Althusser, el comunista dominical A! no existir realmente, yo no era en la vida más que un ser de artificio, un ser de nada, un muerto que no podía llegar a querer ni a ser querido, excepto mediante el rodeo de artificios y de imposturas copiados de aquéllos por los que deseaba ser querido y a los que intentaba querer al seducirlos. L. A. I mujer, Héléne Legotien? Como no-sujeto o muerto viviente, callar. Durante un intervalo de lucidez, en cambio, se imponía la solución clásica: redactar unos textos documentales sobre su locura. De algún modo, su doble auto biografía sintetiza ambos extremos: son las confesiones de un «enfermo mental» y la inhumación pública de su subjetividad. Un suicidio simbólico. No deja de ser curioso, aparte de sórdido y patético, este final fuerte mente impregnado por lo subjetivo, en la historia de un filósofo que se ocupó en demoler todo rasgo de subjetividad en el razonamiento científico y en la epistemología que lo legitimaba. También, en este sentido intelec tual, hay algo de suicida. En una carta a Etienne Balibar (de 1980, el año del homicidio), Althusser declara que no habrá de suicidarse, sino que hará algo peor: destruir lo que ha hecho. En rigor, este proceso había empezado mucho antes. En 1968, al reeditar Lire le Capital (con la defección de ciertos colaboradores) y, más tarde, en 1974 (Eléments d'autocritique), comenzó un autocuestionamiento que lle va a su respuesta a John Lewis. Althusser va asumiendo las críticas de sus opositores, se aleja del teoricismo y el estrucíuralismo, y acaba por aceptar que su lectura de Marx, como todo el mundo había advertido, no describía la supuesta «revolución teórica» marxista frente a la mera ideólo- 234 gía de los economistas burgueses, sino que era una lectura de Marx desde el sustancialismo ordenancista de Spinoza. Althusser se acusó de haber usado culpablemente a Spinoza y abusado del modelo científico para la filosofía (otro pecado: el cientificismo). Finalmente, el estructuralismo no era una ciencia universal, sino una ideología francesa, filosofía de sabios universi tarios a la conquista de los bienes simbólicos del mundo. Varios discípulos fueron abandonando su compañía: Jacques Ranciére, Roger Establet, Pierre Macherey. Althusser venía a concluir lo contrario de su doctrina: la filosofía era la política por otros medios. Como el retor no de lo reprimido, la ideología volvía y ocupaba el impoluto espacio de la ciencia. Y el materialismo marxista de Althusser mostraba su cogollo idealista: criticar el dogmatismo sin tocar el aparato partidario (el artilugio del XX Congreso del PCUS, con el famoso informe de Kruschev sobre los crímenes de Stalin), en fin: lo que Fougeyrollas siempre había señalado en Althusser: que era un ideólogo vergonzante del Partido y que enmasca raba su ortodoxia con un supuesto rigorismo científico. Devastado, sometido a una de sus periódicas crisis de depresión, Althus ser tocaba la frontera del abandono. Quizá mató a su mujer para evitarlo, para que ella no se le escapara. Tal vez no la aceptaba como sujeto autóno mo, sino como parte de él mismo. Matarla fue una manera de desprenderse de aquella mujer que era, en cierto modo, su madre. El crimen lo desma dró, lo hizo nacer, pero lo arrojó al desamparo final, donde sólo quedaba por redactar la confesión del «soy nadie». Un inexistente Louis Althusser mató a Héléne. Por tanto, nadie la ha ma tado. Althusser no puede asumir el acto fundador de su vida como sujeto. Con la muerte de su mujer, empieza su propia agonía. Hay, por fin, otra hipótesis más fuerte y alambicada: Héléne quiso destruirse y, para ello, como siempre, instrumentó a Althusser. En efecto, puesto a instaurarse como sujeto por medio del crimen, Althusser pudo matar a su analista, en quien veía a un sustituto de su mujer y una suerte de madrepadre. Alt