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Algo Para Nosotros Temponautas PDF

27 Pages·2009·0.2 MB·Spanish
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Algo Para Nosotros Temponautas Sobrecubierta None ALGO PARA NOSOTROS, TEMPONAUTAS Philip K. Dick Addison Doug avanzaba, con aire exhausto, por el largo sendero de lajas redondas hechas de madera sintética, paso a paso, la cabeza baja y como si le agobiase un enorme dolor físico. La joven le veía llegar, sufriendo ella también al darse cuenta de su dolor y su cansancio, pero al mismo tiempo se alegraba de que al menos estuviese allí. Paso a paso el hombre avanzó hacia ella sin levantar la cabeza, automáticamente... como si hubiese recorrido aquel camino muchas veces, pensó ella de pronto. Conoce el camino demasiado bien. ¿Por qué? —¡Addi! —gritó y echó a correr hacia el hombre con deseos de ayudarle—. Dijeron por la televisión que estabas muerto. ¡Que todos habíais muerto! El hombre se detuvo y con una mano esbozó el gesto de echarse hacia atrás el pelo, que ya no era largo. Se lo habían cortado antes del lanzamiento. Pero sin duda lo había olvidado. —¿Crees algo de lo que ves en la televisión? —dijo, y siguió avanzando, con pausas y vacilante, pero sonriendo ahora. Alargó la mano hacia ella. «Dios, qué bueno es poder tocarle y sentir sus manos en mí —pensó la joven —. Aún tiene más fuerzas de las que yo creía.» —Estaba a punto de buscar a alguien —jadeó—. Alguien que te reemplazase. —Te rompo la cabeza si lo haces —contestó él—. De todas formas no es posible, nadie puede reemplazarme. —Pero ¿qué pasó con la implosión, al volver? Dicen que... —Lo he olvidado —contestó él con el tono que solía usar cuando quería decir: no voy a hablar de ello. Este tono la había irritado siempre antes, pero no ahora. Esta vez se dio cuenta de lo horrible que debía de ser el recuerdo—. Voy a quedarme en tu casa un par de días —continuó él diciendo, mientras avanzaban juntos por el sendero hacia la puerta abierta de la casa, en forma de A—. Quiero decir, si estás de acuerdo. Benz y Crayne se reunirán conmigo más tarde. Quizá esta misma noche. Tenemos mucho que hablar y que calcular. —Entonces, sobrevivisteis los tres —dijo ella mirando su rostro demacrado —. Nada de lo que dijeron en la televisión... —Comprendió al fin, O creyó comprender—. Era una historia inventada. Por razones políticas o para engañar a los rusos, me imagino. Para que la Unión Soviética crea que el lanzamiento fue un fracaso, debido a vuestra entrada, al volver... —No —dijo él—. Un crononauta ruso se reunirá con nosotros, probablemente. Para ayudarnos a calcular lo que ha sucedido. El general Toad dice que hay ya uno en camino hacia aquí. Ya le han concedido el pase. A causa de la gravedad de la situación. —¡Dios mío! —exclamó la muchacha, sorprendida—. Entonces, ¿para quién inventaron esa historia? —Vamos a beber algo primero —dijo Addison—, y luego intentaré explicarte lo que yo sé. —Lo único que tengo de momento es un poco de brandy californiano. Addison dijo: —No importa lo que sea. Bebería cualquier cosa, tal y como me siento. Se derrumbó sobre el sofá, echó hacia atrás la cabeza y dejó escapar un suspiro agobiado, mientras la joven se apresuraba a preparar bebida para los dos. La radio del coche estaba diciendo: «...Apenados ante el trágico giro que han tomado los acontecimientos, a partir de un imprevisto...» —Palabrería oficial —dijo Crayne cerrando el aparato. Iba en el coche con Benz y les resultaba difícil encontrar la casa. Sólo habían estado allí una vez. Crayne pensó que era una manera bastante informal de reunirse en conferencia para un asunto de tal importancia, esto de darse cita en casa de la chica de Addison, allí en las afueras de Ojai. Tenía la ventaja, sin embargo, de que no les