ebook img

El contador de arena - Gillian Bradshaw - Libros Maravillosos PDF

329 Pages·2013·1.15 MB·Spanish
by  
Save to my drive
Quick download
Download
Most books are stored in the elastic cloud where traffic is expensive. For this reason, we have a limit on daily download.

Preview El contador de arena - Gillian Bradshaw - Libros Maravillosos

El Contador de Arena www.librosmaravillosos.com Gillian Bradshaw   1  Preparado por Patricio Barros El Contador de Arena www.librosmaravillosos.com Gillian Bradshaw Resumen Adelantado a su tiempo y conocido universalmente por el célebre principio que lleva su nombre, el griego Arquímedes fue un pionero del actual método científico, además de notable matemático y pensador. Discípulo de Euclides e hijo del astrónomo Fidias, su azarosa vida resulta tan apasionante como formidable el poder de su intelecto. En esta rigurosa novela histórica, Gillian Bradshaw —autora de grandes éxitos como El faro de Alejandría, Púrpura imperial, Teodora, emperatriz de Bizancio y El heredero de Cleopatra— presenta al lector un Arquímedes de carne y hueso, un ser humano excepcional que, inmerso en la convulsa época que le tocó vivir, tuvo que enfrentarse a múltiples dilemas Deslumbrado por las maravillas de Alejandría tras una estancia de tres años y decidido a radicarse allí para siempre, el joven Arquímedes se ve obligado a volver a Siracusa, su ciudad natal, para ocuparse de su padre enfermo. El contraste no puede ser mayor: de la deslumbrante cuna del saber ha pasado a una ciudad entregada a los frenéticos preparativos para una cruenta guerra contra la poderosa Roma. Convertido por las circunstancias y el destino en el principal artífice de los ingenios bélicos con que se intentará repeler la invasión del coloso romano, Arquímedes atrae la atención del tirano Hierón, quien intenta retenerlo a toda costa en su corte. Y pese a que el mayor deseo del genial griego es volver a Alejandría para perfeccionar sus conocimientos y reunirse con Marco, el leal esclavo que lo ha acompañado desde siempre, un inesperado motivo lo empuja a permanecer en Siracusa, un motivo que ni siquiera su pasión por el saber y la ciencia podrá obviar y que, a la postre, lo obligará a recorrer un sendero salpicado de gloria, amor, guerra y traición.       2  Preparado por Patricio Barros El Contador de Arena www.librosmaravillosos.com Gillian Bradshaw Capítulo 1 La caja estaba llena de arena, una arena fina, cristalina, casi blanca, que había sido humedecida primero y aplanada después hasta obtener una superficie uniforme y lisa como la de un pergamino de la mejor calidad. Pero la luz del sol, que caía oblicuamente con el atardecer, centelleaba aquí y allá sobre los granos, capturando facetas demasiado pequeñas como para que el ojo pudiera distinguirlas, facetas innumerables que generaban puntos diferenciados de luminosidad, y el joven que las observaba se encontró de repente preguntándose si sería capaz de calcular el número de granos. Era una vieja caja de madera de olivo, llena de marcas y melladuras, con las esquinas protegidas por unos remaches de bronce mate, salpicados de rasguños que le otorgaban un nuevo brillo. El joven la sujetaba por una de esas arañadas esquinas, calculando: la caja tenía cuatro dedos de altura, sin contar la ranura donde se insertaba la tapa, y la arena la llenaba sólo hasta la mitad. No necesitaba medir la longitud ni la anchura: hacía tiempo que había marcado los bordes con unas muescas distanciadas entre sí por el grosor de un dedo, veinticuatro en el lado largo y dieciséis en el ancho. Se puso en cuclillas junto a la caja, que había colocado con mucho esmero en la parte más tranquila de la cubierta de popa del barco, lejos de la vista de los marineros. Con la ayuda de una de las piernas del compás, empezó a garabatear cálculos en la arena. «Supongamos que en una semilla de amapola caben diez granos de arena, y que en el ancho de n dedo caben veinticinco semillas de amapola. Entonces habría en la caja seis mil por cuatro mil por quinientos granos de arena. Seis mil por cuatro mil son dos mil cuatrocientas miríadas, que multiplicadas por quinientos...»Pestañeó con el entrecejo fruncido, se deslizó las manos distraídamente a lo largo de las piernas y la punta del compás le arañó la