EELL ÁÁNNGGEELL CCOONN LLAA EESSPPAADDAA C. J. Cherryh C. J. Cherryh Título original: Angel with the sword Traducción: Rafael Lassaletta © 1985 by C. J. Cherryh © 1990 Editorial EDAF, S.A. Jorge Juan, 30, Madrid. I.S.B.N.: 84-7640-387-9 Edición digital: R6 08/02 CAPITULO 1 Había ahora en todo el mundo más de cien ciudades; y era un mundo mucho mejor que el que habían dejado los antepasados. Estaba la heptápolis del Chattalen, que se extendía por el mar Negro tomo una línea de perlas oscuras; estaba la próspera tierra ribereña de Nev Hettek, que enviaba sus barcos, traqueteando con sus lentos motores, río abajo por el gran Del, hasta el mar de Sundance. Había asentamientos cerca de las extrañas ruínas de Nex. Allí donde la tenacidad humana encontraba un punto de apoyo, aparecía el comercio; y el mundo, llamado Merovin en los mapas, se las arreglaba lo mejor que podía, situándose de cara al presente o el futuro entre el conocimiento cierto de que la humanidad del mundo exterior no tenía interés por él y la esperanza eterna de que los inhumanos sharrh no quisieran utilizarlo. Con seguridad los sharrh no tenían la menor intención de dejar en libertad y en el espacio a los esparcidos habitantes de Merovin. Por tanto, el mundo (y tengamos en cuenta que sólo en un contexto religioso los habitantes lo llamaban Merovin) se las arreglaba por sí solo: estas cien ciudades habían sido creadas por humanos demasiado tenaces para abandonarlo cuando el tratado humano-sharrh exigió la eliminación de la colonia; descendían de colonos lo bastante astutos como para esconderse de los grupos de búsqueda; y lo bastante resistentes como para sobrevivir a la Limpieza, que acabó con la tecnología. Desde entonces, los sharrh ignoraron a los habitantes de Merovin. (Aunque había rumores de que algunos sharrh no habían mantenido la parte del tratado que les correspondía.) El alboroto y la conmoción decayeron; los humanos fugitivos salieron de las colinas, reconstruyeron las ruinas y procrearon. Después, veinte generaciones de descendientes los maldijeron pensando que habían sido totalmente estúpidos. Veinte generaciones de descendientes construyeron las cien ciudades y vivieron en ellas; en lo más profundo de su corazón tenían la certidumbre de que en algún otro lugar a la humanidad universal le iba muchísimo mejor que a los humanos de Merovin. Las estrellas brillaban allí arriba como un paraíso inalcanzable, y los meroveos vivían y morían bajo ellas con el conocimiento de que sus vidas eran limitadas en la misma medida que amplios eran los cielos. De ello había que dar las gracias a los antepasados. Que fueron estúpidos. Pero había ya algunas maravillas en Merovin. Hasta el alma más sombría y desesperada admitiría una cierta majestad en las Montañas Neblinosas y el Sundance verde y agitado; en el Desierto de las Gemas de la fábula, o también, aunque con un estremecimiento, en las remotas ruinas sharrh de Kervogi y Nex. Había una luna que inspiraba a los románticos, le llamaban la Luna, y otras dos lunas más que los meroveos llamaban los Perros y perseguían a la Luna a través de los cielos. Había ciudades como Susain en las que podían enriquecerse con las minas. Había centros comerciales como Kasparl, en los que rebosaban los extranjeros llegados por el río y en caravanas. Merovin tenía sus puntos de esplendor. Pero en todo ese mundo formado por cien ciudades humanas, probablemente no había un lugar peor que Merovingen, la ciudad de los mil puentes, de seiscientos cincuenta años de antigüedad, pero en pie todavía a pesar de su decadencia. De toda la mala suerte de los antepasados, Merovingen se había llevado la peor parte. Fue la primera ciudad del mundo. El puerto espacial... bueno, los antepasados sabrían lo que habría sido eso. Y en la inefable sabiduría de los antepasados, habían situado Merovingen en el Det, pensando en el comercio que bajaría por el río en barcazas baratas y podría ser enviado al mundo exterior desde el puerto espacial. Pues bien, el comercio bajó por el Det, pero en el puerto espacial crecían las hierbas y matorrales. Además, el terremoto que río arriba había arrasado la