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La mas bella historia de amor de Paula Cortazar PDF

210 Pages·2016·0.99 MB·Spanish
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Una historia de amor que supera cualquier obstáculo. Daniel, un soldado español, regresa herido de Afganistán. Una bomba le ha dejado desfigurado el rostro, pero la cirugía estética lo convierte en un hombre de una belleza ideal, abriéndole las puertas para vivir una vida distinta. Con lo que él no cuenta, ni tampoco Paula, su novia, es con la sucesión de sorpresas y acontecimientos que una sociedad como la actual es capaz de provocar para satisfacer sus instintos y tratar de olvidar sus necesidades. Gómez Rufo desenmascara, con un lenguaje depurado hasta los huesos, la gran farsa social, proponiendo un emocionante brindis al amor. Antonio Gómez Rufo La más bella historia de amor de Paula Cortázar ePub r1.0 turolero 12.07.15 Título original: La más bella historia de amor de Paula Cortázar Antonio Gómez Rufo, 2012 Editor digital: turolero ePub base r1.2 Prologo — V en conmigo, Daniel. Unos señores muy buenos te van a curar, cariño. —¡Yo no quiero ser guapo, Paula! —repitió varias veces—. ¡No quiero! —No, amor mío. Te lo prometo. Ya nunca volverás a ser guapo. Dos ambulancias, una tras otra, cruzaron a media mañana la ciudad rompiendo el tráfico con el estridente ulular de sus sirenas. En una viajaba Lola, acompañada de Gladys, la asistenta, y en la otra Daniel y Paula iban abrazados como si ya no fueran a separarse jamás. 1. LA HERIDA 1. La herida 1 A las 08.35 horas de hoy, 17 de abril de 2011, un teniente español ha resultado herido al estallar un artefacto explosivo improvisado (IED) a unos dos kilómetros al suroeste del destacamento avanzado de Ludina, en la provincia de Badghis (Afganistán). El teniente, cuya identidad responde a las iniciales D. P. S. (nacido en Madrid en 1981), fue evacuado de inmediato en helicóptero al hospital de campaña de las fuerzas de la OTAN. El militar español formaba parte de la tripulación de un vehículo Lince, especialmente diseñado para resistir los atentados con minas y que no ha resultado dañado, pero el teniente se encontraba fuera del vehículo en el momento de la explosión. El Ministerio de Defensa ha abierto una investigación para conocer y dar a conocer a la opinión pública el modo en que se han producido los hechos que han desembocado en tan lamentable desenlace. Con esta nota, leída por los servicios informativos de Radio Nacional de España, se despertó Paula el domingo 17 de abril, ya cerca del mediodía. Y de inmediato supo que se trataba de él, de Daniel Peñalver Soteras. De repente sintió un fuerte mareo, una especie de vértigo que no pudo vencer, y corrió al cuarto de baño, golpeándose con las paredes del pasillo, para meter la cabeza bajo el grifo del agua fría. No alcanzó el lavabo: se desplomó en medio del cuarto de aseo y se golpeó la cara con la taza del váter, añadiendo, a las ganas de vomitar, un intenso dolor en el pómulo derecho. Sus arcadas fueron secas; y el dolor le permitió recuperar la sensación de estabilidad. Entonces se levantó poco a poco, abrió el grifo de la ducha y se empapó la cabeza y la cara. Unos minutos después, mientras se secaba con una toalla, oyó la llamada del móvil. —¿Paula? —Sí, Lola, sí —respondió con la respiración entrecortada—. Acabo de oírlo en la radio. —Su padre y yo… Bueno, acaban de avisarnos del Cuartel General del Ejército. Vamos ahora mismo para allá. No sé si quieres que pasemos a buscarte y… —Sí, sí, claro. Me visto y estoy en el portal en cinco minutos. Los padres de Daniel llegaron a casa de Paula instantes después de que ella saliera a esperarlos. Se subió al asiento posterior del monovolumen BMW y el coche siguió a toda velocidad en dirección a la calle de Prim, por donde les habían informado que tenían que acceder al cuartel general. Dionisio, el padre del chico, no movió un músculo de la cara ni abrió la boca; su madre, Lola, estaba llorando y sólo volvió la cabeza para buscar consuelo en los ojos de Paula, que estaban también inundados de lágrimas. Se tomaron de la mano y gimieron doloridas. —¿Qué os han dicho? —balbució Paula. —No sabemos nada. —Lola volvió a llorar ruidosamente. Después de un rato de intentar contener la congoja, logró decir—: ¡Nos lo han matado, Paula! ¡Nos lo han matado! —¡Qué coño! —gritó el padre, sin mirar a su mujer—. ¡No le hagas ni puto caso! Nadie ha hablado de muertos. Sólo nos han dicho que el imbécil de tu novio está herido, nada más. —¡No hables así de mi hijo! —se encolerizó Lola—. ¡Mi hijo es un héroe! —¡Tu hijo es un gilipollas! —replicó él, más bruscamente aún. Los tres permanecieron en silencio el resto del trayecto hasta el cuartel militar. Paula no se atrevió a mediar en la discusión de los padres de Daniel y se limitó a llorar en silencio. Sólo se oía la radio, que repitió dos veces la misma información con que se había despertado Paula, y los gemidos del llanto de Lola, cada vez más espaciados. Era evidente que les estaban esperando en el recinto del cuartel, porque las puertas de hierro estaban abiertas y dos soldados de la guardia les saludaron militarmente al llegar, indicándoles que siguieran al interior del patio ajardinado hasta