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Deepak Chopra - La Curacion Cuantica PDF

86 Pages·2008·0.68 MB·English
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ÍNDICE UNA INTRODUCCIÓN PERSONAL................................................. Primera parte LA FISIOLOGÍA OCULTA 1. Después del milagro.................................................. 2. El cuerpo tiene una mente propia........................... 3. ¿Una escultura o un río?........................................... 4. Mensajeros del espacio interior............................... 5. Fantasmas de la memoria......................................... 6. Mecánica cuántica del cuerpo.................................. 7. En todas partes y en ninguna.................................. 8. Testigo silencioso....................................................... 9. El misterio del intervalo vacío................................. Segunda parte UN CUERPO FELIZ 10. En el mundo de los rishis......................................... 11. Nacimiento de una enfermedad............................... 12. «Nos convertimos en lo que vemos»....................... 13. Un cuerpo feliz.......................................................... 14. El fin de la guerra..................................................... UNA INTRODUCCIÓN PERSONAL —Uno de mis pacientes, un chino, tiene un cáncer de la cavidad nasal; está ya en fase terminal. La enfermedad se ha extendido por toda la cara y lo está pasando muy mal. Pero él es médico; creo que debería oír esto. Yo estaba sentado del otro lado del despacho y asentí con la cabeza. Era un día de finales de octubre de 1987, en Tokyo. Había ido a visitar a un especialista en cáncer japonés que tal vez pudiera ayudarme a demostrar la validez de una nueva teoría médica. Pretendía despejar una de las mayores incógnitas de la medicina, el proceso de curación. En 1987, no había dado aún con el término «curación cuántica», pero, de hecho, llevábamos una hora tratando del tema. Nos levantamos a la vez y nos dirigimos hacia los pabellones. De camino, iba admirando unos jardines Zen que adornaban exquisitamente los entornos del hospital. A esa hora los niños estaban durmiendo; caminamos en silencio. Cuando llegamos a las habitaciones individuales, nos detuvimos; mi colega japonés encontró la puerta que buscaba, la abrió y me dejó pasar primero. —Doctor Liang —dijo—, ¿tiene unos minutos que dedicarnos? El cuarto estaba a oscuras. En la cama estaba tumbado un hombre, de unos cuarenta y tantos años, más o menos de mi quinta. Se dio la vuelta hacia nosotros, cansinamente. Los tres teníamos algo en común. Éramos orientales y habíamos renunciado a vivir en nuestra tierra para educarnos en el campo de la medicina occidental. Sumando las experiencias de los tres, eran más de cincuenta años dedicados a la práctica de nuestras respectivas especializaciones. Pero el hombre tumbado en aquella cama era el único que moriría en menos de un mes. Cardiólogo de Taiwán, le habían diagnosticado un año atrás un cáncer de nasofaringe. Tenía el rostro casi totalmente vendado. Sólo se le veían los ojos. No fue fácil para mí. Entré en la habitación saludando y dirigiendo la mirada al doctor Liang, pero él apartó la suya. —Hemos venido para charlar un rato —dijo en voz baja el doctor japonés—, pero quizás esté muy cansado... El enfermo tuvo un gesto amable; acercamos unas sillas y nos sentamos a su lado. Traté entonces de definir las ideas que ya había expuesto a mi anfitrión. Expliqué que la curación no es en esencia un proceso físico, sino un proceso mental. Como médicos, cuando observamos la curación de un hueso fracturado o la remisión de un tumor maligno, sólo nos paramos a analizar el mecanismo físico. Pero el mecanismo físico es una pantalla. Detrás, hay algo mucho más abstracto, una forma de sabiduría que no puede verse ni tocarse. Y, sin embargo, ese conocimiento, no me cabía la menor duda, es una fuerza poderosa que no hemos aprendido a controlar. Pese a nuestros esfuerzos por encarrilar debidamente el proceso de curación cuando falla, la medicina no sabe en qué consiste. La curación es un elemento vivo, complejo y holístico. La tratamos como podemos, con nuestras limitaciones, y parece que ella se adapta a nuestra ignorancia. No obstante, ante lo inesperado, por ejemplo cuando nos maravillamos ante una curación repentina y misteriosa de un cáncer terminal, la teoría médica queda sumida en un total desconcierto, pues comprobamos entonces que nuestras limitaciones sólo son ar- tificiales. En los años que llevo ejerciendo, he conocido a diversos enfermos de cáncer que se han recuperado por completo tras un diagnóstico terminal, personas que a priori tenían unos pocos meses de vida por delante. No creo que fueran casos milagrosos; a mi entender, estos fenómenos demuestran que la mente puede ir más allá, más hondo, y cambiar los esquemas fundamentales que diseñan el cuerpo. Puede borrar los errores del programa, por decirlo de alguna forma, y acabar con cualquier enfermedad, ya sea cáncer, diabetes, enfermedades coronarias, etc., o cualquier trastorno que haya desordenado el esquema general. Tal vez mis palabras no impactaran en aquel momento como hubiera deseado; había vivido unas semanas antes la experiencia más importante de mi vida profesional, pero aún no la había asimilado. De regreso a la India, uno de los mayores sabios vivos me había impartido algunas enseñanzas, todas ellas ideadas miles de años atrás y encaminadas a restablecer las habilidades curativas de la mente. El sabio es Maharishi Mahesh Yogi, y es conocido en Occidente por ser el fundador de la Meditación Trascendental, o MT. Llevo más de ocho años practicando la MT y suelo recetarla a mis pacientes. (Curiosamente, no aprendí a meditar con un indio en la India, sino con un norteamericano en Boston.) Pasé una tarde con Maharishi en un poblado nuevo llamado Maharishi Nagar, a 1 unos 50 km al oeste de Nueva Delhi. Estábamos solos en una casa humilde, la suya, cerca de una escuela y de un hospital en construcción. Éste es sin duda uno de los pocos lugares que pueden considerarse genuinamente indios. La cultura india, antigua y poderosa, guarda