región y sociedad / número especial 4 / 2014 Derechos reservados de El Colegio de Sonora, issn 1870-3925 Calderón, aprendiz de brujo o la guerra como escape * Arturo Anguiano No han dejado de publicarse libros sobre la llamada guerra contra el narcotráfico, que caracterizó al Gobierno del presidente Felipe Cal- derón Hinojosa, la que sin duda fue central en el desplome de su partido, Acción Nacional (pan), en las elecciones nacionales de 2012 y en la vuelta a la Presidencia de la república del añejo Partido Revolu- cionario Institucional (pri), con la candidatura triunfante de Enrique Peña Nieto. Los regímenes priistas estuvieron marcados por hechos signifi- cativos de violencia, que fue una constante ineludible, y por los que son recordados Gustavo Díaz Ordaz, por la masacre de Tlatelolco; Luis Echeverría y José López Portillo, por la guerra sucia contra la gue- rrilla; Miguel de la Madrid, por la violencia de la reestructuración productiva contra el trabajo y la parálisis estatal ante la devastación natural de los sismos de 1985; Carlos Salinas de Gortari, por los asesinatos de Luis Donaldo Colosio y José Francisco Ruiz Massieu –candidato a la Presidencia y secretario general del pri respectiva- mente–; Ernesto Zedillo, por su odio contra los indígenas zapatis- tas y su guerra de baja intensidad contra las comunidades rebeldes (¿quién olvida la masacre de Acteal?). Vicente Fox Quesada, quien llegó a la Presidencia en el año 2000 sobre la ola de repudio contra el desgastado régimen priista, simbolizando el cambio de milenio evolucionó como un personaje lamentable que hizo trizas todas las * Profesor-investigador de la División de Ciencias Sociales y Humanidades, Universidad Autónoma Metropolitana, unidad Xochimilco. Calzada del Hueso 1100, C. P. 04960 Coyoacán, Ciudad de México, México. Correos electrónicos: [email protected] / anguia- [email protected] 286 región y sociedad / número especial 4 / 2014 expectativas de cambio creadas, y desembocó en la criminalización de lo social, la represión desmedida en Atenco, al final de su man- dato, y la judicialización de la política. Pero sólo Calderón identificó su mandato de seis años (2006- 2012) con una guerra cruenta y envolvente que lo determinó, lo atrapó, le impuso su lógica que se le escapó, se le fue de las manos. Combatió en forma imprevista e improvisada a un poderoso ene- migo inasible –los cárteles del narcotráfico–, que al parecer se re- produjo como nunca, y en forma paradójica se extendió y potenció con cada golpe infringido. La violencia, la inseguridad y el miedo se generalizaron hasta volverse realidades cotidianas del conjunto de la sociedad, en todos los rincones del país, y ya no sólo en algunos estados y municipios como era el caso antes de que el Presidente declarara la guerra al llamado crimen organizado, a diez días apenas del inicio de su régimen. El saldo de alrededor de cien mil muertos es estremecedor; sin duda muchos miembros de los cárteles, asesi- nados en ajustes de cuentas o en enfrentamientos con el Ejército y la Marina (un convidado sorpresivo), al igual que hombres, mujeres, jóvenes y niños considerados por el gobierno “daños colaterales”, como víctimas que tardó en reconocer por la presión de la sociedad. No pretendo escribir un artículo sobre el tema, más bien me interesa acercarme críticamente a la literatura más significativa al respecto. Basta mirar los títulos de algunos de los libros más recien- tes, para percibir la magnitud del desastre que anuncian y tratan de explicar: Los saldos del narco: el fracaso de una guerra; La farsa detrás de la guerra contra el narco; Saldos de guerra: las víctimas civiles en la lucha contra el narco y, un poco en tanto contrapunto, La batalla por México. De Enrique Camarena al Chapo Guzmán. Los autores, sobre todo periodistas, pero también aca- démicos devenidos funcionarios: Rubén Aguilar y Jorge G. Castañe- da del primero, Nancy Flores Nández del