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Algo habran hecho PDF

130 Pages·2009·0.54 MB·Spanish
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Algo habrán hecho Sobrecubierta None Tags: General Interest Elena Cabrejas Algo habrán hecho En homenaje a los doce mártires de la Santa Cruz: Angela Aguad de Genovés Esther Ballestrino de Careaga Remo Berardo Raquel Bulit Alice Domon Léonie Duquet Horacio Elbert José Julio Fondevilla Gabriel Eduardo Horane Patricia Oviedo María Eugenia Ponce de Bianco Azucena Villaflor de Devicenti A Ángel, por su amor A mis hijos A Mabel Pagano, Laura Fava y Eduardo Fernández Ella La distancia la trajo en su canoa de sal y de agua oscilante igual a una doncella extasiada. Las estrellas marinas extendían sus brazos como ella en una ronda líquida que atraía a los peces. Pude verla danzar -al menos eso es lo que creí-con sus pechos desnudos como dos rosas blancas. Sus labios dormidos se bebían el mar las algas ponían anillos verdes en sus tobillos collares casi azules en su garganta. Y ella continuaba su danza sin sentido con su cabellera abierta en largas llamaradas brillantes y la misma seducción de las ninfas enamoradas de un delfín. Ella vino avanzando desde el fondo del mar como una señal. Con el sonido del espanto y sus pezones muertos en una cámara de tortura. Ella vino avanzando con sus pasos de clausurar secretos sobre su propia llaga y el corazón de amar en otra parte. Entonces comenzó a dar de comer a los peces las niñas de sus ojos (algunos preferían sus entrañas) mientras continuaba su danza surgiendo y resurgiendo asediada de piedras y ellos se obstinaban en escarbar su ausencia como una tinaja gris. Frente al estrado del mar y al oscuro tribunal de la noche su cuerpo era un silencio que crecía como una acusación. La "desinfección", el "traslado"…, el costoso camino hacia la enfermería; era arrastrada, no se podía mantener en pie. Débil, exhausta; la inyectaron para adormecerla, atontarla; perdía el equilibrio, el dolor de las piernas quebradas por los golpes de tortura, y el dolor de la garganta por su voz quebrada dentro del pecho, y el dolor de la picana hundiéndose en sus carnes, le habían marcado la cara (ahora sin capucha), los ojos casi cegados miraban sin entender, suplicantes, turbios, desencajados… flaca, pálida, una máscara de lo que había sido, una máscara con manchones de quemaduras, con mechones de pelo opaco pegándose a las heridas, a las costras… -¡Parate, carajo! -¡Sostenela, boludo, ayudame que se cae! -¡Vamos, che, aguantala que falta poco! Arrastrada por largos pasillos desde la enfermería del sótano, las piernas dobladas, el aire que le pegaba en la cara después de tanto tiempo, cayéndose, desmoronándose, vomitando, golpeándose… Era un pequeño grupo de sombras dejándose llevar sin saber hacia dónde, se escuchaba algún quejido, un sollozo… la respiración entrecortada de todos, como muñecos: bamboleándose, golpeándose, empujados… las manos atadas, el ruido de los grilletes en los pies, el fuerte olor a carne quemada mezclándose al de desinfectante… Continuaban hundiéndose en la noche, hasta llegar al camión, después abajo otra vez y nuevamente a la rastra, fueron subidos al Fokker. Los tiraron sobre una larga fila de asientos; caían unos encima de los otros, con las ropas deshechas, con las carnes tumefactas y los vómitos… y una nueva inyección mientras ascendían, se golpeaban, se adormecían y continuaban ascendiendo… -Che, ¿ves a esa mujer? Tiene algo extraño en los ojos, no la puedo mirar… ¡no la aguanto! ¿Ya se estará muriendo, che? ¡Sacala a ella primero! No la aguanto… ¡me la quiero sacar de encima! -¡No, no, no! ¡A esa tirala vos! Le sacan los grilletes, la arrastran, son arrastrados… mientras continúan ascendiendo, descendiendo algo… y el sordo rum rum de los motores y el portón que se abre y uno que es empujado y cae, y otro y otro cuerpo, cierran, vuelven a abrir… y uno que es empujado y cae, y otro y otro cuerpo y otro… como piedras inmensas llegan provocando chasquidos en el agua, que los traga, los va devorando poco a poco hasta desaparecer… -¡Huy, Dios! ¡Mirá, che! Esa da vueltas en el aire…, no baja como los otros… gira igual que una pluma… ¡Ah! ¡Se hunde, por fin!… ¡Oh, no, no! ¡Sube de nuevo!, ¡flota! -¡Sí! Las olas la tapan pero vuelve a surgir una y otra vez… -¡Mirá! Ahora el vestido se le enciende como un faro… ¿Es ella, no? ¿O veo mal? ¿Me estará fallando la vista?… ¡Y ahora parece una bengala!… ¿qué será? ¡Basta! ¡Me impresiona! -¡Y no se hunde! ¡Sigue con las manos atadas! ¡Está toda iluminada!… ¡Si es para no creer!… ¡Ya no puedo seguir mirándola! ¡Me duelen los ojos!… -¡A mí también, viejo! ¡A mí también! 