en ese lugar su dignidad y eterna sabiduría. La mera presencia de Maharishi trae el recuerdo y la existencia de los sabios védicos de la antigüedad, salvando los miles de años que nos separan. De hecho, Maharishi Nagar está situado cerca del paraje donde Krishna dedicó una noche en instruir al guerrero Arjuna en los secretos de la iluminación, según el poema épico de la Bhaga-vad Gita. Sin darme más explicaciones, Maharishi me dijo aquel día: —Mañana me gustaría hablar a solas contigo, en mi habitación. ¿Puedes venir cuando hayas terminado tu meditación de la mañana? Sentía muchísima curiosidad; deseaba hacerle preguntas, pero no quise molestarle. A la mañana siguiente, fui hasta su habitación. Maharishi estaba sentado en la posición del loto sobre un sillón forrado de seda. Me hizo pasar y me senté a su lado. Me dijo sencillamente: —He aguardado mucho tiempo antes de poder expresar y difundir una serie de técnicas muy específicas. Creo que pronto se convertirán en una medicina para tiempos venideros. Se aplicaron antaño, pero luego se perdieron en la confusión del tiempo; quisiera instruir a los demás sobre estas técnicas y, a la vez, me gustaría que tú las explicaras con claridad y ciencia; o sea, quiero que describas su funcionamiento. Acto seguido y durante unas horas, me enseñó una serie de técnicas mentales, incluyendo el método de «sonidos primordiales». Se emplean junto con la meditación, pero ayudan en la lucha contra enfermedades específicas, como el cáncer y otras dolencias que en Occidente suelen considerarse terminales. Maharishi me explicó que eran las terapias curativas más avanzadas del Ayurveda, la tradición antigua de la medicina india. Sus enseñanzas fueron sencillas y claras; entendí con rapidez cuál sería mi labor cuando regresara a casa y volviese a ver a mis pacientes. Era consciente también de que había de ir más allá de mi acostumbrada función de médico y dejar a un lado la praxis occidental. Cuando dio por terminada la lección, vi que había tomado varias páginas de apuntes. Maharishi me sonrió con esa suavidad penetrante y esa composición que siempre recuerdo cuando pienso en él. —Estas enseñanzas son poderosas —reiteró—. Las drogas y la cirugía que sueles utilizar son brutales. Creo que llevará su tiempo, pero la gente acabará entendiendo. Como si cualquier cosa, se despidió de mí para recibir a otros visitantes; hacían cola para hablar con él acerca de la inscripción de sus hijos en la escuela de Maharishi Nagar. Me paré a pensar ante el porche, mirando hacia el desierto y contemplando en la distancia un paisaje rojizo y árido. Maharishi Nagar se encuentra en un paraje de cuya existencia no se han percatado los occidentales. ¿Quién iba a pensar que en ese lugar olvidado pudiera iniciarse uno de los cambios más radicales en el pensamiento médico? Conozco, por supuesto, a muchos médicos e investigadores, y me dio por sonreír pensando en su posible reacción. La base física de la ciencia es muy sólida, y, para un médico, sumamente convincente. En cambio, el poder de la mente es harto sospechoso. Lo cierto es que en aquel momento no había planteamiento alguno que pudiese amenazar mi entusiasmo. Encaminé mis pasos hacia mi habitación, cuesta abajo, por un sendero polvoriento. Sentía en el cuello el sol abrasador de la India; me sentía pictórico. No era un sentimiento de autosatisfacción, sino algo casi impersonal, una alegría incontrolable. No sabía cómo pudo ser, pero intuía que un gran secreto me había sido revelado; estaba en los cielos. Acababa de dar con una técnica para desentrañar el enigma de la materia; y, de momento, el calor y el polvo, o cualquier otro vínculo con la materia, carecían de importancia. Tampoco me preocupaba mi propio escepticismo, aunque intuyera que tarde o temprano acabaría mostrándose. Ante todo había de tomar decisiones: debía averiguar de qué manera comunicar esas técnicas. Unos las rechazarían tachándolas de curaciones generadas por la fe; asimismo, era probable que otros me acusaran de vender falsas esperanzas. Debía, en primera instancia, demostrar que se trataba de una ciencia. ¿Pero, cómo? Lo sabría en su momento. El pensamiento indio parte de la convicción que Satya, la verdad, triunfa sola, de por sí. —La verdad es sencilla —me dijo Maharishi para animarme—. Entrégala con claridad; deja que se imponga por su propio peso, y no te pierdas y enredes en inútiles conjeturas. La palabra Ayurveda nace miles de años atrás. En sánscrito, significa «la ciencia de la vida». Criarse en la India, como me ha pasado a mí, no implica que se tengan muchos datos acerca de estas ciencias antiguas. Cuando era niño, mi abuela solía frotar con cúrcuma nuestras picaduras de insectos, y nos insistía en que no comiéramos fruta acida si habíamos bebido leche. Eso era el Ayurveda en mi recuerdo. En líneas generales, el Ayurveda ha sido derrocado por la medicina científica occidental, sustituido por el progreso en su propio lugar de nacimiento. Salvo en culturas como en la India, el Tibet, Nepal y Sri Lanka, el Ayurveda es una palabra casi desconocida, aunque haya dejado una marca imperecedera. Los sistemas tradicionales de medicina oriental que han logrado plantar semillas en occidente, como la acupuntura china, parten de principios ayurvédicos, inventados hace miles de años. Con el paso del tiempo, el conocimiento original del Ayurveda ha ido desapareciendo. Los indios que han seguido viviendo de acuerdo con valores tradicionales, esencialmente en el campo, siguen hoy aplicando principios ayurvédicos, pero someten estos fundamentos del Ayurveda a diversas y curiosas interpretaciones. Muchos principios aplicados son parciales, por no decir torticeros. Todos los vaidya, o médicos ayurvédicos, suelen nombrar a los grandes maestros del Ayurveda como Charaka y Sushruta; son sus maestros. Pero esto no significa que el vaidya de un pueblo de la India tenga que valerse necesariamente del mismo tratamiento que el vaidya del pueblo vecino. Muchas técnicas ayurvédicas han desaparecido para siempre; es una lástima, pues todas ellas eran prácticas aplicables a la medicina moderna. Los antiguos médicos de la India también fueron hombres sabios; pensaban