espinilla. Aún absorto en sus cálculos, se frotó el rasguño, se llevó el compás a la boca y mordisqueó la charnela mientras seguía con la mirada fija. Tenía ante sí un problema interesante: el número de granos de arena que había en la caja era mayor de lo que podía expresar. Una miríada, es decir, diez mil, era el mayor número que su idioma podía nombrar, y su sistema de escritura no disponía de ningún símbolo para el cero que pudiese extender los números indefinidamente. No   3  Preparado por Patricio Barros El Contador de Arena www.librosmaravillosos.com Gillian Bradshaw había manera de concebir un número mayor que una miríada de miríadas. ¿Qué término podía encontrar para expresar lo inexpresable? Empezó por lo que conocía. El mayor número que podía expresarse era una miríada de miríadas. Muy bien, ésa sería una nueva unidad. La miríada se escribía M, de modo que la otra unidad podría ser M con una línea debajo: M, ¿Cuántas de ellas necesitaría? La superficie blanca que tenía ante los ojos quedó de pronto oscurecida por la sombra de un hombre, y oyó una débil voz tras de sí: —¿Arquímedes? El joven se sacó el compás de la boca y volvió la cabeza, radiante. Era delgado, de miembros largos y angulosos, y su aspecto al girarse era el de un saltamontes que se dispone a saltar. —¡Son ciento veinte miríadas de miríadas! —exclamó triunfante, echándose hacia atrás un mechón de cabello castaño y mirando con sus brillantes ojos castaños a quien lo había interrumpido. El hombre que estaba a sus espaldas (algo mayor que él, fornido, de cabello negro y con la nariz rota) lanzó un suspiro de exasperación. —Señor —dijo—, estamos llegando a puerto. Pero Arquímedes había vuelto ya su atención a la caja de arena y no lo escuchaba. ¡No era posible que existiese un número inexpresable, por grande que fuera! Si una miríada de miríadas podía ser una unidad, ¿por qué detenerse ahí? ¡Una vez alcanzada una miríada de miríadas de miríadas de miríadas, se podía establecer como nueva unidad y empezar de nuevo! Su mente iba más allá de la abismal inmensidad del infinito. Se llevó de nuevo el compás a la boca y lo mordisqueó, exaltado. —Marco —dijo con impaciencia—, ¿cuál es el mayor número que eres capaz de imaginar? ¿El número de granos de arena que hay en Egipto... no, en el mundo? ¿Cuántos granos de arena se necesitarían para llenar todo el universo? —No lo sé —respondió Marco—. Señor, estamos en Sira—cusa, en el Gran Puerto, donde debemos desembarcar... ¿recordáis? Tengo que embalar el ábaco. Arquímedes protegió con las manos la bandeja de arena, conocida por el mismo nombre que el familiar instrumento de cálculo, y miró alrededor, consternado. En   4  Preparado por Patricio Barros El Contador de Arena www.librosmaravillosos.com Gillian Bradshaw cuanto la embarcación hubo avistado el cabo Plemirión, hacía ya unas horas, el joven se había instalado en la cubierta de popa y Marco se había dispuesto a preparar el equipaje. Siracusa no era entonces más que una mancha de rojo y oro entre colinas verdes; parecía como si el tiempo se hubiese desvanecido en la arena, y ahora Siracusa surgía ante él. Allí, en el puerto de la ciudad más rica y poderosa de todas las ciudades griegas de Sicilia, no se veía otra cosa que murallas. A su derecha se perfilaba la ciudadela de la Ortigia, un promontorio rocoso rodeado por gruesas almenas, y frente a él, el rompeolas formaba una larga curva gris que se extendía hasta los muros salpicados de torres del fuerte, desde donde se podía divisar cualquier nave que se aproximara. En uno de los muelles descansaban dos quinquerremes, listos para zarpar, con los laterales pincelados de blanco por las triples bancadas de remos que llevaban a bordo. Arquímedes lanzó una mirada nostálgica a las transparentes aguas que el barco iba dejando atrás, en la entrada del puerto, donde el azul y nebuloso Mediterráneo se abría hasta la costa de África aquella luminosa tarde de junio. —¿Por qué desembarcamos en el Gran Puerto? —preguntó extrañado. Era natural de Siracusa y las costumbres de la ciudad le resultaban tan familiares como su dialecto. Los barcos mercantes como el que los había trasladado a él y a Marco hasta allí solían atracar en el Puerto Pequeño, situado al otro lado del promontorio de la Ortigia, pues el Gran