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El Ángel que nos Mira PDF

546 Pages·2017·2.18 MB·Spanish
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El Ángel que nos Mira Por Thomas Wolfe AL LECTOR Este es un primer libro, y en él ha escrito el autor sobre experiencias ahora lejanas y perdidas, pero que antaño fueron parte del tejido de su vida. Por consiguiente, si algún lector dijera que el libro es «autobiográfico», el autor no podría contestarle; a su entender; toda obra seria de ficción es autobiográfica, y así, por ejemplo, no es fácil imaginar una obra más autobiográfica que Los viajes de Gulliver. Sin embargo, esta nota va principalmente dirigida a las personas a quienes pudo conocer el autor en el periodo abarcado por estas páginas. A esas personas les diría algo que cree que comprenden ya: que este libro fue escrito con espíritu cándido y desnudo, y que el principal empeño del autor fue dar la plenitud, vida e intensidad a las acciones y a los personajes del libro que creaba. Ahora que este va a publicarse, quisiera insistir en que es un libro de ficción, en el que no pretendió retratar a nadie. Pero nosotros somos la suma de todos los momentos de nuestras vidas; todo lo nuestro está en ellos: no podemos eludirlo ni ocultarlo. Si el escritor ha empleado la arcilla de la vida para crear su libro, no ha hecho más que emplear lo que todos los hombres deben usar, lo que nadie puede dejar de usar. Ficción no es realidad, pero la ficción es una realidad seleccionada y asimilada, la ficción es una realidad ordenada y provista de un designio. El doctor Johnson observó que un hombre debería revolver media biblioteca para escribir un solo libro; de la misma manera, el novelista puede tener que estudiar a la mitad de la gente de una ciudad para crear un solo personaje de su novela. Esto no es todo el método, pero cree el autor que ilustra todo el método en un libro escrito desde media distancia y sin rencor ni mala intención. PRIMERA PARTE … una piedra, una hoja, una puerta ignota; de una piedra, una hoja, una puerta. Y de todas las caras olvidadas. Desnudos y solos llegamos al desierto. En su oscuro seno, no conocimos el rostro de nuestra madre; desde la prisión de su carne, vinimos a la prisión indecible e inexplicable de este mundo. ¿Quién de nosotros conoció a su hermano? ¿Quién de nosotros observó el corazón de su padre? ¿Quién de nosotros no estuvo siempre prisionero? ¿Quién de nosotros no será siempre un extranjero solitario? Erial de perplejidad, en los ardientes laberintos; perdidos, entre brillantes estrellas, en esta tediosísima ceniza, ¡perdidos! Recordando sobrecogidos, buscamos el gran lenguaje olvidado, el perdido sendero que conduce al cielo, una piedra, una hoja, una puerta ignota. ¿Dónde? ¿Cuándo? ¡Oh fantasma perdido, batido por el viento, vuelve a nosotros! UNO Un destino que conduce a un inglés hacia los holandeses es bastante extraño; pero el que lleva de Epsom a Pennsylvania, y de aquí a los montes que se cierran en Altamont sobre el soberbio grito de coral del gallo, y a la dulce sonrisa de piedra de un ángel, tiene algo de ese oscuro milagro del azar que constituye la nueva magia en un mundo polvoriento. Cada uno de nosotros es el total de sumas que no ha contado: reducidnos de nuevo a la desnudez y a la noche, y veréis cómo empezó en Creta, hace cuatro mil años, el amor que ayer terminó en Texas. La semilla de nuestra destrucción florece en el desierto, la flor que ha de curarnos crece junto a una roca, y una arpía de Georgia hostiga nuestras vidas, porque un ladrón de Londres se libró de la horca. Cada momento es fruto de cuarenta mil años. Los días se desgranan en minutos y zumban como moscas que vuelan de nuevo hacia la muerte; cada momento es una ventana sobre el tiempo. He aquí un momento: Un inglés llamado Gilbert Gaunt, apellido que más tarde cambió por Gant (probablemente como concesión a la fonética yanqui), y que había llegado a Baltimore desde Bristol en 1837, en un barco de vela, dejó que los beneficios de una taberna que había comprado fuesen muy pronto engullidos