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el dolor como experiencia multidimensional PDF

20 Pages·2005·0.13 MB·Spanish
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Referencia bibliográfica Chóliz, M. (1994): El dolor como experiencia multidimensional: la cualidad motivacional- afectiva. Ansiedad y Estrés, 0, 77-88 EL DOLOR COMO EXPERIENCIA MULTIDIMENSIONAL: LA CUALIDAD MOTIVACIONAL-AFECTIVA Mariano Chóliz Montañés Departamento de Psicología Básica Universidad de Valencia Resumen La teoría multidimensional del dolor de Melzack y Casey (1968) es uno de los modelos teóricos del dolor más extendidos en la literatura psicológica. Se basa en el supuesto de que el dolor está compuesto por tres dimensiones íntimamente relacionadas que configuran y determinan esta experiencia. Tales son la dimensión sensorial, cognitiva y afectiva. En nuestro trabajo analizamos las principales características de la dimensión emocional del dolor y describimos algunas de las aplicaciones terapéuticas más relevantes emanadas de dicho componente afectivo. Palabras clave Dolor, Factores emocionales, Estrés, Distracción Summary One of the most relevant theories of pain was provided by Melzack and Casey (1968), who adopted and extended the concept of pain as a multidimensional experience. According to this model, sensory, cognitive and affective factors are the main components of pain, they are closely related, and these three processes shape the global experience of pain. In this work, we analyze the principal attributes of emotional dimension of pain, and we describe some of therapeutic applications related with affective component of pain. Key words Pain, Emotional factors, Stress, Distraction Planteamiento del problema Las ciencias biomédicas han asumido tradicionalmente que el dolor es un síntoma, una señal de aviso de algún proceso patológico más grave que produciría en el paciente una necesidad imperiosa de búsqueda de tratamiento, al tiempo que para el terapeuta serviría como indicador diagnostico del tipo de patología que subyace. El dolor, en suma, consistiría en la consecuencia externa y manifiesta de un trastorno que en la mayoría de los casos sería silencioso si no poseyera dicho componente. Esta característica conferiría al dolor un valor claramente adaptativo, de forma que si el organismo no tuviera ningún mecanismo de aviso de este tipo que le informara que se está produciendo un proceso patológico, podrían producirse graves alteraciones e incluso la destrucción de éste. Hay personas que padecen insensibilidad congénita al dolor, que se caracteriza por el hecho de que pueden percibir la sensación tactil que produce una determinada estimulación, pero no sienten dolor, a pesar de que ésta fuera muy intensa. Tal alteración hace que sean susceptibles de sufrir heridas de considerable magnitud sin percibirse de ello y que incluso puedan llegar a morir, debido a que no son capaces de reconocer los trastornos orgánicos graves que cursan con dolor (Manfredi, Bini, Cruccu, Accornero, Berardelli y Medolago, 1981). Esta evidencia, unida al hecho de que existen una serie de características anatomofisiológicas del dolor, ha hecho que desde las ciencias biomédicas el dolor sea considerado como un proceso sensorioperceptivo somático, dentro de la misma categoría que el tacto o la temperatura. Así, tanto la explicación como los procedimientos de intervención se centrarían en el estudio de los receptores, vías de información, centros superiores del sistema nervioso central, o neurotransimisores implicados. A pesar de lo dicho, el dolor se ha concebido de diferentes maneras en función de las creencias y actitudes científicas de cada época (Schneider y Karoly, 1983). Así, se ha entendido como una más de las sensaciones corporales, como reacción global a diferentes tipos de estimulación, como emoción, o como una experiencia global de mayor magnitud, por citar algunos ejemplos. Como acabamos de comentar, el dolor ha sido considerado en ocasiones más como una reacción emocional que como un proceso sensorioperceptivo (Dallenbach, 1939). De hecho, para los filósofos griegos no era sino lo contrario de placer, no entraba en la clasificación tradicional de los cinco sentidos y reflejaba un estado emocional que favorecía la respuesta de evitación ante eventos desagradables o aversivos. Es al final del siglo pasado cuando el dolor empieza a ser considerado como una sensación. La concepción del dolor como sensación no se trata sino de un concepto cartesiano (la función de los nervios no es sino la de transmitir al cerebro una copia de los eventos que acontecen). Un mecanicismo mal entendido en las ciencias