infortunada Soghon (ciudad que se convertiría en el principal punto de contacto de Merovingen con el interior), desvió también el curso del Det, que acabó inundando una gran parte de Merovingen. La ciudad se lanzó desesperadamente hacia arriba sobre pilares, construyó puentes y siguió creciendo cada vez más arriba y a los lados de las ruinan inundadas de los antiguos edificios, a pesar de la fiebre y del lento crecimiento del río (o, según solía dicutirse, el inexorable hundimiento de los pilares de Merovingen). Merovingen vivía, y ahí estaba su desgracia, sólo lo suficiente para no morir. Desde la distancia se veía una maravilla de cosas variadas, como un muelle arruinado de tablas grises sobre el que se habían construido torres, una caprichosa profusión de agujas de madera con ventanas que daban la impresión de formar un sólo edificio. (Casi era así, inclinado casi sobre los canales, que habían sustituido a los otros modos de transporte.) Tenía verdaderamente mil puentes. Una enloquecida red de tres pisos formada por pasarelas y puentes aéreos, puentes que unían balcones, puentes que unían puentes, escaleras que unían un nivel con otro, por lo que las casas, tiendas y fábricas se empujaban unas a otras para obtener al menos una hora de luz del sol, exceptuando los pisos altos y las torres, que eran el lugar en donde había que vivir si el destino te había llevado a Merovingen. Las torres disfrutaban de las brisas (y las tormentas); mientras que los habitantes de las áreas inferiores estaban siempre dispuestos a mudarse con sus pertenencias si venía la inundación. El conjunto se agitaba y gemía con los vientos, o ante el empuje de la marea alta que subía por encima de las aguas superficiales del puerto y entraba en los canales; o, podía temerse, ante un nuevo paso hacia el olvido de todo el conjunto de la ciudad. Así era el Merovingen alto. En la ciudad de abajo se movía un oscuro mundo de barcazas y barqueros, skips, barcas de pértiga y cualquier navio que pudiera cruzar la red de canales y cupiera bajo los puentes de Merovingen, que en su mayor parte no tenían una altura regulada. Abajo, en las profundidades acuáticas de la ciudad, existía el más ínfimo de los niveles, los cimientos de los edificios en las últimas fases de apuntalamiento, antes de que también ellos se hundieran y fueran a formar parte de los cimientos bajo el barro: pequeños rincones de tiendas y tabernas que servían al desesperado, el que algún día acabaría uniendo sus huesos a esos cimientos subacuáticos, En ese lugar se producían desapariciones. Las vidas iban y venían con la misma transitoriedad que los barcos, los cuales cambiaban de lugar como fantasmas negros entrando y saliendo de los pilares de los puentes, dirigiéndose hacia algún área soleada abierta al cielo, para desaparecer de nuevo, silenciosos y ocultos, en la red de canales. Una vida se acababa, un cuerpo se deslizaba bajo el agua, y a nadie le incumbía. Y si a alguien le importaba, no tenía dónde acudir con su queja. Había un gobernador: su nombre era Josef Alexander Kalugin; mas nadie llegaba tan lejos, pues sobre todo significaba que había alguien rico sentado encima de la columna junto con otros ricos, quienes eran capaces de comprar muchas muertes sin que a nadie le importara. Merovingen, por tanto, seguía adelante lo mismo que el mundo. Su maravillosa apariencia se apreciaba mejor desde un lugar distante, por ejemplo el lado abrigado del viento de la bahía. O desde el mar, más allá del Borde. Demás cerca podía olerse el viento que allí se pudría, los laberínticos canales y puentes de las antiguas construcciones de Merovingen, con el desdén de los merovingios últimos por todo lo que significara un plan coherente. Se alimentaba de las corrientes laterales y superficiales del fracasado puerto, alabando a los antepasados por su previsión. Apestaba. Era el refugio de los piratas, los desesperados y los marginados de las otras ciudades. Aunque la mayoría de esos desafortunados simplemente habían nacido allí. Altaír Jones era una de ellos: empujando con la pértiga su apretujado skip por los negros canales de Merovingen, bajo sus puentes, y