husser, creyendo suicidarse, en verdad fue el brazo suicida de Héléne: el gesto final de obediencia a la institución, de ortodoxia. II En la pequeña historia de Althusser, la imagen del suicidio viene de lejos y, como todo en él, por vía de las mujeres de la familia. Su abuela materna tenía un arma para protegerse de asaltantes y violadores. Su proyecto era suicidarse en caso de no poderse defender. Este relato fue uno de los térro- 235 res infantiles de Louis. En él aparecía su madre, muerta de niña. Y la reali dad repugnante de su abuela, una mujer viriloide. La madre, enamorada de Louis Althusser, que muere en la guerra euro pea, se casa con el hermano del muerto, Charles. Amante necrófila, la ma dre dará al hijo el nombre del novio muerto. Evidentemente, su marido era un mal sustituto de aquel fantasma sublime asociado a un cadáver. Louis sólo la imagina feliz en 1940, en la región del Morvan, ayudando a los refugiados de guerra, como empleada municipal. Feliz: sin marido, sin hijos, a solas con el amado ausente, metida en otra guerra como la de «él». La madre vive su matrimonio como un sacrificio a la memoria del novio. Herida, sangrante, es una mártir de la violación nupcial. Sólo el sacrificio simétrico del hijo podrá redimirla. Amenazada de violencia y despojo, la madre está siempre defendiendo su sexo y su dinero. Cuando sale, lleva el monedero en las bragas. El niño se identifica con la amenaza y la defen sa: habrá de evitar el gasto, el riesgo y la sorpresa. A su tiempo, la madre ha transformado su fobia (de raíz sexual, pero proyectada sobre el mundo) en despótico y articulado catolicismo. A su lado, Louis crece débil, solitario y femenino. La madre lo desea absolutamente puro y juicioso, y él se empe ñará en mostrar, siempre, que ha cumplido con ese deseo que lo anima como sujeto. El fundamento de esta actitud sacrificial es la fobia al propio cuerpo, sobre todo al cuerpo sexuado. Es lo primero que se sacrifica (que se vuelve sagrado: tabú, intocable y siniestro) para obtener la ansiada pureza. Preci samente, es la madre quien le señala su identidad sexual: es un disminuido, ya que sólo tiene dos orificios, cuando su hermana (como todas las muje res) tiene tres. La «pequeña diferencia» viril sólo sirve para manchar las sábanas a partir de la pubertad. El muchacho se avergüenza cuando la madre se lo dice. Ve que su madre agarra su pene con las manos y se lo arranca, para concederle la «tercera ventaja». Lo viola y lo castra, como su padre a ella. «Lo fastidioso es que existan los cuerpos o, peor aún, los sexos», reflexionará en su autobiografía. Rebatida sobre el mundo, la fobia le hace ver que todo es sucio, corruptible y perecedero. El mundo está impregnado de señas maternas y, como tal, se lo percibe. Althusser, para compensar esta percepción, colecciona objetos incorruptibles: azúcar, cien pares de zapatos, dinero, ideas verdaderas, fundamentos inconmovibles del saber y del ser. El vínculo con la madre, por fin, se sublima en la ortodo xia. La madre ha celebrado las bodas místicas con el sacerdote, como la Iglesia con Dios. Su mísero cuerpo alumbrador no es más que el vehículo entre el Señor y su criatura. Del padre, Althusser nos deja su retrato en vaciado, quiero decir: un mo delo de virtudes viriles, de ésas que el hijo nunca tendrá. Es un hombre 236 alto, fuerte, irónico, sensual, amante del vino, la carne saignant y las muje res. Se desempeña como importante funcionario de la banca francesa en Marruecos. Un padre que le infunde terror, que evidentemente no quiere a su madre, orgulloso de que sus hijos tengan buenas calificaciones escola res. Louis nunca ha recibido orientaciones de su padre. Para colmo, la amante de éste se llama Louise, su nombre en femenino. El plexo de cualidades viriles del padre no integra la herencia del hijo. Hay algo de