JOHANN GUSTAV º DROYSEN Alejandro Magno J. G. DROYSEN ALEJANDRO MAGNO Traducción de Wenceslao Roces FONDO DE CULTURA ECONÓMICA MÉXICO - ARGENTINA - BRASIL - COLOMBIA - CHILE - ESPAÑA ESTADOS UNIDOS DE AMÉRICA - GUATEMALA - PERÚ - VENEZUELA Primera edición en alemán, 1883 Decimosegunda edición, 1925 Primera edición en español, 1946 Segunda edición, 1988 Primera reimpresión (FCE España), 2001 Título original: Geschichte Alexanders der Grossen D.R. © 1946, Fondo de Cultura Económica D.R. © 1988, Fondo de Cultura Económica, S.A. de C.V. Avda. de Picacho-Ajusco, 227. 14200 México, D.R Fondo de Cultura Económica de España, S.L. Vía de los Poblados, 17. 28033 Madrid I.S.B.N: 84-375-0509-7 Depósito legal: M-36588-2001 Impreso en España La Historia de Alejandro Magno, de Johann Gustav Droysen, está conside rada con razón una de las obras clásicas de la historiografía moderna. Su autor escribió este libro llamado a permanecer cuando sólo tenía veinticinco años y aún 110 había abandonado las aulas universitarias. Este hecho pasmoso no acredita solamente el talento del autor. Detrás de él está la formación de una época saturada de historicismo, en la que alumbran y florecen, lo mismo en Alemania que en Inglaterra, los grandes adálides de la ciencia histórica y sus escuelas. A los veintiséis años era ya Mommsen —sólo una década posterior a Droysen— maestro en su campo de las antigüedades romanas. Y a los veintiocho comenzaba Grote a escribir su extraordinaria Historia de Grecia. Para el muchacho criado en el ambiente intelectual universitario de aquella época, la historia era, no pocas veces, lo que para la fantasía del adolescente de hoy el Salgari o el Julio Verne. De Niebuhr se cuenta que se soltó a leer sobre La Guerra en las Galios de César. A los quince años, sus temas predilectos de conversación eran Ulises y los héroes homéricos. Droysen era un hijo descollante de aquel ambiente y aquella época. La gran escuela de su espíritu habían sido la historia y la literatura griegas. Y ya antes de ver la luz Alejandro Magno habían llamado la atención sus brillantes traducciones de Aristófanes y Esquilo. Era discípulo de Hegel, y la filosofía hegeliana de la historia se trasluce claramente en su obra de historiador. Es la suya la proverbial interpretación idealista de la historia. Las grandes fuerzas motrices del mundo, plasmadas en ideas, son las palancas centrales de la historia manejadas por los héroes, por los genios. El héroe hace la historia, construyendo genialmente la materia prima que las fuerzas y las condiciones sociales le ofrecen. La historia es el gran drama y los héroes sus protagonistas. Es todavía, en gran parte, la concepción mito lógica, religiosa, de la historia, que tiene como gran artífice a Dios, convertido filosóficamente por Hegel en idea. Droysen no anduvo remiso, por cierto, en proclamar paladinamente esta concepción: “Nuestra fe nos infunde la certeza de que es la mano de Dios la que dirige los acontecimientos; la ciencia de la historia no tiene misión más alta que la de justificar esta fe.” Para justificar su fe juvenil en el dios Alejandro, instrumento del motor central de la Providencia, escribe Droysen este cálido libro y nos lega con él una de las obras maestras de ese tipo de historiografía. Uno de los grandes dramas de la literatura histórico-mitológica. La historiografía idealista inglesa y alemana continúa así, en tomo a la figura de Alejandro, una secular tradición poemática, legendaria. Los unos, como Niebuhr y Grote, blasfeman del dios Alejandro, en quien sólo ven el “bárbaro genial”, el gran destructor. Los otros, como Droysen, lo glorifican y adoran. Pero detrás de esto hay una doble visión más profunda de la trayectoria histórica. Droysen fué, como historiador de la antigüedad, el gran descubridor de la época del helenismo y el acuñador de su nombre. Enriqueció así la histo ria de la antigüedad clásica con un nuevo período. Para el clasicismo tradicional, la verdadera historia de Grecia terminaba con la batalla de Queronea y con Demóstenes: todo lo que viene después era, para él, liquidación y acaso. La his toria, presentada de este modo, pasaba sin transición del particularismo griego a las grandes realizaciones universales del imperio romano. Alejandro y las fuerzas conjuradas por el