a lo largo de sus escasos canales abiertos, cualquier pequeña carga que hubiera podido contratar un skip construido en gran parte con tablones de cubierta del viejo Det Star, hasta que estallaron sus calderas, enviando a su recompensa eterna a los cincuenta y dos tripulantes y los ochocientos nueve pasajeros. Altaír Jones era una larguirucha patilarga de diecisiete años; o de dieciséis: lo había olvidado, y su madre no le había dejado otra cosa que una barca envejecida, la ropas que llevaba puestas y un nombre adventista, lo que no le era de gran utilidad en una ciudad habitada en su mayor parte por revenantistas. Descalza, con unos pantalones raídos y una gorra de marinero de río puesta con inclinación sobre su pelo negro, encima de un rostro oscuro por el bronceado, estaba lejos de parecerse al chico que pretendió ser hasta que empezó a crecer y engordar; pero si le mirabas a los ojos sabías que estabas contemplando a alguien que te agujerearía el barco o los barriles si le dabas motivo para ello; y eso años después de la ofensa; y mientras tú estuvieras dormido a bordo y sin sospechar nada. En el río había formas de ganar dinero más fáciles que con Jones. Todos se hacían esa idea enseguida. Tratabas de negocios con Jones y estabas seguro de que tu carga llegaría allí donde deseabas si tenías uno o dos barriles que transportar. Y si eras un canalero honesto y pedías a Jones que te vigilara la barca y las mercancías mientras hacías algo en la costa, allí estarían sin que nadie las tocara. Cuando subía a tierra, dejando el skip vigilado por alguien, llevaba un cuchillo y un gancho de barril, que eran sólo las herramientas de su comercio, pero los ratas de río y los canaleros tenían modos de utilizarlos que estremecían a los habitantes de los puentes, y hacían que los rufianes de los laberínticos caminos se lo pensaran dos veces: los habitantes de los canales no significaban nunca una rica ganancia, y un grito de ¡ware, hey! hacía que entraran en el asunto todos los ratas de agua que lo hubieran oído, con los ganchos y cuchillos desenvainados. Y no es que no hubiera sinvergüenzas y asesinos entre los habitantes de los canales. Los había; lo mismo que cuerpos que se deslizaban calladamente en la bahía del Det, y barcas robadas, sobre todo barcas pequeñas de canaleros solitarios que se encontraban de pronto en algún canal oscuro con la retirada cortada por ambos lados. Pero Jones era demasiado astuta para que le sucediera eso. Casi siempre manejaba su skip sin el antiguo motorcito, que en el mejor de los casos sólo funcionaba de manera caprichosa. Utilizaba la pértiga y el gancho para cruzar entre el tráfico del día con un diestro cambio de sus pies descalzos y un impulso de la pértiga que le permitía acelerar el skip en los lugares apretados, pero no corría riesgos por la noche: los refugios profundos se los dejaba a los grupos y bandas que los dirigían, y el amarre nocturno solía hacerlo junto al Puente de la Ciudad Alta, en donde podía encontrar sitio junto a otros canaleros, una desgarbada colección nocturna de embarcaciones desvencijadas, algunas auténticas barcas de pesca, que salían del Det y del puerto y habían venido a pasar la noche y a coger suministros; en su mayor parte eran embarcaciones de canaleros; algunos esquifes o barcos de pértiga contratados, pequeñas barcas y numerosos skips como el de ella. En sus horas libres solía pescar, principalmente anguilas; los canales eran nocivos, pero el canal del puerto seguía sano, y cuando las aguas se volvían realmente lentas, y tras las tormentas, cuando el mar se precipitaba al Puerto Muerto o al pantano y el Puerto Plano, navegaba con el motor rodeando el Borde, hacía un fuego en la playa para marcar su territorio, y pescaba y peinaba el bajío del Sundance buscando lo que hubiera traído la marea, a veces con red y otras con caña, encontrando de vez en cuando un trozo de madera, una concha rara que regatear o un trozo de lona que comerciar o vender. El único comercio que realizaba con regularidad consistía en acudir a la puerta trasera de las tabernas para comprar algunos barriles; subía los escalones que había al