por su imprudente gaznate. Entonces se dirigió hacia el oeste, a Pennsylvania, ganándose peligrosamente la vida con gallos de pelea enfrentados a los campeones de los corrales rurales, y a menudo escapando después de pasar una noche en la cárcel del pueblo, con su campeón muerto en el campo de batalla, sin una moneda en el bolsillo y, a veces, con la huella de los gordos nudillos de un granjero en su cara desvergonzada. Pero siempre escapó y, cuando al fin llegó junto a los holandeses en tiempo de recolección de las cosechas, se sintió tan impresionado por la riqueza de sus tierras que echó el ancla en el lugar. Al cabo de un año se casó con una enérgica y joven viuda que poseía una bonita hacienda y que, como las otras holandesas, se había sentido atraída por su aire de trotamundos y por su grandilocuente lenguaje, sobre todo cuando recitaba Hamlet al estilo del gran Edmund Kean. Todos decían que debería haber sido actor. El inglés engendró hijos —una hembra y cuatro varones—, vivió tranquila y descuidadamente, y llevó con paciencia el peso de la lengua dura pero honrada de su esposa. Pasaron años; los ojos brillantes y un poco asombrados se volvieron opacos y con bolsas, y el alto inglés empezó a arrastrar los pies como un gotoso; una mañana, cuando su mujer fue a despertarlo, lo encontró muerto de un ataque de apoplejía. Dejó cinco hijos, una hipoteca y —en sus extraños ojos oscuros, ahora de nuevo brillantes y abiertos— algo que no había muerto: una apasionada y oscura sed de viajar. Así, con este legado, dejaremos a este inglés y nos preocuparemos en adelante del heredero a quien lo transmitió, su segundo hijo, un muchacho llamado Oliver. De cómo este muchacho se plantó en la carretera próxima a la finca de su madre y vio pasar a los rebeldes cubiertos de polvo en dirección a Gettysburg; de cómo sus ojos fríos se oscurecieron al oír el glorioso nombre de Virginia, y de cómo, al terminar la guerra, cuando tenía solo quince años, caminó por una calle de Baltimore y vio, en un pequeño taller, pulidas lápidas funerarias de granito, ovejas y querubines esculpidos, y un ángel erguido sobre unos pies fríos y héticos, y con una sonrisa de piedra, dulce y tonta… lo cual es una historia más larga. Pero sé que sus ojos fríos y hundidos se anublaron con la sed oscura y apasionada que había vivido en los ojos del muerto y que lo habían llevado desde la calle Frenchurch hasta más allá de Philadelphia. Al observar el chico aquel enorme ángel con un lirio esculpido en la mano, se sintió presa de una excitación fría e indefinida. Cerró los largos dedos de sus grandes manos. Sintió que su mayor deseo era esculpir delicadamente con un cincel. Quería plasmar en fría piedra algo oscuro e inexpresable que llevaba dentro. Quería la cabeza de un ángel. Oliver entró en el taller y pidió trabajo a un hombre alto y barbudo que manejaba un mazo de madera. Se convirtió en aprendiz del tallista de piedra. Trabajó cinco años en el polvoriento taller. Y llegó a ser tallista. Cuando terminó su aprendizaje, se había convertido en un hombre. Pero no había encontrado lo que buscaba. No había aprendido a esculpir la cabeza de un ángel. Sí la paloma, el cordero, las lisas y cruzadas manos de mármol de la muerte, y letras finas y bellas… pero no el ángel. Y todos los años desperdiciados y perdidos —los años turbulentos de Baltimore, de trabajo y de salvaje embriaguez, y el teatro de Booth y Salvini, que tuvo un efecto desastroso en el tallista, que se aprendía de memoria cada inflexión del retumbante y noble lenguaje y rondaba farfullando por las calles, con rápidos ademanes de sus enormes y expresivas manos— fueron como pasos a ciegas y tanteos en nuestro destierro, la imagen de nuestra hambre cuando, recordando sobrecogidos, buscamos el gran lenguaje olvidado, el perdido sendero que conduce al cielo, una piedra, una hoja, una puerta. ¿Dónde? ¿Cuándo? Nunca lo encontró, y bajó tambaleándose a través del continente hacia el sur de la Reconstrucción, como un extraño y fiero personaje de metro noventa de estatura, ojos fríos e inquietos, nariz