segundo, Víctor Ronquillo del tercero y Jorge Fernández Menéndez redactor del último. Las razones de la guerra que decidió el Presidente, son un mis- terio, además del trastrocamiento inesperado de las prioridades es- tatales que conllevó. La cuestión del crimen organizado tiene una larga historia en México; el narcotráfico en particular, ni siquiera apareció en la campaña electoral del candidato panista como una preocupación o un reto, ni sucedió nada excepcional durante el notas críticas 287 corto periodo de sucesión que hubiera podido empujar al Presiden- te por el camino tomado. Existe, empero, un consenso en el senti- do de que, como lo enfatizan Aguilar y Castañeda (2012, 13) –ex miembros del gobierno foxista–, se trató de una “cruzada política; [la cual] se propuso lograr la legitimación, supuestamente perdida en las urnas y los plantones, a través de las batallas en las calles y las carreteras […] ahora pobladas por mexicanos uniformados”, lo cual resultaba revelador en el cambio del aire de los tiempos, que resultarían en extremo cargados de desasosiego e incertidumbre. En efecto, las elecciones de julio tuvieron un desenlace poco cla- ro; millones de mexicanos consideraban que se había producido un nuevo fraude electoral. Calderón asumió el gobierno acorralado, aislado y, sobre todo, resultaba evidente que la legitimidad de su mandato no era reconocida; las dudas al menos pusieron en entre- dicho lo que apareció como una designación contradictoria y poco fundamentada del tribunal electoral. Por esto, su sostenimiento en las fuerzas armadas y la declaración de la guerra contra el narcotrá- fico suscitaron muchas lecturas, entre ellas la búsqueda de reafir- mación, un intento de reforzamiento y legitimación por otras vías, de cualquier forma institucionales. Esta fue de hecho una interpre- tación muy generalizada, que luego se fue confirmando durante el resto del sexenio. Los autores de Los saldos del narco: el fracaso de una guerra echaron mano de cifras oficiales para evidenciar la superficialidad de los argumen- tos oficiales, y se dedicaron a desmontar una a una las justificacio- nes de la guerra que Calderón fue formulando, de forma errática, a través de los años respecto a la violencia pretendidamente inédita, el crecimiento del consumo de drogas, el tránsito y producción de éstas, así como sobre la debilidad de las instituciones. Analizan las políticas y actitudes de Estados Unidos, el principal consumidor, destacan su permisividad y rechazo a efectuar algún tipo de guerra contra el narcotráfico, “conscientes de que los costos y daños de la misma son muy superiores a sus posibles beneficios”. Concluyen de entrada: “A pesar de ello, y de que en México el consumo de drogas era muy bajo, de que se vivía la menor violencia de la his- toria del país y la menor penetración del narco en las instituciones del gobierno, Calderón optó, sin necesidad y fundamento, por la 288 región y sociedad / número especial 4 / 2014 guerra y anunció que de esta forma lograría terminar con los cárte- les, la violencia y el consumo de drogas” (p. 14). Nada de esto con- siguió y, más bien, como aprendiz de brujo, potenció y multiplicó los componentes de un enemigo cada vez más poderoso y difuso, al tiempo que generalizó la violencia, la inseguridad y el propio con- sumo de drogas que siguieron abasteciendo sobre todo al otro lado, al voraz consumidor del norte. En el primer capítulo analizan 14 años de mediciones sobre el consumo de drogas en México, lo comparan con el de otros países y con mediciones internacionales, y concluyen que aquí el consumo ha sido y continúa siendo bajo (antes y ya con la guerra adelanta- da), por lo que “la guerra que la presente administración decidió dar contra el narcotráfico no se puede justificar por un mayor con- sumo (el cual es inexistente), ni por la presión del narcomenudeo” (p. 63). Desmenuzan los índices oficiales de la violencia en todo el país, y concluyen