Annotation El 15 de octubre de 1987, Thomas Sankara, presidente de Burkina Faso, es abatido por los hombres de Blaise Compaoré, su compañero de armas y amigo, que de inmediato le sucede en la presidencia del país. Con ello se daba por concluida la etapa revolucionaria que ambos habían puesto en marcha cuatro años antes. Un episodio único en el continente africano, que despertó innumerables adhesiones entre la juventud y múltiples recelos en los países vecinos y en la República Francesa. Nota del autor Glosario Uagadugú, 15 de octubre de 1987 Otra ginebra, amigo Albert Problemas para el gobernador Libertad para Sankara Un paseo por el mercado El general en Brazaville «Hoy, 4 de agosto de 1983...» Trece tumbas en Dagnoen El rey puede esperar “Yo soy tu pueblo” Trece carpetas y un Caterpillar Un hermoso nombre francés Una mujer increíble El viaje de Albert La cólera del Viejo El día de los kalash Bienvenido al territorio de la Gran Verdad Epílogo Antonio Lozano El caso Sankara © Antonio Lozano, 2006. © Editorial Almuzara, s.l., 2006 © Fotografía de portada: Daniel Janin AFP CONTACTO Almuzara Tapa Negra Dirección literaria: Nicole Canto Editorial Almuzara Director editorial: Antonio E. Cuesta López www.editorialalmuzara.com [email protected] — [email protected] Diseño y preimpresión: Talenbook Diseño gráfico de la colección: CIFRA Imprime: Imprenta Kadmos I.S.B.N. 84-88586-75-2 Depósito Legal: CO-593-06 Hecho e impreso en España — Made and printed in Spain A mis hijos Carolina, Carlos y Javier Nota del autor El caso Sankara es una novela basada en acontecimientos históricos recogidos de manera fidedigna. La mayoría de los personajes existen o han existido, no obstante, la investigación y el desenlace que esta conlleva, sí son elementos de ficción. La verdad sobre el caso Sankara aún no ha quedado esclarecida, pues — pese a las reiteradas peticiones de la familia— no ha sido admitido a trámite por los tribunales de Burkina Faso. Esta novela se limita a sugerir una resolución imaginaria, aunque no imposible. Glosario Mosi: etnia mayoritaria en Burkina Faso. Moré: lengua hablada por los mosi. To: elemento básico de la gastronomía burkinabé. Consiste en una masa hecha con harina de mijo o de maíz y acompañada con una salsa. Kedyenú: guiso típico de la gastronomía burkinabé. Diula: etnia del África Occidental, dedicada fundamentalmente a la actividad comercial. Fulani: peul, etnia africana de origen nómada, dedicada fundamentalmente a la ganadería. Griot: casta a la que pertenecen los músicos y narradores que transmiten oralmente la historia de un personaje, una familia o un pueblo. Taxi-brousse: pequeño autobús para el transporte colectivo. Kora: instrumento tradicional de cuerda. Harmatán: viento continental de dirección este-sur en el Sahara y África Occidental. Dembré: tambor tradicional burkinabé. Kisgú: prohibición decretada por la tradición. Bubú: prenda de vestir africana, amplia, que cubre todo el cuerpo. Tubab: hombre blanco (del árabe tubib, médico). Tampiri, Bazagha: gamberro, sinvergüenza. ULCR: Unión de Lucha Comunista Reconstituida, partido político liderado por Valère Somé. Silem soaba wala zound-weogo: plato de la gastronomía burkinabé. Capitaine: pescado de río muy apreciado en Burkina Faso. CNR: Consejo Nacional de la Revolución. CDR: Comité de Defensa de la Revolución. Miembro de este comité. Franco CFA: moneda oficial de Burkina Faso y de otros países del África Occidental. Uagadugú, 15 de octubre de 1987 A las seis de la mañana el presidente Thomas Sankara despertó sobresaltado. La almohada empapada en sudor delataba una noche agitada, un sueño zarandeado por los mismos pensamientos que lo habían mantenido en vela hasta tarde en la madrugada. Mariam ya se había levantado. Thomas sabía que para