desconocimiento paterno en esta disociación. Es como si el deseo del padre se orientara hacia objetos exteriores a su casa (amantes, negocios, distracciones en el club). Althusser-hijo lo advierte cuando reco noce su nombre. Louis es una palabra que le da horror. Es el nombre del muerto que ama su madre, no su nombre, ni, mucho menos, el nombre dado por el padre al hijo. Es, de algún modo, el nombre de un padre irre gular y fantasmal. A menudo, quiere cambiárselo. En 1957, vive quince días con Claire, una mujer casada que realiza esa fantasía de rebautizarlo. Lo llama Pierre Berger. Es ¿casualmente? el nombre de uno de los abuelos de AJthusser. A Claire escribe estas líneas definitivas el 13 de diciembre de 1957: La vida es como un juego de espejos. Buscamos nuestra imagen en un rostro. Cree mos buscarlo en el suyo, cuando queremos leer, en el rostro del otro, sus pensamien tos más secretos. El placer más agudo de la vida consiste, sin duda, en descubrir ese secreto inscrito en una mirada, grabado en un rostro, publicado en una voz, visi ble y a la vez oculto a todos, confesado sin necesitar confesarlo ante uno mismo, lo que se ve claramente en el amor y la crueldad. Esta página resume la búsqueda vital de Althusser: encontrar a una mu jer que lo rebautice con su nombre propio y que sea digna de amor y de crueldad. Una mujer que haga lo que su padre no hizo: darle su nombre para que, a su vez, fuera identificable el nombre del padre. Otro inciso que abunda en el tema es el de la lengua legítima. En Argelia, tiene prohi bido (por la madre, obviamente) hablar árabe, lo que hablan los chiquillos callejeros. Luego, Althusser se hará una lengua propia mezclando el dialec to del Morvan con el francés escolar. Su lengua de filósofo realizará esta fantasía de apropiación/despojo: será la lengua de un discurso sin sujeto. En lugar de padre, Althusser tendrá maestros. Profesores a los que en cantará con su inteligencia y su aplicación. Hijo amoroso y dócil del maes tro, tendrá, por contra, relaciones muy impersonales con sus compañeros de carrera (salvo con Canguilhem y Desanti). Querrá ser el hijo único y exclusivo. Su modelo de pareja, por tanto, no será la de sus padres, inexistente como tal, sino la relación con su hermana: solteros, juntos y castos de por vida. La hermana es depresiva crónica, como él, y estudia de enfermera, para estar todo el tiempo en los hospitales y ambulatorios que frecuentará Louis como paciente. Pero la hermana, en tanto mujer, tiene algo de ma- 237 dre, de la siniestra madre. En 1964, Althusser sueña que ha de matar a su hermana o, en cualquier caso, que ella debe morir. Recuerda el sueño con un sentimiento de sacrificio mezclado con placer sexual. Es el sacerdo te que convierte en sagrada a la víctima, pues tal es sacrificar. El prototipo de mujer que se forja Althusser es muy definido: una mu chacha pequeña, morena y (esto es interesante) que siempre está de perfil, como si pasara de largo, sin mirarlo. Una mujer que resiste al primer in tento del varón (no sabemos si al segundo), que se deje amar pero que no lo ame, ya que le repugna ser objeto del deseo femenino. La historia sexual de Althusser, hasta su encuentro con Héléne, cuando él tiene unos treinta años, es curiosa y difícil de creer. Aparte de las polu ciones nocturnas, Louis es casto y sólo descubre la masturbación a los veintisiete años, tan emocionado que se desmaya. Esto nos muestra hasta qué punto ha vivido lejos de su cuerpo y del cuerpo de los demás, sobre todo pensan do en sus años de internación en campos de prisioneros, colegios, hospita les, etc. En compensación, al evocar este tiempo, recuerda unos paisajes impregnados de alusiones genitales, con árboles y plantas que le evocan los órganos del sexo. Connotaciones sexuales tienen, también, algunas imá genes de corrupción y de