grande y afilada, un caudal inagotable de retórica y una invectiva cómica y descabellada, formalizada como el epíteto clásico, que empleaba seriamente, pero con un débil rictus inquieto en las comisuras de los finos y gemebundos labios. Montó un negocio en Sidney, pequeña capital de uno de los estados del mediano sur, vivió sobria y laboriosamente bajo la mirada atenta de una gente todavía irritada por la derrota y la hostilidad, y, una vez consolidado el buen nombre y ganada su aceptación, se casó con una solterona flaca y tuberculosa, diez años mayor que él, pero con buenos ahorros y un deseo inquebrantable de casarse. A los dieciocho meses, volvía a ser un vocinglero maniático, había arruinado su negocio y seguía pasando la maroma, cuando Cynthia, su esposa —cuya vida, según los nativos, él no ayudó a prolongar— murió repentinamente una noche, después de una hemorragia. De nuevo lo había perdido todo —Cynthia, el negocio, la a duras penas ganada fama de templanza, la cabeza del ángel— y vagaba por las calles cuando era de noche, gritando maldiciones en pentámetros contra los hábitos de los rebeldes y su gran indolencia; pero, presa de miedo, de perplejidad y de remordimiento, languidecía bajo la mirada reprobadora de la ciudad y se iba convenciendo, mientras la carne menguaba en su escuálido armazón, de que el flagelo de Cynthia caía ahora sobre él como venganza. Tenía poco más de treinta años, pero parecía mucho más viejo. Su rostro era amarillo y demacrado. Su nariz cérea y afilada parecía el pico de un ave. Tenía un largo bigote castaño cuyas puntas pendían fúnebremente rectas. Las tremendas libaciones habían arruinado su salud. Estaba flaco como un palo y tosía a menudo. Pensó en Cynthia, en la ciudad retraída y hostil, y tuvo miedo. Pensó que padecía tuberculosis y que iba a morir. Y así, de nuevo solo y perdido, sin haber encontrado orden ni arraigo en el mundo, y sin tocar de pies en el suelo, Oliver reemprendió su viaje sin rumbo por el continente. Marchó hacia el oeste, en dirección a la gran fortaleza de los montes, sabiendo que su mala fama no los habría cruzado y esperando poder encontrar en ellos aislamiento, una nueva vida y una salud recobrada. Los ojos del macilento espectro se oscurecieron de nuevo, como habían hecho en su juventud. Durante todo el día, bajo el cielo gris y húmedo de octubre, Oliver viajó hacia el oeste, cruzando el poderoso estado. Al mirar tristemente por la ventanilla los grandes campos sin cultivar, salpicados de tarde en tarde por fútiles, ocasionales y pequeñas granjas, que parecían haber hecho solamente mínimas roturaciones en el erial, sentía que se le enfriaba y pesaba el corazón. Pensaba en los grandes heniles de Pennsylvania, en las mieses maduras de granos dorados, en la abundancia, en el orden, en el limpio progreso de la gente. Y pensaba en que también él había querido imponerse un orden y ganarse una posición, y en la desenfrenada confusión de su vida, en las manchas y borrones de los años, y en el anárquico despilfarro de su juventud. «¡Dios mío! —pensó—. ¡Me estoy haciendo viejo! ¿Por qué aquí?» Los horribles años espectrales desfilaron en tropel por su cerebro. De pronto, vio que su vida había sido canalizada por una serie de accidentes: un rebelde loco cantando al Armagedón, el sonido de una corneta en la carretera, los mulos del ejército, la tonta cara blanca de un ángel en un taller polvoriento, la descarada oscilación de las nalgas de una ramera al pasar. Había trocado el calor y la abundancia por esta tierra yerma; al mirar fijamente por la ventanilla y ver el suelo pardo y baldío, la grande y áspera elevación del Piedmont, las fangosas carreteras de arcilla roja, y los papanatas boquiabiertos en las estaciones —un granjero flaco oscilando sobre las riendas, un negro haraganeando, un patán desdentado, una mujer nervuda y pálida con un bebé mugriento—, la extrañeza del destino le produjo un miedo intenso. ¿Cómo pudo pasar de la limpia abundancia holandesa de su juventud a esta vasta tierra perdida de seres raquíticos? El tren traqueteaba sobre la tierra