que el cuerpo es una creación de la conciencia. Un yogui o swami piensa de igual modo. Por lo tanto, 2 practicaron una medicina basada en la conciencia, trascendiendo el aspecto corporal de la materia, camino del corazón de la mente. Si examinas los gráficos anatómicos del Ayurveda, no distinguirás los órganos que aparecen en el manual de anatomía según Gray, sino un diagrama de cómo la mente fluye en su generación del cuerpo. Ese fluir es precisamente el campo de investigación del Ayurveda; debería decir «era». Antes de conocer a Maharishi, creía que el Ayurveda era medicina folclórica, pues cuanto había visto hasta entonces eran métodos folclóricos, hierbas, dietas, ejer- cicios y otros muchos hábitos increíblemente complejos que, desde toda la vida, normalizan los quehaceres cotidianos de quienes nacen y se crían en la India. La búsqueda de Maharishi, no obstante, se centra en el Ayurveda antiguo y en su habilidad para curar a la gente mediante métodos no materiales. Me transmitió este conocimiento, esperando de mí que explicara su funcionamiento. Y así es como decidí ponerme en contacto con médicos interesados por estas cuestiones, como lo estaba mi interlocutor de Tokyo. Pero aquel día estaba tratando de exponerlas a una persona que agonizaba en una cama de hospital, a miles de kilómetros de su lugar de origen, consciente de haberse desvinculado de su pasado espiritual. Mis palabras no tenían poder ni fuerza en aquella habitación tranquila y sombreada. El doctor Liang parecía estar ahora muy cansado. No había dicho una palabra, pero en el momento de salir de su habitación, me tocó el brazo y dijo: —Esperemos que tenga usted razón. Al abandonar los pabellones, volví a echar una mirada por la ventana hacia los jardines Zen. Guarecidos en nichos del tamaño de una habitación de hospital, todos estaban cuidados con esmero y amor. Los tejos, unas coniferas, podados con gran precisión, me parecieron extraordinariamente hermosos, envueltos en la luz cálida del otoño. Caminamos hacia el estacionamiento y, cuando llegamos a mi coche, nos dimos la mano, agradeciéndonos lo que habíamos compartido. Dije entonces que trataría ante todo de poner a prueba estas técnicas nuevas en Estados Unidos, pero que no dejaría de informarle de todos los pasos del proceso. De regreso al hotel, pensé en transcribirle unas palabras que, en su día, me dijo Maharishi acerca de la vida de vaidya, o médico ayurvédico: —Un vaidya es un guerrero invencible porque lucha contra los elementos de la muerte. Un vaidya es hacedor de vida y la Naturaleza le ampara. Estas palabras implican que el médico ha de emprender un viaje interior, y escoltar su conocimiento hasta más allá de los límites del cuerpo físico, rumbo al corazón de una realidad más honda. Su responsabilidad estriba en descifrar el enigma de la vida y la muerte. La solución se asoma en el horizonte con ese mismo apremio y esa misma alegría que animaba a los antiguos sabios. Cruzando el vacío del espacio y el tiempo, superando las olas de la destrucción que anonadan a la Humanidad, el conocimiento védico nos habla con sencillez: en el ordenamiento perfecto de la Naturaleza, nada muere. Un ser humano no es menos permanente que una estrella; ambos son iluminados por el destello de la verdad. Todos los días recuerdo la importancia del viaje interior. De momento, sólo he dado unos pasos preliminares, pero deseo volver a darlos en este libro, para otras personas. El ejercicio de la medicina vuelve a ser para mí una fuente de esperanza. No necesitaba de la sabiduría ayurvédica, para averiguar que los médicos luchan contra la muerte. Pero sí necesitaba saber con toda seguridad que acabarán venciendo. 1. DESPUÉS DEL MILAGRO He tenido el privilegio de presenciar algunas curaciones milagrosas a lo largo de mi carrera. La más reciente se inició el año pasado cuando una mujer india de treinta y dos años vino a verme a mi despacho de las afueras de Boston. Recuerdo que se sentó tranquilamente frente a mí; llevaba un sari de seda azul. Para mantener la serenidad, juntaba las manos en su regazo. Se llamaba Chitra, me dijo; ella y su marido Raman, llevaban una tienda de importación en las afueras de Nueva York. Unos meses atrás, Chitra había notado un bulto en su seno izquierdo, pequeño, pero notable. Cuando la operaron, el cirujano comprobó que el bulto era maligno. Explorando más a fondo, detectó que el cáncer se había extendido hasta los pulmones. Al extirpar el seno enfermo y una buena parte del tejido que lo rodeaba, el médico de Chitra le aplicó unas primeras dosis de rayos y la puso en quimioterapia intensiva. Es el tratamiento habitual para el cáncer de mama; ha salvado ya muchas vidas. Pero el cáncer de pulmón iba a resultar harto más difícil de tratar; a todas luces, Chitra estaba entonces en una situación muy precaria. Cuando la examiné, pude comprobar que se encontraba muy nerviosa. Traté de tranquilizarla, pero me sorprendió y conmovió con estas palabras: —La muerte no me importa, pero sé que mi marido se que- dará muy solo. No logro conciliar el sueño; me quedo sentada en la cama y no dejo de pensar en él. Sé que Raman me ama, pero cuando me haya ido empezará a verse con chicas americanas. No soporto la idea de perderle por una chica americana. Se quedó un rato en silencio y me miró con unos ojos que sólo transmitían dolor. —Ya sé que no debería decir cosas así, pero usted «ya me entiende». Nunca se acostumbra uno a presenciar el dolor provocado por el cáncer, pero sentí entonces una tristeza aún mayor; sabía que el tiempo era el peor enemigo de Chitra. De momento, continuaba siendo una persona de aspecto saludable. Incluso había logrado ocultar su enfermedad a todos sus parientes, temiendo que la gente se fijara en ella y la viese desmejorada. Sabíamos los dos que lo iba a pasar muy mal. Nadie puede pretender conocer un método para tratar y curar un cáncer de mama avanzado. La terapia convencional ya había hecho todo lo posible por salvar a Chitra. Y, puesto que el cáncer se había extendido a otro órgano, las estadísticas le daban menos de un 10% de probabilidades de sobrevivir más allá de cinco años, aunque la quimioterapia le fuese administrada