biomédicas durante principios de este siglo hizo que se extendiera la concepción del dolor como un tipo de sensación producida por determinada estimulación nerviosa, en la que los aspectos emocionales no constituirían sino una reacción a dicha sensación. Los aspectos sensorioperceptivos del dolor eran los que había que tener en cuenta en el estudio y tratamiento de este padecimiento y esta conceptualización es la que ha determinado que durante décadas la investigación de este problema se centrara específicamente en las variables anatomofisiológicas. Los aspectos emocionales, como los cognitivos, atencionales o comportamentales, no serían sino una reacción a los procesos sensorioperceptivos producidos por un proceso fisiológico determinado ante la presencia de los agentes álgicos (físicos o químicos, evidentemente). Dolor no sería sino nocicepción. No obstante, en la actualidad la dimensión sensorial del dolor se considera como uno de los diversos componentes de la experiencia de dolor, de forma que para la comprensión de este fenómeno es preciso atender a otros aspectos (emocionales, por ejemplo) que cursan conjuntamente con los aspectos perceptivos. Dimensiones de la experiencia de dolor Si bien el estudio de los procesos sensorioperceptivos del dolor ha favorecido no sólo la comprensión en profundidad de este fenómeno, sino que además ha servido para desarrollar procedimientos de analgesia extraordinariamente eficaces, éste no puede considerarse únicamente como un sentido somático, sino que debemos entenderlo como una experiencia global, en la que los procesos sensoriales sólamente conforman una parte de todo este fenómeno. El dolor consiste en un acontecimiento vital complejo, multidimensional y susceptible de estudio e intervención por diversas disciplinas científicas. El modelo sensorial del dolor argumenta que la intensidad de éste es proporcional a la intensidad del estímulo que lo produce, o a la gravedad de la patología que subyace. La simplificación de tomar en cuenta únicamente esta concepción para la comprensión del dolor es evidente y se hizo manifiesta con las aportaciones de Beecher (1956), un anestesista que trabajó en la II Guerra Mundial. Beecher describe que ante un traumatismo de similares características producido a soldados durante el combate, o a personal civil en un accidente laboral, los soldados requerían mucha menos morfina (en proporción de 1:3) que los ciudadanos. Beecher argumenta que, si bien el daño orgánico producido puede ser el mismo (amputación de una pierna, por ejemplo), la experiencia es harto diferente en ambos casos. En el caso del soldado herido supone un pasaporte de vuelta a casa, si no sano, sí al menos salvo, al mismo tiempo que obtendrá una serie de reconocimientos sociales como herido de guerra. Para el ciudadano de a pie un accidente de tal magnitud puede suponer el final de su actividad laboral y una considerable limitación en su actividad social. Esta diferencia implica que dicho evento signifique algo muy distinto para uno u otro paciente y que los aspectos emocionales implicados determinen que la experiencia de dolor sea realmente diferente. Las variables psicológicas en este ejemplo no son meramente "reacción" al dolor, sino que determinan dicha experiencia. Uno de los modelos psicológicos del dolor más influyentes es el modelo de Melzack y Casey (1968), en el que este fenómeno se concibe como una experiencia multidimensional. Las dimensiones del dolor que hay que tener en cuenta a la hora de su conceptualización, evaluación o intervención son tres: dimensión sensorial/discriminativa, dimensión motivacional/afectiva y dimensión cognitivo/evaluativa. Cada una de éstas confieren al dolor una serie de características especiales, pero interrelacionadas del tal forma que la experiencia de dolor no puede entenderse de forma completa si no se tienen en cuenta todas ellas. La dimensión sensorial-discriminativa estaría directamente relacionada con los mecanismos anatomofisiológicos. Sería la encargada de la transmisión de la estimulación nociceptiva desde la región donde se haya producido un daño tisular, infección o cualquier otra alteración orgánica o funcional hasta los centros nerviosos superiores. Tal dimensión es la responsable de la detección de las características espaciales y temporales del dolor, así como de la intensidad y ciertos aspectos de la cualidad del dolor (distinción entre dolor urente, opresivo, etc....), parámetros éstos de especial relevancia para el diagnóstico de la patología que produce el dolor (neurológica, traumatismo, infecciosa, psicógena, etc.). Los procedimientos de intervención que se basan en la