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Contacto con Dios - Anthony de Mello. pdf Contacto con Dios PDF

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Anthony de Mello, S.J. CONTACTO CON DIOS Charlas de Ejercicios (10.a edición) Colección «EL POZO DE SIQUEM» 46 índice Presentación ................................................................. 4 1.Recibir el Espíritu Santo ............................................ 6 2.Los «Ejercicios» de los apóstoles .............................. 12 3.Disposición para iniciar los Ejercicios ....................... 21 4.Cómo orar................................................................... 31 5.Las leyes de la oración ............................................. 41 6.La oración de petición y sus leyes .............................. 54 7.Más «leyes» de la oración .......................................... 60 8.La oración (del nombre) de Jesús .............................. 65 9.La oración compartida ............................................... 79 10. Arrepentimiento .................................................... 90 11.Los peligros del arrepentimiento ............................. 96 12.El aspecto social del pecado ..................................... 105 13.El método benedictino ............................................ 110 14.El Reino de Cristo .................................................... 114 15.Conocer, amar y seguir a Cristo .............................. 119 16.Meditación sobre la vida de Cristo........................... 128 Apéndice: Ayudas para la oración ............................... 135 2 Presentación Los que conocieron de cerca a Tony de Mello saben, y seguramente recordarán, que su «ministerio» pasó por distintas etapas, de acuerdo, en parte, con las necesidades de las personas a las que sirvió en cada una de ellas, pero también de acuerdo con las exigencias de su propia evolución interior. Externamente, podría hablarse de sus sucesivas fases de «director espiritual», «terapeuta», «gurú», etc.; internamente, en cambio, un íntimo amigo suyo ha hablado de «una progresión de valores desde la santidad hasta la libertad, pasando por el amor». Como es obvio, dichos valores no se excluyen mutuamente, ni se trata tampoco de unas fases «compartimentalizadas». Se dio no sólo continuidad, sino también una cierta unidad entre los diversos papeles que desempeñó. De hecho, podría decirse que Tony fue, ante todo, un director espiritual propio de la gran tradición cristiana. Más aún, podría afirmarse que la razón última por la que fue tan popular hasta el final de sus días, cuando algunos abrigaban ya ciertos recelos acerca de su orientación, fue porque Tony jamás abjuró de sus comienzos y siempre supo ser un guía incomparable para llevar a los demás a un más íntimo contacto con Dios. Nos hallamos ahora ante esta su obra póstuma: la transcripción de sus charlas de «Ejercicios», que él mismo redactó cuidadosamente, pero que nunca dio a la imprenta. Y la verdad es que no sabemos por qué no quiso hacerlo ni lo que habría pensado de nuestra atrevida decisión de publicarlas. Pero lo que es innegable es que muchas personas se sentirán dichosas de poder disponer de ellas. El texto ha sido reproducido tal como Tony lo dejó; únicamente se le ha puesto un título y se han hecho algunas mínimas correcciones formales, aunque no han faltado quienes sugirieran la conveniencia de una profunda revisión. La forma es, tal vez, un tanto anticuada, el contenido no es del todo «postconciliar», y el lenguaje es bastante sexista. Este último rasgo, que hoy sería considerado como imperdonable, puede justificarse por el hecho de que en estas charlas Tony se dirigía a jesuitas, aunque no hay demasiadas referencias a los Ejercicios Espirituales de San Ignacio, que es algo que él solía dejar para el trato personal con los ejercitantes. El tema de las charlas podría resumirse en los tres clásicos principios fundamentales: la oración, la penitencia y el amor de 3 Cristo. Y el estilo es el típico de Tony: tremendamente