1 Eran los golpes de tambor en el pecho, la mano invisible que le estrujaba la garganta, el dolor de las sienes… aquel día en el aeropuerto, cuando la hermana Alice Domon se despedía de los suyos. No había querido mirar a su madre para que no le adivinara la tristeza; sólo lo hizo furtivamente, cuando ella no se daba cuenta. La miraba bebiéndola con la misma sed del que sabe que no tendrá más agua. Contuvo el llanto hasta el instante en que sus padres y hermanos fueron sólo pequeñas figuras; ellos tenían que creer que se iba contenta o que al menos no estaba despedazándose por dentro. Era la primera vez que los dejaba, porque a pesar de las obligaciones que le imponía su vocación, pudo verlos muy a menudo. Reprimiendo las lágrimas, partió sin saber si era ella la que se iba o era Francia alejándose de aquel avión que se hundía como un tajo profundo sobre las nubes. Llevaba a su patria apretada en el pecho. Abajo quedaba ese pequeño tumulto de caras queridas en las que se repetían sus rasgos. Intuía que iba a continuar buscándolos durante mucho tiempo dentro de sí misma, detrás de la piel, del último rincón del pecho. En ese momento sintió la necesidad de contárselo a su madre, pero lo haría de otro modo, menos cruel, sin angustia, y decidió escribirle ni bien llegase a la Misión. Querida mamá: Llegué finalmente a la Argentina. Sabes, la provincia de Buenos Aires, donde vive la tercera parte de la población de país, es más grande que Francia. Y es allí, en esa provincia, en la ciudad de Morón, donde están las Hermanas Misioneras Extranjeras. Al llegar me sorprendió un conjunto de casas, totalmente blancas, edificadas en forma circular, en torno a la única que parece distinta, en la apacible manera de alzarse hacia el cielo, desde una cruz de madera. La gente bautizó "Villa Blanca" al lugar, quisiera que la imaginaras. Nuestra casa es la imagen de la contemplación en que se le unen las otras, integradas en el mismo blanquísimo y solitario paisaje, limpio y mágico, semejante a una estampa de una aldea medieval. Quise escribirte enseguida pero me fue imposible. Durante los primeros días me parecía muy extraño pisar otra tierra y continuar viva. Al principio me costó acostumbrarme al clima de la Casa de Catequesis, a la amistad de las otras religiosas, al afecto de los niños discapacitados. Pobrecitos, si los vieras; distantes a veces, extraviados, detenidos en el sitio de la inocencia del que los demás nos vamos apartando a medida que crecemos. Tal vez son más felices allí que el resto de los mortales; así lo parece, al menos, porque generalmente sonríen y son tan cariñosos que se desviven por una caricia. Ellos y su universo diáfano. Cada tanto nos sorprenden mostrándonos algo de lo que aprendieron, como por ejemplo una chiquita persignándose con la mano abierta, como si estuviera abofeteándose la frente, los hombros, el pecho y todo otra vez. Me causó gracia verla y a la vez mucha ternura. Ya me voy acostumbrando a ellos y a su necesidad de cariño. Soy un poco madre y un poco maestra a la vez. Mamita, estos son mis primeros pasos, me siento bien junto a las otras Hermanas. A algunas ya las conoces: la hermana Montserrat, por ejemplo, somos muy amigas. Como buena española, es graciosa y tiene un dicho para cada cosa. Después del almuerzo y las oraciones podemos conversar, y ella nos hace reír a todas con sus ocurrencias. Sabes, el Obispo de Morón ideó un plan para llevar el Evangelio a las barriadas más pobres. Tranvías recuperados hacen las veces de "capillas del socorro". Allí enseñan catecismo un grupo de estudiantes y jóvenes profesores, a los que se les unieron algunas de las Hermanas que están bajo la responsabilidad del Obispo. Montserrat acude a esas clases, pero ella mira más lejos; convivir con la miseria de esas capillas la hizo enfrentar el drama de la pobreza de los niños. El regreso por la noche al calor de la Comunidad, a la seguridad de esta casa, dejándolos a ellos en ese otro mundo en penumbras, no le parece coherente… "Si vivimos así no compartimos de verdad la vida de esa gente", dice, y que se irá a vivir junto a ellos. Aquí, como en Francia, hay bidonvilles -que les llaman villas miseria-donde la gente es muy pobre y sufre injusticias y hasta el desprecio de algunos de los que viven en lugares más dignos. Es allí donde Montse quiere quedarse a vivir. Yo estoy pensando en seguirla más tarde. Por el momento tengo a mis chiquitos incapaces de muchas cosas, pero no de querer. Mami, mamina, voy a volver a escribirte pronto para contarte todo lo que viva junto a mis Hermanas. Es tarde ya, están apagando las luces, me voy a dormir. Te mando muchos besos y también para papá y mis hermanos. Te quiere Caty 2 Villa Esmeralda sólo era real para los otros, para los que vivían más allá de la General Paz, apenas por un instante, cuando el tren pasaba a la manera de un