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Confesiones de un alma bella PDF

140 Pages·2010·0.2 MB·Spanish
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Confesiones de un alma bella l a i r o t i d e Goethe d a d li i b a s n o p s e r n i s a d i c u d o r p e r a r b O Advertencia de Luarna Ediciones Este es un libro de dominio público en tanto que los derechos de autor, según la legislación española han caducado. Luarna lo presenta aquí como un obsequio a sus clientes, dejando claro que: 1) La edición no está supervisada por nuestro departamento editorial, de for- ma que no nos responsabilizamos de la fidelidad del contenido del mismo. 2) Luarna sólo ha adaptado la obra para que pueda ser fácilmente visible en los habituales readers de seis pulgadas. 3) A todos los efectos no debe considerarse como un libro editado por Luarna. www.luarna.com Hasta que cumplí los ocho años fui una ni- ña enteramente sana, pero de aquella época consigo acordarme tan poco como del día de mi nacimiento. Nada más comenzar mi octavo año tuve un vómito de sangre y al instante fue mi alma todo sensibilidad y memoria. Las más pequeñas circunstancias de este azar están aún ante mis ojos, como si hubieran sucedido ayer. A lo largo de los nueve meses que la enfer- medad me hizo guardar cama, que soporté con paciencia, nació también, así me lo parece, el fundamento de toda mi forma de pensar, pues se le brindaron entonces a mi espíritu los pri- meros medios para desarrollarse de acuerdo con su específica forma de ser. Sufría y amaba, y ésa era la auténtica figura de mi corazón. En medio de las más violentas toses y de una fatigante fiebre estaba tranquila como un caracol que se retira a su concha. Tan pronto como tenía un poco de aire, deseaba sentir algo agradable, y como todos los restan- tes deleites me estaban vedados, buscaba resar- cirme con ojos y oídos. Me traían juegos de muñecas y libros ilustrados, y quien deseara tener un sitio junto a mi lecho tenía que na- rrarme alguna historia. De mi madre escuchaba con gusto historias bíblicas; mi padre me distraía con objetos de la naturaleza. Poseía un buen gabinete; en ocasio- nes me bajaba de allí algún cajón, me mostraba las cosas que contenía y me las explicaba ve- razmente. Plantas secas e insectos y toda suerte de preparados anatómicos, piel humana, hue- sos, momias y cosas semejantes llegaban al le- cho enfermo de la pequeña; pájaros y animales, que él mismo cazaba, me eran enseñados antes de que pasaran a la cocina; y para que el prín- cipe del universo también tuviera voz en esta reunión, mi tía me contaba historias de amor y cuentos de hadas. Todo era aceptado y todo arraigaba. Tenía momentos en los que me en- tretenía vivamente con los seres invisibles; y aún recuerdo algunos versos que por aquel entonces dicté a mi madre. A menudo volvía a contar a mi padre lo que de él había aprendido. No tomaba fácilmente una medicina sin preguntar dónde crecen las cosas de las que está hecha, qué aspecto tienen, cómo se llaman. Pero las narraciones de mi tía tampoco caían en terreno baldío. Me imaginaba a mí misma con los más bellos vestidos y me encontraba con los príncipes más encantadores, que ni descansaban ni tenían paz hasta que sabían quién era la bella desconocida. Una aventura semejante, con un ángel pequeño y delicioso, el cual, con blancos ropajes y alas de oro, por mí bebía los vientos, fue tan lejos que mi imaginación elevó su imagen y la convirtió casi en una aparición. Pasado un año estaba bastante restablecida; pero no me había quedado en resto nada del carácter revoltoso propio de la infancia. Ni si- quiera podía jugar con muñecas y exigía seres que respondieran a mi amor. Me satisfacían en extremo perros, gatos y pájaros, y seres seme- jantes de todas las clases que criaba mi padre; pero ¡qué no habría dado yo por poseer una criatura que desempeñaba un papel muy im- portante en uno de los cuentos de mi tía! Se trataba de un corderito que una campesina había atrapado en el bosque y había alimenta- do; pero en este precioso animal habitaba ocul- to un príncipe encantado, que finalmente vol- vía a mostrarse como un bello muchacho y re- compensaba a su bienhechora con su mano. ¡Con qué deleite habría poseído yo un corderito semejante! Pero como ninguno quería mostrarse, y puesto que junto a mí todo discurría de forma enteramente natural, se me desvaneció, poco a poco, la esperanza de poseer un bien tan pre- cioso. Entretanto me