vigoroso. Tony fue siempre así: nunca trataba de imponerse, pero sí invitaba irresistiblemente a compartir su propia experiencia. Es verdad que en la última fase de su vida no estaba muy claro qué era lo que él experimentaba, ni resultaban demasiado convincentes sus intentos de formularlo. Pero nunca dejó de ser el mismo Tony de siempre. Este libro es, pues, una especie de «vuelta al hogar» que coincide con la celebración del V Centenario del nacimiento de Ignacio de Loyola en 1491; y es también una invitación a los jesuítas y a sus amigos de todo el mundo a profundizar en el legado espiritual del fundador de la Compañía de Jesús. En este sentido, Tony de Mello y sus charlas de Ejercicios tienen un mensaje que ofrecer y que podemos ver expresado en una homilía que él mismo pronunció muchos años más tarde, concretamente el 31 de julio de 1983: «Necesitamos echar hondas raíces en Dios si queremos sintonizar con el Espíritu creador que llevamos dentro, si queremos tener la capacidad de amar y ser leales a esta Iglesia, en la que a veces encontraremos oposición y falta de comprensión. Y esto sólo puede hacerlo el hombre contemplativo. Sólo él sabrá cómo combinar la lealtad y la obediencia con la creatividad y la confrontación. Quiero pedir en esta Eucaristía que Dios y la Historia no puedan acusarnos de deficiencia alguna en este aspecto. Quiero pedir que San Ignacio pueda tener motivos para sentirse orgulloso de nosotros...» Parmananda R. Divarkar, S.J. Bombay, 2 de Junio de 1990 4 1 Recibir el Espíritu Santo Quisiera situar estos Ejercicios en el contexto de la Iglesia y del mundo de hoy. Hemos venido aquí a pasar unos días en silencio, en oración y en retiro, precisamente en unos momentos en los que la Iglesia se halla en crisis y el mundo experimenta una apremiante necesidad de paz, de desarrollo y de justicia. ¿No estaremos dando motivos para que pueda acusársenos de «escapismo»? ¿Podemos permitirnos el lujo de retirarnos durante ocho días justamente cuando la casa está ardiendo y se requieren todos los brazos posibles para ayudar a apagar el fuego? ¿Somos «escapistas»? Permitidme que siga con esa comparación. Es verdad que la casa está ardiendo. Pero, desdichadamente, muchos de nosotros (tal vez demasiados) no nos sentimos motivados para tratar de apagar el fuego y preferimos ocuparnos de nuestro pequeño mundo y de nuestras pequeñas vidas. Demasiados de nosotros estamos excesivamente ciegos para ver el fuego, porque sólo vemos lo que nos conviene. Y, aun suponiendo que tuviéramos la suficiente motivación y la suficiente vista, muchos de nosotros carecemos de la suficiente energía para combatir el fuego sin desmayar; carecemos de la suficiente sabiduría y capacidad de reflexión para dar con los mejores y más eficaces medios que nos permitan apagar el fuego. Pero es que, además de todo ello, hay demasiado egoísmo en nuestra manera de abordar la tarea; un egoísmo que nos hace interferir y estorbarnos unos a otros, a pesar de nuestras buenas intenciones. En vista de ello, el hecho del retiro parece una especie de lujo y de huida. Pero es la clase de lujo que se permite un general que se aleja de la línea de fuego con el fin de tomarse tiempo para reflexionar y volver más tarde con un plan de combate más eficaz. Es la clase de huida que habrá 5 de permitirnos reforzar nuestra motivación, ensanchar nuestros corazones, agudizar nuestra mirada y acumular energías para dedicarnos con mayor entusiasmo a la tarea que Dios nos ha confiado en el mundo. Dag Hammarskjöld, el místico que llegó a ser Secretario General de las Naciones Unidas, tenía muchísima razón cuando escribía en su Diario: «En nuestro tiempo, el camino hacia la santidad pasa necesaria-mente por el mundo de la acción». Nosotros contemplamos y oramos para re-crearnos a nosotros mismos y actuar de un modo más activo y eficaz para gloría de Dios y provecho del mundo. La mayor necesidad de la Iglesia La Iglesia está atravesando una época de caos y de crisis. Lo cual no es necesariamente algo malo. La crisis es una oportunidad para