Eduardo Grüner* Lecturas culpables Marx(ismos) y la praxis del conocimiento Puesto que no hay lecturas inocentes, empecemos por confesar de qué lecturas somos culpables Louis Althusser LA FRASE DE Althusser que preside este texto es –para decirlo con una expresión cara a ese filósofo francés– sintomática: revela un problema consustancial a algo que pudiera llamarse una teoría del conocimiento (o una “gnoseología”, o una “epistemología”), que también podríamos llamar “marxista” (una denominación a su vez problemática, puesto que son ya incontables los “marxismos” que han visto la luz –y muchas sombras– desde el propio Marx hasta aquí). Ese problema es de muy di- fícil, si no imposible, solución, pero su enunciado es relativamente sim- ple: no hay lectura inocente; es decir, toda interpretación del mundo, toda forma de conocimiento de lo real, está indefectiblemente situada por el posicionamiento de clase, la perspectiva político-ideológica, los intereses materiales, los condicionamientos culturales o la subjetividad (consciente o inconsciente) del “intérprete”. Esta constatación es ya la de Marx, y hasta cierto punto –aunque desde perspectivas bien diferentes entre sí y a la del propio Marx– había sido también la de los philosophes materialistas del siglo XVIII, y lo será en las primeras “sociologías del saber” del siglo XX, a partir de Max * Vicedecano y Profesor Titular de Teoría Política, Facultad de Ciencias Sociales, Univer- sidad de Buenos Aires (UBA), y Profesor Titular de Antropología del Arte, Facultad de Filosofía y Letras, UBA. 105 La teoría marxista hoy Scheler o Karl Mannheim, y lo seguirá siendo en las fenomenologías “sociológicas” del conocimiento al estilo de Alfred Schutz o Harold Gar- finkel. En Marx es una constatación inseparable de su concepción (ha- bría que decir, mejor, concepciones, ya que son múltiples y cambiantes) de la ideología, ya sea que se la entienda, un tanto esquemáticamente, como “falsa conciencia” de la realidad, ya como (en la sofisticada ver- sión althusseriana, atravesada por la lectura lacaniana de Freud) con- ciencia “verdadera” de una realidad “falsa”, una aparentemente escanda- losa paradoja sobre la que tendremos que volver. Pero, sea como sea, si es verdad que toda “lectura” del complejo universo de lo real es “culpable” de ser una lectura en situación, ¿no significa esto que no puede haber una lectura “objetiva”, “científica”, “universal” de los fenómenos de la realidad (y muy en particular de la realidad social e histórica, tan constitutivamente atravesada por aque- llos intereses y posicionamientos), y que nuestro conocimiento, en con- secuencia, está necesariamente condenado al relativismo, al particula- rismo, al subjetivismo más radical? Para colmo, a partir de los llamados “giro lingüístico”, “giro her- menéutico”, “giro estético-cultural”, etc., del siglo XX (si bien es un debate casi tan antiguo como la cultura occidental misma: pueden ya encontrarse sus premisas en el Cratilo de Platón, por ejemplo, y su con- tinuación en las polémicas entre “realistas” y “nominalistas” en la Edad Media; pero, por supuesto, es en el siglo XX cuando se vuelve dominan- te en tanto debate sobre los fundamentos de una filosofía de la cultu- ra), nos hemos tenido que acostumbrar –aunque a algunos todavía les cueste ceder a ella– a la idea de que los sujetos llamados “humanos” se distinguen de cualquier otra especie, aun las más “avanzadas” del reino animal, por el hecho de que no tienen un vínculo directo e inmediato con la realidad, sino que su relación con el mundo está “mediatizada” por un complejísimo aparato de competencia lingüística (el concepto es de Noam Chomsky) y “simbólica” en general; de tal modo que, incluso si desde un punto de vista irreductiblemente materialista creemos en la existencia autónoma de lo real respecto de nuestras representacio- nes –convicción que, como veremos, instaura una diferencia radical con las epistemologías “posmodernas”–, nuestra “realidad” humana no puede menos que ser una construcción