Puerto pertenecía a la armada. —Estamos en guerra, señor —dijo pacientemente Marco. Se agachó junto a él y posó las manos en la caja de arena. El joven miró con tristeza los doce mil millones de granos de arena resplandeciente y las operaciones que había garabateado en ella. Por supuesto, Siracusa estaba en guerra y habían cerrado el Puerto Pequeño. Todo el tráfico estaba obligado a pasar por el Gran Puerto, donde la armada podía controlarlo. Arquímedes sabía lo de la guerra: era uno de los motivos por los que había vuelto a casa. La pequeña granja de su familia estaba situada al norte de la ciudad, más allá de las zonas de defensa, y era poco probable que aquel año produjera algún ingreso. Su padre se hallaba enfermo y no podía ejercer su actividad habitual como maestro. Arquímedes era el único hijo varón, y su responsabilidad era ahora mantener a la familia y protegerla a lo largo de lo que seguramente sería una guerra terrible. Había llegado el   5  Preparado por Patricio Barros El Contador de Arena www.librosmaravillosos.com Gillian Bradshaw momento de abandonar los juegos matemáticos y encontrar un trabajo de verdad. «Murallas», pensó apesadumbrado; murallas inexpugnables que se cerraban sobre él. Lentamente, apartó las manos de los bordes mellados del ábaco. Marco cogió la tapa y cerró la caja. Luego la introdujo en un saco de lona, dio media vuelta y desapareció. Arquímedes suspiró y se puso de nuevo en cuclillas, con las manos colgando por encima de las rodillas. El compás se le deslizó entre los dedos y se clavó en cubierta. Durante un momento se quedó contemplándolo con la mirada perdida, y luego lo hizo girar, trazando un círculo sobre la basta madera. «Supongamos que el área del círculo es K...» No. Cerró el compás y presionó el frío metal contra su frente. Se acabaron los juegos. En el camarote, Marco depositó suavemente la caja en el espacio del baúl que tenía reservado para ella y lo cerró con fuerza. «¡Ciento veinte miríadas de miríadas!», pensó mientras anudaba la cuerda para asegurar el baúl. ¿Sería un número posible? En todo caso, no era imaginable. No obstante, se detuvo a planteárselo un momento, como si se tratara de una dudosa ganga ofrecida por un tendero poco fiable. ¡Ciento veinte miríadas de miríadas! ¿Sería ésa la respuesta a otra nueva pregunta imposible? «¿Cuántos granos de arena se necesitarían para llenar todo el universo?»Nadie, excepto Arquímedes, se atrevería a formular una pregunta tan descabellada como aquélla. Y a nadie más se le ocurriría una respuesta tan incomprensible. Marco llevaba como esclavo en su casa desde que su joven amo tenía nueve años de edad, y todavía no estaba seguro de si sus extravagantes cálculos merecían admiración o desdén. Probablemente, ambas cosas. ¿No debería aquel joven lunático olvidarse de tales interrogantes y emplear la cabeza en cuestiones más prácticas? Marco detuvo sus cavilaciones y volvió su atención al baúl, esforzándose en tensar el nudo para liberar la repentina aprensión que le sofocaba la garganta. Había cuestiones prácticas que atender, como la guerra. Arquímedes y él habían permanecido tres años lejos de Siracusa, y durante dos le había estado insistiendo a su amo para que regresaran a casa. Sin embargo, ahora que estaban en el puerto, lo que deseaba era poder encontrarse en cualquier otro lugar. Siracusa se hallaba   6  Preparado por Patricio Barros El Contador de Arena www.librosmaravillosos.com Gillian Bradshaw en guerra con la república de Roma, y Marco no lograba imaginar que el futuro pudiera depararle otra cosa que dolor. En los muelles no se veían indicios de guerra, excepto por el hecho de que todo estaba más tranquilo de lo normal. La destrucción era algo todavía remoto, un asunto de ejércitos que maniobraban muy lejos de allí, una tormenta devastadora cuyas consecuencias podían vislumbrarse aún desde la distancia. Sin embargo, como una confirmación de sus temores, el funcionario de aduanas habitual en tiempo de paz esperaba en el muelle, Manqueado por dos soldados. El estampado de letras sigma de color carmesí sobre los escudos redondos que llevaban colgados al hombro los declaraba ciudadanos de Siracusa, pero Arquímedes no reconoció a ninguno de ellos. Aunque Siracusa era una población lo bastante grande como para