crecer, y el caos precede a la creación... con tal de que (y ésta es una importantísima condición) el Espíritu de Dios aletee sobre ella. De lo que hoy tiene la Iglesia mayor necesidad no es de una nueva legislación, de una nueva teología, de unas nuevas estructuras ni de una nueva liturgia: todo eso, sin el Espíritu Santo, es como un cadáver sin alma. Lo que necesitamos urgentemente es que alguien nos arranque nuestro corazón de piedra y nos dé un corazón de carne; necesitamos que alguien nos infunda nuevo entusiasmo e inspiración, nuevo valor y vigor espiritual. Necesitamos perseverar en nuestra tarea sin desánimo ni cinismo de ninguna especie, con una nueva fe en el futuro y en los hombres por los que trabajamos. En otras palabras: necesitamos una nueva efusión del Espíritu Santo. Por decirlo de un modo más concreto: necesitamos hombres llenos del Espíritu Santo, porque a través de los hombres actúa el Espíritu y viene a nosotros la Salvación. «Hubo un hombre, enviado por Dios, que se llamaba Juan», leemos al comienzo del evangelio. Un hombre, no un programa, ni un anteproyecto, ni un mensaje. «Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado»: Dios nos ha salvado no a través de un «plan de salvación», sino por medio de un hombre, Jesucristo, un hombre dotado del poder del Espíritu... El Espíritu Santo no desciende sobre los edificios, sino sobre los hombres; es a los hombres a los que unge, no sus proyectos; es en el alma y en el corazón de los hombres donde habita, no en las modernas máquinas. Por eso, decir que lo que más urgentemente necesita la Iglesia es una nueva efusión del Espíritu es tanto como decir que necesita todo un ejército de hombres llenos de espíritu. Y ésa es la razón por la que estamos haciendo estos Ejercicios. Hemos venido aquí con la esperanza de poder ser hombres llenos de espíritu. Nos hemos retirado con la misma actitud y la misma expectación con que se encerraron los apóstoles en el cenáculo antes de Pentecostés. Cómo obtener el Espíritu Santo Nada hay más seguro que esto: el Espíritu Santo no es 6 algo que pueda ser producido por nuestros propios esfuerzos. No puede ser «merecido». No hay absolutamente nada que nosotros podamos hacer para obtenerlo, porque es puro don del Padre. Nos enfrentamos al mismo problema al que tuvieron que enfrentarse los apóstoles. Al igual que nosotros, también ellos tenían necesidad del Espíritu Santo para su apostolado, y el propio Jesús, instruyéndolos acerca del modo de recibirlo, les dijo: «Tenéis que esperar la promesa del Padre que oísteis de mí: que Juan, como sabéis, bautizó con agua, pero vosotros seréis bautizados con el Espíritu Santo dentro de pocos días... Recibiréis el poder del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra» (Hch l,4ss). Jesús lo dijo: Esperar. Nosotros no podemos producir el Espíritu; lo único que podemos hacer es esperar a que venga. Y esto es algo que a nuestra pobre naturaleza humana le resulta muy difícil en este mundo moderno. No podemos esperar. No podemos parar quietos. Estamos excesivamente desasosegados, excesivamente impacientes. Tenemos que estar moviéndonos constantemente. Preferiríamos muchas horas de duro trabajo antes que soportar el sufrimiento de quedarnos quietos esperando algo que está fuera de nuestro control, algo que no sabemos en qué momento exacto ha de llegar. Pero resulta que debemos esperar; y por eso esperamos y esperamos... sin que nada suceda (o, mejor, sin que nuestra tosca visión espiritual sea capaz de percibir nada), y nos aburrimos de esperar y de rezar. Nos sentimos más a gusto «trabajando por Dios», y por eso volvemos enseguida a emborracharnos de actividad. Sin embargo, el Espíritu sólo le es dado a quienes esperan; a quienes, día tras día, abren sus corazones a Dios y a su Palabra en la oración; a quienes invierten horas y horas en lo que, para nuestras mentes obsesionadas por la productividad y el rendimiento, parece una simple pérdida de tiempo. En los Hechos de los Apóstoles leemos: «Mientras [Jesús] estaba comiendo con ellos, les