molestarían los curiosos. Y no disponían de mucho tiempo. Aunque esto era difícil de saber. Nadie podía asegurarlo. A ambos lados de la carretera se velan colinas que en un tiempo estuvieron cubiertas de bosques. Ahora los caminos de entrada a las casas y las irregulares carreteras de plástico fundido estropeaban el paisaje por todas partes, pensó Crayne. —Apuesto a que esto fue muy hermoso en el pasado —le dijo a Benz, que iba conduciendo. —La Floresta Nacional de los Padres no queda lejos de aquí —contestó Benz —. Me perdí en ella una vez cuando tenía ocho años. Pasé horas y horas en el bosque, pensando que iba a morderme una serpiente de cascabel. Cada rama que veía me parecía una serpiente. —Bueno, pues ya te ha mordido ahora —dijo Crayne. —A todos nosotros —añadió Benz. —Sabes —dijo Crayne—, es una experiencia terrible esto de estar muerto. —Habla por ti. —Pero técnicamente... —Si haces caso de lo que dice la radio y la televisión —dijo Benz volviendo hacia él su cara de gnomo, muy seria—, no estamos más muertos que la demás gente que vive en este planeta. La única diferencia es que la fecha de nuestra muerte está inscrita en el pasado, mientras que la de los otros corresponde a un momento incierto del futuro. Algunos de ellos la tienen bien fijada, sin embargo; por ejemplo, los que están en un hospital de cancerosos. Para ellos es tan seguro como lo es para nosotros. Más aún. Fíjate en esto: ¿cuánto tiempo podemos quedarnos aquí antes de tener que regresar? Disponemos de un margen que los cancerosos graves no tienen. Crayne respondió con acento cáustico: —Pronto vas a decirme que hemos de alegrarnos por no sentir dolores. —Addi los tiene. Le vi partir dando bandazos esta mañana. Los tiene psicosomáticarnente y se han convertido en una dolencia física. Como si Dios le estuviese metiendo la rodilla en el cuello. Lleva demasiado peso sobre sí y no es justo. Pero no se queja en voz alta. Sólo de vez en cuando enseña sus llagas — sonrió al decir esto. —Addi tiene más razones para vivir que nosotros. —Todo hombre tiene más razones para vivir que ningún otro hombre. Yo no tengo una chica con la que acostarme, pero me gustaría ver las puestas de sol sobre Riverside Freeway unas cuantas veces más. No son las cosas que tienes para vivir lo que cuenta, sino las ganas que tienes de verlas, las ganas que tienes de estar ahí... Eso es lo más triste de nuestro caso. Continuaron rodando en silencio. Los tres temponautas estaban sentados, fumando, en el saloncito de la casa de la joven. Se lo tomaban con calma. Addison Doug estaba pensando que la chica tenía una expresión más provocativa y deseable que nunca, con su suéter blanco muy ajustado y su microfalda. Ojalá que no estuviese tan provocativa. El no tenía fuerzas para eso ahora, tal y como se sentía por dentro. Demasiado cansancio. —¿Sabe ella de lo que se trata? —preguntó Benz señalando a la chica—. Quiero decir, ¿podemos hablar abiertamente? ¿No le sorprenderá demasiado? —Aún no le he dado ninguna explicación —dijo Addison. —Pues será mejor que lo hagas —comentó Crayne. —¿Qué es lo que ocurre? —dijo ella, con un sobresalto, poniéndose una mano entre los dos montículos de sus pechos, como si quisiera tocar algún símbolo religioso que no estaba allí. Addison se quedó pensativo un momento. —Fuimos aspirados al hacer la entrada —dijo Benz, que era realmente el más cruel del grupo. O por lo menos el más brusco—. Verá usted, señorita... —Hawkins —dijo ella en un susurro. —Encantado de conocerla, señorita Hawkins —dijo Benz observándola de arriba abajo con su habitual frialdad—. ¿Tiene usted además un nombre? —Merry Lou. —Muy bien, Merry Lou —dijo Benz. Los otros dos hombres observaban la escena en silencio—. Parece uno de esos nombres que las camareras llevan cosidos en la blusa. «Me