que al iniciar el Gobierno de Felipe Calderón “el país vivía la menor violencia en su historia” (p. 70), la cual se dispa- raría y multiplicaría precisamente al ritmo de la ofensiva militar: “el auge de la violencia o la inseguridad en México fue resultado de la guerra declarada por Calderón” (p. 73). No sólo resultó un fracaso, sino que generó males incluso mayores, pues la percepción y res- ponsabilidad de la violencia se trasladó hacia las fuerzas armadas por violaciones frecuentes a los derechos humanos. No deja de lla- mar la atención que para nada cuestionen las cifras que retoman, ni se pregunten sobre la forma en que surgieron. Aguilar y Castañeda destacan que el despliegue de los más de 50 mil miembros del Ejército y la Marina y la duplicación de los efectivos de la Policía federal no lograron reducir la violencia ni la inseguridad en el país y, en cambio, se descuidaron las labores de destrucción de plantíos y decomisos de drogas, lo que implicó una notable expansión de los territorios dedicados al cultivo; esto contradice las publicitadas afirmaciones de Calderón de que pasaba lo contrario. También rechazan que sean válidas las justificaciones del Presidente que aludían a la excepcional pérdida del control te- rritorial y la penetración del narcotráfico en las instituciones y en los medios políticos, y subrayan más bien que en realidad esas eran constantes que se habían debilitado en los últimos gobiernos. notas críticas 289 En lo que podría considerarse una segunda parte del libro, los autores se enfocan en el otro lado de la frontera, analizan las polí- ticas y prácticas estadounidenses señalando cómo se mantiene un mercado estable de las drogas (y las armas), no alterado por la tre- menda guerra que Calderón puso en práctica en México. El desafío de la venta y consumo de drogas lo enfrenta el Gobierno de Es- tados Unidos como “un problema social cuya solución depende, en buena medida, de las instituciones de salud pública”, mientras que el mexicano lo enfoca como “un problema de seguridad”, y enfatizan: “La estrategia de Zedillo, Fox y Calderón ha sido la mis- ma; lo que ha variado es la intensidad en su ejecución” (p. 121), argumento que no deja de ser significativo tratándose de ex funcio- narios que buscan deslindarse y criticar. En fin, hacen un repaso un tanto apresurado de la experiencia colombiana, de donde despren- den las alternativas posibles: atacar los daños colaterales (secuestro, homicidio, extorsión, asalto, robo), reducir el daño (cambiando el enfoque de seguridad por el de salud pública), cabildear en Estados Unidos y construir una policía nacional. En el fondo, no perciben más que una fatalidad que sólo se puede matizar, atenuar, con polí- ticas siempre ligadas sin remedio a los vecinos del norte; se trata de administrar un problema, más que resolverlo. Nancy Flores, por su parte, confronta en La farsa detrás de la guerra contra el narco el discurso presidencial sobre la guerra, sus desarrollos y resultados, con hechos y datos institucionales que van demostran- do mentiras, equivocaciones, montajes, el fracaso oficial nunca re- conocido. Para la autora, hay una “farsa discursiva” que se combina con una “guerra social”; “un doble régimen de violencia: el de los cárteles y el de las fuerzas armadas y del orden: A los primeros se les atribuyen asesinatos, secuestros, levantones, trata de personas, prostitución infantil, venta y tráfico de drogas ilícitas, de personas, armas y animales; pero como espejo de esa ilegalidad, también hay reportes de que los militares ejecutan extrajudicialmente civiles, cometen violaciones sexuales, deten- ciones y allanamientos al margen de la ley, amenazas, desapari- ciones forzadas y uso de comandos especiales clandestinos, entre otros actos violatorios de los derechos humanos que recuerdan 290 región y sociedad / número especial 4 / 2014 la siniestra guerra sucia que padecieron mexicanos en las décadas de 1969 