lado del canal, llamaba a la puerta y el mozo quitaba las cadenas de los barriles, vendiéndoselos por los escasos peniques que tenía; luego ella volvía a vendérselos al viejo Hafiz, el cervecero, regresando de nuevo con una carga de cerveza y whisky. Ese era su comercio, de poco beneficio y muchas horas de trabajo, pero significaba el pan con el que acompañaba las anguilas de río. Muy de vez en cuando, en la taberna de Moghi, junto a la Escalera del Mercado de Pescado, su primer y mejor cliente, conseguía un negocio diferente, unos cuantos barriles de brandy muy bueno, que llevar canal abajo a Hafiz, junto con los vacíos. Cómo los conseguía Moghi era una buena pregunta, pues procedían de una parte muy alta del Det, o incluso del Chattalen. Pero Hafiz tenía sus clientes de la zona residencial, y cuando ese buen brandy bajaba por el canal, subía luego por él una carga importante de la mejor cerveza de Hafiz, con lo que un buen dinero viajaba en ambas direcciones. Aquella podía ser una de esas noches, pues había un barco fluvial de Nev Hettek calado a babor de Detside, lo que significaba que mercancías ilícitas se infiltrarían bajo los puentes de Merovingen, y también significaba que buenas mercancías llegarían a la zona residencial. Altaír Jones olía las posibilidades. Por eso se acercó en lo más oscuro de la noche, pasando despacio junto a las barcas reunidas cerca del puente High-town, como si estuviera buscando un pumo de amarre, y luego subió por el Gran Canal hasta los pilares de la escalera del Mercado de Pescado, desde donde una serie de escalones serpenteantes bajaban desde el triple puente de la parte superior de Merovingen. Los altos edificios de madera se superponían; las pasarelas, de un gris plateado bajo la luz de la luna, unían el espacio entre ellos; y el puente del Mercado de Pescado cruzaba el canal sobre robustos pilares que formaban una especie de bosque negro y acuoso junto a uno de los escasos restos de roca solida de Merovingen. Enmarañado con todo ello, los porches negros de un almacén de segunda mano, una especiería, un horno y la deteriorada taberna de Moghi, donde la luz del farol del porche bailaba sobre las aguas e invitaba a los clientes a que se acercaran, a pesar de la puerta cerrada y de las ventanas atrancadas. Allí, en esa esquina del porche de Moghi, Altaír se acercaba a un pilar conveniente y sujetaba el amarre, dejando que la corriente llevara el skip hasta la escalera del porche de Moghi, unos tablones desvencijados unidos con clavos. Cuando escuchó unos pasos apresurados sobre las tablas por encima del murmullo de las bolas del agua del canal se detuvo, sujetándose con una mano a la escalera; su vista aguda captó un movimiento bajo la luz de la luna, entre los adornos de la Escalera, en la parte inferior del triple puente. Vio unos hombres vestidos con mantos. Se quedó helada allí mismo, aproximando el skip al pilar y manteniéndose lejos del porche iluminado, pues abundaba la gentuza que se escondía por los puentes del Merovingen nocturno. Se bajo el borde de la gorra para ocultar los ojos, con el fin de que no brillaran bajo la luz del farol del porche de Moghi, y mantuvo la cuerda tensa para que el barco no se moviera ni chocara contra el porche. El frío y la tensión de los brazos le produjo un estremecimiento en los músculos. En el puente, no muy arriba, había media docena de hombres, vestidos todos con mantos oscuros. Escuchó el murmullo de sus voces cuando se acercaron a la barandilla. Estaba segura de que para nada bueno. Había veces que los contrabandistas trataban con Moghi de asuntos que querían mantener en privado, y eso podía ser un problema. Pero esos hombres parecían otra cosa, vestidos con mantos, encapuchados, inclinados sobre un peso que subieron a la barandilla. Entre ellos brilló una forma irregular; luego vio un cuerpo, que cayó en el aire de la noche y golpeo las aguas negras salpicando de agua a Altair. Ésta retuvo la respiración y se apretó contra el pilar mientras escuchó unas risas; otro estremecimiento recorrió sus músculos tensos, mientras la corriente trataba de llevarse la barca, lo que pudo impedir con