ella tampoco la noche había sido apacible. Los rumores sobre el enfrentamiento entre Blaise Compaoré y él llevaban meses recorriendo las calles de Uagadugú. Unas semanas antes, ella había quedado profundamente conmocionada por la carta en que una amiga le aseguraba que la intención del primer ministro era limpiar de obstáculos el camino hacia la presidencia de Burkina Faso. Desde entonces vivía temiendo el momento fatídico, y de poco servían los esfuerzos para tranquilizarla, para asegurarle que las cosas se iban arreglando, que no había nada que temer, que Blaise jamás haría eso. Apartó la mosquitera y se sentó en el borde de la cama. Auguste y Philippe debían de estar ya en pie, preparándose para ir al colegio, ajenos a las preocupaciones que lo mantenían en vilo. Decidió tomar el desayuno con ellos, quería hablarles, ayudarles en el difícil destino de ser hijos del presidente. Sus responsabilidades lo ocupaban de sol a sol, y poco tiempo le dejaban para dedicarse a ellos. En su interior se debatía un desasosiego que procuraba asumir como el sacrificio de su familia por el sueño de un nuevo Faso. Se enfundó el bubú y, como cada mañana, recorrió las dependencias del edificio presidencial para saludar a funcionarios, criados, cocineros y anunciarles con su visita que nada le pasaba desapercibido en los asuntos domésticos, por muy atareado que lo tuvieran los de Estado. Ya en el patio, recibió con la acostumbrada satisfacción el impacto de las mañanas de su país, cuando el aire aún no es abrasador y llega cargado de olor a mango y a tierra y del rumor de la ciudad recién despierta. Blaise Compaoré. Aún recordaba con claridad los meses que compartieron en la Academia de Paracaidistas de Rabat, las largas conversaciones en el cuartel y en los cafetines de la ciudad en que se fraguó el proyecto común sacar a su pueblo del camino que Francia le tenía trazado sobre el mapa del África Occidental. Hablando de los nuevos tiempos, sus charlas se poblaban de palabras ajenas a su país: libertad, independencia, bienestar, dignidad. Aún no habían cumplido treinta años y ya habían decidido que la historia de Alto Volta no se escribiría sin contar con ellos. No. Blaise no lo traicionaría. Juntos habían hecho la revolución, juntos habían de seguir hasta el final. Era su compañero de armas, su camarada en la revolución. Su hermano. Durante años habían compartido la misma mesa. Mariam le había servido el to a diario, el kedyenú en las grandes ocasiones. Auguste y Philippe habían comido sentados sobre sus rodillas y paseado de su mano por las calles de Uagadugú. En casa de sus padres era un hijo más y la amistad que los unía era una leyenda para el pueblo burkinabé. Era cierto que las cosas ya no iban bien entre ellos. Desde que Blaise había contraído matrimonio, dos años atrás, sus visitas al hogar familiar se habían ido espaciando hasta desaparecer. En los últimos tiempos, muchos le prevenían contra la conspiración, le advertían: «es un ambicioso», «quiere tu puesto», «te la tiene jurada». Pero seguía siendo su amigo, su mejor amigo. Y cuando le insistían en que tomara la iniciativa, repetía la frase de Robespierre: «Estoy hecho para combatir el crimen, no para gobernarlo. Aún no ha llegado el tiempo en que los hombres de bien puedan servir impunemente a la patria. Mientras dominen las hordas de bandidos, los defensores de la libertad no serán más que unos proscritos.» «No, jamás moveré un dedo contra él», murmuró mientras abandonaba, en el patio, la sombra del flamboyán gigantesco que se erguía en su centro. «Si lo hago, todo lo que hemos construido juntos se derrumbará, y nuestro pueblo volverá a la oscuridad. Seguiremos hablando y arreglaremos todo esto como los que somos: dos hermanos». * El capitán Sankara nunca