mandó que no se ausentasen de Jerusalén, sino que esperasen la promesa del Padre...» (1,4). «No abandonéis Jerusalén, viene a decirles. Resistid las ganas de hacer cosas hasta que os hayáis liberado de ese deseo compulsivo de actuar, de esa urgencia de comunicar a otros lo que vosotros mismos aún no habéis experimentado. Una vez que haya venido a vosotros el Espíritu, entonces daréis testimonio de mí en Jerusalén y hasta los confines de la tierra, pero no antes; de lo contrario, seréis falsos testigos o, en el mejor de los casos, personas emprendedoras, pero no apóstoles. Las personas emprendedoras son personas inseguras que desean compulsivamente convencer a los demás para estar ellas menos inseguras». Jesús dijo: «Recibiréis el poder...» ¡«Recibir» es la palabra adecuada! Jesús no espera que nosotros produzcamos el poder, porque esa clase de poder no podemos producirlo, por mucho que lo intentemos. Sólo puede ser recibido. Recuerdo ahora el caso de una joven que me decía: «He asistido a docenas de seminarios de los que he sacado al menos un centenar de hermosas ideas. Pero lo que ahora necesito ya no son hermosas ideas, sino el poder de poner por obra al menos una de esas ideas». Por 7 eso es por lo que unos Ejercicios no son como un seminario: no hay clases ni discusiones de grupo; no hay más que mucho silencio, mucha oración y mucha apertura a Dios. Qué hacer concretamente. Una actitud Para la oración de mañana por la mañana y, si lo deseáis, para todo el día, quisiera recomendaros una actitud y una práctica. La actitud sería la de una enorme esperanza. Dice San Juan de la Cruz que la persona recibe de Dios tanto cuanto espera de Él. Si esperamos poco, lo normal será que recibamos poco. Si esperamos mucho, recibiremos mucho. ¿Necesitáis que se produzca un milagro de la gracia en vuestra vida? Entonces esperad que se produzca el milagro. ¿Cuántos milagros habéis experimentado en vuestra vida? ¿Ninguno? Eso es porque no habéis esperado ningún milagro. Dios nunca nos falla cuando es mucho lo que esperamos de Él: puede que se haga desear o puede que acuda enseguida; incluso puede llegar inesperadamente, «como el ladrón en la noche». Pero lo que es seguro es que ha de llegar, si esperamos que lo haga. Alguien ha dicho, con mucha razón, que el pecado contra el Espíritu Santo consiste en no creer que es capaz de transformar el mundo ni a uno mismo. Esta es una clase de ateísmo mucho más peligrosa que la del hombre que dice: «Dios no existe»; porque, aun cuando se diga a sí mismo que cree en Dios, el que no cree en esa capacidad del Espíritu Santo se ha cegado y ha incurrido en un ateísmo práctico del que difícilmente es consciente. Lo que en realidad dice es: «Dios ya no puede cambiarme». Ya no tiene ni la voluntad ni el poder de transformarme, de resucitarme de entre los muertos. Lo sé, porque lo he intentado todo: «he hecho Ejercicios infinidad de veces, he orado fervorosamente, he demostrado una enorme buena voluntad... y no ha sucedido nada de nada». A efectos prácticos, el Dios de este individuo es un Dios muerto, no el Dios que, al resucitar a Jesús de entre los muertos, nos mostró que nada hay imposible para Él. O, por emplear las bellísimas palabras de Pablo refiriéndose a Abraham, «el Dios que da la vida a los muertos y llama a las cosas que no son para que sean. El [Abraham], esperando contra toda esperanza, creyó y fue hecho "padre de muchas naciones", según le había sido dicho: "Así será tu posteridad". No vaciló en su fe al considerar su cuerpo ya sin vigor (tenía unos cien años) y el seno de Sara, igualmente estéril; en presencia de la promesa divina, la incredulidad no le hizo vacilar, antes bien, su fe le llenó de fortaleza y dio gloria a Dios, persuadido de que poderoso es Dios para cumplir lo prometido» (Rom. 4,17- 21). Qué hacer concretamente. Una práctica Os sugiero que leáis con frecuencia Lucas 11,1-13. Leedlo una y otra vez y preguntaos cuál es vuestra respuesta a las palabras de Jesús: «¡cuánto más el Padre del cielo dará el 8 espíritu Santo a los que se