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El alma del controlador aereo PDF

138 Pages·2010·0.78 MB·Spanish
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El alma del controlador aereo Sobrecubierta None Justo Navarro El alma del controlador aéreo EDITORIAL ANAGRAMA BARCELONA Diseño de la colección: Julio Vivas Ilustración: «Phisiognominae coelestis, para Adalgisa», Claudio Parmiggiani, 1975, París, colección de Jean Charles de Castelbajac © Justo Navarro, 2000 © EDITORIAL ANAGRAMA,S.A.,2000 Pedró de la Creu, 58 08034 Barcelona ISBN: 84-339-2457-5 Depósito Legal: B. 34229-2000 Printed in Spain Liberduplex, S. L., Constitució, 19, 08014 Barcelona ÍNDICE A ....................................... 5 B ..................................... 51 C ................................... 104 D ................................... 142 NOTA DEL AUTOR .. 196 Ésta es la historia de mi vida, ésta es la diferencia entre mentira y verdad, pero B. decía que ambas palabras están muertas, ésta es la historia de mi vida. That’s the story of my life, VELVET UNDERGROUND A 1 Entonces volví a la ciudad a la que no volveré. No volveré, había dicho otras veces, y otra vez pasé la Fuente del Triunfo y entré en la Gran Vía de Colón y dejé atrás la casa de mi padre. Había llegado a una ciudad vacía: sólo vi a un único individuo en la puerta de la Delegación del Gobierno, un policía al sol de julio a las tres y media, extrañado de que yo apareciera allí, en el pasado, o en una ciudad donde aún no había ocurrido nada, sin habitantes ni historias. Si ahora alargara la mano, no podría tocar las cosas como toco el volante y la palanca de cambios de mi coche. Entré en la Gran Vía de Colón y vi la piedra y las verjas del Instituto Nacional de Enseñanza Media Padre Suárez: lo que ya vi una vez y no veré más, o no veré más con los mismos ojos. En el Padre Suárez estudié siete años y la última vez que lo pisé, en los últimos días de 1973, salté por una ventana: no quiero pasar por el control que la policía ha puesto en la puerta. En Madrid acaban de volar por los aires al almirante Carrero Blanco, jefe del Gobierno y lugarteniente de Franco. Y ahora, quince meses atrás, el 2 de septiembre de 1972, estoy con cien concursantes en un aula, el día que fui subcampeón en el torneo de mecanografía y vi la cara de Dominique y la nuca de mi primo: una cara mira hacia mí y otra mira hacia el fondo del almacén de las escobas. Veo piernas y brazos entrelazados, un animal bicéfalo en el cuarto de la lejía y las escobas y los cubos del Instituto Padre Suárez. 2 Fue un mensaje en el contestador automático, digamos que recibido a las 9 horas y 36 minutos, no me acuerdo. Sí me acuerdo de que había trabajado en el turno de noche, de diez de la noche a diez de la mañana, en julio, mes de muchos vuelos. Entonces los mensajes a las aeronaves pueden mezclarse (Separación Separación, Break Break, decimos para marcar la división entre los mensajes transmitidos a distintas aeronaves) y yo prefiero, entre el radar y la Torre, estar en el radar, porque en la Cueva del Radar siempre existe la misma luz inmóvil y oscura y yo casi no existo: sólo se mueven los puntos de luz en la pantalla circular y verde, aviones que aterrizan y despegan. Un avión es un punto y tres cifras, una voz en el auricular: número de código del vuelo, altura en pies, velocidad en nudos, una voz en mi oído (y muchas voces: Separación Separación, Break Break), entre cortinas, sólo el teléfono y la pantalla verde del radar, a la hora de Greenwich y no a la hora que marca mi reloj, en otro mundo. Guío como si no fuera yo, muchas veces en una lengua que tampoco es la mía, a los que se aventuran a llegar y a partir: otro me sustituirá