que sólo pudiera conocer a parte de sus habitantes, observó a los hombres con recelo. Podían ser mercenarios extranjeros, y, como todo el mundo sabía, esos individuos tenían que ser tratados con más cautela que los escorpiones. Durante el gobierno anterior, podían darle una paliza a cualquier ciudadano cuya expresión los ofendiera sin temor a las represalias. Las cosas habían mejorado mucho con el gobernador actual, pero sólo un necio daría por sentado que el carácter de ese tipo de hombres había cambiado. Aunque, al menos, aquellos dos soldados parecían griegos, no pertenecientes a cualquier estirpe impredecible de bárbaros: el peto que vestían era el habitual de los griegos (una coraza fabricada con capas de tejido superpuestas y un borde de placas imbricadas a la altura de las caderas), y el casco que les cubría la cabeza tenía el popular diseño del Ática, con piezas con bisagra sobre las mejillas y sin protección nasal. Pero resultaba imposible deducir nada más sobre su origen a partir de su voz, ya que no decían nada. Se limitaban a mantenerse firmes, apoyados en sus lanzas y observando con expresión de aburrimiento, mientras el anciano funcionario de aduanas se ocupaba de sus asuntos. El funcionario habló con el capitán del barco, mientras la docena de pasajeros esperaba agrupada junto a la plancha de desembarque. —¿Venís de Alejandría? —preguntó, despejando cualquier duda sobre su origen: hablaba en el claro dialecto dórico de la ciudad.   7  Preparado por Patricio Barros El Contador de Arena www.librosmaravillosos.com Gillian Bradshaw Arquímedes se descubrió sonriendo al oírlo. Lo único que no le gustaba de Alejandría era que todo el mundo se reía de su manera de hablar. Después de todo, regresar a casa tenía algunas cosas buenas... y la mejor de ellas sería ver de nuevo a su familia. Cruzó los brazos, esforzándose por reprimir la impaciencia. No había podido anunciar a los suyos en qué nave partiría ni el día de su llegada, y estaba ansioso por darles una sorpresa. El capitán confirmó que, en efecto, el barco procedía de Alejandría, vía Cirene, y que el cargamento consistía en tejidos, cristal y algunas especias. Mostró el certificado de embarque, y el funcionario de aduanas se dispuso a examinarlo. Mientras tanto, Arquímedes se distrajo mirando alrededor. En el agua, junto al barco, flotaba un pez muerto. Yacía de costado, con la cola ligeramente levantada. Los peces vivos nadaban boca abajo: ¿por qué los muertos flotaban siempre de lado? Se imaginó un pedazo de madera de la misma longitud y anchura que el pez. También debería flotar de lado. ¿Y si el pedazo de madera fuera más ancho, en forma de caja? ¿Flotaría sobre uno de los costados más anchos o sobre uno de los más largos? El funcionario de aduanas había empezado a chismorrear con el capitán. Era evidente que, antes de que se produjera el feliz encuentro, la espera sería larga. Arquímedes restregó con la sandalia la sucia piedra del muelle, se puso en cuclillas y se sacó el compás del cinturón. Era una suerte que se hubiera olvidado de entregárselo a Marco para que lo guardara en el equipaje. Estaba enfrascado en el equilibrio de los cuboides cuando una mano le dio un golpecito en el hombro y una voz le preguntó: —¿Y bien? Levantó la vista de sus dibujos y vio que quien le hablaba era el funcionario de aduanas. Los dos soldados lo miraban, burlones, y advirtió que el sol estaba mucho más bajo. Marco esperaba pacientemente sentado sobre el equipaje, a los pies de la plancha, pero los demás pasajeros habían desaparecido. Arquímedes se incorporó de un salto, sofocado e incómodo por la situación. —¿Qué decíais? —preguntó, luchando todavía por alejar de su cabeza los cuboides flotantes. —¡Os he preguntado vuestro nombre! —repitió el funcionario de aduanas, enfadado.   