correctamente. Le pedí, por tanto, que se sometiera a una nueva serie de tratamientos, aplicando métodos ayurvédicos. Chitra se había criado en la India, como yo. Pero no sabía gran cosa del Ayurveda. Supongo que la generación de sus abuelos debió de ser la última en creer en ello. El indio moderno, que reside en una gran ciudad, prefiere la medicina occi- dental, siempre y cuando la pueda pagar. Para explicar a Chitra por qué pretendía que diera la espalda al progreso, le dije que el cáncer no sólo era un trastorno físico, sino la enfermedad de un mundo mayor que el cuerpo. Toda su fisiología sabía que había 3 desarrollado un cáncer y lo estaba padeciendo; una muestra de tejido de sus pulmones demostraría que las células malignas habían viajado hasta allí; en cambio, una muestra de su hígado sería negativa. Sin embargo, la sangre circulaba por su hígado e iba recogiendo, por tanto, las señales de enfermedad procedentes de los pulmones. Y ello, a su vez, afectaba las funciones del hígado... De hecho, cuando sentía dolor en el pecho o había de sentarse para que no le faltara la respiración, diversas señales circulaban por su cuerpo, generadas por el cerebro o mandadas hacia él. Al sentir dolor, su cerebro había de responder de alguna manera. El cansancio que sentía, junto con su depresión y ansiedad, eran una respuesta del cerebro con repercusiones físicas. Por lo tanto, era una equivocación suponer que su cáncer pudiera ser únicamente un tumor aislado que bastaría con destruir. Se trataba de una enfermedad holística, y requería una medicina holística. La palabra «holístico», que suele ofender a los médicos más clásicos, significa sencillamente que el enfoque del problema incluye la mente y el cuerpo. Creo que el Ayurveda cumple con este requisito mejor que cualquier otra medicina, aunque quizá no resulte tan obvio a simple vista. De hecho, otras afamadas técnicas de medicina mente-cuerpo, como son la hipnosis y el biofeedback, son mucho más llamativas que el Ayurveda. Si Chitra hubiera enfermado en Bombay, tal vez su abuela le hubiese preparado unos platos especiales y hubiese llevado a casa unas hierbas medicinales en una bolsita de papel pardo compradas en una farmacia ayurvédica, insistiéndo-le a su nieta, cómo no, que guardara cama. En la India, suelen recetarse purgantes y masajes de aceite para limpiar el cuerpo de las toxinas generadas por el cáncer. Si en su familia se siguieran aplicando los rituales de la tradición espiritual hindú, probablemente se hubiese ya iniciado en la meditación. En esencia, yo iba a hacer con ella esas mismas cosas, aunque tal vez añadiéramos algo nuevo. Hoy, la ciencia no se explica el éxito de estos métodos, pero de hecho funcionan. El Ayurveda ha dado, creo yo, con algo profundamente ligado a la naturaleza del ser humano. El origen de este conocimiento no es la tecnología, sino la sabiduría; se trata, diría yo, de una ciencia del organismo humano, investigada durante siglos; podemos confiar en ella. —Me gustaría que fuera a una clínica especial en las afueras de Boston, y permaneciera allí una o dos semanas —le dije a Chitra—. Algunas de las vivencias que experimentará en ese lugar no le resultarán muy familiares. Usted se ha hecho a la idea de que, en un hospital, todo son respiradores, tubos intravenosos, transfusiones y quimioterapia. Haciendo una comparación, lo que vamos a realizar con usted en esa clínica le parecerá muy poca cosa. Básicamente, lo que pretendo es que su cuerpo viva en estado de paz y reposo. Chitra no era una persona desconfiada; aceptó mi proposición. En parte, por supuesto, porque no tenía otra elección. La medicina moderna lo había intentado todo, echando mano de estrategias como el asalto físico al cáncer. La ventaja inicial de semejante asalto a la enfermedad son las esperanzas de acabar pronto con el problema físico. Pero presenta un tremendo inconveniente: el cuerpo siempre sale dañado del asalto llevado a cabo sobre una de sus partes. La quimioterapia es peligrosa ya que el sistema inmunológico se debilita hasta tal punto que el organismo se vuelve propenso al desarrollo de otros cánceres. Sin embargo, un cáncer de mama no tratado es mortal, y la medicina actual obtiene muy buenos resultados a corto plazo. En un clima gobernado por el miedo, preferimos arriesgar y quitarnos el cáncer como sea, renunciando a erradicar la enfermedad para siempre. Le di a Chitra la dirección de la clínica donde trabajo, es decir el «Maharishi Ayurveda Health Center» en Lancaster, Massachusetts. Permaneció en ella una semana y se sometió a cuidados especiales; también aprendió a aplicar un programa específico de mantenimiento diario que incluía un cambio de régimen, algunas hierbas ayurvédicas y ejercicios diarios de yoga, así como otras enseñanzas en el campo de la Meditación Trascendental. Aparentemente son técnicas muy diferentes unas de otras, pero todas ellas apuntan hacia un mismo objetivo: lograr que la persona asiente su existencia, mantenga un estado de ánimo sereno y gane tiempo y fuerza para levantar los cimientos de su curación. Según el Ayurveda, la relajación honda y plena es el requisito ineludible si se pretende sanar un trastorno físico. El concepto básico es sumamente sencillo: el cuerpo sabe mantenerse en equilibrio en cualquier circunstan- cia, salvo si se ve agredido por la enfermedad; por lo tanto, si uno desea restablecer la capacidad de curación propia del cuerpo, cualquier intento para devolverle su equilibrio será favorable. La idea es sencilla, pero sus consecuencias impactan en lo más hondo. Chitra fue instruida en técnicas mentales pensadas para atacar el cáncer. (Me explayaré más adelante sobre este punto.) Aplicó escrupulosamente su programa de mantenimiento; venía a verme cada seis semanas. Asimismo, seguía sometiéndose al proceso quimioterapéutico prescrito por su médico de Nueva York. A veces hablábamos de su otro tratamiento: —Si pudiera con toda seguridad pedirle que sólo se atuviera al Ayurveda, lo haría; frenaríamos sin duda el deterioro de su estado físico. Pero cuando vino a verme, estaba ya muy enferma; está claro que el enfoque de la quimioterapia es exterior. Procuremos, por tanto, combinar