y los aviones seguirán aterrizando y despegando, y cuantos más haya mayor será la tensión y la seguridad, porque está probado que los errores se multiplican en los minutos muertos del relevo en la Torre de Control y en las horas de poco tráfico. La voz parece menos mía cuantos más son los vuelos y más son en el auricular las voces de los que aterrizan y despegan. Oí en el contestador de mi casa la voz de mi madre. Llevo casi un año sin oír esa voz, que ahora dice que mi primo Eduardo, que juraba no haber sentido jamás dolor físico ni haber sufrido nunca un accidente de tráfico, Eduardo Alibrandi, el único hijo vivo del único hermano de mi padre, se mató en un coche, ayer, 7 de julio de 1999, miércoles. El entierro será esta tarde, a las seis, en Granada. No sé si es dolor este estremecimiento, o si es sólo cansancio de la noche de doce horas en la Torre y la Cueva, con sólo dos horas de sueño en el dormitorio de la Torre de Control: la inesperada y repentina muerte de mi primo no me parece un desastre accidental, sino una determinación del muerto, una decisión rápida y rotunda. Toda su vida fue una serie de decisiones rápidas y rotundas. Pero sé poco de la vida de mi primo: casi todo lo que sé de la vida de mi primo es mi vida, más que la vida de mi primo. Sé poco de mi familia, nada sé de los tres hermanos de mi madre que aún viven, nada sé de sus hijos, no sé si sus hijos tienen hijos. Nada saben ellos de mí, o eso creo. ¿Cómo puedes saber lo que los demás saben de ti? 3 Así empiezan las historias: un rey muere y un príncipe nace. 4 Llamar a mi madre por teléfono me causa siempre la misma aprensión, siempre el mismo remordimiento. Podría decirlo así: remordimiento por no haber llamado antes. Pero el remordimiento por no haber llamado antes no ayuda a llamar ahora, sino, al contrario, me impide llamar. Descolgar el teléfono y marcar el número de mi madre significa siempre la misma angustia, la misma aprensión, la ansiedad de esperar a que descuelguen (un tiempo muy denso y pesado: como si se hubieran acumulado en cinco segundos todos los meses que llevo sin llamar), aunque no hay que esperar mucho, porque mi madre descuelga siempre como si estuviera sentada junto al teléfono, esperando la llamada, y, si deja que el teléfono suene cuatro veces, es para que nadie crea que está junto al teléfono, esperando. Y, en tensión, siempre dice: —Vaya, por fin. Lo dice como si llevara esperando tres horas, aunque espere desde hace dos años. Esta vez quizá sea verdad, quizá esperaba mi llamada desde hacía tres horas, pensando: Sé que estás ahí y no has querido descolgar el teléfono. Lo he hecho alguna vez: he oído su voz y he dejado que grabe su mensaje en el contestador automático. No nos vemos desde hace cinco o seis años, hablamos muy poco por teléfono. Aún reconozco su voz, como ella reconoce la mía, pero quizá no nos reconozcamos cuando nos encontremos: dos desconocidos íntimos. Nos citamos siempre para el mes que viene, y, fieles a nuestra palabra, un año después repetimos: —Nos veremos el mes que viene. 5 Mi mujer me dijo en voz muy baja, mientras yo preparaba una bolsa de viaje para asistir al entierro de mi primo: —Ahora verás a tu prima. —¿Mi prima? Dominique no es mi prima. Fue la mujer de mi primo. Mi mujer dice que alguna vez he dicho: Dominique es la única mujer, aparte de ti, claro, de la que me he enamorado. ¿Yo he dicho eso? Sí, recuerdo haberlo dicho, una broma en la cama, una tontería más (pensar y sentir estas cosas puede ser una estupidez, pero decirlas en voz alta, sentidas o no, es siempre una estupidez mayor): no me extrañaría que mi mujer lo recordara mientras mira cómo hago la maleta en el anonadamiento que la muerte imprevista parece