y 1970 (2012, 25). La tesis de Flores Nández es que junto con la pretendida guerra contra el narcotráfico se realiza una verdadera guerra social contra defensores de los derechos humanos, luchadores sociales y perio- distas. De ahí que la estrategia gubernamental contra el narcotráfico asuma también un carácter contrainsurgente. El resultado se traduce en una “tragedia humanitaria” con más de 50 mil víctimas morta- les (los “daños colaterales” de Calderón), entre los que ella percibe 147 crímenes políticos; en su obra se esfuerza por desmistificar el discurso oficial, lo confronta, revela sus contradicciones y trata de leer su trasfondo. En el capítulo “Los enemigos públicos”, la autora ironiza con la desproporción que se da entre el triunfalismo presidencial sobre los buscados, capturados y encarcelados y los más de 70 mil soldados y marinos involucrados por el gobierno: En términos estadísticos, para la detención de cada uno de esos capos [13, que menciona] se necesitaron 5 384 militares; y por cada 53 efectivos del Ejército y la Secretaría de Marina enrolados en la guerra se generó una consignación exitosa de sus cómpli- ces, ahora procesados judicialmente por delincuencia organiza- da, delitos contra la salud y operaciones con recursos de proce- dencia ilícita. A partir de información de la Procuraduría General de la Repú- blica, abunda en que “los 1 306 consignados entre diciembre de 2006 y febrero de 2010 –que tienen vínculos comprobables con algún cártel de la droga– representan apenas 1.12 por ciento de los 121 199 que, para ese mismo lapso, reportó el presidente Felipe Calderón a los legisladores federales” (pp. 33 y 34). En “Paraíso de la impunidad”, Nancy Flores documenta cómo hay varios delitos que no se persiguen, a pesar de las reiteradas declaraciones presidenciales, por lo que se encuentran en situación de impunidad como: el secuestro, la asociación delictuosa, la pornografía infantil, el tráfico de personas, el lavado de dinero, el tráfico de ór- notas críticas 291 ganos, el lenocinio de menores y la corrupción, central en la lucha contra la criminalidad. Mientras más el Presidente trata de justificar su estrategia de guerra, resultan más evidentes sus insuficiencias y riesgos, la incapacidad de resolver de origen las causas de fondo, no sólo las sociales, sino de arrancar las raíces que nutren el problema, que sin duda se encuentran en la descomposición del propio apara- to estatal, caracterizado desde siempre por la corrupción multifor- me. Ejemplo de ello son las complicidades financieras con el crimen organizado, que facilitan el lavado de dinero, donde empresarios y funcionarios se relacionan y confunden con los narcotraficantes en un mercado sin fronteras muy rentable. Los montos son desco- munales, las vinculaciones se conocen por parte de las autoridades gubernamentales, pero no se persiguen; ni en Estados Unidos ni en México se hace nada al respecto, a pesar de ser básico en la lucha contra el crimen organizado (p. 95 y ss). Los cinco cárteles mexi- canos más importantes encuentran así el terreno propicio que ha posibilitado no sólo su prosperidad, sino también su proyección y desarrollo internacionales que van en aumento. En la segunda parte, Nancy Flores analiza los costos humanos y económicos en su tesis sobre la guerra social, que asume la forma de una nueva guerra sucia que –a diferencia de los años sesenta y ochenta– no es sólo contra luchadores, líderes sociales, políticos, periodistas y guerrilleros, sino que “también se ejecuta a personas sin activismo social o político”. Es un escenario que alcanza a cual- quiera, a todos, en forma indiscriminada, amenazados con volverse posibles “daños colaterales”, cómplices presuntos o víctimas; inclu- so a jóvenes, adolescentes y niños levantados, desaparecidos, asesi- nados. Los grupos paramilitares surgen en el contexto de la guerra contra las drogas, y lo mismo las caravanas de la muerte que se