dimensión sensorial- discriminativa son las técnicas biomédicas tradicionales. Los analgésicos (quizá el más utilizado de todos los tipos de intervención) pueden incidir en tres niveles: a nivel receptorial, disminuyendo la capacidad de estimulación de los nociceptores (analgésicos como el ácido acetil-salicílico, o el paracetamol); a nivel de conducción (anestésicos locales como la lipnocaína); o a nivel central (opiáceos). Otros procedimientos comunes son TENS, bloqueos nerviosos, cirugía estereotáxica, cordotomía, etc. La dimensión motivacional-afectiva implica la cualidad subjetiva de la experiencia de dolor, en concreto en los aspectos de sufrimiento, aversión, desagrado, o cambios emocionales producidos. Algunas de las reacciones emocionales que están más directamente relacionadas con el dolor son ansiedad y depresión, de las que posteriormente nos centraremos un poco más detenidamente. Debido al componente aversivo del dolor se producen conductas de evitación o escape, que tendrán una especial significación para el mantenimiento de las conductas de dolor y de la propia experiencia dolorosa. Los procedimientos más utilizados son técnicas psicológicas en las que se evite esta dimensión aversiva. Las técnicas más características son sugestión, hipnosis, imaginación. biofeedback, etc. En lo que se refiere a la dimensión cognitivo-evaluativa, está directamente relacionada con la motivacional-afectiva y hace referencia a las creencias, valores culturales y variables cognitivas, tales como autoeficacia, percepción de control y de las consecuencias de la experiencia de dolor, etc. Las técnicas psicológicas de control del dolor preparan al paciente para que experiencie el dolor sin catastrofismos y que sea capaz de utilizar las estrategias de afrontamiento más adecuadas. Ello conlleva, evidentemente, que sus reacciones emocionales ante el dolor no sean tan aversivas, lo que redundará en mayor eficacia de las estrategias cognitivas para el control del dolor, etc. Los procedimientos más característicos son las técnicas cognitivo- comportamentales y procedimientos de distracción, sugestión, o reevaluación de las sensaciones. En suma, los procedimientos médicos y quirúrgicos convencionales sólamente se focalizan en la dimensión sensorial del dolor e intentan paliarlo mediante intervenciones que eliminen o atenúen la transmisión neural hasta el cerebro, o destruyan los propios centros receptores superiores. Por contra, Melzack (1973) sugirió que el objetivo ideal en muchas ocasiones no es abolir completamente la sensación, sino reducirla a niveles tolerables. La intervención deberá realizarse en las tres dimensiones citadas anteriormente, no únicamente en la sensorial. Para finalizar debemos comentar, no obstante, que a pesar de que se reconoce que la experiencia de dolor tiene varias dimensiones y que las mismas han sido analizadas mediante procedimientos multivariados o detección de señales, no es fácil distinguirlas de forma independiente. Las dimensiones del dolor interaccionan y covarían para producir una experiencia cualitativamente diferente a la que se puede entender por el análisis de cada una de las dimensiones implicadas (Fernández y Turk, 1992). Factores emocionales asociados al dolor a. Ansiedad y depresión. La relación entre ansiedad con el dolor agudo y depresión con dolor crónico es clásica. Según Sternbach (1978), el dolor agudo está relacionado con cambios en la activación autonómica directamente proporcionales a la intensidad del estímulo aversivo, tales como aumento de la frecuencia cardiaca, aumento de la presión sistólica y diastólica, disminución de secreción salivar, aumento del diámetro de los bronquiolos, secreción de adrenalina y noradrenalina y consumo de glucógeno. Tal es una típica respuesta de activación simpática, característica, a su vez, de los estados de ansiedad. La reacción ante el dolor crónico es diferente. Así, las respuestas de activación simpática se habitúan, aparecen trastornos en el apetito, disminución del deseo sexual, trastornos en el sueño, pérdida de interés por las relaciones sociales e incremento de las preocupaciones somáticas. Tales procesos también son característicos de los episodios depresivos. Joffe y Sandler (1967) describen que la reacción depresiva es una respuesta ante un estado de dolor, que implica desesperanza aprendida y resignación ante no poder evitarlo. A nivel biológico, y tal y como expondremos posteriormente, determinados antidepresivos tienen efecto analgésico (Hameroff, Cork, Scheerer, Crago, Neuman y Womble, 1982), efecto éste que podría tener su explicación a nivel bioquímico por el hecho de que tanto en depresión