maestro en el Colegio de Tlatelolco, intervino Sahagún como intérprete en el proceso por idolatría contra el cacique de Tezcoco, don Carlos Chichimecatécotl, nieto de Nezahualcóyotl, proceso en que el cacique fue condenado y ajusticiado; e intervino asimismo como traductor en otros procesos semejantes (Luis Nicolau d’Olwer, Fray Bernardino de Sahagún, 1952, pp. 34-5, y Procesos de indios idólatras y hechiceros, Archivo General de la Nación, México, 1912, pp. 113, 131). Hacia 1540 realiza algunos viajes por el valle de Puebla: Huexotzingo y Cholula, y en esta ocasión, o años antes durante su estancia en Tlalma- nalco, asciende al Popocatépetl y al Iztaccíhuatl (Historia general, lib. XI, cap. xii, N9 6, 43-4). En este mismo año de 1540 escribe su pri­ mera obra en náhuatl, un Sermonario de dominicas y de santos. La gran peste de 1545-6 lo encuentra en el convento de Tlatelolco, y refiere que él enterró más de diez mil cuerpos (Historia general, lib. XI, cap. xii, N9 7, 4). Muchos de los alumnos del Colegio también mueren por la enfermedad y el hambre. Sahagún se contagia y se ve “muy al cabo” por lo que es llevado para su curación a la enfermería del convento grande de San Francisco en México. “En su juventud —dice Mendieta (lib. V, 1^ parte, cap. xli) — fue guardián de los principales conventos franciscanos”, pero luego re­ nunció a los cargos directivos y administrativos para sólo ocuparse de su obra. Sin embargo, en 1552 firmó junto con otros dignatarios de su Provincia, como definidor, una carta dirigida al emperador (Cartas de Indias, doc. XXI, t. I, pp. 121-2). Refiere Torquemada (lib. XX, cap. xlvi) que por su belleza varonil se le mantenía alejado de la curiosidad de las mujeres de la Nueva España. A partir de la fecha, cercana a 1547, en que comienza la recopilación de informaciones acerca de la cultura indígena, la vida de Sahagún se confunde con el proceso de su investigación cultural, y a lo largo de más de cuarenta años y hasta su muerte se consagra casi exclusivamente a ella. Además de las tres etapas, o cedazos como él los llamaba, de la elaboración de su obra, que se sitúan en los conventos de Tepepulco, entre 1558 y 1560; de Tlatelolco, entre 1561 y 1565; y de San Fran­ cisco el Grande, en la ciudad de México, entre 1565 y 1569, sus únicos viajes fuera del valle de México lo llevaron al convento franciscano de Tula, donde visitó los monumentos antiguos, y a la custodia de Michoacán a donde fue como visitador en 1558. Concentrado en su enorme tarea, se mueve con sus papeles de un convento a otro del altiplano sin em­ prender largos viajes y aun sin ocuparse ya especialmente de la evan- gelización de los indios, como lo hacían casi todos sus demás hermanos de la Orden. Concluida la tercera etapa de elaboración de su obra, fray Bernar- dino permanece en el convento de San Francisco de México, pero llegan para él sus años más amargos. Quítansele las posibilidades de continuar su trabajo y de 1570 a 1575, por orden del provincial Escalona, se dis­ persan sus escritos por los conventos de su Provincia franciscana. Pese a la “santa obediencia” que lo obligaba, Sahagún intentó defenderse y aprovechando el viaje que hacían a Europa en 1570 dos amigos suyos, fray Miguel de Navarro y fray Gerónimo de Mendieta, envió a Madrid al licenciado Juan de Ovando, que se preparaba para la presidencia del Consejo de Indias, un Sumario para que conociese el contenido de su obra, y a Roma, al Papa Pío V, Un breve compendio de los ritos idolá­ tricos que los indios desta Nueva España usaban en el tiempo de su infi­ delidad, resumen de varios libros de su Historia general, con el que espe­ raba mover la voluntad papal en favor de sus trabajos. Hacia 1571 o 1572 vuelve al monasterio de Tlatelolco donde intenta reorganizar el antiguo Colegio y se preocupa por aumentar su exigua biblioteca. Hacia 1575, aún en Tlatelolco, recupera sus manuscritos, y gracias a la protección del nuevo comisario, fray Rodrigo de Sequera, se pone de nuevo a trabajar en ellos. En ese año sobreviene la terrible peste que se alargará hasta 1576. Los indios mueren por millares, Sa- hagún trata de auxiliar a los enfermos y reconoce que el Colegio de Tlatelolco debiera haberse ocupado en la preparación de médicos para cuidar a los indios. En sus últimos años, Sahagún se vio