un fuerte lirón de sus braxos. —¿Lo has visto? —preguntó uno, con voz débil, por encima de su cabexa. — No —respondió otro—. Está acabado. Esos hombres se fueron, produciendo sombras entre las barandillas y ruido de tacones de zapatos de cuero en la Escalera del Mercado de Pescado. El ruido disminuyó. El problema se alejó del río y subió a Merovingen alto, dirigiéndose quizá al lugar de donde había salido. En la taberna de Moghi no se movió nada. Altaír solto el pilar; el skip dio varios golpes siguiendo el movimiento del agua y Altaír buscó a tientas con sus dedos fríos el nudo de cuerda. Nada de barriles esta noche, por los Antepasados. Ahora la puerta de Moghi no abriría por un chasquido, ni aunque llamara, si habían oído eso, pero había otras puertas por las que podían haber salido los bravucones de Moghi si se habían enterado de lo que había sucedido, y Ahaír no deseaba que la cogieran ni tener que dar explicaciones. Soltó el nudo y recogió la cuerda, deseosa de irse. Un chapoteo llamó su atención. Entrecerró los ojos mirando hacia afuera. Algo interrumpía el oleaje cerca de los pilares junto al saliente meridional del puente alto; le pareció una ilusión de la vista... pero no, volvió a verlo. Lo que habían tirado los hombres de los mantos flotaba. Se quedó totalmente inmóvil, se maldijo a sí misma y se balanceó con el movimiento del agua, que empujaba también el cuerpo flotante, conduciéndolo en la misma dirección que la barca suelta, junto a los entresijos del Mercado de Pescado, bajo el brillo cambiante de la luna y el reflejo de la luz del porche de Moghi. Pasó junto a los pilares negros del puente alto. Un punto ondulante subía y bajaba en las brillantes aguas negras iluminadas por el farol de Moghi. Alguien luchaba allí. A Altair no le gustaba la muerte. Pero una lucha por la vida merecía al menos ser contemplada. Merecía su curiosidad o algún otro tipo de simpatía humana. Vio un brillo blanco y luego escuchó un chapoteo en la oscuridad. No era el movimiento de las olas. Ese sonido no sincronizaba con el golpear del agua contra los pilares. Manejó la pértiga tan silenciosamente como pudo y tanteó el agua a media profundidad. Una mano emergió a la superficie. Se hundió de nuevo cerca del bote, los dedos tocaron un pilar y no pudieron agarrase a él. Altair se arrodilló sobre las pizarras de la inclinada proa y tanteó con la pértiga junto a ese pilar, aunque no era eso lo que tenía que hacer, no; si alguien tiraba algo al canal era asunto suyo. Pero esa batalla solitaria era persistente, y allí, en las oscuras tripas del viejo Det resultaba insoportable. El viejo Det se había tragado algo correoso, y como era una rata de agua, Altair se puso del lado de ese algo, y en contra del codicioso y negro Det. Dale una oportunidad, sácalo fuera, que luche. Estúpida, le decía otra pequeña voz interior. Quizá tuvieran testigos. Allí estaban los puentes. Los asesinos se habían ido en esa dirección, hacia la ciudad alta. Podían estar viéndola en ese mismo momento. O podía haber otros observando. La gente de Moghi. O gentes de la orilla, capaces de vender información en los peores lugares; o de vender un alma, pues al lado del agua habían aprendido el valor relativo de las almas y el pan. La pértiga tocó algo blando en el fondo. Algo se agarró a ella bajo el agua, la sujetó con fuerza y empezó a subir... Retuvo el aliento y empujó con fuerza la pértiga sobre el fondo pedregoso, echando la barca hacia atrás, pero ese algo siguió unido a la pértiga, actuando como un ancla. El agua chapoteó en la proa, apareció una mano blanca y se agarró al borde, justo a la altura de sus rodillas. Altair sacó el gancho de barril que llevaba en el cinto y contempló con mudo horror unos dedos que empezaban a deslizarse. Si le daba con el gancho dejaría lisiado a un hombre para toda la vida. El gancho era un instrumento seguro. Aquel desgraciado que subía podía ser un truco, una trampa, un hombre que se ahogaba podría arrastrarla bajo las aguas negras, que matarían a ambos. Los dedos resbalaban. Los cogió con la mano que tenía libre y tiró de ellos, soltó el gancho y tiró con ambas manos, apoyó