muerte: el tiempo pasado en los retretes, oliendo los restos de excrementos ajenos, la abuela matando animales domésticos para comérselos. Otro aspecto de su distante y oblicua relación con el cuerpo y con el mundo corporal es su descrita cobardía física. Teme pelearse, exponer su cuerpo disminuido por la fuerza de otro. De hecho, no recuerda haberse peleado en su vida. Teme, asimismo, ser abandonado, exponerse desnudo o ser objeto de requerimientos amorosos. Al definirse como «un hombre de nada, sin más existencia que la de sus artificios y de sus imposturas», se está defendiendo, mágicamente, de esa difusa agresión que percibe en el mundo (tal vez, el fantasma del otro Louis Althusser, que viene a quitar lo de en medio para quedarse con su madre). En cualquier caso, la realidad exterior, terrífica, queda, por las dudas, y para siempre, fuera de su alcan ce, y viceversa, generando una situación de psicosis defensiva que, regular mente, anula su identidad, la presencia de él mismo ante él mismo. La cobardía, en otro sentido, se compensa con la obediencia, la pertenencia a una institución protectora: la ortodoxia. Entonces aparece Héléne, una mujer que odia a su propia madre, que la odia a su vez y le transmite un decreto con la prohibición de vivir (algo así como la madre de Louis a su hijo). Identificada con esta imagen odiosa y terrible, Héléne teme convertirse en una harpía, incapaz de ser amada, aunque capaz de amar. De hecho, acabará con la vida de sus padres, apli- 238 candóles unas sobredosis de morfina, para aliviarlos de los dolores del cán cer. Y del resto. El primer encuentro con Héléne le produce repulsión y terror. El olor de su piel le parece obsceno. Ella le habla del comunismo y del mito de la clase obrera, mientras él prepara su viaje a Roma, para ver a Pío XII. Por fin, se produce el encontronazo sexual: «...algo nuevo, sobrecogedor, entusiasta y violento». De seguido, fantasías de abandono, depresión, Hélé ne que lo lleva a un psiquiátrico donde le aplican electrochoques. Althusser percibe la violencia del lugar, mientras los médicos discuten si lo suyo es demencia precoz o melancolía con picos depresivos. Héléne entra en su vida, lo penetra con violencia y lo atraviesa con su deseo. Althusser se siente poseído como si el varón fuera ella, que supervi sa su vida íntima, examina y rechaza a las demás mujeres que asedian a Louis. Es como el fantasma del tío muerto, hecho mujer. Y como la ma dre, que detesta a las mujeres, porque cuestionan su calidad de única. Lue go, racionaliza su rechazo: esta mujer no te conviene; ésta otra, tampoco, etc. Ella es, a la vez, la buena madre y el buen padre que Louis nunca tuvo. Le da la juventud que jamás conocerá. Lo convierte en otro hombre, como una madre iniciática. Al fin, Louis puede amar, follar y ser comunista. A su vez, Héléne exacerba su inestable identidad; es joven y viejo (desea cele brar un pacto diabólico de eterna juventud), es un varón pero actúa como una mujer de su casa, remilgada y pálida, que hace la comida y lava los platos; puede y no puede amar; se deprime y se exalta; pasa de la impoten cia sexual a la exaltación hipomaníaca; a veces, se describe como una mu jer estéril, incapaz de amar y objeto pasivo del deseo masculino, enamora da de modo narcisístico de sí misma a través de su hijo, pero carente de un hijo efectivo. Instrumento del deseo de su madre, Althusser entrega esta herencia a Héléne: un artefacto. Ella lo acepta con su voz «incomparable mente cálida, buena, siempre grave y flexible como la de un hombre» y la toma con sus manos «de una mujer muy vieja, de una pobreza sin espe ranza ni recurso.,.». La relación tiene intermitencias: las internaciones de Louis, las desapari ciones de ella (como las del padre Althusser). Héléne prohibe que él tenga relaciones libres con otras mujeres, que