de nuestra (mayor o menor) competencia lingüístico-simbólica. Se sea “constructivista” o “de-cons- tructivista”, la premisa es inapelable: la “realidad” del ser humano es, en una medida decisiva, la producción de un aparato simbólico que, desde ya, no es en modo alguno “individual” (no se trata de ningún “subjetivismo” a ultranza), sino el resultado de un complejo proceso cultural, social e histórico. Como ya lo habían sospechado el propio Max Weber y la escuela del interaccionismo simbólico, y como lo ha mostrado un extraordinariamente sutil filósofo y lingüista marxista 106 Eduardo Grüner (Mikhail Bakhtin), el lenguaje –y, por extensión, todo el campo humano de lo simbólico-representacional– es un espacio dialógico, vale decir, producido en la interacción social (incluso conflictiva), y no en la so- ledad de las “conciencias” individuales. Y esta nueva constatación, sin ninguna duda, es un enorme avance sobre las ingenuidades empiristas, positivistas o materialistas vulgares. Pero que nos vuelve a colocar en el centro de nuestra cuestión: ¿el conocimiento objetivo de la realidad es imposible? ¿Marx mismo, en su oposición al idealismo, cayó en la trampa del positivismo, de un “objetivismo” tan ingenuo como el de los materialistas vulgares? Y bien, no: aunque los problemas que se presentan aquí son in- numerablemente más complejos de lo que podremos abarcar en esta exposición, sostendremos, aunque fuera algo esquemáticamente (para una mayor profundización no quedará más remedio que remitir a la bibliografía), que sí hay en Marx –y desde luego en muchos de los “mar- xistas occidentales” posteriores– elementos suficientes a partir de los cuales desplegar un abanico de hipótesis de trabajo, nuevamente, no para resolver definitivamente, pero sí para plantear en sus justos térmi- nos, esa problemática. Eso sí, con dos condiciones: 1] A partir de las cuales, acabamos de subrayar: es inútil, además de dañino, pretender encontrar ya acabados de una vez para siem- pre esos elementos en el propio Marx; semejante pretensión sólo puede conducir, en el mejor de los casos, a la pereza intelectual y, en el peor, a la más crasa rigidez dogmática; 2] para comprender la verdadera importancia –y la lógica de fun- cionamiento– de esos elementos, es necesario desplazar lo que podríamos llamar un discurso “binario” (y profundamente “ideo- lógico” en el mal sentido del término), que piensa la cuestión del conocimiento sobre el eje de los “pares de oposición” mu- tuamente excluyentes (ejemplo: sujeto/objeto; material/simbóli- co; pensamiento/acción; individuo/sociedad; estructura/historia, etc.): más bien se trataría de pensar en cada caso la tensión dialé- ctica, el conflicto entre esos “polos”, que sólo pueden ser percibi- dos como tales polos precisamente porque la relación entre ellos es la que los constituye, la que les asigna su lugar. Teniendo en cuenta estas dos premisas básicas, podemos empezar a abordar la cuestión. UN CRITERIO FUNDANTE: LA PRAXIS “Hasta ahora los filósofos se han limitado a interpretar el mundo; de lo que se trata ahora es de transformarlo”. La famosísima Tesis XI so- bre Feuerbach puede tomarse, entre otras cosas, como un enunciado 107 La teoría marxista hoy de epistemología radical, o como un ultracondensado “discurso del método” de Marx. Demasiado a menudo, por desgracia, ha sido leído unilateralmente, en el espíritu de un materialismo vulgar o un hipe- ractivismo más o menos espontaneísta que desecha todo trabajo “filo- sófico” de interpretación (vale decir, al menos en un cierto sentido del que ya hablaremos, de producción de conocimiento) a favor de la pura “transformación” social y política. No hace falta enfatizar cuán alejada de las intenciones de Marx –uno de los hombres más cultos y más teó- ricamente sofisticados de la modernidad occidental– puede estar esta suerte de anti-intelectualismo estrecho. Pero lo que aquí nos importa es otra cosa. En verdad, Marx está diciendo en su tesis algo infinitamente más radical, más profundo, incluso más “escandaloso” que la tontería de abandonar la “interpretación del mundo”; está diciendo que: 1] la transformación del mundo es la condición de una interpreta- ción correcta y “objetiva”, y 2] viceversa, dada esta condición, la interpretación es ya, en cier- ta forma, una transformación de la realidad, que implica, en un sentido amplio pero estricto, un acto político, y no meramente “teórico”. No otra cosa es lo que encierra el concepto de praxis (que Marx toma, por supuesto, de los antiguos griegos). La praxis no es simplemente, como suele decirse, la “unidad” de la teoría y la práctica: dicho así, esto supondría que “teoría” y “práctica” son dos entidades originarias y autónomas, preexistentes, que luego la praxis (inspirada por el genio de Marx, por ejemplo) vendría a “juntar” de alguna manera y con cier- tos propósitos. Pero su lógica es exactamente la inversa: es porque ya siempre hay praxis –porque la acción es la condición del conocimiento y viceversa, porque ambos polos están constitutivamente co-implicados– que podemos diferenciar distintos “momentos” (lógicos, y no cronológi- cos ni ontológicos), con su propia especificidad y “autonomía relativa”, pero ambos al interior de un mismo movimiento. Y este movimiento es el movimiento (la más de las veces “inconsciente”) de la realidad (social e histórica) misma, no el movimiento ni del puro pensamiento “teórico” (aunque fuera en la cabeza de un Marx), ni de la pura acción “práctica” (aunque fuera la de los más radicales “transformadores del mundo”). Lo que Marx hace –esa es su “genialidad”– es sencillamente mos- trar que ese es el movimiento de la realidad, y denunciar que cierto pensamiento hegemónico (la “ideología dominante”, si se quiere sim- plificar) tiende a ocultar esa unidad profunda, a mantener separados los “momentos”, promoviendo una “división del trabajo social” (“manual” versus “intelectual”, para decirlo rápido), con el objetivo de legitimar el universo teórico de la pura “interpretación” como patrimonio del Amo, 108 Eduardo Grüner y el universo práctico de la pura “acción” como patrimonio del Esclavo, ya que la clase dominante sabe perfectamente –aunque quizá no siem- pre lo sepa conscientemente– que ni la pura abstracción de la teoría, ni el puro “activismo” de la práctica, tienen realmente consecuencias materiales sobre el estado de cosas del mundo. O, en otras palabras, que no producen verdadero conocimiento de la realidad, en el sentido de Marx. Nunca mejor ilustrada esta tesis que en la famosa alegoría que construyen Adorno y Horkheimer, en su Dialéctica de la Ilustración, a propósito del episodio de las Sirenas en la Odisea de Homero: el astuto y racionalizador capitán Ulises –metafóricamente, el Burgués–, atado al mástil de su barco, puede escuchar (“interpretar”) el canto de las si- renas, pero no puede actuar; los afanosos marineros –metafóricamente, el Proletariado–, con sus oídos tapados por la cera que Ulises les ha administrado, pueden actuar, remar el barco, pero no pueden escuchar. Ninguno de los dos puede realmente conocer esa fascinante música: Uli- ses no quiere hacerlo –quiere simplemente recibirla, gozar pasivamente de ella–, los marineros no pueden hacerlo –ocupados, “alienados” en su tarea práctica, ni siquiera se enteran de su existencia. Ahora bien: esta tesis de Marx es, desde ya, y como dijimos, un enunciado político-ideológico revolucionario. Pero es, al mismo tiempo (obedeciendo a la propia lógica de la praxis), un enunciado filosófico- epistemológico de la máxima trascendencia. Lo es en el sentido en el que Marx habla de una realización de la filosofía, es decir, en un triple senti- do: 1) es su culminación; 2) es su fusión con la realidad material; 3) es su (paradójica) disolución, al menos en su forma tradicional, “clásica”, que en su época –y en la propia biografía intelectual del primer Marx– no es otra que la de la (riquísima y complejísima) tradición idealista alemana que va –para sólo mencionar los nombres más paradigmáticos– de Kant a Hegel, pasando por