paladín macedonio habían presidido y precipitado, simple mente, la liquidación de un pasado de grandeza. Habían sido los grandes ente rradores. “Después de Alejandro —dice Grote— Grecia ya no interesa en lo más mínimo ni influye para nada sobre los destinos del mundo.” Es el mismo tópico de la “decadencia del imperio romano” que lleva al mundo a precipitarse en las “sombras de la Edad Media”. Los historiadores de hoy han revisado ya en gran parte y se esfuerzan en arrumbar este tópico montes- quieusano. Hace más de un siglo realizó Droysen la misma empresa con la idea fija de la “liquidación de Grecia”. Y sus nuevas orientaciones, en lo que a este importante punto concreto se refieren, fueron rápidamente coronadas por el éxito. El “helenismo” y lo “helenístico” son hoy, gracias a él, conceptos funda mentales para el historiador y el hombre culto. En tres grandes estudios analizó y puso de relieve Droysen los rasgos pecu liares y la significación específica que para la historia universal tienen los tres siglos que van desde Alejandro hasta Augusto, englobados por él y desde él ya por casi todos bajo el nombre de época del helenismo. El primero es esta Historia de Alejandro Magno. La siguió tres años después, en 1836, su Historia de los Diádocos y en 1843 la Historia de los Epígonos. En 1877 los tres estudios fueron reunidos bajo el nombre, ya consagrado, de Historia del Helenismo. Y es, fundamentalmente, en cuanto artífice y creador de esta gran obra histórica del helenismo como Droysen valora y exalta la figura de Alejandro. Sobre sus rasgos románticos de héroe-conquistador, nada disminuidos por cierto en este brillante mural histórico, descuellan los méritos “providenciales” de quien en doce hen chidos años de acción supo cimentar con una concepción grandiosa todo un mundo nuevo, “la primera unidad universal con que nos encontramos en la historia”. Cuadraba plenamente en su concepción idealista de la historia el presentar la gran obra histórica de la confluencia de las culturas helénicas y las orientales como la realización de la idea genial del hombre que la había servido, como la “idea de Alejandro”. Sin ver que sólo la apremiante necesidad histórica objetiva de aquella obra puede explicar el “milagro alejandrino”. Y también el otro hecho, de por sí inexplicable, de que aquel puñado de condotieros y militarotes macedonios a que la historia da el nombre de diácocos o sucesores de Alejandro, y sus epígonos, que realizaron en lo territorial y en lo político una empresa de dispersión, no fuesen capaces de echar por tierra la magna unificación cultural que había de ser uno de los más fuertes cimientos del cosmopolitismo romano. La obra cultural del helenismo, estudiada últimamente, con su historia, en el gran libro de Kaerst, ha sido abocetada certeramente por Eduard Meyer, uno de los más egregios historiadores de la antigüedad: “La cultura helenística se sobrepone, en la medida de lo posible, a las características y a la vida disociada de las nacionalidades y tiende a sustituirla por una humanidad homogénea de elevada cultura, basada esencialmente en el espíritu helénico, pero después de haber hecho perder a éste el carácter nacional para convertirlo en patrimonio humano, de donde salieron más tarde, en el campo religioso, los grandes movi mientos universales del cristianismo y el Islam.” A través de la época del helenismo, por encima de sus fronteras nacionales y sobre las ruinas de sus estados políticos, Grecia fecunda con su espíritu la obra universal de Roma y transmite su mensaje de cultura a la posteridad. Es, en el arte, la época de las Bodas Aldobrandinas, del Laocoonte y el Toro farnesi- no, de la Venus de Milo y la Victoria de Samotracia, la época de Euclides y Arquímedes, de Teócrito y Menandro, de la Historia de Polibio. La gran heren cia de la Hélade se expande hacia levante y poniente. Se funde con lo mejor, con lo más universal de las culturas orientales y occidentales y crea nuevos centros de enriquecimiento y expansión junto ál Tíber y el Nilo, el Tigris y el Orontes. La fecunda simiente del espíritu y la cultura rompe las envolturas del estado- ciudad, de la nación, y por primera vez en la historia resplandece la idea del sentido humano, del humanismo. Y mientras el romanismo conquista territorios y