como en dolor crónico se produce depleción de serotonina (von Knorring, Perris, Oreland, Eisemann, Eriksson y Perris, 1984) Pese a lo que acabamos de comentar, depresión y dolor son dos procesos relativamente independientes, tal y como se pone de manifiesto en múltiples estudios donde depresión no va acompañada de dolor crónico (Hall, 1982). Para otros (Pilowsky, Chapman y Bonica, 1977) la relación entre dolor crónico y depresión no está clara, confundiéndose a menudo entre depresión como estado afectivo, con el síntoma que aparece en otras alteraciones (somáticas o psicológicas), o la depresión como síndrome general. Para otros autores no se trataría sino de dos experiencias que tienen en común diversas características psicológicas, tales como la incapacidad para expresar adecuadamente determinadas emociones (Beutler, Engle, Oro-Beutler, Daldrup y Meredith., 1986). A pesar de lo que acabamos de comentar, en la mayoría de los casos la presencia de sintomatología depresiva hace que disminuya el nivel de tolerancia al dolor e incluso que pueda desarrollarse más fácilmente algún cuadro clínico de dolor crónico (Sternbach, 1982). b. Expresión de emociones y dolor. La dificultad para expresar emociones intensas se ha concebido como una de las variables relevantes en el dolor crónico. DeGood, Buckelew y Tait (1985) estudiaron la influencia que ejercen distintas estrategias cognitivas y somáticas en pacientes con este tipo de trastorno. Los autores argumentaron que los pacientes con dolor crónico tienen dificultad en manifestar las emociones intensas por otro cauce que no sea la somatización, lo que exacerba todavía más la sintomatología que padecen. Tal dificultad en la expresión de las emociones por cauces adecuados también sería una característica de los trastornos depresivos. Blumer y Heilbronn (1982) propusieron hace una década la categorización de una nueva entidad diagnóstica denominada trastorno por predisposición al dolor (pain- prone disorder) como una variante de los trastornos depresivos. La etiología del dolor producido estribaría en la dificultad para la expresión y reconocimiento de las emociones, característica ésta propia de la alexitimia. Esta clasificación, no obstante, es cuando menos cuestionable y simplemente puede ser el reflejo de que en un porcentaje considerable de pacientes con dolor crónico puede aparecer algún tipo de sintomatología depresiva (Ahles, Yunus y Masi, 1987). A pesar de los intentos realizados, no ha habido acuerdo en el establecimiento de una personalidad tipo que caracterice a quienes sufren depresión y dolor crónico, si bien en muchos estudios se destacan tanto la ansiedad somatoforme como la incapacidad de expresión de ira como variables que están presentes en la mayoría de los casos (Blumer y Heilbronn, 1982). Dado que se trata de estudios correlacionales, no podemos deducir sino que son variables que están relacionadas entre sí, aunque ciertamente que ambas variables covaríen en diferentes estudios sobre los factores psicológicos implicados en depresión y dolor crónico. En la misma línea argumental, Beutler y cols. (1986) defienden que, si bien depresión y dolor son dos fenómenos distintos, ambos tienen en común procesos psicológicos que se activan en respuesta a estresores, tales como la incapacidad para modular o expresar sentimientos poco aceptados socialmente, de forma que quienes manifiestan esta incapacidad son más propensos a sufrir tanto episodios depresivos como procesos de dolor crónico. Beutler y cols. (1986) argumentan que tanto la ansiedad como depresión son emociones secundarias que aparecen como consecuencia de los esfuerzos fallidos por superar las emociones primarias producidas por un evento estresante (miedo, ira, por ejemplo) y que ello produce tanto una mayor sensibilidad al dolor como un descenso en niveles de endorfinas. Analgesia e hiperalgesia producida por estrés y ansiedad Se conoce desde antiguo que si el individuo se encuentra ante situaciones moderadas de estrés que requieren una reacción de ataque o huída, la experiencia de dolor producida es de una intensidad menor que si no existe esa situación estresante. Podemos suponer que una variable relevante en este caso es el grado de arousal, dado que este fenómeno también ocurre ante pequeñas heridas o traumatismos acaecidos en momentos de activación elevada, que pasan inadvertidas en el momento de producirse y de las que se apercibe el sufriente una vez que ha finalizado tal actividad. Además de las evidentes relaciones entre una situación estresante y factores afectivos, cognitivos, atencionales y comportamentales que pueden mitigar la experiencia de dolor (debido