bien los pies descalzos y tiró hacia arriba y hacia atrás, irguiéndose, equilibrando el peso muerto en la pesada popa de la barca. Apareció en el borde el cuerpo flaccido de un hombre, presentando un brazo, la cabeza y un hombro. Era un cuerpo demasiado claro hasta en el cabello, un cuerpo joven y bien formado, envuelto precariamente sobre la proa del skip; hubiera sido un gran desperdicio alimentar con él a los peces y las anguilas, aunque fuera probablemente un pobre deudor o un perseguido por las bandas. Probablemente el mismo miembro de una banda, por lo que lo sensato sería dejar que volviera a deslizarse hacia atrás, para caer entre los peces y los pilares. Altaír permaneció en esa misma posición y respiró varias veces, sujetándolo por su muñeca resbaladiza mientras la barca se agitaba y oscilaba. Luego le pisó esa mano, se arrodilló sobre su espalda y sacó el otro brazo antes de que cayera hacia atrás. Esta vez tiró de ambos brazos. Tiró. Tonta redomada. Ella no quería ser un asesino. Ni formar parte de un asesinato. Y por no dejarse arrastrar por la deriva se había visto de pronto obligada a esa decisión. Se cayó sobre las pizarras del fondo, dándose un golpetazo y magullándose la espalda, y tiró del resto del cuerpo del ahogado sobre el borde, aunque le doliera, pues para él ya era bastante estar a bordo y que ella lo llevara, bastante caridad para un desconocido. Pero recuperó el aliento y se inclinó hacia adelante, con una oscilación de la barca, se arrodilló sobre la espalda del ahogado y le cogió una pierna con fuerza, lo levantó de un tirón y lo lanzó sobre unas cuerdas empapadas que había encima de la pizarra. La resistencia al avance del skip que producía su cuerpo en el agua había desaparecido. La barca giró lentamente, chocó contra un pilar y giró de nuevo, cambiando gradualmente de perspectiva entre los maderos. Ella se inclinó sobre él, con las rodillas magulladas sobre la pizarra, se arrodilló a horcajadas sobre esos restos humanos y se apoyó con toda la fuerza en su espalda, oprimiéndola para sacar el agua, empujando, empujando y empujando, una vez, dos veces, mientras él tenía espasmos y arrojaba el agua sobre el pantoque. El skip se movió a la deriva chocando por el camino, y con cada golpetazo ella se magullaba alguna parte de su cuerpo, que valoraba más que esa nada ahogada y sin esperanza. Casi sin aliento, lanzó juramentos, condenado estúpido. Vas a destrozar mi barca. Condenado por caer en mi canal. No fue culpa mía. Échales la culpa a ellos. ¿Por qué he tenido que hacer esto? (Golpetazo.) Condenado. Mientras el skip pasaba a la deriva entre puentes y salientes, por un momento lo iluminó la luna. Empuja y atrás: empuja y atrás. Dejó que el skip fuera a la deriva, y girara, y se mantuviera así; no había tiempo para detenerse. Condenado, condenado, condenado... —Respira, condenado, respira. Estaba respirando. Ella sintió que se ahogaba y desfallecía, y que el agua salía de él; siguió apoyada en él sin dejar de jurar, jadear y jurar, hasta que las manos del ahogado iniciaron un movimiento febril mientras la barca entraba en el remolino del Muelle Ventani. Ella recuperó el ritmo, pues los vómitos eran demasiados para dejarle respirar uniformemente. Empujar y empujar cuando él se ahogaba, hasta que lo echaba fuera y conseguía que bajara por su garganta otra bocanada de aire medio líquido. Bang, otro golpetazo sobre los maderos del muelle con una sacudida que le hizo apretar los dientes. El viejo Del estaba vivo cuando la marea cambiaba. Empujar y soltar. Empujar y soltar, hasta que los jadeos de él se hicieron más pequeños e iguales a los de ella. Thump, contra otro pilar, y un giro vertiginoso bajo la luz de la luna dirigiéndose hacia el grupo de barcas amarradas durante la noche junto al Puente Colgante. Entonces le dejó que respirara a su aire. Estaba tendido, con el rostro vuelto hacia un lado sobre las pízarras de cubierta, hacia donde se había vuelto tratando de respirar, y ahora simplemente descansaba, moviendo violentamente los costados para dejar entrar el aire. Su rostro brillaba con una palidez de cera, era un rostro fino ahora que había