había consentido que el personal de la residencia presidencial sirviera a los suyos. Sólo Ernestine, que ya trabajaba para él en sus tiempos de soltero y que siguió con ellos como un miembro más de la familia, estaba autorizada a ocuparse de la casa y de los niños. Desde el primer día de su llegada al poder había decidido que para ellos la vida debería cambiar lo menos posible. Despojó la residencia de cualquier adorno que les hiciera pensar que eran algo diferente a lo que siempre fueron: los miembros más jóvenes de una familia humilde, austera, honrada. Cuando, como aquella mañana, tenían la oportunidad de pasar unos momentos juntos, la reunión se convertía invariablemente en una fiesta y él hacía gala del sentido del humor con que provocaba carcajadas en mítines, consejos de ministros o reuniones familiares. Sospechaba que Philippe, el hijo menor, no tardaría en pedirle que contara lo que todos en casa conocían como la historia del general. —Cuenta, padre, cuenta lo del general —dijo finalmente sin poder contener la risa, contagiando a Ernestine y arrastrando a los demás en su felicidad. —Esta noche lo haré, te lo prometo, antes de que os vayáis a la cama —quiso prolongar la alegría de los niños. —Padre —intervino, grave, Auguste—. Necesito que sepas algo. —Dime, hijo —levantó el capitán la mirada por encima de su taza mientras sorbía el café humeante. —Mis amigos llevan días sin hablarme, en el colegio. Al mirar a Mariam, el capitán supo que fue ella quien había animado a Auguste a contarle el problema, y que el niño llevaba días sufriendo en silencio, sin tener la oportunidad de buscar consuelo en las palabras de un padre al que pasaba días enteros sin ver. Y como siempre que esto ocurría, tuvo que esforzarse en deshacer el nudo que le iba atenazando la garganta para poder seguir: —Cuéntame, hijo, ¿qué ha ocurrido? Fuera, el rumor crecía por momentos, y a las bocinas de coches y motocicletas se unía el griterío de los vendedores ambulantes y la algarabía de la chiquillería de camino a la escuela. Fugaz, la idea de que la vida de los suyos se esfumaba en la calle mientras él pasaba horas en los despachos cruzó la mente del Thomas. —Hace una semana, el maestro nos pidió que trajéramos un cuento a clase, de nuestra casa o de la biblioteca. Todos debíamos traerlo para leerles a los demás unas páginas. Varios amigos, que saben que tenemos libros en casa, me pidieron que les dejara uno, porque ellos no tienen y no saben cómo hacer para encontrarlo en la biblioteca. Yo les prometí que así lo haría, pero el día llegó y llevé a clase el mío solamente. El profesor se enfadó mucho con los que no trajeron libro y les hizo copiar muchas páginas como castigo. Mis amigos no le dijeron que yo era el culpable, pero desde entonces nadie quiere hablar conmigo. El capitán miró fijamente a Auguste, que no necesitó esperar a las palabras del padre para saber lo que le estaba preguntando: —No sé por qué lo hice, padre. Pero sé que hice mal, y me arrepiento. Nadie me habla en el colegio. Les dije que les traería los libros, pero ya no los quieren. Con una sonrisa, Mariam invitó a su marido a elegir el consejo, la lección. Ella sabía que él se estaba debatiendo entre eso y la reprensión, y que debía aprovechar la oportunidad de socorrerlo en su desamparo. También que los otros niños, además de retirarle la palabra, seguramente le habrían echado en cara ser hijo del presidente, insultado, quizá pegado. —Escúchame, Auguste. Acabas de cumplir nueve años y a tu edad se cometen errores. Quiero que sepas lo que yo hice en una ocasión, siendo algo mayor que tú. Cuando estaba en el instituto Culibaly, en Bobo-Diulaso, un profesor nos mandó hacer un trabajo que todos consideramos excesivo, injusto. Debíamos rellenar muchas páginas, buscar