Enfrentado con Francia, Carlos V decide recurrir a las artes mágicas para asegurarse la victoria. Sin embargo, Hayim, el instrumento elegido por el joven emperador, no es un mero taumaturgo sino un prestigioso cabalista, expulsado de España en 1492 y dotado de un conocimiento oculto y prodigioso. Las órdenes imperiales brindarán a Hayim la oportunidad de cambiar la Historia pero, sobre todo, la de alterar su propia existencia. La historia del cabalista, entretejida por los hilos dorados y peligrosos de la pasión prohibida, la sabiduría oculta y el ansia de salvación, nos ofrece así un vigoroso fresco de la Europa renacentista pero también plantea temas tan perdurables como el carácter real de la naturaleza humana y su denodada lucha en pos del amor y del conocimiento. César Vidal El aprendiz de cabalista ePub r1.0 orhi 09.05.16 Título original: El aprendiz de cabalista César Vidal, 2006 Imagen de cubierta: Página de la Guía para los perplejos, de Maimónides Editor digital: orhi ePub base r1.2 A Sagrario. Sin ella, este libro no se hubiera escrito. Ni siquiera habría podido nacer en mi imaginación. Italia, 1525 I El rabí Hayim Cordovero siguió contemplando el suelo mientras notaba cómo iba en aumento el dolor que se le había enroscado con insoportable potencia en la ya un tanto encorvada espalda. Lamentablemente, los soldados que le habían arrancado de su morada se habían negado a escuchar sus protestas. Por supuesto, había alegado que era un judío situado bajo la protección directa del papa y que, precisamente en virtud de esa peculiar circunstancia, no tenían ningún derecho a menoscabar su hacienda, a maltratarlo y, mucho menos, a detenerlo. Podían ser brutos, pero hasta el más ignorante católico sabía que la palabra de la Santa Sede tenía la fuerza casi mágica de la ley y que, entre sus decisiones reiteradas pontificado tras pontificado, estaba la de disponer de judíos propios a los que otorgaba una curatela ocasionalmente similar a la que disfrutaban las niñas de sus ojos. En honor a la verdad había que reconocer que los soldados no se habían burlado de él ni tampoco habían tratado de golpearlo. Más bien, en todo momento, sus rostros se habían asemejado a una máscara de frialdad y dureza surcada esporádicamente por una mueca de desprecio. A pesar de todo, no había podido evitar que lo prendieran. —El cesar Carlos requiere tu comparecencia —era todo lo que le habían dicho antes de montarlo a horcajadas en un corcel y obligarle a cabalgar por aquella parte perdida pero singularmente hermosa de la península italiana. No hubiera podido precisar con exactitud el tiempo que les llevó el inesperado viaje, pero sí era consciente de que no se habían detenido en ningún momento ni porque comenzara a llover —¿llover?, ¡diluviar más bien!— ni
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