a que en ese momento son mucho más precisas otro tipo de conductas), parece que pueden verse afectados también sistemas fisiológicos de control del dolor. En concreto, parece que la exposición a periodos breves de estrés produce la activación del sistema de endorfinas (Terman, Shavit, Lewis, Cannon y Liebeskind, 1984). Paradójicamente, el estar sometido a periodos prolongados de estrés, así como padecer trastornos por ansiedad, exacerban la intensidad de la experiencia de dolor, de forma que trastornos crónicos por excesiva ansiedad o estrés predispone a episodios de dolor con más frecuencia que en el caso de que no se padezcan, o bien se empeoran los síntomas de dolor ya existente (Weisenberg, 1977). Los episodios no tienen por qué ser físicamente aversivos, sino que acontecimientos tales como eventos vitales estresantes, demandas ambientales excesivas, etc. son capaces de disminuir el umbral de tolerancia al dolor (presumiblemente porque afectan severamente al componente afectivo de la experiencia de dolor). El hecho de que la ansiedad produzca aumento en la activación autonómica, visceral y esquelética y ello exacerbe el dolor es la base para la explicación del dolor crónico mediante el círculo vicioso "dolor- ansiedad-tensión muscular". La ansiedad produce aumento en la tensión muscular, lo que a su vez produce aumento del dolor y éste incrementa la ansiedad, y así sucesivamente. Ése sería el fundamento terapéutico de las técnicas de relajación en la reducción del dolor de cabeza, o dolor de espalda, por ejemplo. Como hemos señalado, niveles excesivos de ansiedad pueden conducir a empeoramiento en la experiencia de dolor. No obstante, variables cognitivas tales como atribuciones sobre la posibilidad de control del dolor o las propias expectativas sobre el decurso del trastorno afectan a la ansiedad que se puede producir y consecuentemente al dolor. Tal relación ha sido puesta de manifiesto especialmente en dolor de cabeza (Holroyd y Penzien, 1983). Cuando el sujeto percibe que tiene control de la situación aversiva (puede terminar con ella cuando desee) la reacción de ansiedad y el dolor producido son menores. Así, en los experimentos en los que se suministra un evento aversivo (tal como un clambre) aquéllos que tienen la posibilidad de autoadministrárselos a voluntad y con la intensidad que deseen soportan mayores descargas que quienes se les suministraban los calambres sin que tengan posibilidad de controlar dicha intensidad. La percepción de control de la situación aversiva hace que dicha experiencia sea menos dolorosa. Otra de las explicaciones aducidas para la relación entre ansiedad y exacerbación del dolor se explica mediante un mecanismo atencional (Chapman, 1980). La atención sirve para filtrar la información relevante de la irrelevante, de forma que en el caso que nos ocupa, si se filtran las señales nociceptivas, el dolor es experimentado como menos intenso, o incluso no se llega a percibir. El arousal emocional, independientemente de su cualidad afectiva, interrumpe los procesos atencionales y ésta sería para algunos autores la explicación de la relación entre ansiedad y dolor. Según esta hipótesis, la ansiedad produciría hiperalgesia debido a que las sensaciones repentinas producidas por ésta interrumpen los procesos atencionales que pueden estar reduciendo la percepción del dolor, más que por la activación excesiva que pueda producir la ansiedad. Ello explicaría el hecho de que diferentes procedimientos terapéuticos que se focalizan en reorientar la atención son eficaces en la reducción del dolor, ya que las sensaciones producidas no irrumpen repentinamente, ni alteran los procesos atencionales, puesto que el paciente espera dichas sensaciones y ha reorientado su evaluación de forma positiva y terapéutica. Ello previene la sorpresa e incertidumbre de la estimulación punitiva y no se produce la intensa reacción emocional aversiva, sino que, más al contrario, el individuo puede poner en marcha las estrategias de afrontamiento apropiadas. Esta explicación estaría a la base de las técnicas de distracción, reevaluación de las sensaciones, reducción de la ansiedad e inoculación de estrés y ha sido confirmada en el control del dolor quirúrgico (Parbrook, Steel y Dalrymple, 1973). Según Chapman (1980) esta hipótesis explicaría incluso por qué en el dolor crónico los niveles de ansiedad son menores, ya que las sensaciones producidas no son inesperadas puesto que se producen con desgraciada frecuencia. Habría que añadir que los beneficios terapéuticos que la disminución de la ansiedad pudiera reportar en los caos de dolor crónico son anulados por la existencia de otras