aglutina geográfica y políticamente, más fuerte en ideas que en hombres, edifica en solar ajeno y trasfunde su espíritu al nuevo cuerpo universal. Droysen expone el sentido y la obra del helenismo —que son, para él, la gran hazaña de su héroe— en las páginas 252-256, bajo el epígrafe de “La idea de Alejandro y la teoría de Aristóteles”, y sobre todo más adelante, en las páginas 414-419. “En los países del helenismo —nos dice (p. 417)— se con servó, incluso cuando se desintegraron, para formar reinos o imperios indepen dientes, la unidad superio rde la cultura, del gusto, de la moda, o como queramos llamar a este nivel constantemente cambiante de ideas convencionales y de cos tumbres.” También en cuanto a las formas políticas habían de influir poderosamente Alejandro de Macedonia y el helenismo en la posteridad. La conjunción de la teocracia con el absolutismo en la fórmula de la monarquía divina fué traída por Alejandro del oriente, se restaura en la época autocrática del imperio romano y llega, en lejana reminiscencia, hasta las monarquías modernas en que el rey lo es “por la gracia de Dios”. En- el vasto imperio fundado por el Macedonio la realeza teocrático-militar era la reacción oriental al sentimiento de indepen dencia republicana, civil, de las ciudades griegas y, lo mismo que más tarde bajo los romanos, la superestructura absorbente de un estado multinacional. Las con quistas cívicas de la democracia griega quedaron soterradas largos siglos en la historia, esperando a que surgiesen las fuerzas sociales llamadas a sacarlas de nuevo a la luz, con un sentido más profundo y en una sociedad sin esclavos, por lo menos en lo legal. En su estudio del ejército persa y en la evaluación de sus efectivos, Droysen se atiene a las cifras tradicionales, admitidas en su tiempo con carácter general. Investigaciones posteriores, sobre todo las de Eduardo Meyer y las de Hans Delbrück en su Historia de la Estrategia, han rectificado notablemente, en este punto, los datos de la historiografía anterior. Hoy sabemos que el imperio persa, que no conoció el servicio militar obligatorio, como los griegos y macedonios y los estados modernos, jamás dispuso de un ejército de un millón de hombres. Los más recientes biógrafos de Alejandro, como Wilcken, se inclinan a creer que las fuerzas desplegadas por el imperio persa en sus batallas cbntra el coüquistador no debieron de ser considerablemente superiores a las de éste, ni fueron desde luego tan desmedidamente grandes como Droysen las pinta. La leyenda del ejér cito de millones de los persas es una legendaria tradición popular muy antigua entre los griegos y recogida ya por Herodoto. Los historiadores tradicionales de Alejandro se apoyan en ella, y otro tanto hace Droysen, para magnificar román ticamente las proezas del Macedonio. Es cierto que entre la población del imperio persa y la de los pueblos que forman la liga helénica capitaneada por Alejandro mediaba una desproporción enorme, tal vez de diez a uno. Pero no así en cuanto a los efectivos militares de los dos contendientes. Terminada su gran Historia del Helenismo, Droysen se consagró de lleno a la historia de Prusia y fué uno de los más destacados representantes de la llamada escuela histórica prusiana. En sus brillantes conferencias sobre las Guerras de independencia nacional contra Napoleón, el biógrafo de Alejandro exalta las ideas de libertad y nacionalidad. Después de publicar una extensa biografía del general York, uno de los caudillos de aquellas guerras de liberación, se entrega a la gran obra —grande, al menos, por sus proporciones: catorce volúmenes— que remata su vida de historiador: la Historia de la política prusiana. En ella es ya, como tantos otros historiadores y escritores alemanes de su tiempo, el servidor ideológico de los intereses de Prusia y de la dinastía de los Hohenzollern en la obra de la unificación de Alemania. La historia ha sido piadosa y a la vez justa con este historiador al llevarlo a la fama de la mano de su primer libro. Libro de juventud, de idealismo y de pasión, que sigue siendo hoy, como cuando se escribiera, por encima de todas las rectificaciones de detalle, la gran obra sobre Alejandro Magno y su época. W enceslao Roces ALEJANDRO m a g n o LIBRO PRIMERO T(x8e ji£v Isvaaeig, cpaí5i[x’ ’A%úlsv