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Catalanes y escoceses: Unión y discordia PDF

424 Pages·2018·3.792 MB·Spanish
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Título original: Scots and Catalans © 2018, John H. Elliott Publicado originalmente por Yale University Press © 2018, Rafael Sánchez Mantero, por la traducción © 2018, Penguin Random House Grupo Editorial, S. A. U. Travessera de Gràcia, 47-49. 08021 Barcelona ISBN ebook: 978-84-306-1989-4 Diseño de la cubierta: Penguin Random House Grupo Editorial a partir del diseño original de Yale Press Conversión ebook: Negra www.megustaleer.com NOTA SOBRE EL USO DEL ESTILO Ha sido imposible mantener una completa uniformidad en la utilización de los nombres en español y en catalán en el texto de este libro. Me he inclinado a mantener los nombres de las instituciones en el original catalán (por ejemplo, Generalitat). Los nombres de ciudades y villas aparecen en su forma castellana. Los nombres de los personajes catalanes presentan un problema irresoluble. Durante la mayor parte del siglo XIX era frecuente que ellos mismos utilizasen la versión castellana en público, incluso aunque hablasen normalmente en catalán. Hoy en día la forma catalana es la que se usa en Cataluña (por ejemplo el general Joan Prim y no Juan Prim). He seguido esta práctica desde alrededor de 1800 en adelante aunque con algunas excepciones. Por ejemplo, el líder rebelde del siglo XVII es conocido siempre como Pau Claris y no como Pablo Claris, y sería absurdo emplear la versión castellana de su nombre. Los nombres de los autores son especialmente dificultosos, puesto que ya desde el movimiento romántico sus libros solían publicarse bajo los nombres castellanos, y así es como aparecen en las bibliografías y en los catálogos de las bibliotecas. Así, el antiguo comerciante y proyectista, Narciso Feliu de la Peña, suele ser conocido hoy en día por la versión catalana de su nombre como Narcís Feliu de la Penya, pero sus tratados fueron publicados en castellano y su nombre aparecía en castellano. He respetado esta práctica hasta alrededor de 1800, donde he trazado la línea divisoria aproximada, aunque con la duda entre Antonio de Capmany o Antoni de Capmany, el bien conocido historiador y político cuya carrera se desarrolló a caballo entre los dos siglos. Mi última opción, la forma catalana, es absolutamente arbitraria. Se advertirá que las fechas en el encabezado de los capítulos pretenden servir de indicación cronológica del periodo general que cubre cada capítulo y solo deben ser consideradas como aproximadas. INTRODUCCIÓN NACIONES Y NACIONES-ESTADO Este libro es la historia de dos autoproclamadas naciones que, al menos en el momento en que se escriben estas páginas, no poseen Estado propio. En los últimos años, tanto Escocia como Cataluña han presenciado el crecimiento de poderosos movimientos cuyo propósito ha sido el de conseguir la independencia de sus respectivas mayores supraentidades políticas respectivas, Gran Bretaña y España, a las que se hallan incorporadas desde hace tiempo. Escocia solicitó, y consiguió en 2014, un referendo que los defensores de la independencia esperaban que les permitiese alcanzar su meta por el camino del mandato popular. Tras su celebración, el electorado no consiguió el objetivo esperado, lo cual dejó a una minoría desengañada con la esperanza de que un nuevo referendo en un futuro no muy lejano podría dar lugar a un desenlace diferente. Por su parte, los partidarios de la independencia de Cataluña, los cuales tenían una mayoría en el Parlamento catalán, aprobaron el 6 de septiembre de 2017 la celebración de un referendo sobre la independencia. Basándose en esta votación, el Gobierno autonómico, en contra del Estado español y de la Constitución española de 1978, convocó por su cuenta un referendo ilegal para el 1 de octubre de 2017 y proclamó la independencia de la República Catalana nueve días después. En su propósito de convertir a sus respectivas naciones en estados soberanos, los líderes de esos movimientos independentistas han seguido un camino bastante transitado ya. Europa, entre finales del siglo XVIII y mediados del XIX, experimentó el surgimiento de un sentimiento nacionalista en el curso del cual pueblos y etnias minoritarios desearon, o intentaron, separarse de las formaciones políticas a las que pertenecían y constituirse como naciones-Estado independientes. Al hacerlo así, se inspiraron en dos grandes movimientos intelectuales e ideológicos de la época: el liberalismo, con su insistencia en los derechos de los ciudadanos a tener alguna forma de representación política, y el romanticismo, con su énfasis en la naturaleza orgánica de las sociedades y en los lazos históricos, étnicos y sentimentales que les daban cohesión. Esas mismas influencias