ocupan de la “limpieza social”: ejecuciones selectivas de presuntos delincuentes, adictos, estudiantes, disidentes y civiles. La guerra del presidente Calderón potenció por igual a dos ne- gocios lucrativos: “la milicia nacional y la industria armamentista extranjera”. Un enorme derroche de recursos se escuda en las pre- tendidas necesidades de la guerra, sostenidas, según la autora, “por tres principios básicos de los conflictos bélicos que están presentes en el mexicano: reactivar la economía nacional, legitimar al gobier- 292 región y sociedad / número especial 4 / 2014 no y reprimir las movilizaciones sociales” (p. 125). Los incremen- tos presupuestales desmesurados para las instancias institucionales involucradas en la guerra (multiplicados por ocho durante el régi- men de Calderón), no perjudican ni disminuyen las ganancias des- medidas lavadas por los cárteles. Ella desmiente la publicidad pre- sidencial que les concede a éstos mayores y mejores armas, como justificación de una verdadera carrera armamentista sin controles, desarrollada por el gobierno y en favor de la corrupción. Como parte de la guerra social, los jóvenes y adolescentes en- frentan una situación que los condena a la precariedad: “parecen tener solamente tres opciones: unirse a las filas de la delincuencia, entregarse a las adicciones o sobrevivir a duras penas, explotados en un mercado laboral cada vez más agresivo” (p. 149). Niños y niñas son reclutados por los cárteles, los primeros para trabajar como vigi- lantes, para el traslado de droga o incluso como sicarios, y las niñas sobre todo en el empaquetado de la droga. Es uno de los aspectos más dramáticos de la estela actual del crimen organizado: jóvenes y niños de ambos sexos ligados de diversas formas y grados a las ac- tividades criminales o incluso devenidos sicarios, como pretendida tabla de salvación de una situación sin remedio, en un contexto que los ahoga. Un régimen y una sociedad que de antemano los desecha como poblaciones prescindibles, sin futuro, en tanto “ninis” (que ni estudian ni trabajan ni son protegidos de forma alguna), abando- nados sin esperanzas ni futuro, donde algunos sin embargo quieren apurar el paso con sueños alimentados por las expectativas efímeras que conlleva el ingreso al mundo del crimen organizado. En La farsa detrás de la guerra contra el narco se aborda con ironía y amar- gura al “buen vecino”, señala que “el principal promotor de la gue- rra antidrogas en México (Estados Unidos) ha legalizado cientos de millones de dólares a los criminales a cambio de cuotas” (p. 159). Luego de una revisión de sus políticas, acciones, ayudas y complici- dades con el gobierno de este país, acota que “mientras los hogares mexicanos se enlutan, en Estados Unidos se consolida el mercado de drogas ilícitas, las armas y el lavado de dinero” (p. 173). Como colofón, la autora recuerda que “la economía de la cri- minalidad es, sin duda alguna, parte de la economía capitalista” y que la Organización de las Naciones Unidas calificó en 2010 a los notas críticas 293 cárteles mexicanos como “superpotencia”. En efecto, éstos tienen el doble carácter de mafias criminales y negocios rentables (al igual que el mercado de armas y la economía informal), y su difusión por el planeta –de más en más interconectado y comunicado– tiene mucho que ver con la universalización de mercados cada vez más libres e incontrolados (desregularizados) y, en general, con la mun- dialización de la economía capitalista. La guerra contra el narcotráfico se revela, para Flores Nández, como una simulación ante la ausencia contundente de resultados positivos: “Es evidente que el desmantelamiento de la industria de las drogas no es el objetivo que persigue la política de seguridad, pues no la ha menoscabado en ningún sentido. Lo que sí ha hecho, y muy bien, es desgarrar el tejido social” (p. 176). Son conclusiones tremendas, que no dejan de expresar un sentimiento generalizado