vaporosa. La lluvia caía sin parar. Un ferroviario entró presurosamente en el sucio vagón de asientos tapizados y vació un cubo de carbón en la gran estufa del fondo. Una risa aguda y tonta sacudió a un grupo de patanes tumbados sobre dos asientos vueltos al revés. La campana tocó lúgubremente dominando los crujidos de las ruedas. Hubo una espera tediosa e interminable en una bifurcación próxima a los montes bajos. Después, el tren avanzó de nuevo sobre la tierra vasta y ondulada. Llegó el crepúsculo. La enorme masa de los montes surgía entre brumas. Lucecitas humeantes brotaban de chozas en las laderas. El tren se arrastraba soñoliento entre altos bastidores que esparcían fantásticos chorritos de agua. Muy arriba, y muy abajo, cabañas de juguete, empenachadas de humo, se adherían a las riberas, a las quebradas y a las faldas de las montañas. El tren serpenteaba lentamente, cuesta arriba, por hendiduras en la roja tierra. Al hacerse de noche, Oliver se apeó en la pequeña población de Old Stockade, donde terminaba la vía del ferrocarril. La última gran muralla de los montes se erguía rígida ante él. Al abandonar la triste y pequeña estación y contemplar las luces grasientas de un almacén pueblerino, Oliver tuvo la impresión de que se arrastraba, como una bestia grande, hacia el círculo de aquellos enormes montes, para morir. A la mañana siguiente continuó su viaje en diligencia. Su destino era la pequeña población de Altamont, a veinticuatro millas más allá de la gran barrera de montes exterior. Al subir fatigosa y lentamente los caballos por la carretera de montaña, Oliver se animó un poco. Era un día gris dorado de finales de octubre, brillante y ventoso. El aire montañés era luminoso y cortante. La cordillera se elevaba ante él, próxima, inmensa, limpia y desnuda. Los árboles crecían flacos y rígidos; casi no tenían hojas. El cielo estaba poblado de jirones de nubes blancas arrastrados por el viento; una espesa capa de niebla envolvía la muralla de un monte. Debajo de él, un torrente de montaña fluía espumoso sobre su lecho de rocas, y distinguió unas manchitas que eran hombres que tendían la vía férrea que llevaría a Altamont, serpenteando entre los montes. Entonces, el sudoroso atelaje llegó a lo alto del puerto y, entre altísimas y majestuosas cimas que se perdían en una niebla purpúrea, inició el lento descenso hacia la altiplanicie donde había sido construida la villa de Altamont. En la obsesionante eternidad de estas montañas, inmersa en su enorme copa, encontró una población de cuatro mil almas, desperdigadas en cien montículos y depresiones. Era una tierra nueva. Su corazón se animó. Esta villa de Altamont había sido fundada poco después de la guerra de Independencia. Había sido un lugar de parada conveniente para los ganaderos y los granjeros en su marcha hacia el este, desde Tennessee hasta Carolina del Sur. Y durante varias décadas, antes de la guerra de Secesión, había disfrutado del patrocinio veraniego de personas distinguidas de Charleston y de las plantaciones del cálido Sur. Cuando Oliver llegó allí por primera vez, el lugar empezaba a tener cierta fama, no solo como población de veraneo, sino también como sanatorio para tuberculosos. Varios ricachones del norte habían construido pabellones de caza en los montes, y uno de ellos había comprado extensos terrenos de montaña y, con un ejército de arquitectos, carpinteros y albañiles importados, estaba proyectando la mayor casa de campo de América: una construcción de piedra caliza, con pronunciados tejados de pizarra y ciento ochenta y tres habitaciones. Se había inspirado en el castillo de Blois. Había también un nuevo y gran hotel, un suntuoso edificio de madera cómodamente instalado en la cima de una colina elevada. Pero la mayoría de la población seguía siendo indígena, reclutada en las montañas y entre los lugareños de los distritos circundantes. Eran montañeses de origen escocés o irlandés, toscos, provincianos, inteligentes y laboriosos. Oliver poseía unos doscientos dólares, salvados del naufragio de la hacienda de Cynthia. Durante el invierno