consolaba, pues leía esos libros en los que se describen acontecimientos maravillosos. De todos ellos mi preferido era el Hércules cristiano alemán, cuya piadosa historia de amor era enteramente de mi agrado. Siem- pre que le ocurría alguna cosa a su Valiska, y le ocurrían cosas terribles, rezaba antes de apre- surarse en su ayuda, y las oraciones constaban detalladamente en el libro. ¡Cuánto me gustaba esto a mí! Mi inclinación a lo invisible, que siempre sentía de una forma oscura, sólo se acrecentaba con ello, pues desde entonces y para siempre también Dios debía ser mi confi- dente. Sólo el cielo sabe lo que seguí leyendo, todo revuelto, según fui creciendo. Pero estimaba por encima de todas mis lecturas la Octavia ro- mana. Las persecuciones de los primeros roma- nos, noveladas, despertaban en mí el más vivo interés. Ahora bien, mi madre comenzó a protestar por la constante lectura; mi padre, por amor a ella, me quitó un día los libros de una mano y me los puso de nuevo en la otra. Era suficien- temente listo para darse cuenta de que no iba a conseguir nada, y sólo me apremió para que leyera la Biblia con igual diligencia. No me opuse, y leí los Libros Sagrados obteniendo buenos dividendos. Mi madre siempre estaba atenta para que no cayeran en mis manos libros licenciosos, y yo misma habría apartado de mi vista cualquier escrito pernicioso, pues mis príncipes y princesas eran todos extremada- mente virtuosos; por lo demás, sabía de la his- toria natural de la especie humana más de lo que dejaba traslucir, y la mayoría de estos co- nocimientos los había obtenido de la Biblia. Confrontaba los pasajes delicados con palabras y cosas que sucedían ante mis ojos y, gracias a mi curiosidad yal don que tenía para establecer relaciones, entresacaba felizmente la verdad. Si hubiera oído hablar de brujas, también me habría familiarizado con la brujería. A mi madre y a esta curiosidad tengo que agradecer que a pesar de esta vehemente incli- nación a la lectura aprendiera sin embargo a cocinar; pero es que aquí había cosas que ver. Para mí era una fiesta partir una gallina o un lechón. Llevaba a mi padre las vísceras y él hablaba conmigo sobre ellas como con un joven estudiante y con íntima alegría acostumbraba a llamarme su hijo malogrado. Tenía ya doce años. Aprendí francés, danza y dibujo, y recibí la acostumbrada enseñanza religiosa. Esta última suscitaba en mí sensacio- nes y pensamientos, pero nada que se hubiera podido referir a mi estado. Escuchaba con agrado hablar de Dios, estaba orgullosa de po- der hablar de Él mejor que mis iguales. Leí en- tonces con celo algunos libros que me permitie- ron charlotear sobre religión. Pero nunca caí en la cuenta de pensar si el asunto iba conmigo, si mi alma también estaba conformada de este modo, si se asemejaba a un espejo que pudiera reflejar el sol eterno; pues todas estas cosas ya las había presupuesto de una vez por todas. El francés lo estudiaba con mucha avidez. Mi maestro de idiomas era un buen hombre. No era un empírico superficial, ni un seco gra- mático; sabía ciencias, había visto el mundo. Al mismo tiempo que las lecciones de idioma, sa- tisfacía de diversas maneras mi curiosidad. Lo amaba tanto que siempre aguardaba su llegada con el corazón palpitante. El dibujo no me era difícil, y habría llegado más lejos con él si mi maestro hubiera poseído cabeza y conocimien- tos; pero sólo tenía manos y destreza. Al principio la danza era sólo la más pe- queña de mis alegrías; mi cuerpo era demasia- do sensible y sólo aprendía en la compañía de mis hermanas. Pero gracias a la idea de nuestro maestro de ofrecer un baile para todos sus dis- cípulos y discípulas se avivó el interés por este ejercicio. Entre los muchos muchachos y muchachas destacaban dos hijos del Mayordomo Mayor de la Corte: el mas joven de mi misma edad, el otro dos años mayor, ambos de tal belleza que, según confesión general, sobrepasaban todo lo que en belleza infantil pudiera uno haber visto. Tampoco yo, apenas los vi, tuve ojos para nadie más de todo el grupo. En ese mismo instante comencé a bailar con esmero y deseé bailar be- llamente. ¿Cómo fue que también estos mucha- chos, entre todas las demás, se fijasen preferen-

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oro, por mí bebía los vientos, fue tan lejos que mi imaginación elevó su imagen y la convirtió casi en una aparición. Pasado un año estaba bastante
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