llamo Merry Lou y voy a servirle la cena, y el desayuno, y el almuerzo durante los próximos días, o durante los días que sean hasta que abandonen la partida y vuelvan a su propio tiempo. Serán cincuenta y tres dólares y ocho centavos, por favor; propina no incluida. Y espero que no vuelvan nunca, ¿me oye?» —Había empezado a temblarle la voz. Y el cigarrillo también—. Lo siento, señorita Hawkins — dijo, y añadió luego—: Estamos todos desquiciados con este lío de la entrada. La implosión, ya sabe. Tan pronto como llegamos nos enteramos de la cosa. En realidad, lo hemos sabido antes que nadie. —Pero no podíamos hacer nada —dijo Crayne. —Nadie puede hacer nada —le dijo Addison, y le pasó el brazo por la cintura. Parecía una escena vivida previamente, y de pronto comprendió. Estamos en un círculo cerrado, y seguimos dando vueltas y vueltas por él, tratando de resolver el problema de entrada, imaginando siempre que es la primera vez, la única vez.., y sin resolverlo nunca. ¿Qué número hace esta tentativa? Quizá sea la millonésima. Quizá nos hemos sentado aquí un millón de veces, analizando los mismos hechos una vez y otra y sin llegar a ningún sitio. Se sentía cansado hasta la médula, al pensar esto. Y experimentó al mismo tiempo una especie de odio filosófico que envolvía a los otros dos hombres, porque ellos no tenían este enigma que resolver. Todos vamos al mismo sitio, como dice la Biblia. Pero.., lo que pasa es que nosotros tres hemos estado allí ya. Estamos allí, en este mismo momento. De manera que es tonto pedimos que permanezcamos en la superficie de la Tierra y discutamos y nos preocupemos tratando de averiguar lo que ha funcionado mal. Eso son nuestros herederos quienes tendrían que hacerlo. Nosotros ya hemos hecho bastante. No lo dijo en voz alta, sin embargo. Por los otros. —Quizá tropezasteis con algo —sugirió la joven. Mirando hacia los otros dos, Benz dijo, con sarcasmo: —Si, quizá «tropezamos» con algo. —Los comentaristas de la televisión continúan diciendo eso—insistió Merry Lou—. Que el peligro de la entrada estaba en encontrarse fuera de fase espacial y, por lo tanto, chocar con algún objeto tangente a nivel molecular. Cualquier objeto... —hizo un gesto al llegar aquí—. Ya sabéis, «dos objetos no pueden ocupar el mismo lugar al mismo tiempo». De modo que todo saltó, por esta razón. Hizo una pausa y miró en torno, con aire interrogador. —Ese, desde luego, es el mayor agente de riesgo —asintió Crayne—. Por lo menos en teoría, según calculó el doctor Fein, de planteamiento, cuando llegaron a la cuestión de imprevistos. Pero disponíamos de muchos sistemas de seguridad, con tal de que funcionasen automáticamente. La entrada no podía tener lugar a menos que estos aparatos nos hubiesen estabilizado espacialmente, para que no nos amontonásemos sobre algo. Naturalmente todos ellos pueden haber fallado en secuencia. Uno detrás de otro. Estuve haciendo todas las comprobaciones en el momento del lanzamiento y todas ellas coincidían en que estábamos en la fase conveniente, en aquel momento. No oí tampoco ninguna señal de aviso. De pronto dijo Benz: —¿Os dais cuenta de que nuestros más próximos parientes son ahora ricos? Les corresponden todas las primas de nuestros seguros de vida federales y comerciales. Nuestros «parientes más próximos»... ¡Dios del cielo! Pero si somos nosotros mismos. Podemos pedir el pago de muchos miles de dólares, en mano. Entrar en la oficina de seguros y decir simplemente: estamos muertos. Venga la pasta. Addison Doug estaba pensando en los funerales públicos. Lo tenían ya todo preparado, para después de las autopsias. Aquella larga hilera de «Cadillacs» negros, desfilando por Pennsylvania Avenue, seguida de todos los dignatarios del Gobierno y de todos los condenados científicos. Y nosotros