se marche a vivir con ellas, que les haga hijos. Cuando queda embarazada, va a Inglaterra y aborta. Louis recuerda el hecho como un enésimo sacrificio. En realidad, es él quien se lo pide: le horroriza la paternidad. Héléne, mujer única, símil de la hermana- madre, es, sobre todo, la esposa mística: guía, compañera, amante, padre, madre, hermana, todo antes que mujer. Controladora y celosa, pone límites a la seducción de Althusser, cuando llega a las fronteras del ligue. Forma parte, en rigor, de un nudo de relaciones que Althusser se ha tejido para 239 compensar su ausencia psicótica del mundo: primero está Héléne, que es el padremadre; luego, el analista o confesor, la madrepadre; por fin, los amigos, acaso «los otros». En una carta de Héléne (1962) la describe como la mujer que creyó en él y unió las dos partes de su identidad, escindidas por la duda; era un ser que tenía la edad del mundo (sic) y logró armonizar la vida con la intransigencia de los principios. Clave de los enigmas, lugar de la conciliación, arcaica figura que llega a los orígenes del mundo: Hélé ne es la mamá pero, sobre todo, la madre arquetípica, la sustancia unifica- dora que todo lo suelda y apacigua todas las contradicciones. Por ello, también se erige en vehículo privilegiado con la ortodoxia. Hélé ne, antigua comunista, es/no es expulsada del Partido, en un proceso insufi cientemente documentado. En cualquier caso, Althusser vive con los dos, como un cura con su barragana, en «el gran seminario sin Dios y sin misa» que es la Escuela Normal Superior. Cada tres años, ella lo lleva a un psi quiátrico. Allí conocerá la gloria (década del sesenta) y la psicosis filosófica del cuestionamiento y el suicidio intelectual (década del setenta). Allí, con vertido, finalmente, en nadie, ejecutará a Héléne. III En oposición a sus relaciones dramáticas y desgarradas con las mujeres (y con la mujer y con la Mujer), Althusser ha vivido algunos episodios de idilio sentimental con otros varones. Su biógrafo Boutang no vacila en defi nirlo como un homosexual latente y denegado. En su autobiografía, Althus ser recuerda haberse abrazado, llorando, a su amigo Paul de Gaudemar, y sentido cierta excitación sexual. Se conocieron en 1935 y Althusser le envió una copia de un pasaje del han Christophe de Romain Rolland: «Ten go un amigo. El amor de nuestras almas entremezclado en nuestras al mas». Siempre en busca de protección, Althusser se siente protegido por Paul, y media entre Louis y otra muchacha, que Althusser recuerda seme jante a la primera, pero con escasa verosimilitud. Louis envía su diario íntimo a Paul, para que lo revise. Si hubo algo de físico en este amor con tanta delicada intimidad, fue rechazado por Althusser, seguramente porque se trataba de una gratifica ción corporal, algo obsceno y pecaminoso. Pero puede pensarse, también, que no hubo sublimación en éste y otros casos similares, sino que, simple mente, lo masculino era sublime para Althusser, y estaba levitando sobre la femenina y corrupta gravedad de la tierra. Tal vez la imagen amorosa de Althusser fuera bisexual. Recuerda lo atractiva que le resultaba una mujer que orinaba como un varón, y Robert Daél, su compañero de cauti- 240 verio, «cariñoso conmigo como una mujer, la verdadera madre que yo no había tenido». Líder político de los internados, Daél recibió de Althusser la promesa de rfo casarse nunca, suerte de voto de celibato. A su vez, Daél escribió a la madre de su amigo (14 de octubre de 1945): «Él y yo iremos de la mano y él lo sabe bien (...) Si usted supiera cómo lo amo, se inquieta ría mucho menos». De su maestro Jean Guitton, Althusser escribirá: «Guitton está enamora do de mi alma». El filósofo y teólogo católico evocará su relación con Alt husser acudiendo a las parejas Sócrates-Platón, Jesús-Juan. Fue, tal vez, un caso de