lo que viene de fuera y lo que lleva dentro, y haremos que todo ello participe en una curación definitiva.. Seguí los progresos de Chitra durante casi un año. Siempre me escuchó con una actitud de total confianza; sin embargo, su estado no mejoraba. Las radiografías de sus pulmones no eran esperanzadoras y sus dificultades para respirar crecían con el tiempo; además, a medida que avanzaba la enfermedad, se iba sintiendo débil y desconsolada. En su voz asomaba el pánico. Finalmente, Chitra no apareció por mi despacho el día en que teníamos concertada la cita. Esperé durante una semana y la llamé a casa. Las noticias eran bastante malas. Raman me dijo que Chitra había desarrollado una fiebre muy alta de la noche a la mañana y tuvo que ser ingresada. Durante un tiempo, sus pulmones habían perdido fluido, y éste se extendió por la cavidad pleural circundante; su médico pensaba que alguna infección debía haberse introducido en el cuerpo. Con un diagóstico tan terrible, quizá no la volvieran a dar de alta. Pero sucedió algo fuera de lo común. Tras un día o dos de antibióticos, la fiebre de Chitra pasó de 40 grados a su temperatura normal, lo cual desconcertó sobremanera a su médico de cabecera. No deja de ser admirable que una fiebre tan elevada pueda remitir tan de prisa cuando el origen de la misma es una infección en un paciente de diagnóstico terminal. Quizá la causa no fuera la infección... El médico decidió entonces radiografiar el pecho de Chitra; Raman me llamó al día siguiente; su voz transmitía desconcierto y euforia. 4 —¡Ya no hay cáncer! —me dijo Raman con un entusiasmo desbordante. —No entiendo... —repliqué yo. —No han encontrado células cancerosas; no queda ni una. Sus palabras salían a borbotones. El cancerólogo creía haber radiografiado a un paciente equivocado, y volvió a hacerle más radiografías, pero ahora está convencido. Aliviado, feliz e incapaz de explicarse esta curación repentina e inesperada, Raman consideraba milagrosa la recuperación de su mujer. Cuando llamé a Chitra a su habitación de hospital, estuvo llorando un buen rato: —Lo consiguió. Lo sabe muy bien, ha sido cosa suya. Jamás había imaginado que pudiera curarse con tanta rapidez, tras someterse a un tratamiento, ya fuera convencional o ayurvédico. Retrospectivamente, me da por pensar que su elevada fiebre había de ser consecuencia de una inflamación provocada por un tumor maligno; es un fenómeno conocido y que se llama necrosis tumoral. Pero el mecanismo elemental de su curación no tiene explicación. Si existieran curaciones milagrosas, ésta sería una de ellas. Pasaron unas semanas y pasamos del júbilo a la preocupación. El «milagro» se iba desvaneciendo; se anuló primero en su fuero interno: en lugar de confiar en su inexplicable recuperación, desarrolló un nuevo conflicto interior: temía mórbidamente que su cáncer reapareciera. Me llamó para preguntar si debía renunciar a la quimioterapia. —Usted lleva ya dos meses sin cáncer —le dije—. ¿Acaso su médico ha encontrado nuevas células cancerosas? —No —admitió Chitra—, pero mi médico piensa que la quimioterapia me ha curado y que debería seguir con ella. Me sentía frustrado. Sabía, al igual que su médico de cabecera, que la quimioterapia aplicada a Chitra no podía desembocar en una curación de este tipo, y, de una manera inopinada, no podía ser el desencadenante de la curación en un cáncer tan avanzado como el suyo, ya que la enfermedad se había extendido a otros lugares del cuerpo. Pero Chitra estaba agotando los últimos recursos de su resistencia. La quimioterapia había provocado una náusea constante, así como la caída de su pelo en cantidades preocupantes, a lo cual se añadía la vergüenza que sentía por haber perdido su seno izquierdo. La labor del tratamiento ayurvédico no resultaba fácil. De nada serviría administrarle mayores dosis de quimioterapia: se seguiría sintiendo deprimida, propensa a sufrir cualquier tipo de infección e inexorablemente desmejorada y débil, día a día. Sin embargo, tampoco tenía motivos para prohibirle que siguiera adelante con la quimioterapia. Al fin y al cabo, podía sufrir una recaída en menos de seis meses y morirse... —De acuerdo, siga con la quimioterapia —le dije—. Pero a la vez, le pido que no descuide su programa de mantenimiento. ¿De acuerdo? Siguió mis consejos. Durante unos meses, Chitra vivió libre de la enfermedad, pero se sentía insegura y nerviosa. El cáncer de Chitra había sido más fácil de derrotar que el miedo siniestro que, paulatinamente, se apoderaba de su vida, desafiándola. El dilema que atormentó a Chitra es el verdadero punto de partida de este libro. Para que volviera a sentirse cómoda, necesitaba que le dieran una explicación. ¿Qué le había sucedido? ¿Fue un milagro como se pensó en su momento? ¿O era tan sólo un respiro momentáneo en su caminar imparable hacia la muerte? Creo que daremos con la respuesta investigando en lo más hondo de las conexiones mente-cuerpo. Las investigaciones realizadas en Estados Unidos y Japón sobre curaciones espontáneas del cáncer han revelado que casi todos los pacientes experimentan un cambio radical en su nivel de conciencia. El enfermo sabe o intuye que va a curarse, y siente que la fuerza responsable viene de dentro y a la vez no se limita al interior, expandiéndose más allá de sus fronteras personales, hacia la Naturaleza. De pronto piensan: «Yo no estoy confinado en el interior de mi cuerpo. Todo lo que existe a mi alrededor es parte de mí.» En ese momento, los pacientes están dando un salto hacia un nivel de conciencia que prohibe la existencia del cáncer. Entonces, las células cancerosas desaparecen sin dejar rastro; a veces sólo se estabilizan, pero dejan de gangrenar el cuerpo. Este salto de una conciencia a otra parece ser el momento decisivo. Sin embargo, no se produce necesariamente en un abrir y cerrar de ojos. Chitra lo estaba cultivando deliberadamente, valiéndose de técnicas ayurvédicas. Por lo tanto, su ca- pacidad para permanecer en un nivel de conciencia más elevado estaba ligado a su enfermedad. Podía estimular en ella la ausencia de cáncer pero, a la vez, podía recaer en cualquier momento. (Me viene la imagen de una cuerda de violín cuyo