haberle contagiado. (La muerte produce una contaminación: el muerto, según haya tenido más o menos contacto contigo, te infecta más o menos.) He pensado durante mucho tiempo que mi mujer creía que vi muy pocas veces a Dominique, pero ya no sé lo que sabe mi mujer. No sé si mi mujer tuvo contacto con mi primo: he creído siempre que no lo conocía. Podría preguntarle, igual que ella me pregunta si veré a Dominique: ¿Has visto a mi primo alguna vez? ¿Lo conociste? Cecilia me puede decir que nunca conoció a mi primo, como siempre había creído yo, o que lo conoció, da lo mismo. Yo no tendría pruebas de ninguna de las dos cosas, aunque mi primo dice que se conocieron. Mi primo está muerto y en sus últimos años disfrutó de cierto prestigio de chantajista o algo por el estilo. No he tenido mucha relación con mi primo en los últimos siete u ocho años, nunca he tenido mucha relación con su padre, que no tuvo mucha relación con mi padre: fueron hermanos, socios, coherederos de la fábrica de cerveza de mi abuelo paterno. Mi padre fue despojado de su parte en la fortuna familiar por su hermano y acabó siendo periodista y locutor de radio: vendió su parte en la fábrica de cerveza poco a poco, mientras escribía un guión de cine que nadie ha visto nunca, aunque yo he visto fotos de mi padre con Anthony Mann, Charlton Heston, Orson Welles y Nicholas Ray, que tiene un parche de goma negra en un ojo. ¿O es Anthony Mann el del parche de goma? Quizá sean fotomontajes. Como quien paga un despido, o un rescate, mi tío Juan le compró a mi padre su parte en la fábrica de cerveza Hijos de Eduardo Alibrandi, Sociedad Limitada. Líbranos de ti, dijo mi tío. Así se lo contó mi primo Eduardo a Dominique, aquel verano en que mis primos Eduardo y Juan volvieron a Granada y jugaban en las pistas de la Real Sociedad de Tenis. Allí los vi. Entonces, en 1972, mi padre y mi tío llevaban sin hablarse casi diez años: ni siquiera se buscaban para decirse a la cara lo que pensaban el uno del otro. Los Alibrandi nos abrazamos para repelernos, dijo una vez mi padre, que creía en la existencia de un ser mítico al que llamó los Alibrandi. Pero hubo un tiempo en que fue famosa la armonía y alegría de los Alibrandi, antes de que mi padre se fuera a Madrid a vender cajas y cajas de Cerveza Nevada, la cerveza de los hermanos Alibrandi, íntegros entonces, con absoluta confianza inquebrantable en su unión feliz. Pero no sé si todo el mundo sabe tan poco de su familia como yo de la mía: mis parientes más próximos parecen haber urdido una conjura para confundirme, para que, sabiendo muchas cosas, sepa lo menos posible. Sé que mi abuelo huyó de Roma en 1925, o eso me han contado, y sé que mi padre huyó de mi tío en 1963, durante la celebración de mi cumpleaños, exactamente siete años después de mi nacimiento: la última fiesta de los Alibrandi unidos. Yo no me acuerdo, pero soy de los que creen, sin haber recibido demasiadas pruebas, que la historia de sus padres es la historia que sus padres cuentan. Alguien, también, me ha contado esta historia: mi padre alejó a mi tío aceptando de mi tío un precio ridículo por su participación en la fábrica de cerveza, Cerveza Nevada, la mejor cerveza de España. Había un motivo: mi tío estaba conquistando a mi madre, invadiéndola, quizá ya la había invadido, conquistado y colonizado mientras mi padre escribía en Madrid un guión de cine que nadie ha visto nunca. Cuando mi padre volvió de Madrid después de pasear por el Imperio Romano y la Ciudad Prohibida de Pekín y el Fabuloso Mundo del Circo en platós cinematográficos de las afueras de Madrid, donde dilapidó la mitad de la fortuna familiar, según unos, y perdió definitivamente a mi madre, según otros, mi tío no le