Eros pedagógico, el discípulo enamorado del deseo del padre sustituto, que es el maestro. Hay algo de erótico en este narcisismo colecti vo del saber que contiene toda doctrina revelada: amarse en la verdad de Dios. Crisis típica de la adolescencia, esta erótica de la verdad aparece en la historia personal de muchos intelectuales comunistas, que reconvir tieron su religión en otra religión. Aquí puede hallarse alguna clave para esta zona penumbrosa de la sexua lidad y la afectividad de Althusser. Su homosexualismo es el que corres ponde a las reuniones herméticas de varones solos: internados de jóvenes, cuarteles, campos de prisioneros, conventos. Mentalmente, Althusser vivió siempre en un claustro. Hipóstasis del claustro materno, quizás, o institu- cionalización de una comunidad de sabios que revela, recibe y administra la verdad. En cualquier caso, desde pequeño, Althusser sintió como cerca nos el martirio, la sexualidad y la vida religiosa. Las imágenes de la virgen de hierro, el empalamiento y la sodomización a que venía a someterlo el fantasma de su tío muerto, aparecen juntas, Guitton llegó a considerarlo santo, junto con su hermana. La vida monástica (castidad, trabajo manual, silencio) fascina a Althusser desde tiempo precoz. «He pensado en el retiro del convento como una solu ción de vida a todos mis problemas insolubles. Desaparecer en el anonima to, mi sola verdad: siempre ha permanecido, e incluso ahora, a pesar y contra la notoriedad que sufro tanto». Trabajo solitario, compañías exclusi vamente masculinas, discípulos y maestros, todos estudiando cómo Dios, a través del cristianismo, deviene en la historia. De hecho, los treinta y dos años que Althusser pasó en la Escuela Normal Superior pueden verse como un largo episodio conventual. Allí había «reclusión monástica y ascé tica, y protección»: trabajar solo era no meter las manos en el mundo, ac tuar a distancia, no tocar a la sagrada e inmunda madre mundanal. El tacto es materno, la vista es paterna y establece la distancia lúcida y lim pia, la nitidez. Más allá de la Escuela, siempre la vida de Althusser ha ocurrido dentro de la cerrazón de un círculo: familia, campo de prisioneros, Iglesia, Partí- 241 do, ENS. Algo protector y concluso: una cárcel. Finalmente, el crimen ex plicó esta larga condena. IV Ayuda a pensar la historia intelectual de Althusser esta introducción a la ortodoxia y a la protección institucional del claustro. En cierto modo, Althusser fue toda su vida un intelectual católico, y su comunismo, una variante sofisticada (e impostada) de su catolicismo. Así resulta legible su parábola ideológica, que lo lleva de un comienzo a un fin, igualmente im pregnados de mesianismo católico, mediados por un rodeo en torno a la ecclesia visibilis de la ciencia revolucionaria marxista. Rememora el propio Althusser: «...fue en gran parte gracias a las organi zaciones de la Acción Católica como entré en contacto con la lucha de cla ses y, en consecuencia, con el marxismo». Su conflicto con la Iglesia es atribuido a causas sexuales (incompatibilidad moral), aunque, según vere mos, esta lectura autobiográfica no es objetiva. Lo cierto es que Althusser, por vía católica, era marxista antes de leer El Capital (hacia 1964/5). Y, a la vuelta de ios años, desde 1977, se torna frecuentador de las monjas que regentan el convento de las Pequeñas Hermanas de Jesús, a las que declara: «Vosotras vivís en la sencillez, que es el verdadero comunismo». Desde los lejanos días de 1946, cuando peregrinó a Roma para ver a Pío XII, Althusser, en la Semana Santa de 1989, pedirá a su ex-discípulo Jean- Robert Armogathe que rece por él, y a su antiguo maestro el teólogo Jean Guitton (sancionado por colaborar con el régimen de Pétain), que le consiga una entrevista con Juan Pablo II. En ese tiempo, Althusser estaba entusias