envuelto en las perturbaciones que causó, entre los franciscanos de Nueva España, la llegada en 1584 de fray Alonso Ponce como comisario general de la Orden. El 15 de octubre del mismo año —como se cuenta en la Relación de su viaje (Madrid, 1872, t. I, p. 223)— el nuevo comisario visitó el con­ vento y Colegio de Tlatelolco donde, para festejarlo, se le ofreció un entremés, representado por los escolares indios en latín y en español, en el cual venían a hacer una caricatura de los españoles que negaban la capacidad intelectual de los indios y a pedir ayuda para que prosiguiese su educación. Nicolau d’Olwer (opus cit., p. 127) cree que en ese sketch “aparecen las ideas de Sahagún, si no su propia mano”. Poco después, el provincial fray Pedro de San Sebastián, con apoyo del virrey marqués de Villamanrique, impidió al comisario Ponce visitar la Provincia del Santo Evangelio, lo arrestó y desterró a Guatemala, lo que dio origen a serios conflictos. El 20 de junio de 1585 el capítulo franciscano designó a Sahagún primer definidor. Y el 9 de marzo de 1586, cuando el padre Ponce se encontraba camino a su destierro en Guatemala, ordenó que se privara de su cargo a fray Pedro de San Sebastián y en su lugar designó provincial sustituto a fray Bernardino de Sahagún. Este aceptó el cargo pero lo renunció en cuanto tuvo oca­ sión, un mes después; declaró su apoyo al provincial San Sebastián y rechazó las censuras y excomuniones que pudieran amenazarlo —como en efecto las decretó el comisario Ponce. En 1586 y 1587, Sahagún firmó, junto con otros franciscanos, cartas al rey y al Consejo de Indias quejándose de “las revoluciones, altercados y revueltas” motivadas por fray Alonso Ponce y pidiendo que se les enviara, en cambio, “un pre­ lado pacífico y sin pasión” (Georges Baudot, “The last years of fray Bernardino de Sahagún”, Sixteenth-century México. The ivork of Sa­ hagún, 1974, pp. 171-6). “En su vida —dice Mendieta (opus cit.')— fue muy reglado y con­ certado, y así vivió más tiempo que ninguno de los antiguos, porque lleno de buenas obras, fue el último que murió de ellos, acabando sus días en venerable vejez, de edad de más de noventa años”. Murió a conse­ cuencia de un “catarro”, el 23 de octubre de 1590 (Vetancurt, Meno- logio franciscano, p. 113). Sin embargo, frente a esta tradición francis­ cana, dos documentos indígenas, los Anales mexicanos y la Séptima rela­ ción de Chimalpahin, dice que “nuestro querido y venerado padre fray Bernardino de Sahagún” murió el 5 de febrero de 1590, en el convento de San Francisco de la ciudad de México donde fue sepultado. A su entierro, refiere Torquemada (opus cit.'), “concurrió mucha gente y los colegiales de su Colegio con hopas y becas, haciendo sentimiento de su muerte”. HACIA EL CARACTER DE SAHAGUN ¿Cuál fue el carácter, el temperamento de Bernardino de Sahagún? De sus contemporáneos sabemos muy poco. Además de los rasgos antes cita­ dos, belleza varonil y que en su vida fue muy “reglado y concertado”, Mendieta, que debió tratarlo de cerca y fue su primer biógrafo, sólo añade que “era manso, humilde, pobre, y en su conversación avisado, y afable a todos”. Es preciso, pues, intentar colegir algo más sobre el hombre a través de sus obras y sus acciones. En sus primeros años en Nueva España, entre sus treinta y sus cua­ renta y cinco años, dos acciones lo pintan como un hombre de intre­ pidez física. La primera, es el buceo que hace en Xochimilco para sacar del fondo de una fuente natural un ídolo de piedra y sustituirlo por una cruz. La segunda, son las ascenciones que hace al Popocatépetl y al Iz- taccíhuatl. Al enumerar las principales montañas de México, añade, como sin darle importancia, el testimonio de su hazaña: Hay un monte muy alto, que humea, que está cerca de la provin­ cia de Choleo que se llama Popocatépetl, quiere decir monte que humea; es monte monstruoso de ver, y yo estuve encima de él. Hay otra sierra junto a ésta, que es la sierra nevada, y llámase Iztactépetl, quiere decir sierra blanca; es monstruosa de ver lo alto de ella, donde solía haber mucha idolatría. Yo la vi y estuve sobre ella. (Historia general, lib. XI, cap. xii, N9 6, 43-4) Como antes se ha dicho, supónese que estas ascenciones las realizó durante su estancia en el convento de Tlamanalco, hacia 1530-32, o cuando estuvo en