estaremos allí. No de una manera, sino de dos: dentro de los féretros de roble, con incrustaciones de metal y las banderas por encima, y al mismo tiempo de pie, en coches abiertos, saludando a la muchedumbre del cortejo fúnebre. —Las ceremonias —dijo en voz alta. Los otros se quedaron mirándole, sin acabar de comprender. Y luego, uno tras el otro, comprendieron. Pudo verlo en sus rostros. —No —dijo Benz, con voz ronca—. Eso no es posible. Crayne sacudió la cabeza con énfasis: —Nos darán la orden de estar allí, y allí estaremos. Cuestión de disciplina. —¿Tendremos que sonreír también? —exclamó Addison—. ¿Sonreír como cabrones? —No —dijo el general Toad lentamente, su cabeza de pavo oscilando sobre su cuello de escoba. Tenía la piel ajada y llena de manchas, como si el gran peso de las condecoraciones que colgaban de su pecho y del cuello rígido de su guerrera hubiesen iniciado un proceso de ruina en su organismo—. No tienen ustedes que sonreír, sino, por el contrario, adoptar una actitud condolida, como corresponde a las circunstancias. A tono con el duelo nacional que preside la ocasión. —Eso va a resultar un tanto difícil —dijo Crayne. El crononauta ruso no dijo nada. Su cara angulosa de pájaro, que aún parecía comprimida bajo los auriculares de traducción simultánea adosados a sus orejas, parecía abstraída y preocupada. —La nación entera notará su presencia entre nosotros, una vez más, durante este breve intervalo. Las cámaras de todas las cadenas de televisión del país apuntarán hacia ustedes sin previo aviso y los comentaristas han sido ya instruidos para que le digan al público lo siguiente. —Sacó una hoja de papel mecanografiado del bolsillo, se caló las gafas, se aclaró la garganta y soltó su perorata—: «Estamos enfocando ahora tres figuras que vienen juntas en un coche. No podemos reconocerlas aún del todo. ¿Pueden ustedes?» —el general Toad bajó la hoja escrita—. Al llegar a este punto interrogarán también a sus colegas. Y por fin exclamarán: «Pero Roger»... o Walter, o Ned, según las circunstancias del caso... —O Bill interrumpió Crayne—, en el caso de que se trate de la cadena Bufonidae, que opera desde el pantano. El general Toad ignoró la frase y siguió diciendo: —En líneas generales exclamarán: «Pero, Roger, me parece que estamos viendo a los tres temponautas en persona. ¿Significa esto que el problema ha sido... » Y el colega comentador responderá con voz ligeramente más sombría: «Lo que estamos viendo en esta ocasión, creo que es, David (o Henry, o Peter, o Ralph, según los casos), la primera comprobación práctica de lo que los técnicos llaman la Actividad del Tiempo de Salida, es decir, la ATS. Contrariamente a lo que pudiera parecernos a primera vista, estos no son —repito no son— nuestros tres valientes temponautas propiamente dichos, sino más bien su imagen, recogida por nuestras cámaras, suspendida temporalmente en su viaje hacia el futuro, cuyo destino, en principio, era el siglo próximo... Pero según parece hubo una constricción en su lanzamiento y aquí están ahora, entre nosotros, en lo que conocemos como el presente.» Addison Doug cerró los ojos y se quedó pensando; seguro que Crayne va a preguntarle ahora si las cámaras no podrían enfocarle comiendo algodón de azúcar y con un globo en la mano. Creo que todos nos hemos vuelto locos con este enredo. Luego se preguntó: ¿cuántas veces habremos pasado ya por esta estúpida rutina? «No puedo demostrarlo; sin embargo —pensó con fatiga—, sé que es cierto. Hemos estado sentados aquí muchas veces ya, oyendo estas mismas palabras sin sentido.» Se estremeció al pensarlo. Cada palabra que oía... —¿Qué pasa ahora? —le preguntó Benz, inquisitivo. El crononauta soviético tomó la palabra por primera vez desde su llegada y preguntó a bocajarro: —¿Cuál es el máximo