Fichte y Schelling. Se trata, por supuesto, de autores complejísimos y muy diferen- tes entre sí, que en modo alguno pueden ponerse “en la misma bolsa”, como se dice vulgarmente. Tampoco tienen todos el mismo significado en aquella biografía intelectual de Marx: sin duda, el pensador (¿debe- ríamos decir: el “pensador-actor”?) de Tréveris “aprendió” de Hegel mu- cho más que de los otros, pero ese “aprendizaje” se realizó plenamente –en el sentido antes definido– sólo cuando Marx, por así decir, fusionó a Hegel con la realidad material (social–histórica) que a la parte de “ac- tivista” que había en él le importaba transformar. Pero, en todo caso, lo que todos esos gigantes de la filosofía occidental tienen en común, más allá de (pero vinculado con) su “idealismo”, es su imposibilidad de superar (también en el sentido de la Aufhebung hegeliana) esa escisión entre “teoría” y “práctica”, o, dicho más “filosóficamente”, la separa- ción radical entre sujeto y objeto. Y si decimos “más allá de” (aunque, en el caso particular de los alemanes, vinculada con) su idealismo, es 109 La teoría marxista hoy porque en verdad esa “impotencia” no hace más que recoger, condensar y llevar a sus últimas consecuencias toda la tradición dominante –con muy pocas excepciones, como serían los casos de un Maquiavelo o un Giambattista Vico y, en otro sentido, de un Spinoza– de la filosofía y la teoría del conocimiento occidental y moderna, al menos a partir del Renacimiento. Y ello incluye no solamente al “idealismo”, sino también (y tal vez especialmente) al empirismo, al materialismo unilateral, y luego al positivismo. En efecto, la “división del trabajo” propia del modo de produc- ción capitalista (la “fragmentación de las esferas de la experiencia” a la que se refería Max Weber, que estaba lejos de ser marxista o “anti- burgués”, pero muy cerca de ser uno de los intelectuales más lúcidos de la modernidad) impone necesariamente esa separación. Y no es, por supuesto, que antes del capitalismo ella no existiera: sólo que ahora resulta mucho más evidente, y más dramáticamente percibida, ya que ningún ecumenismo teológico resulta por sí mismo suficiente para ocultarla bajo el manto piadoso de la voluntad de Dios. La paradoja es que esa separación se profundiza y se hace, como decíamos, más evidente y dramática precisamente porque la nueva era “burguesa” necesita promover un conocimiento más acabado, preciso y “objetivo” de la realidad. Al contrario de lo que sucedía en el modo de producción feudal, por ejemplo, la ciencia y su aplicación a la técnica son ahora una fuerza productiva decisiva para el ciclo productivo (y re- productivo) del sistema. Para lograr ese mejor conocimiento de la “ma- quinaria” del Universo –ya a partir del siglo XVII, con Descartes, Leib- niz y muchos otros, se impone esta sugestiva metáfora “mecánica”– es que se torna imprescindible la distinción entre el sujeto cognoscente y el objeto conocido (o, en todo caso, el objeto a conocer, es decir, a cons- truir). El impulso –otra vez, necesario para la lógica del funcionamiento productivo de la “maquinaria” capitalista– de una dominación de la na- turaleza, ese impulso hacia lo que Weber llamará la racionalidad formal, o la Escuela de Frankfurt denominará la racionalidad instrumental, re- querirá que el sujeto dominante se separe del objeto dominado. Que el individuo, por lo tanto, se separe de la naturaleza, dé un paso atrás para observarla, para estudiarla. Y no solamente de la naturaleza: una vez instaurada y transformada en dominante esta lógica, toda la nueva “realidad” –no importa cuán fragmentada aparezca en la experiencia de los sujetos particulares– quedará sujeta a la escisión. También la reali- dad social, la política, la cultural: es en esta época que puede aparecer la idea liberal de un “individuo” separado de (cuando no enfrentado a) la comunidad social o el Estado, cuando en las épocas pre-modernas los sujetos eran un componente indisoluble de la comunidad política, de la ecclesia, del socius, llámese polis, o Ciudad de Dios, o lo que correspon- da a cada momento. 