mado por la llamada teología de la liberación (cf. el prólogo a Filosofía y marxismo de Fernanda Navarro, 1986): las masas populares desean in conscientemente la liberación de la humanidad y este deseo se ha de volver consciente por gerencia de la teología (como, antes, por medio de la ciencia marxista). A cierta altura de su historia intelectual, Althusser halló que Roma no estaba en Roma, sino en Moscú. Pero seguía siendo Roma. El cristianismo habría de conquistar esta «nueva Roma». El reino de los pobres instaurará e! reino de Cristo. La guerra contra los malos será ganada por esta suerte de Cristo armado, Cristo guerrillero o militante Cristo Rey. El comunismo aparece, de tal modo, como la actualización del cristianismo en el siglo XX. Otros rasgos de su conducta intelectual inciden en lo mismo. Althus ser siempre buscó el texto del Fundador de la Secta (el Marx científico frente al Marx precientífico, luego el Mao del Libro Rojo), el líder referen- 242 cial, el dogma (lo definitivo de la ciencia frente a lo efímero de la ideolo gía), el movimiento mesiánico que, por medio de la revolución, devolviera la humanidad a sus puros orígenes. Ir era volver. La revolución (la bolche vique, mayo del 68 o la revolución cultural china) instauraba la verdad en la historia. Siempre acompañaron a Aíthusser los sentimientos (confesos) de una po sible vocación religiosa y cierta disposición a la elocuencia eclesiástica. Pe ro su anecdotario intelectual refuerza, objetivamente, estas convicciones. En su juventud lyonesa adhirió a la causa monárquica y al catolicismo social, bajo las enseñanzas de Guitton, Jean Lacroix y Paul Hours. No era nacionalista en la línea de Charles Maurras, porque éste se proclamaba positivista, agnóstico y pagano. En sus Cuadernos (14 de enero de 1937) anota: Una religión absolutamente totalitaria. Confiarse a ella, verdadero consuelo. Cuanto más se la estudia, más se encuentra lo que se busca fuera de ella, al ignorársela. Es la más hermosa maravilla del mundo. Su monarquismo, a cierta altura, se vuelve populista. Si la burguesía ha perdido la fe en Francia, ésta ha de recuperarla entre el campesinado y la juventud. Este momento coincide con una crisis religiosa personal de Aíthusser: su fe vacila y esta duda la vive como un abandono: Dios lo ha dejado solo. Imposibilitado de adoptar una religión de la persona indivi dual y la consciencia {la solución protestante), Aíthusser parte al encuentro de una Iglesia sustitutiva y la halla en el Partido Comunista. Ingresa en él en 1948, tentado por la fórmula hegeliana: «El contenido siempre es jo ven». Horrorizado por la perspectiva de un individualismo cristiano, angus tioso y existencial (San Agustín, Pascal), Aíthusser clama por el fundamen to eterno del mundo (del mundo histórico, en este caso): la ciencia marxis- ta. En esto, Hegel lo ayuda. La ciencia de la historia, en un primer momen to, es la disciplina que permite al hombre tomar conciencia de su desalienación. El sujeto de la historia es cada hombre concreto, cada individuo particular. La verificación de esta ciencia es la práctica política revolucionaria (la del Partido, obviamente). El marxismo sería la filosofía inmanente del proleta riado, que el filósofo vuelve filosofía consciente. Al mismo tiempo, hasta 1952, Aíthusser sigue perteneciendo a organiza ciones católicas, como Jeunesse de l'Eglise, de modo que su explicación so bre el paso de la Iglesia al Partido es objetivamente incierta. Le cuesta renunciar a la promesa primaveral de la Iglesia, transferirla a la comunista «primavera de los pueblos». La historia, sin estos elementos escatológicos, es envejecimiento, caducidad y muerte. Cristo, sin las molestas mediacio nes de Lukács y Sartre, será, a la vez, Mesías y Revolucionario. Su primera
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