el valle de Puebla, hacia 1540. Por tanto, sólo le ante­ cede las ascensiones al Popocatépetl de Diego de Ordaz en los años de la Conquista, de que da noticia Bernal Díaz del Castillo (Historia ver­ dadera, cap. lxxviii), y la de Francisco Montaño y Francisco Mesa, poco después de la toma de Tenochtitlan, que refiere Francisco Cervantes de Salazar (Crónica de la Nueva España, caps, vii-xi). Y en cuanto a la subida al Iztaccíhuatl —o Iztactépetl como le llama fray Bernardino—, considerado inaccesible, ésta es la primera de que se tiene noticia. El móvil que lo llevó a estas empresas pudo haber sido, como supone García Icazbalceta (Bibliografía mexicana del siglo XVI, ed. 1954, pp. 328-9), el “celo religioso”, pues a dichos montes se les rendían reve­ rencia religiosa y sacrificios, como lo relata fray Diego Duran (Libro de los ritos, caps, xvii-xviii). Pero aunque Sahagún pretendiera, en efec­ to, averiguar si subsistían estas idolatrías para extirparlas, su repetida audacia tiene un aire de gratuidad deportiva, y la mueve también la curio­ sidad, el afán de comprobar con los propios ojos qué hay y cómo son las cumbres de las imponentes montañas nevadas. El único relato con ciertos pormenores de estas ascensiones —el de Cervantes de Salazar— nos da cierta idea de la increíble imprevisión con que se realizaban: sin comida y sin ningún aparejo para librarse del frío, el viento y los gases. ¿Llevarían fray Bernardino y sus acompañantes para protegerse algo más que el hábito de sayal y las sandalias? Esta fuerza sobrante que era preciso consumir en acciones físicas exce­ sivas, se canalizará, en la madurez de Sahagún, en una enorme empresa científica. Cuando contaba 48 años, y ya había pasado casi veinte en esta tierra, sin dar muestras de interés por la cultura del México antiguo, tuvo la suerte de encontrar en las obras de fray Andrés de Olmos una pista para la que había de ser la tarea de su vida: la investigación de la cultura indígena, y sobre todo un método: organizar los datos de esa cultura recogiéndolos de los propios indios y en su propia lengua. Du­ rante más de cuarenta años y hasta su muerte, Sahagún se mantendrá obsesivamente concentrado en esta única empresa, pese a que no llegaría a obtener ninguna respuesta claramente afirmativa de su validez. Des­ pués de los trabajos pioneros de Olmos —que conocemos sólo parcial e indirectamente—, Sahagún es absolutamente el único de los historiadores de México en el siglo xvi cuya obra principal son textos en náhuatl, recogidos en su mayor parte de sus informantes, y cuyo autor sabe que en su tiempo sólo podrán leer algunos indígenas letrados y algunos frailes instruidos y curiosos. Este hombre solitario en su tarea y apartado casi siempre de las faenas regulares y urgentes que realizan sus cofrades, se ingeniará para que, protegido o desprotegido, los superiores de su Orden no lo distraigan de su trabajo con otras tareas o puestos de mando y le permitan proseguir año tras año, con sus informantes, amanuenses y pintores indios, hacien­ do y rehaciendo sus libros, en los múltiples “cedazos”, dibujos y re­ dibujos, reacomodos, ilustraciones, traducciones y afinaciones de su obra. Aunque él se diera cuenta de que sus libros eran impublicables e inu- tilizables en su tiempo, parecía estar persuadido, sin ninguna duda que agrietara su convencimiento, de que lo que hacía era el único camino que debía seguirse para la extirpación radical de la idolatría. Y además, esta persistencia inconmovible se sustentaba en un temperamento siste­ mático en el que progresivamente va dominando, al propósito evange­ lizados la curiosidad científica pura, el afán gratuito de saber y explicar las cosas. Sahagún no parece haber sido un hombre libresco y de ideas ni de vocación intelectual, como lo fueron, por ejemplo, Las Casas y Mendieta. No parece tampoco haber tenido, pese al dicho de su biógrafo de que fue “muy macizo cristiano, celosísimo de las cosas de la fe”, un intenso espíritu religioso, como tantos de sus cofrades. En sus obras no se revelan muchas lecturas —por ejemplo, de los historiadores y cronistas que lo habían precedido, o de filósofos y poetas—, ni nociones científicas y geográficas claras, ni un trasfondo ideológico que lo conturbara. Sólo en sus últimos años hará un balance pesimista de los