110 Eduardo Grüner Es también en esta época que puede aparecer en el arte, por ci- tar un ejemplo ilustrativo, la perspectiva, ese “descubrimiento técnico” de la pintura renacentista que permite retratar al individuo en primer plano, separado de/dominando a su entorno. Es en esta época que, en la literatura, puede aparecer –y ser un tema central de ese nuevo gé- nero literario de la modernidad que se llama “novela”– la subjetividad individual, con todos los desgarramientos y conflictos que le produce, precisamente, su separación, su aislamiento, su “enajenación” de la naturaleza y de la comunidad humana. (Y, a propósito de estos ejem- plos, vale la pena recordar que para Marx –al igual que para todo el idealismo alemán a partir de Kant y los románticos– el Arte es también una forma de conocimiento, como lo demuestran sus permanentes re- ferencias, que no son meramente decorativas o ejemplificadoras, a Ho- mero y los trágicos griegos, a Dante, Shakespeare, Cervantes, Goethe, Schiller, Heine, Defoe, etcétera). Es en esta época, para decirlo todo, que puede (y debe) inventarse la noción misma de “individuo”, como una entidad distinta del resto del universo, y cuya misión es conocer y dominar ese universo. Por supuesto que, repitamos, esta separación epistemológica (no “real”) entre el sujeto y el objeto es necesaria para una concepción del conocimiento que pasa por la dominación de la naturaleza –y, a fortiori, de los miembros de las clases subalternas. Y no es cuestión de negar que, aun teniendo en cuenta los límites que la división del trabajo en el capitalismo impone a la expansión del conocimiento, el movimiento del saber en la modernidad tiene un gran valor: no sólo por lo que ha significado, en la historia de la cultura, como frente de combate contra el oscurantismo y la superstición, sino porque ese movimiento (insis- tamos: aún descontando la ficticia escisión sujeto/objeto) es lo que ha hecho posible la ciencia moderna, tal como la conocemos. Pero no es cuestión de negar, tampoco, que esa posibilidad mis- ma de la ciencia moderna es la contrapartida (“dialéctica”, por así decir) de la lógica –más aún: de la concreta praxis– de la dominación: las dos cosas son verdaderas y, bajo las estructuras de una sociedad de clases desigualitaria, están necesariamente en conflicto. Cuando ese conflicto no se resuelve (y mientras las estructuras de dominación permanezcan en su lugar, el conflicto no puede resolverse), aquel “oscurantismo” no puede nunca ser definitivamente eliminado, y retorna indefectiblemen- te, incluso encastrado en las nuevas formas del conocimiento científico. De allí la lúcida advertencia de Adorno y Horkheimer, en el mismo texto que ya hemos citado, a propósito de que la misma Razón cuyo objetivo era disipar las nieblas de los mitos oscurantistas corre el peligro de transformarse en un mito igualmente tenebroso (y, en cierto sentido, en el más peligroso de todos, puesto que aparenta ser otra cosa). 111 La teoría marxista hoy EL PROBLEMA DE LA “INVERSIÓN” DE LA DIALÉCTICA HEGELIANA Ahora bien: se trata de un conflicto que, ciertamente, no se les escapaba a los honestos filósofos del idealismo alemán: nuevamente, de Kant a Hegel hay una aguda percepción del profundo problema (no sólo epis- temológico, sino antropológico e incluso “metafísico”) que le presenta a la realidad humana, histórica, la separación sujeto/objeto. Incluso, en un cierto sentido al menos, puede decirse que tanto la Crítica de la razón pura de Kant como la Lógica de Hegel son intentos monumentales de resolver esta cuestión. Y ya sabemos cuál puede ser la razón, para Marx, del carácter parcialmente fallido de estos monumentos de la filosofía moderna: su idealismo. En efecto: para estos grandes idealistas el con- flicto pertenece al puro y abstracto plano del pensamiento, mientras que para Marx encuentra su “base material” en el plano de la realidad social e histórica, y por lo tanto no puede ser “superado” por