hablaba a mi padre, que siguió hablando con todo el mundo: mi padre nunca consideró a nadie digno de una pelea con mi padre. Fue especialista en halagar elegantemente y tuvo el don del cumplido: conquistaba a hombres y mujeres y jamás olvidó un nombre, acostumbrado a memorizar listas inacabables de jugadores de fútbol. Fue locutor de radio, periodista deportivo. Mi primo se parecía a mi padre, el expulsado a cambio de un dinero que duró poco, porque en el mundo de mi padre era poco dinero aquel dinero, aunque mi tío me dijo el día del entierro de mi padre: —Tu padre me sacó una fortuna por algo que no valía mucho. Si mi tío no se refería a mi madre cuando hablaba de algo que no valía mucho, la mitad de lo que no valía mucho se convirtió en algunas casas que reconozco en Granada y en otras que no he visto nunca y están en otras partes, todas patrimonio de mi tío: fue famosa la belleza de mi madre y la extraordinaria habilidad de mi tío Juan para los negocios seguros. Conozco las casas que nunca heredará mi primo, esa casa en la Gran Vía, donde yo viví. Ahora tiene los balcones cerrados, encogida y ennegrecida, desmoronándose, detrás de una valla publicitaria: EN RESTAURACIÓN, APARTAMENTOS DE LUJO. Quizá deba anotar el teléfono de la inmobiliaria o la constructora, llamar, comprar el pasado en restauración, rescatar algo de esa casa, ahora encogida y ennegrecida como mi tío, que siempre tuvo el convencimiento de que, sin su vigilancia, el mundo se derrumbaría inmediatamente: el movimiento de rotación de la tierra se detiene inmediatamente en el momento en que muere el corazón de mi tío, e inmediatamente todas las cosas salen despedidas por los aires, empujadas al vacío y deshechas por su propia inercia. 6 En el Hotel Gran Vía de Granada las habitaciones son amarillas y grises, de colores y tejidos estudiados químicamente para devorar todas las huellas: hay una ilusión de vida químicamente depurada, ahora vida vacía como el armario y los cajones del armario. Todos los hoteles se parecen, y, aprovechando los billetes free y los descuentos que me concede mi profesión, duermo en hoteles en cuanto puedo: me gusta viajar para volver a las mismas habitaciones científicamente amarillas y grises, infinitamente celestes y azules, vacíamente ocres y verdes, en Hamburgo o en Nápoles o en Viena, porque las horas en los hoteles parecen más vacías, para que llame a mi mujer y sólo me responda mi voz en el contestador automático. Si no hubiera venido aquí para asistir a la incineración de mi primo, ahora pensaría que mi mujer podría estar con mi primo. 7 En el bar del Hotel Gran Vía de Granada me miraba el camarero, y yo me sentía obligado a mirarlo, porque el pasado atrae y repele la mirada como la monstruosidad y la belleza. Lo había reconocido, lo vi hace muchos años en otro bar, sería en 1973 o 1974 o 1975, hace más de veinte años, y ahora: en el Hotel Gran Vía, en 1999, donde enjuaga y seca vasos y ordena botellas con solemnidad y seguridad (lleva más de veinte años haciendo lo mismo). Ahora los gestos tienen algo mecánico y sacerdotal, como si fueran parte de un sacrificio repetido siempre en memoria de algún ser o algún acontecimiento esenciales: levanta un vaso y lo mira a la luz y los gestos producen el efecto hipnótico de las cosas muchas veces repetidas, siempre en el mismo orden. Me parece de pronto un actor o un sacerdote o un analista de sangre disfrazado de camarero: una careta empolvada, arrugas marcadas con carboncillo, colorete en las mejillas y carmín en los labios, pelo teñido, gris piedra, muy corto, yo lo recordaba rizado, pero ahora es corto, muy corto, militar o higiénico, una moda de 1999.

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