sonido oscila a medida que se desliza el dedo por el mástil del instrumento.) Al poseer una formación científica, la palabra quantum es la que me viene a la mente cuando pienso en este tipo de cambios. Esta palabra designa un salto discreto de un nivel de funcionamiento hacia un nivel superior; es el llamado salto cuántico. El quantum es asimismo una palabra técnica que, en su día, sólo conocían los físicos, pero con el tiempo el término se ha introducido en el habla popular. «Formalmente, un quantum es una unidad indivisible donde las ondas pueden ser emitidas o atraídas», así lo define el eminente físico británico Stephen Hawking. Para los legos, el quantum es un bloque de materia. La luz se genera por la presencia de fotones; la electricidad nace de la carga de un electrón y la gravedad de la carga de un graviten (un quantum hipotético que aún no hemos observado en la Naturaleza), y así para cualquier otra forma de energía, ya que todas se originan en el quantum y no pueden dividirse en unidades de menor tamaño. Ambas definiciones, el salto discreto hacia un nivel superior y el nivel irreducible de una fuerza, parecen de aplicación en casos como el de Chitra. Asimismo, quisiera introducir la noción de «curación cuántica» para describir lo que pudo su-cederle. Aunque el término sea nuevo, el proceso no lo es. Siempre ha habido pacientes que no siguen el curso normal del proceso curativo. Una ínfima minoría, por ejemplo, no aparenta debilitarse con la aparición del cáncer; otros pocos pacientes sufren tumores de desarrollo mucho más lento que lo establecido por las estadísticas. Muchas otras curaciones comparten orígenes misteriosos; por ejemplo, la curación como resultado de la fuerza de voluntad, las remisiones espontáneas y el empleo efectivo de placebos o «drogas ficticias», y apuntan igualmente hacia un salto cuántico. ¿Por qué? Porque en casos de esta índole, la capacidad de percepción interior parece estimular un salto fenomenal, el salto cuántico, en el transcurrir del 5 proceso de curación. La conciencia es de toda la vida una fuerza infravalorada. Solemos descuidar la percepción interior y nos olvidamos de su verdadero poder, aunque estemos pasando por las fases más penosas de una crisis. Esto vale también para curaciones «milagrosas», casos que percibimos con algo de miedo, desconfianza o reverencia. No obstante, todos nosotros poseemos una conciencia. Tal vez estos milagros sean extensiones de nuestras habilidades. Cuando un organismo logra remendar una fractura..., ¿acaso no se trata igualmente de un milagro? El proceso de curación es, sin lugar a dudas, complejo, demasiado enmarañado para que la medicina sepa utilizarlo; abarca un número incontrolable de procesos perfectamente sincronizados; la medicina sólo conoce unos pocos y no del todo bien. Si curar un cáncer viene a ser un milagro y, en cambio, reparar un brazo roto no lo es, se debe sin duda a la conexión mente-cuerpo. El hueso partido parece arreglarse solo, sin la intervención de la mente; a la inversa, una curación espontánea de cáncer, al menos así lo pensamos, depende de una cualidad especial de la mente, de algún deseo voraz por seguir viviendo o de un enfoque en extremo positivo y heroico de la vida, o, tal vez, de alguna curiosa habilidad del ser. Estas conjeturas suponen la existencia de dos tipos de curaciones: una, la normal, y la otra, la anormal o, en todo caso, excepcional. A mi entender, esta distinción es incorrecta. El brazo roto se repara porque así lo decide la conciencia, y esto es válido también en el caso de una curación espontánea o milagrosa de cáncer, o cuando se observa una supervivencia por tiempo in- determinado ante el SIDA, o una curación obra de la fe o incluso la capacidad para vivir hasta edades avanzadas sin ser víctima de la enfermedad. Si no somos todos capaces de llevar el proceso curativo hasta sus límites, quizá sea porque nos di- ferenciamos drásticamente unos de otros en nuestra capacidad para movilizar las energías necesarias. Este fenómeno puede comprobarse en las muy dispares reacciones ante una misma enfermedad. Una reducida fracción de la población, menos del 1% de todos los pacientes que contraen una enfermedad terminal, logra curarse. Una fracción algo mayor, pero inferior al 5%, vive más allá de lo previsto por las estadísticas; este dato queda confirmado en ese 2% de afectados del SIDA que siguen sobreviviendo tras ocho años de enfermedad, mientras la inmensa mayoría de los afectados no sobrevive más allá de dos años. Estos datos no sólo corresponden a enfermedades terminales. Diversos estudios han demostrado que tan sólo el 20% de los pacientes con trastornos serios pero tratables se recuperan con total éxito. Por lo tanto, queda un 80% de personas que no se curan o tan sólo se recuperan parcialmente. ¿Por qué motivo siguen siendo mayoría las curaciones fracasadas? ¿Qué elemento distingue a un superviviente de un no superviviente? Aparentemente, los pacientes que logran vencer su enfermedad han aprendido a estimular su curación, y los más afortunados han alcanzado un estado aún más avanzado. Tal vez hayan dado con el secreto de la curación cuántica. Son, en cierto modo, unos genios de la conexión mente-cuerpo. La medicina moderna no sabe aún reproducir estas curaciones, ya que hasta la fecha ninguna curación debida a la ingestión de drogas o la intervención quirúrgica ha sido tan precisa, ni tan sutilmente cronometrada, ni tan hermosamente coordinada, ni tan benigna y libre de efectos secundarios, ni tan útil como la suya. Esta peculiar capacidad nace en el nivel más hondo que pueda alcanzarse. Si supiéramos qué ocurre en sus cerebros cuando logran motivar el cuerpo de esa forma, conoceríamos y controlaríamos la unidad básica del proceso curativo. Pero, de momento, la medicina no ha dado ese salto cuántico y la palabra quantum continúa sin tener aplicaciones clínicas. Teniendo en cuenta que la física cuántica trabaja con aceleradores de partículas ultrarrápidos, podríamos imaginar que la curación cuántica habrá de echar mano de radioisótopos o rayos X. Pero eso es precisamente de lo que no se trata. La curación cuántica se mueve en un campo al margen de los