ninguna Aufhe- bung que no provenga de la praxis, de una transformación conjunta de la realidad y el pensamiento. Esto no significa de ninguna manera que para Marx los conflictos del “pensamiento” sean un mero “reflejo” de los de la “realidad” –como sí han querido entenderlo muchos “marxistas” que, en este registro, quedan presos del materialismo más vulgar y ramplón–: ello equival- dría, precisamente, a liquidar el concepto mismo de praxis. Justamente, entre muchas cosas que Marx rescata del idealismo alemán, un lugar central está ocupado por la gran importancia que ese idealismo ale- mán –y en particular Hegel– le otorga a una subjetividad activa, que no se resigna a simplemente registrar los datos inmediatos de los sentidos (como es el caso del empirismo o del “sensualismo” materialista vul- gar), sino que opera sobre ellos para transformarlos. Esa operación es la que está de alguna manera “escondida” en la celebérrima consigna de Hegel, tan frecuentemente malentendida, que reza: “Todo lo real es racional, y todo lo racional es real”: vale decir, lo real no consiste sim- plemente en la percepción acrítica de lo actualmente existente, sino en las potencialidades de su desarrollo futuro, que la Razón “subjetiva” es capaz de sacar a luz. Ese es el momento de la negatividad crítica en la dialéctica he- geliana: el de la negación de lo “real” tal como se presenta en su brutal inmediatez, y a favor de la producción del pensamiento de lo “nuevo”, de aquello que lo real oculta en su seno, y que puede ser mediatizado (arrancado de su “inmediatez”) por la Razón. O sea, para abreviar, a favor de la Historia –que, en una concepción semejante, no recubre únicamente la dimensión del pasado, sino, sobre todo, la del futuro. Repitamos: esa “negatividad crítica” se opone a la aceptación pasiva de lo “realmente existente”, a un empirismo crudo que no casualmente –porque el lenguaje es sabio– adoptará, en su forma “reactiva” (y reac- 112 Eduardo Grüner cionaria) contra esta concepción críticamente negativa, el nombre de positivismo. Y, en este sentido, la “teoría del conocimiento” implícita en la dialéctica hegeliana bien merece calificarse de potencialmente revo- lucionaria. Pero la actualización de esa “potencia” choca, otra vez, con los límites de su idealismo: la “revolución” hegeliana se limita al plano del pensamiento puro, ya que parte de la premisa de que es él (bajo la forma de la Idea, del Espíritu Absoluto) el verdadero, si no único, pro- tagonista de la Historia. Lo “real” que el pensamiento activo puede con- tribuir a transformar es ya algo producido por el propio pensamiento, bajo la forma “objetiva” del Espíritu. Y es por este límite que, paradóji- camente, el monumental sistema filosófico e histórico de Hegel, yendo incluso contra sus propias premisas, queda “congelado” en el Estado Ético, encarnación del Espíritu en la historia terrestre, y transposición “espiritualizada” del muy real Estado Prusiano de 1830. Hacía falta, pues, que viniera un Marx a introducir el ya discuti- do criterio de la praxis material (social e histórica) para extraer de ese núcleo potencial todas sus posibilidades no realizadas. Ello significaba rescatar al “método” dialéctico hegeliano tanto como al materialismo vulgar del doble impasse en el que estaban encerrados: pura Idea sin auténtica materialidad sociohistórica de un lado, pura Materia iner- te sin movimiento de la subjetividad crítica del otro. La praxis era el “tercero excluido” entre estos dos polos, que ahora viene a totalizar (ya tendremos ocasión de discutir esta noción que le debemos a Sartre) esas perspectivas truncas. La operación realizada por Marx ha pasado a la historia bajo la famosa rúbrica de la inversión de Hegel –rúbrica sin duda autorizada por la no menos famosa expresión de Marx acerca de la necesidad de “poner la dialéctica sobre sus pies”. Pero aquí hay que ser extremada- mente cuidadosos. El enunciado de Marx es, ante todo, una metáfora, solidaria de aquella otra según la cual los “retrasados” alemanes, in- capaces