lo pidan...!» Esperad hasta que sintáis la suficiente fe en Jesús como para pedirle realmente, con absoluta confianza, el Espíritu Santo. Y entonces... ¡pedid! Pedid una y otra vez, pedid de todo corazón, pedid cada vez más, pedid incluso descara- damente, como el individuo aquel del Evangelio que insistía en llamar a medianoche a la puerta de su amigo, resistiéndose a aceptar un «no» por respuesta. Hay cosas que sólo podemos pedir a Dios con la condición «si es tu voluntad...» Pero en este punto no existe tal condición. El darnos el Espíritu es voluntad clarísima de Dios, su promesa inequívoca. No es su deseo de darnos el Espíritu lo que puede fallar, sino: a) nuestra fe en que quiere de veras darnos el Espíritu; y b) nuestra insistencia en pedirlo. No dudéis, pues, en emplear el tiempo que haga falta en pedir y pedir incansablemente. Podéis decir algo así como: «Danos el Espíritu de Cristo, Señor, pues somos tus hijos»; o bien: «¡Ven, Espíritu Santo! ¡Ven, Espíritu Santo!» Cualquier jaculatoria de este tipo puede servir, con tal de que la digáis lentamente, con mucha atención, con absoluta seriedad... Repetidla cien veces, mil veces, diez mil veces... Podéis también pedir sin palabras. Simplemente, mirando al cielo, o al sagrario, en silencio y en actitud de súplica. Si preferís estar a solas en vuestra habitación, podéis hacer esta súplica no sólo con los ojos, sino con todo el cuerpo: tal vez levantando las manos hacia el cielo o postrándoos una y otra vez sobre el suelo. Tal vez eso no sea «meditación». Tal vez no os proporcione grandes intuiciones ni grandes «iluminaciones». Pero sí es oración. Y el Espíritu Santo se nos da en respuesta a una oración hecha con seriedad, no en respuesta a una meditación diestramente elaborada. Orad, y orad no sólo por vosotros mismos, sino por todos nosotros, por todo el grupo. No digáis únicamente: «dame»; decid también: «danos». Y si deseáis que vuestra oración obtenga el máximo de poder y de intensidad, haced lo que hicieron los apóstoles mientras esperaban al Espíritu antes de Pentecostés: orar con María. Los santos nos aseguran que no se sabe de nadie que, habiendo implorado su intercesión o acudido a su protección, haya visto desoídos sus ruegos. Podéis hacer vuestra esta experiencia de los santos recurriendo a María en todas vuestras necesidades; entonces lo sabréis, no porque lo digan los santos, sino por haberlo sentido y experimentado vosotros personalmente. Consagrad estos Ejercicios a María, la Madre de Jesús. Solicitad su bendición al comenzarlos... ¡y veréis qué diferencia! He aquí, por último, unos cuantos salmos que pueden ayudaros mañana a expresar con palabras vuestra oración de petición del Espíritu: Salmo 4: Sólo la luz de tu rostro puede darnos la felicidad. Salmo 6: Y Tú, Señor... ¿hasta cuándo? Salmo 13 [12]: ¿Hasta cuándo me ocultarás tu Rostro? Salmo 16 [15]: En Ti solo está mi refugio. Salmo 24 [23]: ¡Que entre el rey de la gloria! Salmo 27 [26]: Una cosa he pedido al Señor, una cosa estoy buscando: habitar en la casa del Señor... Es tu Rostro, Señor, lo que busco. Salmo 38 [37]: Señor, Tú conoces mis anhelos y no se te ocultan mis 9 gemidos. Salmo 42 [41]: Mi alma tiene sed de Dios... Mis lágrimas son mi pan día y noche. Salmo 43 [42]: ¿Por qué desfalleces, alma mía? ¡Espera en Dios¡ Salmo 63 [62]: En pos de Ti languidece mi carne cual tierra seca, agostada y sin agua. Salmo 130 [129]: Espera mi alma al Señor más que el centinela la aurora. Salmo 137 [136]: Junto a los ríos de Babilonia nos sentábamos y llorábamos acordándonos de Sión. Tal vez queráis deteneros en una u otra línea de estos salmos y abrir vuestro corazón a Dios con las palabras que el propio Dios nos ha dado para dirigirnos a Él. Si así lo hacéis, esas palabras tendrán el poder de infundiros la fe y de obteneros lo que pedís. 10

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Anthony de Mello, S.J.. CONTACTO CON DIOS. Charlas de Ejercicios. (10.a edición). Colección «EL POZO DE SIQUEM». 46
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