8  Preparado por Patricio Barros El Contador de Arena www.librosmaravillosos.com Gillian Bradshaw —Lo siento... Mi nombre es Arquímedes, hijo de Fidias. Soy ciudadano de Siracusa. —Hizo un leve ademán en dirección a Marco—. Ése es mi esclavo y ésas son mis cosas. El funcionario se ablandó al descubrir que estaba tratando con un conciudadano. Arquímedes: un nombre original, sobre todo en una ciudad donde la mitad de la población masculina se llamaba Hierón, Gelón o Dionisos, en honor a los grandes líderes del pasado. El nombre de Fidias, sin embargo, le resultaba vagamente familiar, relacionado con alguna historia sobre excentricidades intelectuales. —Vuestro padre es el astrónomo, ¿verdad? He oído hablar de él. —Miró de reojo las figuras geométricas garabateadas en el suelo y resopló—. Por lo que veo, sois digno hijo suyo. ¿Qué hacíais en Alejandría? —Estudiar —respondió Arquímedes, tragándose la rabia que le subía por la garganta, aunque el comentario sobre el parecido con su padre no era ningún insulto—. Estudiaba matemáticas. Uno de los soldados le dio un codazo a su compañero y le susurró algo al oído, y el otro se echó a reír, pero el funcionario no se inmutó. —¿Volvéis a causa de la guerra? —dijo en tono de aprobación, y viendo que Arquímedes asentía con la cabeza, prosiguió, en un tono aún más aprobatorio—. ¡He aquí un joven valiente que regresa para combatir por su ciudad! Arquímedes le respondió con una falsa sonrisa. Era fiel a su ciudad, como todo hombre de bien, pero no tenía la menor intención de alistarse en el ejército, si podía evitarlo. Estaba seguro de que sería mucho más útil a Siracusa dedicándose a construir máquinas de guerra y, además, no había seguido la habitual formación militar que se impartía en la escuela, que, por otra parte, le resultaba detestable. Entrenamiento físico, lanzamiento de jabalina, peleas y carreras protegido con coraza; agotamiento y manos llenas de ampollas; humillaciones por parte de los altivos campeones durante el periodo de instrucción y luego, en los baños, insinuaciones sexuales más humillantes aún. Cuando finalmente terminó su año obligatorio con la jabalina, partió en pedazos la odiosa arma y utilizó los trozos para fabricar un instrumento de topografía. No pensaba coger de nuevo un arma. Pero sabía que lo mejor era no mostrarse disconforme con un funcionario de aduanas.   9  Preparado por Patricio Barros El Contador de Arena www.librosmaravillosos.com Gillian Bradshaw El anciano le devolvió la sonrisa de forma mecánica y se dispuso a inspeccionar a Marco y el equipaje. —¿Es un esclavo de vuestra propiedad? —preguntó en voz alta por encima del hombro. Marco, educadamente, se apartó del baúl. —Sí —respondió también en voz alta Arquímedes, relajándose—. Mi padre lo compró aquí hace años y lo puso a mi servicio cuando me marché a Alejandría. —Entonces no tenéis que pagar aranceles por él. ¿Son vuestras todas las mercancías? ¿Para vuestro uso privado? ¿No hay nada que penséis vender? —Lo observaba todo con mirada experta: un baúl grande de madera y cuero con forma de ataúd, muy estropeado, y una cesta nueva de mimbre atada a él con una cuerda. Sin duda alguna, el baúl había transportado a Egipto el equipaje de su propietario, y la cesta había sido adquirida para el inevitable exceso de carga a la hora de volver—. ¿Qué hay en la cesta? —Una... máquina —dijo Arquímedes con torpeza. El hombre lo observó levantando las cejas, y los soldados mostraron cierto interés por vez primera. «Máquina.» En esos momentos esa palabra significaba, básicamente, «máquina de guerra». —¿De qué tipo? —preguntó el funcionario. —Es para levar agua —respondió, y los soldados perdieron el interés. El que le había dado el codazo a su compañero volvió a cuchichear, pero esa vez Arquímedes oyó el comentario: —¡Lo que los no matemáticos llamarían un cubo! Se sonrojó. —¿Pensáis venderla? —Bueno, no, ésta no. Es un prototipo. Se trata sólo de una maqueta. La he traído para mostrar cómo funciona. Si alguien quiere una, la construiré a mayor escala. — Extendió los brazos para indicar el tamaño, nada parecido al de un cubo, que tendría la máquina de verdad. El funcionario de aduanas reflexionó sobre el concepto de «prototipo». No recordaba haber visto nunca semejante cosa. —Esto no está sujeto a aranceles —decidió—. No tenéis por qué preocuparos. Sois libre de partir. —Señaló la puerta más cercana de la muralla.   10  Preparado por Patricio Barros

Description:
En esta rigurosa novela histórica, Gillian Bradshaw —autora de grandes éxitos como El faro de Alejandría, Púrpura imperial, Teodora, emperatriz de
See more

The list of books you might like

Most books are stored in the elastic cloud where traffic is expensive. For this reason, we have a limit on daily download.