se estaban ejerciendo también de manera simultánea en las formaciones políticas de la época —estados-nación, entidades políticas menores o grandes imperios monárquicos—, que buscaban transformar a sus súbditos y a sus pueblos en comunidades nacionales integradas, amparadas en un sentimiento de comunidad de orígenes, comunidad de propósitos e identidad común. Su elevado nacionalismo provocó, y al mismo tiempo alentó, el igualmente elevado nacionalismo de sus minorías, el cual, como demostraron las revoluciones de 1848, estaba ya en auge. Especialmente en el Imperio austrohúngaro, con sus múltiples nacionalidades sumergidas o parcialmente sumergidas, se requería un constante ejercicio de equilibrio para mantener el control de los nacionalismos, y el imperio se colapsó cuando los ejércitos imperiales fueron derrotados en las últimas etapas de la Primera Guerra Mundial. Al final del conflicto, el acuerdo de paz de Versalles y sus consiguientes tratados tuvieron que enfrentarse a algunos de los problemas subyacentes que habían conducido al estallido de la guerra, reconociendo la fuerza de las demandas procedentes de las regiones y comunidades carentes de Estado, las cuales aspiraban a convertirse ellas mismas en naciones-Estado. Con todo, aunque el reconocimiento del derecho a la autodeterminación nacional resolvió algunos de los problemas, lo cierto es que crearía muchos otros. El intento de proporcionar a las naciones, o a las supuestas naciones, fronteras territoriales adecuadas, se convirtió por sí mismo en otra fuente de conflictos. El proceso destapó también la cuestión de cómo podría llevarse a la práctica un ideal teóricamente tan noble como este. Una vez que se diese vía libre al nacionalismo, ¿dónde se detendría? No solo llevaría a comunidades o grupos étnicos rivales al enfrentamiento, sino que también amenazaría la integridad de las naciones-Estado o de los imperios históricamente centralizados, los cuales habían llegado a constituirse a lo largo de los siglos mediante una mezcla de accidentes dinásticos y proyectos políticos y ahora se encontraban presionados para reconocer el derecho de autodeterminación por parte de súbditos y de ciudadanos que durante mucho tiempo habían sido considerados como suyos propios. Como el tratado angloirlandés de 1921 puso claramente de manifiesto, nacionalismo y separatismo eran dos caras de la misma moneda. En alguna medida, el problema de las nacionalidades subyacentes o suprimidas de Europa quedó relegado, o simplemente archivado, como consecuencia del estallido de la Segunda Guerra Mundial en 1939 y de la guerra fría que vino a continuación. La tensión en la que en aquel momento entraban las viejas estructuras de los estados resultaba evidente. Debilitados por seis años de conflicto, los estados imperiales de Europa se vieron forzados progresivamente a renunciar a sus respectivos imperios ultramarinos, haciendo frente a los levantamientos y a la resistencia armada por parte de pueblos subordinados que habían aprendido muy bien sus lecciones europeas y se veían imbuidos por el creciente sentimiento de una identidad nacional propia y por el derecho a la independencia. La pérdida de los imperios de ultramar llegó acompañada de la disminución del histórico poder de algunos de los estados de la Europa occidental, así como por un deseo de escapar de la aparentemente interminable secuencia de conflictos fratricidas, y el reto de la guerra fría les llevó a aceptar la necesidad de nuevas formas de asociación militar, política y económica. Ello implicaba inevitablemente cierto sacrificio de soberanía. En un mundo cambiante, dominado temporalmente por dos superpotencias, las naciones-Estado al viejo estilo, empujadas a la respectiva órbita de estas superpotencias, perdieron, junto con su libertad de movimientos, algo de su antigua relevancia. Resultaba paradójico que, en un momento en que se multiplicaba el número de nuevas naciones en todo el mundo, la independencia nacional estuviese comenzando a aparecer como una reliquia del pasado, y que la interdependencia, más que la independencia, empezara a estar a la orden del día. Este fenómeno de la vida política y económica no cambió con la aparición de nuevos estados, ni con la reaparición de otros antiguos como consecuencia del colapso de la Unión Soviética en 1989 y la finalización de la gran división ideológica de los años de posguerra. La marcha acelerada hacia la globalización puso de manifiesto que no había vuelta atrás. Como resultado de ello, las unificadas naciones-Estado que en su momento habían parecido la lógica culminación de un milenio de historia europea, se encontraron presionadas desde arriba en los últimos años del siglo XX por organizaciones supranacionales y por requerimientos

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