métodos exteriores y de alta tecnología, y dedica su atención al mismísimo núcleo del sistema mente-cuerpo. En ese punto se inicia el proceso de la curación. Para alcanzar ese núcleo y aprender a estimular una respuesta de mejora física, debemos traspasar todos los niveles más elementales del cuerpo, ya sean células, tejidos, órganos y demás sistemas, hasta alcanzar el punto de encaje entre la mente y la materia, ese lugar donde la conciencia logra impactar eficazmente. El quantum en sí, es decir, lo que es y de qué manera se mueve, constituye la primera parte de este libro. La segunda tratará de enlazar el concepto cuántico con el Ayurveda, logrando tal vez la unión de dos culturas que tratan de obtener una misma respuesta. El enfoque científico occidental, sorprendentemente, defiende la visión de los antiguos sabios de la India; éste es un viaje en que se olvidan y desvanecen las fronteras y demás barreras culturales. Para mí, aún quedaban muchas cosas por descubrir. Chitra me ha pedido que le diera alguna explicación y, por tanto, escribo hoy para ella y para, pacientes como ella. Mientras no se les dé una contestación, sus vidas están en peligro. 2. EL CUERPO TIENE UNA MENTE PROPIA Cuando dije que nadie puede, decentemente, pretender conocer un tratamiento para el cáncer de mama, no era del todo verdad. Si un paciente pudiera estimular el proceso curativo desde dentro, ésa sería una forma de curar el cáncer. Episodios de curación como el de Chitra tienen lugar al producirse un cambio interior radical, que arrasa con el miedo y la duda, y de paso la enfermedad. Pero el lugar donde se produce el cambio sigue siendo un misterio. Es un desafío inaceptable para la medicina, pues se trata de contestar una pregunta tan sencilla y angustiosa como es ésta: ¿dónde tuvo lugar el cambio en Chitra..., en su cuerpo, en su mente o en ambos a la vez? Para contestar esta pregunta, la medicina occidental ya ha descartado los medicamentos y la cirugía, es decir, los pilares de la práctica médica clásica, para investigar en un campo desordenado y desconcertante que se ha venido llamando «medicina mente-cuerpo». Este avance se ha impuesto naturalmente; no había otra salida; ya no sentimos como antaño una confianza ciega en el cuerpo físico. Pero la medicina mente-cuerpo es un quebradero de cabeza para muchos médicos. Algunos la consideran un concepto y no un campo de la ciencia. Si se les presenta la elección entre una idea nueva y una sustancia química, muchos médicos optan por la sustancia química, ya sea la penicilina vigitalina, la aspirina o el válium, 6 ya que para ser efectivas no requieren la participación del paciente (ni la del médico). El problema surge cuando el producto empleado no surte efecto. Unos estudios estadísticos recientes, realizados en el Reino Unido y en Estados Unidos, han demostrado que al menos un 80% de los pacientes afirma que el motivo de su queja, su deseo por acudir a un médico, continuaba intacto tras la consulta. Otros estudios clásicos, que se remontan a finales de la Segunda Guerra Mundial, demostraron que los pacientes salían del Yale Medical School Hospital en peor estado que cuando ingresaron. (Estos estudios recuerdan otras investigaciones según las cuales los pacientes mejoraban más estando en lista de espera para ver a un psiquiatra que tras haberlo consultado; por tanto, no basta con sustituir a un médico del cuerpo por un médico del alma.) Una curación milagrosa debería animarnos a reexaminar algunos de los conceptos básicos de la medicina. Nuestra lógica de la curación es a veces admirable, o al menos, bastante buena, como queda patente cuando la penicilina erradica una infección, pero la lógica propia de la Naturaleza va más allá y es más impecable. Muchos médicos quedan confundidos al presenciar este tipo de curación, como la de Chitra, ya que no tienen puntos de referencia para darle una explicación; estos fenómenos se han venido llamando «remisiones espontáneas»; es una definición muy cómoda que tan sólo señala que un paciente se ha recuperado solo. Las remisiones espontáneas son excepcionalmente escasas; según un estudio de 1985, sólo hay uno de cada 20.000 casos de cáncer. Algunos especialistas creen incluso que son aún menos frecuentes (menos de diez por millón), pero nadie sabe con exactitud cuál es la proporción exacta. Hace poco, pasé una velada con un destacado oncólogo, o especialista en cáncer, un médico del Mid-West que trata a miles de pacientes al cabo del año. Le pregunté acerca de las posibles remisiones espontáneas. Se encogió de hombros y dijo: —Me molesta algo esa terminología. He visto que, a veces, los tumores desaparecen por completo. Ocurre en contadas ocasiones. Pero de hecho ocurre. ¿Podían desaparecer solos esos tumores? Admitió que a veces así era. Se quedó un rato pensando y añadió que algunos tipos de melanomas, un cáncer de la piel en extremo mortífero, desaparecen por las buenas. No entendía cómo podía ser. —No puedo pararme a pensar en estos fenómenos. Tratar el cáncer es, en parte, un asunto estadístico; nos atenemos a las cifras. Casi todos los pacientes responden a determinados tratamientos, y apenas tenemos tiempo para averiguar cómo funciona esa minoría infinitesimal que supera el cáncer por razones desconocidas. Además, mi experiencia me dice que algunas de estas remisiones sólo son momentáneas. ¿Pensaba él también que las curaciones espontáneas eran menos de una por millón? —No —contestó—: son más. Por lo tanto, como científico, ¿no le preocupaba descubrir el mecanismo oculto en esas curaciones, aunque se tratará de un caso por millón o un caso cada diez millones? Volvió a encogerse de hombros. —Por supuesto debe haber un mecanismo que lo provoque —concedió—, pero mi práctica médica no está pensada para investigar en este campo. Le daré un ejemplo: hace ocho años vino a verme un hombre que se quejaba de una tos dolorosa en el pecho. Le hicimos una radiografía y resultó que tenía un enorme tumor entre ambos pulmones. Fue ingresado en el hospital, realizamos una biopsia y el informe del patólogo diagnosticó un cáncer de células pequeñas (carcinoma). Constituye una malignidad de crecimiento rápido; es