reacciones emocionales (depresivas) que afectan negativamente a la experiencia de dolor. Siguiendo con la relación entre ansiedad y dolor, los individuos que puntúan alto en neuroticismo manifiestan mayor número de emociones estresantes y quejas somáticas (Larsen y Kasimatis, 1991). La relación entre neuroticismo y sintomatología puede explicarse en base a la hipótesis de la percepción de síntomas, mediante la cual quienes manifiestan puntuaciones elevadas en neuroticismo amplifican las sensaciones corporales, están hipervigilantes a las mismas, así como manifiestan un estilo cognitivo relacionado con estados de ánimo negativo (Watson y Pennebaker, 1989). Dicha tendencia al recuerdo y rumiación de estados afectivos negativos se produce incluso ante eventos que han acontecido hace tiempo y que debieran ser irrelevantes para el momento actual (Affleck, Tennen, Urrows y Higgins, 1992). Semejante tendencia al catastrofismo es la variable principal en la relación existente entre neuroticismo y dolor. Así, el neuroticismo se relaciona con la utilización de estrategias de afrontamiento al estrés ineficaces (Bolger, 1990) y la consecuente alteración en el estado de ánimo (Lawson, Reesor, Keefe y Turner, 1990), lo que incrementa la intensidad de la experiencia de dolor. No obstante, cuando se estudia la relación entre estado de ánimo y dolor mediante registros diarios en estudios intrasujeto (analizando la serialidad en cada una de las variables durante un día), a pesar de aparecer correlación entre estas dos variables, ésta no es excesivamente elevada (Affleck, Tennen, Urrows y Higgins, 1992). Siendo que la hipótesis principal es que ambas variables (estado de ánimo y dolor) son interdependientes y que tanto las reacciones afectivas pueden producir cambios en la experiencia de dolor, como la intensidad del dolor puede afectar al estado de ánimo, el mecanismo mediante el que ambas están relacionadas debe ser complejo y mantenerse durante varios días. Posiblemente la relación entre ambas variables sea no sólamente psicofisiológica, sino también psicoinmunológica. Dolor como experiencia de estrés El modelo transaccional de estrés ha sido uno de los modelos teóricos utilizados para la explicación de la experiencia de dolor, asumiendo que éste supone una clara experiencia estresante, al tiempo que las técnicas que utilizan los sujetos para superarlo no se trataría sino de estrategias de coping similares a las empleadas en condiciones de estrés. Las reacciones emocionales y las estrategias de afrontamiento utilizadas ante situaciones de estrés dependen de la percepción de la cualidad amenazadora de la situación y de la valoración de los recursos disponibles para hacer frente a la misma. Las reacciones emocionales ante dicha situación, a su vez, también modifican la valoración de las estrategias de afrontamiento utilizadas (Folkman y Lazarus, 1988). Cuando sometemos a dolor experimental producido por agua helada, la población se distribuye de forma bimodal, entre los que no aguantan más de 60 segundos y los que toleran el dolor durante más de cinco minutos. Parece que la diferencia entre ambos grupos estriba en las estrategias de afrontamiento que utilizan para superar esta situación aversiva. Keefe, Crisson, Urban y Williams (1990) defienden que una variable relevante que explica las diferencias en tolerancia al dolor podría ser la presencia de autoverbalizaciones de tipo catastrofista. Estos autores encontraron diferencias entre ambos grupos en las puntuaciones obtenidas en la subescala de catastrofismo de un cuestionario de estrategias de afrontamiento, así como en otras variables cognitivas. Quienes toleran el dolor durante más tiempo presentan mayor número de autoverbalizaciones marginales a dicha situación, no realizan autoverbalizaciones catastrofistas, ignoran las sensaciones de dolor, aumentan la percepción de control cuando el dolor disminuye, así como manifiestan menos dolor en la escala de Intensidad de Dolor del McGill durante los primeros 80 segundos de la tarea. Esta dicotomía que se constata en el dolor experimental puede generalizarse a otros tipos de dolor clínico, puesto que quienes toleran durante más tiempo esta situación tienden a estimar como menos dolorosos otros estímulos y situaciones. Volviendo a las diferencias en las estrategias cognitivas, aquéllos que toleran el dolor durante más tiempo suelen utilizar estrategias de

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Chóliz, M. (1994): El dolor como experiencia multidimensional: la cualidad motivacional- afectiva. Ansiedad y Estrés, 0, 77-88. EL DOLOR COMO
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