intervalo posible de ATS para su equipo de tres hombres? Y ¿qué porcentaje de este tiempo se ha consumido ya? Crayne dijo, al cabo de una pausa: —Ya nos instruyeron al respecto antes de que viniésemos aquí, hoy. Hemos consumido aproximadamente la mitad del tiempo de intervalo ATS. —Sin embargo —interrumpió el general Toad—, hemos previsto que el Día de Duelo Nacional caiga dentro del plazo que aún queda. Esto nos obliga a acelerar la autopsia y demás investigaciones forenses, pero en vista del sentimiento público creímos nuestro deber... «La autopsia», pensó Addison Doug, y de nuevo sintió un estremecimiento. Esta vez no pudo contenerse y dijo: —¿Por qué no dejamos toda esta tontería para otro momento y nos acercamos a Patología, para ver unos cuantos cortes de tejido coloreado en el microscopio? Tal vez hasta seamos capaces de dar unas cuantas ideas que ayuden a la ciencia médica a encontrar algunas de las respuestas que están buscando. Respuestas, explicaciones, eso es lo que se necesita. Explicaciones para problemas que no existen aún. Ya desarrollaremos los problemas más tarde. —Hizo una pausa y añadió—: ¿Quién está de acuerdo? —No quiero ver mi páncreas en la pantalla de proyección —dijo Benz—. Iré al desfile, pero no estoy dispuesto a tomar parte en mi propia autopsia. —Podrías distribuir cortes microscópicos coloreados de tus propios tejidos entre las personas que asistan al desfile —dijo Crayne—. Cada uno de nosotros podría llevar una bolsita llena de ellos, como si fuesen confetti. ¿Qué le parece, general? Creo que, al fin y al cabo, sonreiremos. —He estado revisando el archivo sobre todo lo que se refiere a la sonrisa — replicó el general Toad, pasando algunas de las páginas que había apiladas frente a él—. Y el resultado de esta revisión demuestra que la sonrisa está fuera de lugar, ya que no concuerda con el sentimiento público. De manera que esta cuestión queda cerrada. Por lo que se refiere a presenciar la autopsia que en estos momentos se está llevando a cabo... —Nos la vamos a perder si nos quedamos aquí sentados —le dijo Crayne a Addison—. Siempre me pierdo lo mejor. Sin hacerle caso, Addison se dirigió al crononauta soviético: —Oficial N. Gauki —dijo en el micrófono que colgaba de su pecho—, ¿cuál cree usted que es el mayor terror con el que tiene que enfrentarse un viajero del espacio? ¿Que ocurra una implosión debida a la yuxtaposición al entrar, como ha sucedido con nuestro lanzamiento? ¿O hay otras obsesiones traumatizantes que usted y su compañero experimentaron durante su breve pero altamente prometedor viaje temporal? N. Gauki respondió, después de una pausa: —R. Plenya y yo intercambiamos opiniones sobre el particular en varias ocasiones. Creo que puedo hablar por los dos si digo, respondiendo a su pregunta, que nuestro miedo más constante era el de que pudiésemos entrar en un círculo cerrado de tiempo del que nos sería imposible escapar. —¿Se repetiría para siempre? —preguntó Addison Doug. —Sí, señor A. Doug —respondió el crononauta, con un sombrío asentimiento de cabeza. Un miedo que no había experimentado hasta entonces se apoderó de Addison. Volviéndose hacia Benz murmuro: —¡Mierda! Y quedaron mirándose el uno al otro. —No creo que sea esto lo que haya sucedido —dijo Benz en voz baja al cabo de unos instantes, poniendo una mano sobre el hombro de Doug, que es el abrazo de la amistad—. Simplemente implotamos al entrar, eso es todo. Tranquilízate. —¿Podríamos levantar la sesión pronto? —preguntó Addison, con voz ahogada, incorporándose en su silla. El cuarto entero, y la gente que había en él le ahogaban. «Claustrofobia —pensó—. Como cuando estando en el colegio proyectaron un test sorpresa en las máquinas de enseñanza y vi que no podía

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