mortífera. Le dije a mi paciente que había de ser intervenido inmediatamente para liberar la presión generada por su tumor; luego habría de seguir un tratamiento de rayos y quimioterapia. Pero se negó en rotundo; no le convencían los tratamientos. Luego le perdí de vista. Al cabo de ocho años, vino a verme un hombre con un nodo dilatado de la linfa en el cuello. Le tomé una biopsia y resultó ser un cáncer de células pequeñas. Me di cuenta entonces que era el mismo hombre. Hicimos una nueva radiografía de su pecho; no presentaba rasgo alguno de cáncer de pulmón. Normalmente, el 99,99% de los pacientes no tratados hubieran fallecido en menos de seis meses. Al menos el 90% hubiera muerto en menos de cinco años, aunque se les administrara la mejor terapia posible. Le pregunté qué había hecho con su primer cáncer y me respondió que no había emprendido ninguna terapia, sólo había decidido no dejarse morir de cáncer. Y añadió que, probablemente, se negaría a otro tratamiento con este segundo tumor. Por definición, la medicina científica trata con resultados visibles. Sin embargo, cuando aparecen remisiones espontáneas, su comportamiento es completamente impredecible. Pueden ocurrir sin que haya habido terapia alguna o tras la aplicación de un tratamiento convencional del cáncer. Los múltiples enfoques y alternativas disponibles en Estados Unidos para tratar el cáncer tienen todos sus ventajas e inconvenientes, pero ninguno ha demostrado favorecer las remisiones espontáneas mejor que los rayos y la quimioterapia y, en definitiva, no destaca ninguno. No importa de qué manera se desarrolla el cáncer. Tanto los tumores benignos como las malignidades muy avanzadas pueden desaparecer sin dejar rastro. Por su escasez, y precisamente porque suceden por arte de magia, las remisiones espontáneas, hasta ahora, no nos indican cuál es el origen del cáncer, ni qué métodos son buenos para curar cánceres terminales. Parece razonable suponer que el cuerpo está continuamente luchando contra el cáncer y que las más de las veces acaba ganando la batalla. Muchos cánceres pueden ser provocados, ya sea en tubos de ensayo o con animales de laboratorio, empleando sustancias cancerígenas, dietas grasas, rayos, altas dosis de estrés, virus, entre otras posibilidades. Si consideramos que el ser humano está sometido continuamente a este tipo de agresiones, probablemente estas circunstancias estén dañando y perjudicando el interior del cuerpo humano. Sabemos que el ADN se debilita bajo el efecto de estos elementos exteriores; habitualmente, no obstante, el ADN sabe cómo repararse a sí mismo o cómo detectar el material dañado y deshacerse de él. Esto significa que las primeras apariciones del cáncer suelen ser detectadas rápidamente y vencidas. Si observamos detenidamente este proceso y logramos intensificarlo, conseguiremos curaciones espontáneas y «milagrosas». Pero, por supuesto, no se trata de un milagro; es, sin duda, un proceso natural, hasta ahora no explicado, al igual que podríamos tachar de milagrosa la curación de una neumonía con el uso de la penicilina si no supiéramos explicar estas curaciones por la teoría bacterial de la enfermedad. El dato esencial es que el mecanismo oculto tras estas curaciones «milagrosas» no es místico o aleatorio; sencillamente, queda por investigar. Según el ejercicio convencional, cuando se ha cumplido el milagro, el médico se 7 vale de nuevo de su tratamiento habitual, echando mano de conceptos tradicionales. Sin embargo, estos principios, es decir, el repertorio clásico de la medicina, están derrumbándose uno tras otro. Por dar un ejemplo: desde su aceptación como campo de estudio racional y científico, la medicina ha aceptado la degeneración de las funciones cerebrales en personas mayores como un hecho natural e irreversible. Este deterioro inexorable podía demostrarse, pues se realizaron en su día unos estudios «deprimentes» según los cuales, con la edad, el cerebro se contrae, y pierde millones de neuronas al año. Alcanzamos nuestro nivel máximo de neuronas a los dos años, y al cumplir los treinta, esta cifra empieza a declinar. La pérdida de células cerebrales es constante, ya que las neuronas no se regeneran. Basándose en este hecho conocido, el declive del cerebro parece científicamente válido. Triste pero inevitablemente, envejecer acarrea pérdida de memoria, menor capacidad de raciocinio, pérdida de inteligencia y demás síntomas relacionados con la degeneración mental. Estas aserciones, antaño aplaudidas, están demostrando sus limitaciones. El examen de personas mayores con buena salud, a la inversa de los estudios que suelen realizarse en personas mayores ya enfermas, han revelado que el 80% de los estadounidenses saludables no sufren dolores psicológicos (como pueden ser la soledad, la depresión o la falta de estímulos exteriores), ni sufren pérdida alguna de memoria sea cual sea su edad. La capacidad para retener nuevos datos tal vez decline; de hecho, las personas mayores no suelen recordar los números de teléfono, ni los nombres, y puede que no recuerden, en un momento dado, por qué están caminando hacia un lado u otro. Pero la habilidad para recordar acontecimientos pasados, es decir, para recurrir a la memoria de la larga distancia, mejora con el tiempo. (Una autoridad en el campo del envejecimiento citó un día a Cicerón: «Jamás he oído hablar de una persona mayor que haya olvidado dónde tiene escondido el dinero.») En pruebas comparativas entre personas de setenta años y jóvenes de veinte, los mayores realizaron los ejercicios de memoria mejor que los jóvenes. Habiendo practicado el otro tipo de memoria, llamado memoria de corta distancia, durante unos minutos al día, el grupo de personas mayores podía incluso competir con los sujetos más jóvenes, chicos y chicas en el apogeo de su funcionamiento mental. Tal vez eso de «juventud divino tesoro» pueda extenderse en el tiempo. El secreto, como en otros declives «naturales» debidos a la edad, depende de los hábitos de la mente y no sólo de los circuitos del sistema nervioso. Mientras una persona se mantenga mentalmente activa seguirá siendo tan inteligente c...

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