información durante días. Protestamos, pero no había nada que hacer: el profesor se mantuvo en sus trece y se negó a retirar el trabajo. Al día siguiente, todos los alumnos de la clase nos reunimos en el patio y, después de muchas discusiones, tomamos la decisión de no hacerlo. Sabíamos que si todos respetábamos el acuerdo nada malo nos podría ocurrir. Pero llegó el día de la entrega y tres alumnos se lo dieron al profesor. Tres alumnos habían roto la promesa hecha a los demás y se habían dedicado en esos días a hacer el trabajo. Uno de esos tres alumnos era yo, Auguste. Nosotros tuvimos una buena nota y los demás un cero. Como tú al no llevar los libros a tus amigos, hice mal. Muy mal. Durante mucho tiempo tuve que padecer el desprecio de mis compañeros, y sólo pude ganarme de nuevo su amistad y su confianza demostrándoles con mis actos que aquello había sido un mal paso que jamás volvería a dar. Un mal gesto sólo puede ser borrado con diez buenos. Desde que aquello ocurrió, me juré a mí mismo que nunca más en lo que me quedaba de vida volvería a traicionar a mis amigos. Que nunca nadie podría decir de mí que he incumplido un compromiso. Habla con tus amigos. Diles que te equivocaste y pídeles perdón. Cuéntales que has decidido no caer nunca más en ese error. Quizá no sea hoy, ni mañana, cuando te devuelvan la palabra. Pero ya verás que no tardarán en hacerlo, porque el hombre que asume con humildad y sinceridad sus errores termina siempre borrando el rencor en los demás. El niño liberó en sollozos el dolor sufrido en silencio durante aquellos días. «Gracias, padre», se abrazó a Thomas con su cartera de escolar en la mano. —¡Recuerda que esta noche nos tienes que contar la historia del general! —gritó desde la puerta Philippe, camino del colegio de la mano de Ernestine. Cuando quedaban así, solos en torno a la mesa aún sin recoger, Mariam y el capitán solían prolongar ese momento que los transportaba a la fantasía de ser una familia común, una familia que acaba de entregar a sus hijos al maestro para seguir con su rutina diaria. Mariam alargó los brazos para tomar las manos de su marido; en cuanto su relación empezó a ir en serio, él le había contado la anécdota del instituto de Culibaly, como quien desvela un pasado ominoso antes de proseguir. Mariam sabía hasta qué punto ese acto de adolescente había pesado sobre su vida; y cómo en esos tiempos en que todos le animaban a eliminar a su amigo Blaise volvía a hacerse presente la promesa que se había hecho a sí mismo tras traicionar a sus compañeros de clase. * Sankara siempre había encontrado en el sobrio complejo residencial el mejor acomodo a su empeño de gobernar el país desde la austeridad, y rechazado de plano cualquier propuesta de construcción de un palacio presidencial a la altura de su cargo. Había convertido una de las habitaciones de la residencia en lugar de trabajo, para pasar en ella las primeras horas de la jornada y recibir a amigos, a colaboradores de confianza y a algunos invitados extranjeros. «Mi refugio», la llamaba. A ella se dirigió tras despedirse de Mariam, con la conversación mantenida con su hijo Auguste aún merodeando en su interior. Eran las siete y media de la mañana y el calor se anunciaba con fuerza. La primera orden del día fue dirigida a su chófer: —Vete a recoger a Valère Somé a su casa y dile que lo espero aquí. A las ocho de la mañana entraba en la habitación su colaborador. Somé encontró al presidente sentado en el sofá, tomando notas en un cuaderno. Al verlo vestido con chándal, cayó en la cuenta de que era jueves. Sankara, desde su acceso al poder, había declarado los lunes y jueves días de deporte colectivo. Los funcionarios de todo el país estaban invitados, durante su horario de trabajo, a dedicar
Description: