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Alejandro Casona PDF

102 Pages·2004·0.24 MB·Spanish
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Alejandro Casona LOS ÁRBOLES MUEREN DE PIE Comedia en tres actos Esta obra se estreno en el teatro Ateneo, de Buenos Aires, el día 1 de abril de 1949, con el siguiente reparto: PERSONAJES ACTORES MARTA-ISABEL ................ Luisa Vehil. LA ABUELA...................... Amalia S. Ariño. GENOVEVA ..................... Teresa Serrador. HELENA, secretaria.......... Carmen Domenech. AMELIA, mecanógrafa ..... Leda Zanda. FELISA, doncella ............ Soledad Marcó. MAURICIO ..................... Esteban Serrador. SEÑOR BALBOA................. Francisco L. Silva. EL OTRO ........................ Alberto Closas. EL PASTOR-NORUEGO ......... Francisco Donadío. EL ILUSIONISTA ................ José M. Navarro. EL CAZADOR .................... Cayetano Blondo. EL LADRÓN DE LADRONES ..... José Couto. ACTO PRIMERO A primera vista estamos en una gran oficina moderna, del más aséptico capitalismo funcional. Archivos metálicos, ficheros giratorios, teléfonos, audífono y toda la comodidad mecánica. A la derecha —del actor—, la puerta de secretaría; a la izquierda, primer término, la puerta de la dirección. Segundo término, salida privada. La mitad derecha del foro está ocupada por una librería. La izquierda, en medio arco, cerrada por una espesa cortina, que al correrse descubre un vestuario amontonado de trajes exóticos y una mesita con espejo alumbrado en los bordes, como en un camarín de teatro. En contraste con el aspecto burocrático hay acá y allá un rastro sospechoso de fantasía: redes de pescadores, carátulas, un maniquí descabezado con manto, un globo terráqueo, armas inútiles, mapas coloristas de países que no han existido nunca; toda esa abigarrada promiscuidad de las almonedas y las tiendas de anticuario. En lugar bien visible, el retrato del Doctor Ariel, con su sonrisa bonachona, su melena blanca y su barba entre artística y apostólica. Al levantarse el telón la Mecanógrafa busca afanosamente algo que no encuentra en los ficheros. Consulta una nota y vuelve a remover fichas, cada vez más nerviosa. Entra Helena, la secretaria, madura de años y de autoridad, con sus carpetas que ordena mientras habla. HELENA. ¿Qué, sigue sin encontrarla? MECANÓGRAFA. Es la primera vez que me ocurre una cosa así. Estoy segura de que esa ficha la extendí yo misma; el fichero está ordenado matemáticamente y soy capaz de encontrar lo que se me pida con los ojos cerrados. No comprendo cómo ha podido desaparecer. HELENA. ¿No estará equivocada la nota? MECANÓGRAFA. Imposible; es de puño y letra del Jefe. (Tendiéndosela.) 4-B-43. No puede haber ningún error. HELENA. Hay dos. MECANÓGRAFA. ¿Dos? HELENA. Primero, no pronuncie nunca aquí, la palabra Jefe; parece otra cosa. Diga simplemente Director. Y segundo ¿cómo quiere encontrar a una muchacha de diez y siete años en las fichas azules? Hasta cumplir la mayor edad van en cartulina blanca. MECANÓGRAFA. Dios mío ¡pero dónde tengo la cabeza hoy! HELENA. Mucho cuidado con eso; tratándose de menores la ley es inflexible. MECANÓGRAFA. Siempre se me olvida ese detalle del color. HELENA. Recuerde que en esta casa cualquier pequeño detalle puede ser una catástrofe. Muchas vidas están pendientes de nosotros, pero el camino está lleno de peligros; y lo mismo podemos merecer la gratitud de la humanidad que ir a parar todos a la cárcel esta misma noche. No lo olvide. MECANÓGRAFA. Perdón. Le prometo que no volverá a ocurrir. HELENA. Así lo espero. Y ahora, a ver si es verdad esa seguridad de sus manos. Póngase ante el fichero de menores con los ojos cerrados y déme el 4-B-43. MECANÓGRAFA. ¿Es éste? HELENA. Muy bien, la felicito. (Lee.) "Ernestina Pineda. Padre desconocido y madre demasiado conocida. Abandono del hogar. Peligro. Urgente. Véase modelo H-4." (Busca en sus carpetas repitiendo.) Modelo H- 4... modelo H-4. H-4. (Un