desaparecido su aspecto de ahogado, un rostro hermoso que parecía muerto, marcando el perfil contra las ásperas tablas del skip; ella se dio cuenta de pronto que estaba sentada sobre el hombre desnudo más hermoso que había visto nunca, y se dio cuenta de que se estaba muriendo, como todas las cosas hermosas en las que el río ponía sus negras manos. De fiebre, si no se ahogaba. Habia tragado demasiado agua. Su madre se había muerto así. Ella había salvado a unos gatitos caídos en las aguas del viejo Det. Y en una ocasión a un niño pequeño de una barcaza de limpieza que se cayó por la borda. Ninguno de ellos había sobrevivido. Condenados. También éste. Condenados todos. El respiró. Ella observó un espasmo, otro débil movimiento de sus tripas, pero esta vez arrastró sus manos hacia la palanca y trató de moverse. Ella rodó hacia un lado, sobre sus caderas mientras él se esforzaba por llegar hacia el enrejado seco y sacar las rodillas del pantoque: puso una rodilla en la pizarra, y ella intentó tirar de él, pero su peso se lo impedía. Estaba allí tumbado jadeando y tosiendo, y lo intentó de nuevo, como si fuera el único que lo estuviera haciendo, como si no sintiera nada, no conociera nada salvo el agua fría en un extremo de su cuerpo y la madera sólida delante de él. Llevó hacia arriba una rodilla, perdió el asidero, se adelantó de nuevo y empujó poniendo los brazos bajo su cuerpo. Estaban bajo la sombra de un puente, derivando peligrosamente hacia un grupo de canaleros amarrados para la noche. Ella se puso en pie y utilizó la pértiga durante unos momentos, pues el Gran Canal corría perversamente ladeado allí donde se encontraba con las aguas de la Serpiente, junto al Puente Colgante; evitó la colisión y siguió navegando, imaginando ojos curiosos entre las barcas amarradas en la orilla, vigilantes entre los que no tenían casa y pernoctaban en el puente, viéndola a ella, con un hombre desnudo y tumbado en su skip, pálido como una estrella de mar. Empujándose con la pértiga pasó junto a Mantovan, bajo su puente, pasó junto a Delaree y Ramseyhead, allí donde bajo la luz de la luna el Gran Canal da paso al Canal, y unas cuantas barcazas buscan abrigo en los muelles para pasar la noche, esperando la carga del siguiente día. Una compañía segura, esas barcazas. Una compañía tranquila. Sus costados grandes y negros se elevan como muros, las olas lamen y chapotean arrastradas por la marea; y un pequeño skip se deslizó entre el muelle sin ser visto. Entre el casco somnoliento de una barca de pesca, con las redes levantadas como una telaraña sobre el cielo nocturno; ahí otra barcaza, y otra, un amigable bosque de pilares y cabos de amarre que asemejaban viñas en la oscuridad. A lo lejos un barco falkenaer se metía en lo profundo del puerto, con los mástiles y aparejos formando una membrana sobre la luna descendente, entre los cuerpos menores de los barcos costeros y las barcazas del Det. Allá se veía la masa de la Isla Rimmon, con las luces del embarcadero brillantes, y las torres apagadas, por ser una hora tan tardía. El sudor le corría por los costados bajo su jersey grande; el sudor le bajaba por las sienes, bajo la gorra, a pesar del frío nocturno. Encontró un lugar a la orilla del agua iluminada por la luna y lanzó el pesado cabo alrededor de un pilar, lo ató e hizo un nudo seguro, por un lado y por el otro, dejándose caer sobre los ríñones, temblorosa. Se quitó la gorra y se limpió el sudor con el brazo. El pasajero había llegado a las pizarras secas y yacía cuan largo era, con un pie todavía metido en el pantoque. Eso significaba que todavía tenía vida suficiente como para que le importara el frío y la humedad. Una parte de sí misma deseaba que hubiera lanzado el último suspiro y estuviera simplemente allí esperando a que lo arrojara al canal en un lugar en donde no molestara ya a nadie; otra parte de ella le decía que ahora debía sacudirle ligeramente; y una tercera y pequeña parte de su mente simplemente estaba allí sentada, esperando ver si al final no tendría que pegarle con un gancho de barril cuando despertara. Pero hasta ese momento nunca se había visto obligada a