de una sociedad conmocionada. Víctor Ronquillo, reconocido especialista en los temas relaciona- dos con el crimen organizado, en Los saldos de la guerra hace un minu- cioso recorrido por los denominados “daños colaterales”, que no han dejado de ocurrir desde los terribles días de la guerra sucia del México de Luis Echeverría (1970-1976). Persecuciones, desapari- ciones forzadas, homicidios, tortura, violaciones de mujeres, simu- laciones judiciales, mentiras y falsificaciones dieron forma a una violencia que desde entonces no ha cesado y donde los actores son los mismos (Ejército, cuerpos especiales, paramilitares), por más que haya cambiado en cierta medida el marco legal. Una violencia que, por lo demás, fue un elemento constituti- vo de las relaciones sociales en extremo desiguales e injustas que predominan en México desde siempre, en particular fruto de un Estado emergido de una guerra civil en extremo cruenta (la de 1910-1920), que construyó un orden social y un régimen político ajenos a la democracia, sostenidos en la intolerancia, la cerrazón y la consiguiente reproducción de distintas formas de violencia (An- guiano 2010, 19 y ss.). Una violencia de Estado que con el tiempo se trasmina al conjunto de la sociedad, asume formas extra estatales (paramilitares) y privadas (guardias blancas o incluso servicios de seguridad en venta), que el propio gobierno convalidó y promovió hasta desembocar en la expansiva violencia criminal de los cárteles 294 región y sociedad / número especial 4 / 2014 del narcotráfico; un Estado al que se le escapa el monopolio de la violencia ya no tan legítima. La guerra contra el narcotráfico, en opinión de Ronquillo, no comenzó con Felipe Calderón sino con Ronald Reagan, en los años ochenta, y la intervención de las fuerzas armadas en su combate principió con Carlos Salinas de Gortari. Ernesto Zedillo y Vicente Fox continuaron con la misma estrategia de aumentar la interven- ción militar en las labores policiacas; Felipe Calderón la intensificó y la dirigió supuestamente hacia “la búsqueda y recuperación de territorios dominados por el crimen organizado” (pp. 85 y 86). La estrategia de guerra contra los cárteles (incluso la militariza- ción) viene del norte y se proyecta para largo plazo. La violencia que conlleva deteriora el tejido social, “la zozobra determina los modos de vida” (p. 88). La impunidad, el crimen y la represión acarrean la descomposición social, como en el caso paradigmático de Ciudad Juárez, Chihuahua, devenida la ciudad más violenta del mundo. Su situación es inquietante; de repente las disputas sangrientas de los cárteles, los crímenes masivos y la violencia generalizada provoca- ron su vaciamiento, muchos de sus habitantes emigraron a ciudades del sur o del centro del país, otros pasaron a residir al otro lado, a El Paso. Por todas partes, Ciudad Juárez comenzó a convertirse en una ciudad fantasma, abandonada, con casas cerradas a piedra y lodo, en venta incierta, negocios clausurados de la noche a la mañana, calles desoladas, una economía dislocada, vida social y cultural ve- nidas a menos, bajo amenaza. Decenas de miles (o incluso cientos de miles) de desplazados de guerra que nadie cuenta ni percibe. El miedo surcando la ciudad, una atmósfera cargada de incertidumbre e inseguridad tal vez sea lo que quede en el recuerdo de los días del Gobierno de Felipe Calderón por los rumbos de esa cicatriz, de esa herida abierta que representa prácticamente toda la frontera norte del país. Luego del terror desatado, a principios de 2010, Ciudad Juárez se convirtió en “la ciudad más vigilada del mundo”, con visitas y programas especiales del propio presidente Calderón (Todos Somos Juárez), quien tuvo que enfrentar a familiares de las víctimas cri- minalizadas y hasta ofrecer disculpas (Monsiváis 2010a y 2010b). Las operaciones y fuerzas invertidas masivamente por el gobierno
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