de llevar a cabo en la realidad la revolución burguesa que los franceses habían hecho en su propia materialidad histórica de 1789, la habían “realizado” en la cabeza de sus filósofos, y muy especialmente en la de Hegel. Pero si esta metáfora es tomada con excesiva literalidad, corremos el riesgo de no percibir la enorme profundidad y radicalidad de la operación, que no consiste en una mera “síntesis” (en el sentido vulgarizado del término), en una “tercera vía” o una componenda ecléc- tica entre la dialéctica idealista y el materialismo vulgar, sino en otra cosa, radicalmente diferente: introducir la praxis en la dialéctica no es “dar vuelta” a Hegel en una relación de simetría invertida, sino despla- zar completamente la cuestión, “patear el tablero”, como se suele decir, para cambiar directamente las reglas del juego. Es cierto que Althusser sin duda exagera al hablar de su céle- bre “ruptura epistemológica” (de Marx con Hegel) como de un corte 113 La teoría marxista hoy tajante y absoluto a partir del cual tenemos otro (el “maduro”) Marx, que ya nada tendría que ver con su antiguo maestro; después de todo –y se podría mostrar que la propia teoría althusseriana avala esta con- sideración–, la “ruptura” sería por definición imposible sin la previa existencia del sistema hegeliano: en cierto sentido, se puede decir que el mentado “corte” es interior a la dialéctica, como un pliegue de la misma sobre sí misma. Pero, por otro lado –y allí tiene razón Althusser, con las prevenciones expuestas–, también es verdad que ese “pliegue” desarti- cula todo el sistema y lo “rearma” en un sentido muy distinto. Por una sencilla razón: cambiar el objeto de la dialéctica –poner la praxis mate- rial en lugar de la Idea, para simplificar– es cambiar toda la estructura del sistema, ya que sería, precisamente, anti-dialéctico pretender que el “método” dialéctico fuera una suerte de pura forma o de cáscara vacía que pudiera aplicarse a cualquier objeto (y, en este sentido, un poco provocativamente, se podría decir que Marx, estrictamente hablando, es más hegeliano que Hegel, ya que su operación “descongela” a la pro- pia dialéctica hegeliana, retirando el obstáculo idealista tanto como el del materialismo vulgar). No se trata, pues, de una simple “inversión” del objeto o de la relación causa/efecto –donde ahora la Idea fuera una consecuencia de la Materia, como quisieran los materialistas vulgares– sino también del “método” en su conjunto, para pasar a otro sistema de “causalidad”, cuyo fundamento, reiteremos, es la praxis. En una palabra, y para resumir este nudo de cuestiones: Marx in- tenta resolver, mediante la introducción de la praxis de la historia material como criterio básico del “complejo” conocimiento transformador/trans- formación conocedora, el falso (o, mejor: “ideológico”) dilema entre la Idea sin materia y la Materia sin idea. Pero, por supuesto, esta constata- ción está todavía lejos de resolver –o siquiera de plantear adecuadamente– todos nuestros problemas para determinar la posibilidad de llegar a una verdad “objetiva” que tiene esta nueva teoría del conocimiento. Tendre- mos a continuación que desplegar al menos algunas de estas cuestiones. DE LA “CONCIENCIA DE CLASE” A LA “CONTINGENCIA” Más arriba hemos insistido sobre el modo en que Marx rescata del idea- lismo alemán (y muy especialmente de Hegel) el rol de una subjetividad activa y crítica en la praxis de la transformación/conocimiento. Pero, ¿de qué clase de sujeto se trata cuando hablamos de esta “subjetividad”? ¿Quién ocupa, en esta “revolución teórica”, el lugar del Espíritu “auto- cognoscente” hegeliano? Un marxista respondería, inmediatamente y sin vacilar: el proletariado, esa clase universal de la que habla Marx. No es una mala respuesta, en la medida en que al menos arroja una primera pista sobre el carácter general de este sujeto: no se trata de una subjeti- vidad individual sino colectiva. Marx se desmarca aquí de la perspectiva 114
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