alquiló una pequeña barraca en uno de los bordes de la plaza pública de la villa, compró un poco de mármol y montó un taller. Pero al principio tuvo muy poco que hacer, salvo pensar en la perspectiva de su muerte. Durante el crudo y solitario invierno, mientras pensaba que se estaba muriendo, el macilento espantapájaros yanqui, que vagaba farfullando por las calles, se convirtió en objeto de los chismorreos de la gente del pueblo. Todos los que habitaban en su pensión sabían que, por la noche, andaba por su habitación a grandes pasos de animal enjaulado, y que un prolongado y grave gemido, que parecía arrancado de sus entrañas, temblaba incesantemente entre sus finos labios. Pero no hablaba a nadie de ello. Y entonces llegó la maravillosa primavera de la montaña, verde y dorada, con breves soplos de viento, magia y fragancia de flores, y tibias ráfagas de bálsamo. La profunda herida de Oliver empezó a cicatrizar. Volvió a sonar su voz en el lugar, resurgieron purpúreos destellos de la vieja retórica y el fantasma de la antigua vehemencia. Un día de abril, cuando estaba plantado delante de su taller observando el animado barullo de la plaza, como si tuviese agudizados sus sentidos, Oliver oyó la voz de un hombre que pasaba detrás de él. Y aquella voz, llana, pausada, complaciente, iluminó de súbito una imagen que había estado muerta en su interior durante veinte años. —¡Se acerca el día! Según mis cálculos, será el 11 de junio de 1886. Oliver se volvió y vio, alejándose, la nudosa y persuasiva figura del profeta que había visto por última vez perdiéndose en la polvorienta carretera que conducía a Gettysburg y Armagedón. —¿Quién es? —preguntó a un hombre. Este miró e hizo un guiño. —Es Bacchus Pentland —dijo—. Todo un carácter. Tiene mucha familia por aquí. Oliver se chupó un momento el grueso pulgar. Después, sonriendo débilmente, dijo: —¿Ha llegado ya el Armagedón? —Lo espera de un momento a otro —dijo el hombre. Entonces Oliver conoció a Eliza. Una tarde de primavera, estaba tumbado en el liso sofá de cuero de su pequeño despacho, escuchando los claros y vivos ruidos de la plaza. Una paz restauradora invadía su corpachón extendido. Pensaba en la gredosa tierra negra con su súbita iluminación de flores jóvenes, en el espumoso frescor de la cerveza y en los pétalos que se desprendían del ciruelo. Entonces oyó el vivo taconeo de una mujer que llegaba entre los mármoles, y se puso rápidamente en pie. Cuando entró ella, se estaba poniendo la gruesa y cepillada chaqueta negra. —Voy a decirle una cosa —dijo Eliza, frunciendo los labios con burlona expresión de reproche—. Quisiera ser hombre y no tener nada que hacer, salvo estar todo el día tumbada en un mullido sofá. —Buenas tardes, señora —dijo Oliver, con una ceremoniosa reverencia—. Sí —dijo, mientras una débil y taimada sonrisa se dibujaba en la comisura de sus finos labios—, confieso que me ha sorprendido cuando tomaba mi reconstituyente. En realidad, raras veces me tumbo a descansar durante el día, pero ando mal de salud desde hace un año y no puedo trabajar como solía. Guardó silencio unos momentos; su cara adoptó una expresión lastimosa de perro apaleado. —¡Ay, Dios mío! ¡No sé lo que será de mí! —¡Bah! —dijo Eliza, viva y desdeñosamente—. En mi opinión, no tiene nada de malo. Es usted un mocetón en la primavera de la vida. La mitad de estas cosas son fruto de la imaginación. La mayoría de las veces que creemos estar enfermos, solo lo estamos en nuestra mente. Hace tres años, cuando enseñaba en la escuela de Hominy Township, pillé una pulmonía. Nadie pensaba que saldría con vida de ella, pero, de alguna manera, superé la enfermedad. Recuerdo perfectamente un día en que estaba descansando… según suele decirse, aunque yo creo que estaba convaleciendo. Lo recuerdo porque el viejo doctor Fletcher acababa de visitarme y, al salir, vi que miraba a mi prima Sally y meneaba la cabeza. «¿Cómo es posible, Eliza? —dijo ella, cuando él se hubo marchado—. Me ha dicho que escupes sangre cada vez que toses; seguro que es tuberculosis.» «¡Bah!», le dije, y recuerdo que reí a