resultados del esfuerzo evangelizador y educativo, aunque pensando más en hechos que en ideas. En el mundo cerrado de los frailes de Nueva España en el siglo xvi, pese a la visión seráfica que nos presentan los cronistas de la Orden, se transparentan tensiones, pasiones, resentimientos y violencias verbales inesperados, que no se redujeron a los ruidosos que provocó el comisario fray Alonso Ponce. El manso y humilde Sahagún, en realidad no tenía ni tolerancia ni paciencia para quienes no coincidían con sus puntos de vista. Perturbado acaso por la incomprensión de su tiempo para su obra, el hombre solitario y genial que fue fray Bernardino de Sahagún acabó por encerrarse en una suficiencia y orgullo intelectual que lo empujaron a no querer deber nada a nadie y a callar los nombres de quienes fueron necesariamente sus maestros, e incluso a una injustificable destemplanza, al acusar y denigrar —como se expone en estudio por separado— a un hombre tan sabio como él y que fue su precursor: fray Toribio de Mo- tolinía. LOS INFORMANTES INDIOS Una de las excelencias de la obra de Sahagún es el haber hecho, como dice Angel María Garibay K., “que los indios mismos escribieran la his­ toria de su propia cultura y, allegando todos los materiales posibles para la refundición que él iba a hacer en castellano, les dio ocasión de guardar el tesoro de su propia lengua y pensamiento” (Historia de la literatura náhuatl, 1954, t. II, p. 74). El mismo Sahagún da noticia en el Prólogo al lib. II, de quiénes fueron sus principales informantes, colaboradores y escribanos: Martín Jacovita, del barrio de Santa Ana, en Tlatelolco, lo acompañó desde la primera etapa de Tepepulco. Fue más tarde profesor y rector del Colegio de Tlatelolco. Dice Sahagún que él fue “el que más trabajó” en el “escrutinio o examen” en la segunda etapa de Tlatelolco. Garibay considera que Jacovita puede haber sido “uno de los redactores de la Historia de la conquista (libro XII de la Historia general), de los Colo­ quios, y probablemente, de parte de las obras contenidas en el mal llama­ do Códice Ghimalpopoca, en su primera y en su tercera parte (Anales de Cuauhtitlan y Leyenda de los soles)” (Ibídem, t. II, p. 226). Jacovita continúa ayudando a Sahagún como amanuense y aún hacia 1584-5 compone el Vocabulario trilingüe. Antonio Valeriano, de Azcapotzalco, fue “el principal y más sabio”, dice Sahagún. Personalidad de notable mérito, Valeriano casó con una hermana del historiador Fernando Alvarado Tezozómoc y fue, desde 1570 hasta su muerte en 1605, gobernador de la parcialidad de los indios de la ciudad de México, con gran aprecio de los virreyes y del rey Felipe II. Enseñó el náhuatl a fray Juan de Torquemada. Fray Juan Bautista elogió la propiedad y elegancia de su latín y su conocimiento de las etimologías del náhuatl. Antes de ser gobernante, enseñó latín en el Colegio de Santa Cruz de Tlatelolco. Colaboró probablemente con Sahagún en la redacción de la “Historia de la conquista”. Se le atribuye una Historia náhuatl y, según Sigüenza y Góngora, Valeriano es el autor de la más antigua de las narraciones de la aparición guadalupana, Nican mopohua, redactada hacia 1560-70. Alonso Vegerano, de Cuauhtitlan, “un poco menos que éste”, apunta el historiador; esto es, un poco menos sabio que Valeriano. Garibay con­ sidera que Vegerano “tuvo parte en la formación del Códice Chimalpopoca y fue de los revisores de 1560-5. . . Profesor de Tlatelolco, fue de los más señalados investigadores. Casi es seguro que a él, muy unido a Pedro de San Buenaventura, hemos de atribuir la refundición de documentos que constituyen el precioso manuscrito llamado comúnmente Anales de Cuauhtitlan, como ya pensaba el último traductor de ellos, don Primo Feliciano Velázquez” (Ibid., t. II, p. 227). A pedro de San Buenaventura, de Cuauhtitlan, Garibay lo considera también recopilador, con Vegerano, de los Anales de Cuauhtitlan, y aña­ de: “De él tenemos una Carta a Sahagún acerca del calendario (escrita en unión de J. Pedro González. El texto náhuatl lo incluyó Sahagún en el libro II de los Memoriales en tres columnas, y se ha reproducido con traducción en: Alonso Caso, Los calendarios prehispánicos, 1967, pp. 86-8), de suma importancia tanto por lo que dice al responder al P. Sahagún sobre el principio del año como porque