la tercera puerta del edificio de la derecha. Allí, al pie de los cinco peldaños de la escalera, les recibió otro militar uniformado y un civil. —Señor Peñalver. —El hombre uniformado se acercó a la ventanilla del conductor—. Soy el coronel Matesanz. Acompáñennos, por favor. Señora… — Se inclinó al estrechar la mano de Lola en su saludo. —¿Qué le ha pasado a mi hijo? —se apresuró a preguntar la madre, al borde de la histeria—. ¿Está vivo? —Tranquila, señora —trató de calmarla el coronel con un estudiado tono de voz pausado—. Ahora les daremos todos los detalles. Y permítanme que les presente al doctor Ceballos, psicólogo. Trabaja para nosotros, para el ejército, y a partir de este momento está a su servicio. —¿Un psicólogo? ¿Para qué coño necesita mi mujer un psicólogo? — Dionisio se enfrentó al coronel—. ¿Es que mi hijo está muerto? ¿Es eso lo que nos quiere decir? —No, no —cabeceó el coronel—. Nuestras informaciones son que sólo se encuentra herido. Pero en estos casos el protocolo del ministerio prescribe que… —Ven, Paula. —Dionisio se ayudó del brazo de la chica para subir las escaleras y lanzó una mirada fulminante al coronel—. Anda, hija, vamos a entrar porque me estoy empezando a poner nervioso. A ver qué nos dicen ahí dentro. La sala a la que les invitaron a entrar era muy grande. El suelo de parqué, reluciente, parecía recién barnizado. Las paredes, forradas con listones de madera, daban a la estancia un aire acogedor, más aún por los colores cálidos con que doraba el sol todos los rincones, traspasando los grandes ventanales de visillos descorridos. Un tresillo de cuero negro y otras dos butacas de madera con el sillar y la espaldera tapizados en terciopelo rojo formaban un amplio círculo que rodeaba una mesa baja sobre la que se amontonaban una pila de revistas militares y algunos objetos decorativos. A un lado del salón, dos soldados de uniforme, con guantes blancos, atendían una mesa de comedor sobre la que había una jarra de café, varias botellas con refrescos y algunas bandejas con piezas de bollería y canapés. —Tomen asiento, por favor. —El coronel les indicó el sofá y los sillones. Esperó a que lo hicieran y después se sentó en una de las butacas, frente a ellos —. ¿Quieren tomar un café? —No hemos venido a tomar café —respondió Dionisio con brusquedad. —Por supuesto, por supuesto —afirmó Matesanz—. Pero si en algún momento les apetece algo… —¿Tienen una tila? —preguntó Lola—. Porque yo… Ay, Señor… No sé cómo puedo mantenerme en pie. —Yo sí tomaría un café —añadió Paula, con un tono de disculpa en la voz —. Con las prisas, no me ha dado tiempo a… y estoy en ayunas. —Por supuesto. —El coronel Matesanz hizo un gesto a los soldados de servicio, que se apresuraron a preparar lo indicado. Luego se recostó en la butaca y respiró profundamente antes de empezar a hablar—. Lo que sabemos, hasta ahora, no es gran cosa. El Ministerio de Defensa, como ya sabrán por las noticias, ha abierto una investigación y los informes que han llegado a Inteligencia Militar dicen que el teniente Peñalver, su hijo, está herido, aunque es preceptivo reservar el pronóstico. —O sea, que no es grave —Paula no pudo contenerse. —Bueno, no es exactamente eso lo que les acabo de decir —matizó el coronel—. Por ahora no conocemos la verdadera gravedad de sus heridas, así es que, aunque en el ejército tenemos la obligación de no utilizar nunca el concepto de pronóstico reservado, prefiero expresarme de esta forma para que comprendan que es muy poco lo que sabemos con certeza, por lo que me reservo aventurar otro pronóstico médico. Es, con precisión, lo que les puedo decir. Las heridas se han producido por la explosión de un artefacto de potencia media que ha alcanzado al teniente Peñalver en la cabeza, y de inmediato se le ha practicado una primera valoración de daños producidos antes de decidirse, por los servicios médicos, un traslado inmediato a la península para proceder a las necesarias intervenciones quirúrgicas que, al parecer, son imprescindibles. De hecho, ya ha sido embarcado, en la base de Herat, en un Airbus 310, medicalizado, de las Fuerzas Aéreas Españolas, con apoyo de personal médico de la Unidad Médica de Apoyo a la Aeroevacuación del Ejército del Aire, la UMAER, y en este momento vuela en dirección a Madrid. Su llegada está prevista para esta misma tarde y aterrizará en la base aérea de Torrejón, en donde todo está dispuesto para ser trasladado en una ambulancia al Hospital Central de la Defensa Gómez Ulla. Mis órdenes son, junto con el doctor Ceballos, acompañarles a ustedes todo el tiempo que lo deseen, tanto si prefieren esperar noticias aquí como si deciden que nos traslademos al aeródromo o al hospital, lo que estimen conveniente. En todo caso, mucho es de temer que no tendremos una información más concreta sobre su hijo hasta que sea intervenido, y tampoco sabemos cuánto tiempo puede precisar, debido a la naturaleza de las heridas del teniente. Espero que lo comprendan. —Comprendido. —El padre de Daniel se levantó y dio unos pasos por la estancia. Metió la mano en el bolsillo, sacó una cajetilla de tabaco y encendió un cigarrillo. —Lo siento, señor Peñalver —se apresuró a indicar el coronel—. Estamos en

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