vistazo y frunce el ceño.) ¡Ahá! por lo visto es grave. (Toma unas notas rápidas en su bloc.) MECANÓGRAFA. ¿Puedo hacerle una pregunta? Ya sé que no se debe, pero a mí me ocurrió algo parecido y estoy muerta de curiosidad. HELENA. Acostúmbrese a obedecer sin preguntar; es mejor para todos. (Arranca la hoja del bloc y se la da con la ficha y la carpeta.) (La mecanógrafa va a salir.) Otra cosa; si llega una muchacha de ojos tristes, con boina a la francesa y tarjeta azul, hágala pasar inmediatamente. MECANÓGRAFA. ¿La del ramo de rosas? HELENA. ¿Cómo lo sabe? MECANÓGRAFA. No fue culpa mía; lo oí, sin querer, cuando se lo estaba diciendo el Jefe. HELENA. Director. MECANÓGRAFA. Disculpe. (Sale. La Secretaria se sienta a ordenar papeles y tomar notas. Entra, de secretaría, el Pastor protestante; un tipo demasiado perfecto para ser verdadero. Viene de un humor nada evangélico.) HELENA y PASTOR PASTOR Esto ya es demasiado. ¡Protesto! Respetuosamente, pero protesto. HELENA.—(Sin abandonar su trabajo.) ¿Otra vez? PASTOR. Yo he sido llamado aquí como especialista en idiomas: nueve lenguas vivas y cuatro muertas, cuarenta años de estudios, cinco títulos universitarios... y total ¿para qué? ¿Hasta cuándo me van a tener ocupado en trabajos inferiores? HELENA. ¡Cómo! ¿A un problema de conciencia, con dudas religiosas y en una dama escocesa, le llama usted un trabajo inferior? PASTOR. ¡Pero otra solterona! Ya llevo cuatro en menos de una semana. Y si hay algo en este mundo que un solterón no puede soportar es una solterona. HELENA. Muy galante. PASTOR. No lo digo por usted. Usted no es una mujer. HELENA. Gracias. PASTOR. Quiero decir que es un amigo, un camarada. Por eso le hablo con el corazón en la mano. ¡Protesto, protesto y protesto! (Se arranca una patilla. Helena se levanta.) HELENA. Cálmese, reverendo. PASTOR.—(Repentinamente alarmado mira en torno y baja la voz). ¿Por qué me llama reverendo? ¿Hay alguien? HELENA. Nadie; tranquilícese. PASTOR. Ah. (Se arranca la otra patilla.) HELENA. Y cámbiese inmediatamente. (Le tiende un papel.) Tiene otra misión delicada para hoy. PASTOR.—(Sin ilusión.) Sí, ya sé. ¡Barco noruego a la vista! ¿Tengo que ser yo el que vaya al puerto? HELENA. No tenemos otro que conozca ese idioma. ¡Piense en la emoción de esos muchachos al escuchar tan lejos una vieja canción de la tierra! PASTOR. ¡No irá a decirme que un trabajo así justifica cinco títulos universitarios! HELENA.—(Dejando el tono amistoso para imponerse.) Aquí nadie tiene el derecho de elegir sus consignas. ¡O se obedece a ciegas o se abandona la lucha! PASTOR. En fin... todo sea por la causa. (Deja resignado su biblia y sus lentes. Corre la cortina descubriendo el vestuario, se quita la levita, y mientras sigue el diálogo va poniéndose una camiseta marinera y las altas botas de agua sobre el mismo pantalón.) HELENA. ¿Consiguió tranquilizar la conciencia de esa dama? PASTOR. ¿Qué dama? HELENA. Miss Mácpherson. La solterona escocesa. PASTOR. Ah, sí, supongo que sí. Era un caso corriente. ¿Por qué no iba a resultar? HELENA. No sé; temí que pudieran surgir complicaciones en la discusión religiosa. Como usted es católico y ella protestante... PASTOR. Para un profesor de idiomas eso no es dificultad: el protestantismo es un dialecto del catolicismo. HELENA. Entonces, si todo salió bien ¿a qué viene ese mal humor? PASTOR. ¿Le parece poco? Sólo se cuenta conmigo para trabajos de principiante. ¿Por qué no se me dio parte en el golpe del Club Náutico? ¡Eh! ¿Por qué se me dejó fuera cuando el Baile de las Embajadas? ¡Eh! Allí había gente de todos los países. ¡Era mi gran oportunidad! HELENA. Esa noche nuestro interés no estaba en el salón de baile, sino en las cocinas. Una equivocación en el narcótico lo habría echado todo a rodar. ¿Alguna otra queja? PASTOR. Lo de los nombres. Pase que en el cumplimiento del deber se me llame el "F-48". Pero aquí dentro, entre compañeros... HELENA. Es mejor que nadie sepa el nombre de nadie. Puede prestarse a indiscreciones peligrosas. PASTOR.—(Ofendido.) ¿Piensa que yo soy un delator? HELENA. Ni remotamente. Pero, ¿que pasaría si alguno de los nuestros, por una torpeza, cayera en manos de la policía? ¡Toda la organización descubierta ! PASTOR.—(Se levanta convencido.) Ni una palabra más. ¿A qué hora llega ese maldito barco? HELENA. ¿Por qué maldito? PASTOR. Quiero decir, ese dichoso barco. HELENA. ¿Por qué dichoso? No lo diga con ese gesto. Sonría. Una buena sonrisa es la mitad de nuestro trabajo. PASTOR. Está bien. (Con una sonrisa que no le sale.) ¿A qué horas deben llorar esos muchachos noruegos oyendo las viejas canciones de su país? HELENA. Así, muy bien. (Consulta su reloj). A las once. Tiene usted cuarenta minutos. (El Pastor enciende las luces del espejo y se sienta a maquillarse. Uno de los libros se ilumina tres veces con una luz roja, al mismo tiempo que se oyen tres llamadas sordas de chicharra. Una parte de la librería comienza a abrirse lentamente hacia adentro descubriendo una entrada secreta. Pasa el ilusionista; un tipo humildemente estrafalario, con una gran carrik anacrónica o levita larga. Trae en la mano un racimo de globos infantiles. La puerta se cierra sola tras él.) HELENA, PASTOR, ILUSIONISTA ILUSIONISTA. Salud, compañeros. HELENA. Salud. PASTOR. Salud. ILUSIONISTA.—(Cuelga sus globos y pasa a dejar el sombrero de copa sobre la mesa.) Dígame, señora ¿esto de los globos es absolutamente necesario? HELENA. ¿Es otra protesta? ILUSIONISTA. Pregunto, simplemente. Cada uno tiene el sentido de su profesión; y esto de los globitos, la verdad, no me parece digno de una organización seria ni de mí. HELENA. Ah, ¿usted también? Por lo visto ya empieza a filtrarse aquí la indisciplina. Pues no señores, no; sin autoridad y obediencia no hay lucha posible. ¡Piénsenlo bien antes de dar un paso más! ILUSIONISTA. Yo no he hecho más que preguntar. HELENA.—(Autoritaria.) ¡Ni eso! El que no esté dispuesto a entregarse a la causa con el alma entera tiene abierta la puerta. Sólo se le pedirá al salir el mismo juramento que se le pidió al entrar: silencio absoluto. ¿Tienen algo más que decir? ILUSIONISTA. Nada. PASTOR. Nada. HELENA. Gracias. (Sale. El Pastor, que ha completado su maquillaje con una sotabarba roja, viene al centro de la escena poniéndose la zamarra. El Ilusionista se sienta aburrido. Mientras habla hace las cosas más inesperadas con una naturalidad desconcertante: cada vez que busca algo en sus inmensos bolsillos van apareciendo enredados cintajos de colores, abanicos japoneses, frutas, una flauta, un trompo de música. Lo más curioso es que ni él hace el menor caso al Pastor mientras dialogan, ni el Pastor muestra la menor extrañeza ante sus trucos pueriles. Hay frente a frente un tono doctoral y una sorna plebeya resignada.) ILUSIONISTA y PASTOR PASTOR Cada día se está poniendo esto más duro. ¡Si no fuera porque, en el fondo, somos unos idealistas! ILUSIONISTA. Le diré a usted: a mí los idealismos... (Aplasta contra el suelo su bastón y se lo guarda en el bolsillo). PASTOR. ¿Mucho trabajo? ILUSIONISTA. Nada; viejos, niños, criadas... ¡Matinée! (Buscando algo saca una flauta en la que sopla un acorde y la pasa al otro bolsillo.) Y usted ¿contento? PASTOR. Desarraigado. Yo he nacido para la Universidad. (Nostálgico.) La Sorbona, Oxford, Bolonia... ILUSIONISTA. Yo para el circo: Hamburgo, Marsella, Barcelona... (Repite el juego con unos pañuelos que al deslizarse entre sus manos cambian de color.) PASTOR. La biblioteca hasta el techo, la campana, el claustro gótico... ILUSIONISTA. La vieja carpa de lona, los caminos... PASTOR. ¡Cuarenta años de estudiar sentado! ILUSIONISTA. ¡Cuarenta países a pie! PASTOR.

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Luisa Vehil. LA ABUELA. Amalia S. Ariño. bonachona, su melena blanca y su barba entre artística y apostólica. Al levantarse el telón la
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