nos pone en camino de identificar la parte que Pedro de San Buenaventura redactó en la magna obra documental para la Historia. Los ‘Himnos de los dioses’, la parte referente a la medicina, la parte tocante a las noticias sobre anima­ les son de su mano, en la mayor parte. Es muy probable que fuera éste de los más estimados de Sahagún. La carta antes referida es de los años 1575 a 1580, cuando Pedro se halla en Cuauhtitlan, sin que sepamos por qué razón. De este colegial de Santa Cruz de Tlatelolco tenemos que decir que forma con los otros dos aquí mencionados (Jacovita y Vegerano) y con Antonio Valeriano la cuaternal autoridad de los escritos fundamentales para la histórica empresa de Fr. Bernardino“ ([lbid., t. II, p. 227). De estos cuatro colaboradores antes citados dice Sahagún que fueron “todos expertos en tres lenguas, latina, española e indiana”. Existen dos grupos especiales de informantes indios, de Tlatelolco, que le dieron la valiosa información sobre plantas y piedras medicinales (lib. XI, cap. vii, Nos. 5 y 6): Esta relación arriba puesta de las hierbas medicinales —escribe Sahagún— y de las otras medicinales arriba contenidas, dieron los médicos de Tlatilulco, Santiago, viejos y muy experimentados en las cosas de la medicina, y que todos ellos curan públicamente; los nombres de los cuales, y del escribano que lo escribió se si­ guen, y porque no saben escribir rogaron al escribano que pusiese sus nombres: Gaspar Matías, vecino de la Concepción; Pedro de Santiago, vecino de Santa Inés; Francisco Simón y Miguel Da­ mián, vecinos de Santo Toribio; Felipe Hernández, vecino de Santa Ana; Pedro de Requena, vecino de la Concepción; Miguel García, vecino de Santo Toribio, y Miguel Motolinía, vecino de Santa Inés. Y en el que llama su “Libro de medicina” del Códice matritense de la Real Academia (Memoriales de Tlatelolco, sólo en náhuatl, ff. 172 r y v), así como al fin del capitulo xxviii del libro X del Códice florentino, anota los nombres de otros médicos indios que también le dieron noti­ cias: Juan Pérez, de San Pablo; Pedro Pérez, de San Juan; Miguel Gar­ cía, de San Sebastián; Francisco de la Cruz, de Xihuitonco; Baltazar Juá­ rez, de San Sebastián; y Antonio Martínez, de San Juan. Causa extrañeza que en esta amplia nómina de médicos y herbolarios indios que auxilian al padre Sahagún, no figure el nombre del médico Martín de la Cruz que en 1552 había redactado en el Colegio de Santa Cruz de Tlatelolco, el Libellus de medicinálíbus indorum herbis, tradu­ cido al latín por Juan Badiano. Germán Somolinos d’Ardois explica esta omisión suponiendo que, para cuando Sahagún trabaja en esta materia médica, De la Cruz ya había muerto (“Estudio histórico”, Libellus. . ., ed. “A” del Instituto Mexicano del Seguro Social, México, 1964, p. 314). Al hacer la enumeración de sus colaboradores en el texto náhuatl del libro de los Colloquios y doctrina christiana con que los doce frailes de San Francisco, enviados por el papa Adriano Sexto y por el emperador Carlos Quinto convirtieron a los indios de la Nueva España, Sahagún menciona el nombre de Andrés Leonardo, de Tlatelolco, que le ayuda cuando rehace esta obra en 1564. En fin, registra también los nombres de los “escribanos que sacaron de buena letra todas las obras”: Diego de Grado y Bonifacio Maximilia­ no, de Tlatelolco, y Mateo Severino, de la parte de Utlac, en Xochimilco (Prólogo al lib. II). De un escribano indígena más, colaborador de Sahagún, guardó noti­ cias fray Agustín de Vetancurt: Agustín de la Fuente, natural de Tlatilulco, el más elegante escri­ bano que se hallaba. Maestro de la escuela, con gran propiedad se ocupó toda la vida en escribir a los V. V. P. P. Fr. Bernardino de Sahagún y Fr. Pedro de Oroz, y hacía con la pluma una estam­ pa con tanta propiedad que parecía impresa, como las que están en la Postilla. (Monologio franciscano, 1697, p. 141) ELABORACION DE LA OBRA Y MANUSCRITOS Parece evidente que las investigaciones de la cultura indígena realizadas hacia la cuarta y quinta década del siglo xvi por fray Andrés de Olmos,

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sementino. La cantidad de esta raíz ha de ser como medio mostraban en sus libros ilustrados. Cuando tenían que pintar monumentos, dioses,
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