estampido, conmoviendo las casas chatas y grises que quedaban vibrando, chorreando a veces el rocío detenido en sus techos de lata o de cartón, escarchados durante las noches más frías. Así era como los pobladores formaban una comunidad de fantasmas para los que los veían en los atardeceres, regresando de sus ocupaciones, hasta ir hundiéndose cuesta abajo. Villa Esmeralda estaba oculta en un recodo de la avenida que llevaba al aeropuerto. Bajaba por una pendiente junto a los rieles del tren, bordeada de matorrales y yuyos y algunos cascotes que se iban deslizando cada tanto, haciendo más difícil aún el acceso. Allí permanecía parapetada, agazapada, como esperando un milagro. La gente y los perros tenían un aspecto gris, que se mezclaba con el color de las casas cuando el cielo caía aplastándolas bajo sus nubes más pesadas durante el invierno. Pero luego, con la llegada de los primeros soles fuertes, las casas comenzaban a tomar un color ámbar que iba tornándose amarillo fuego a medida que sus rayos ardían sobre los techos, convirtiéndolas en pequeños hornos con una puerta y alguna ventana donde asomarse a respirar. Los patos y las gallinas chapoteaban con sus crías en los charcos que aparecían en la zona con las lluvias y se quedaban hasta mucho después, porque los terrenos eran bajos y tardaban en secarse. El vecindario estaba formado por familias que venían de las provincias más pobres y de bolivianos y paraguayos que pasaban hambre en sus países. También, algunas familias que, acorraladas por la necesidad, habían llegado desde el Gran Buenos Aires o desde otros barrios de la Capital, y que terminaban mimetizándose con el resto, hasta formar parte del mismo paisaje. Allí, con el tiempo, todos comprendían que esa era su forma de existir. Y de no existir. No esperaban ayuda de alguien que no perteneciera a la villa. Por eso se refugiaban en el sueño, donde morían cada noche para vivir de otra forma, o lo atizaban durante el tiempo de la vigilia como una forma de no sucumbir en la impotencia. Las casas se despertaban lentamente, levantando sus párpados de cortinas movidas por la leve brisa de la mañana. Los estrechos pasillos que separaban las casas se iban poblando poco a poco de caras somnolientas entre los tímidos reflejos del sol. Las mujeres salían apresuradas rumbo a las canillas populares; llegaban con sus cacerolas, tachos y baldes para colocarse una detrás de la otra, como cumpliendo un mandato. Era el momento repetido a diario, de las protestas, las risas, los comentarios y muchas veces de las peleas. Algunas traían prendido de sus polleras a uno de sus chicos, con el pelo todavía revuelto entre los restos del sueño. Semejaban hormigas en ese ir con sus recipientes vacíos y volver con la carga de agua, por el sendero barroso marcado de huellas donde hundían sus pasos, que parecían sujetos a un mismo destino. Más tarde, se las veía a la entrada de la casa mientras realizaban la ceremonia del aseo. Los chicos vestían los guardapolvos blancos, generalmente gastados y zurcidos hasta la obstinación. Después se encaminaban a la escuela, llevando a alguno de sus hermanos menores de la mano. Varios vecinos se quedaban mirándolos apoyados en el barandal; otros retornaban a la experiencia diaria de hurgar en los basurales. Las mujeres que trabajaban en las fábricas acostumbraban a reunirse para viajar juntas. Pasaban en un revuelo de voces y de risas, que acompañaban con todo el cuerpo y con grititos cortados como cloqueos de gallina. Las que emprendían caminos distintos -la mayoría-eran las que estaban empleadas por hora en casas de familia: se trepaban a los colectivos, en los que, apretujadas, partían rumbo a los barrios donde la gente vivía de otra manera. Los hombres que estaban contratados en la misma obra en construcción o trabajaban en la misma fábrica, también se agrupaban para viajar juntos. Se los veía alejarse entre empujones, palmadas en la espalda y risotadas, que caían como piedras disparadas por la boca abierta. A pesar del éxodo matinal, la villa permanecía abierta como el arca de Noé o una gran feria, con sus perros deambulando entre los desperdicios y las sogas llenas de ropa tendida. Las mujeres, aturdidas en sus quehaceres; los muchachos, entregados a la tarea de descubrir algo útil en medio del basural, situado a lo largo de las calles más bajas, y los chicos mezclándose en juegos y peleas. Los viejos -a los que aún su cuerpo se lo permitía-se sentaban a contemplar la vida, aquella vida, desde alguna silla instalada en la calle. No obstante, era difícil, casi imposible, desertar del barrio. Sólo algunos lo habían intentado, pero terminaron regresando finalmente a esa lenta costumbre de ir enhebrando sus hábitos a la intemperie.

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