convertirse en una asesina, a pesar de que estaba dispuesta a serlo, que hacía tiempo que había decidido serlo para conservar la vida en la parte baja de Merovingen. Quizá fuera esa noche. La barca se dejó ir a la deriva y se balanceó sobre las corrientes que surgieron entre los pilares del puerto. Estaba casi fuera de su territorio. Casi. Estaban más allá del Dique. Más allá de ese punto en donde comienzan las corrientes profundas. Y más allá de ese punto ninguna barca puede moverse con pértiga, salvo bajo los pilares que, cruzando por los puentes de Rimmon, conducen al Muelle Muerto, a la Mola Fantasmal y al pantano. Permaneció allí sentada, jadeando, dejando que el sudor se secara al viento y esperando algo, que él se moviera, su recuperación, no sabía muy bien qué. El hizo pequeños movimientos, enfebrecidos, y se quedó allí tumbado, con los ojos abiertos, quizá sin ser capaz de verla, salvo como una masa sombría. Por tanto no tuvo que pensar en el gancho. Moriría antes de la mañana. Eso era lo más probable, por el shock y el frío. Como los gatitos. Como el chiquitín de los Gentry. Los cuerpos hacían eso, se traicionaban a sí mismos dejándose ir después de haber luchado mucho para regresar del estado de shock. Seguramente ahora empezaría la fiebre. Y el frío se encargaría de él. El frío se retiraba un poco y quizá se hubiera roto el cráneo. Tenía señales negruzcas en todo su cuerpo pálido, arañazos sangrientos, sombras de magulladuras. De una pierna caía un goteo oscuro sobre el pantoque. Finalmente parpadeó, volvió a parpadear como en un aleteo sombrío de sus ojos medio abiertos. —Estás en mi barca —le dijo ella, por si se preguntaba donde estaba. Volvió a parpadear. Se quedó allí tumbado un largo momento, sin más movimiento que el de los ojos y el de la respiración. No se estremecía. Eso sólo podía significar que se estaba muriendo, sólo que lentamente. — Yo —dijo él—. Yo... Quizá viviera hasta el amanecer. Si era así, tendría una posibilidad bajo el sol caliente, solazándose con su calor. Si es que no faltaba demasiado para el amanecer. Todo estaba en su contra. La hora, el agua del canal que había bebido. —¿Quieres vivir? —Humm. —¿Me oyes? —Hummm. —Hay una manta en el escondrijo. Encima de ti. Si quieres métete. Hazlo ahora. Él sacudió una mano, un brazo, como si con indicar la dirección bastara; y luego el otro brazo, y una rodilla, y apoyándose en sí mismo avanzó un poco. Otrá vez. En lentos períodos. Consiguió darse un impulso mayor, esta vez poniendo los brazos bajo el vientre, como si le doliera; y así debía ser. Finalmente se detuvo. Ella cogió la pértiga y le pinchó en un costado, como se toca a los animales muertos del canal, para apartarlos del camino. Muévete. Se movió. Ella había pensado que esta vez no lo haría. Se arrastró dentro del abrigo, a mitad de cubierta, se metió todo salvo los pies, y se detuvo allí, sin preocuparse de que pudieran congelarse. Nada. Iba a tener un hombre que moriría entre sus pertenencias, allí dentro, de donde sería difícil sacar un peso muerto, y se quedó sentada allí fuera, con los dientes castañeteándole por el miedo. Estúpida. Échalo al agua. Dáselo a los peces esta noche, en lugar de mañana; eso es lo que debería hacer. De todos modos él va a morir. Demasiadas personas te pueden haber visto. Algunas incluso te conocerán. Si Moghi llega a enterarse de los problemas que hubo a su puerta y de que tú estuviste allí... Pero tras pasar mucho tiempo imaginando esa vileza, se abrazo a las rodillas, comenzó a mecerse y pensar, a mecerse y pensar sin que su pensamiento tornara forma alguna: a eso los revenantistas lo llamaban pensamientos neblinosos, pensamientos de ninguna parte, un regreso a las vidas y los hechos pasados que condenaron a un alma a ir a Merovin, en lugar de a las estrellas; un alma doblemente condenada a Merovingen; y un alma tres veces condenada al infierno de la zona de abajo de Merovingen. Al menos los revenantistas decían que no había un lugar peor. Ese pensamiento no consiguió animarla; los pensamientos neblinosos se movían en círculos y regresaban, como tratando de sobrevivir. Esa era la ley en el infierno.