mandíbula batiente, resuelta a tomarlo todo a broma, diciéndome que no iba a darme por vencida y que los burlaría a todos. «No creo una palabra de esto —prosiguió moviendo pícaramente la cabeza y frunciendo los labios—, y además todos tenemos que irnos algún día y es inútil preocuparse por lo que va a ocurrir. Puede ser mañana o puede ser más tarde, pero, en definitiva, nos tiene que ocurrir a todos.» —¡Ay, Señor! —dijo Oliver, meneando tristemente la cabeza—. Esta vez ha dado usted en el clavo. Jamás se ha dicho una verdad más grande. «¡Dios misericordioso! —pensó haciendo interiormente una mueca dolorosa—. ¿Cuánto tiempo va a durar esto? Aunque, ciertamente, esta chica es un bombón.» Miró apreciativamente su esbelta y erguida figura, observando su piel blanca y lechosa, sus ojos de un castaño oscuro, de rara expresión infantil, y sus cabellos negros como el azabache y peinados lisos hacia atrás desde la alta y blanca frente. Tenía una curiosa manera de fruncir reflexivamente los labios antes de hablar. Le gustaba tomarse su tiempo, y solo iba al grano después de interminables divagaciones por los vericuetos del recuerdo y de lo que este sugería, regocijándose con la ostentosa exhibición de todo lo que había dicho, hecho, sentido, visto o replicado, con egocéntrica delicia. Entonces, mientras él la miraba, se interrumpió bruscamente, se llevó la mano enguantada a la barbilla y lo observó con fijeza, frunciendo reflexivamente la boca. —Bueno —dijo al cabo de un momento—, si está usted recobrando su salud y pasa tumbado buena parte de su tiempo, debería tener algo en que ocupar su mente. —Abrió una maletita de cuero que llevaba y sacó una tarjeta de visita y dos gruesos volúmenes—. Me llamo Eliza Pentland —dijo pomposamente, con lento énfasis—, y represento a la compañía editorial Larkin. Pronunció estas palabras con orgullo, con digna satisfacción. «¡Dios mío! ¡Una vendedora de libros!», pensó Gant. —Ofrecemos —dijo Eliza, abriendo un grueso libro amarillo con un caprichoso dibujo de lanzas y banderas y coronas de laurel—, un libro de poemas titulado Gemas poéticas para el hogar y las veladas junto al fuego, y también El médico en casa y libro de remedios caseros de Larkin, en el que se dan instrucciones para la curación y prevención de más de quinientas enfermedades. —Bueno —dijo Gant, con una débil sonrisa, humedeciéndose brevemente el gordo dedo pulgar—, puede que encuentre la que he tenido. —Pues sí —dijo Eliza, asintiendo vivamente con la cabeza—. Como dijo alguien, se puede leer poesía para bien del alma, y a Larkin para bien del cuerpo. —Me gusta la poesía —dijo Gant, hojeando las páginas y deteniéndose con interés en la sección titulada «Canciones de la espuela y el sable»—. Cuando era niño, podía estarme una hora recitando. Compró los libros. Eliza guardó sus muestras y se levantó, mirando vivamente y con curiosidad el pequeño y polvoriento taller. —¿Tiene mucho trabajo? —dijo. —Muy poco —dijo tristemente Oliver—. Apenas lo bastante para que el alma no se separe del cuerpo. Soy un extraño en tierra extraña. —¡Bah! —dijo animosamente Eliza—. Debería salir y conocer a más gente. Necesita algo que lo distraiga de usted mismo. Si yo estuviese en su lugar, me pondría manos a la obra y me interesaría por cómo va la ciudad. Tenemos todo lo que se necesita para hacer una gran ciudad: paisaje, clima y recursos naturales; y todos deberíamos trabajar unidos. Si tuviese unos miles de dólares, ¿sabe lo que haría? —Le guiñó pícaramente un ojo y empezó a hablar, acompañándose de ademanes curiosamente masculinos, con el dedo índice extendido y el puño cerrado pero no apretado—. ¿Ve usted este rincón, el que usted ocupa? Doblará su valor en pocos años. Y ahora, ¡esto! —Señaló delante de ella, con el mismo ademán varonil—. Un día abrirán una calle por allí, a buen seguro. Y cuando lo hagan… —dijo, frunciendo pensativamente los labios—, esa propiedad valdrá mucho dinero. Siguió hablando de propiedades con extraño y reflexivo afán. La villa parecía ser un enorme plano para ella; tenía la cabeza extraordinariamente llena de cifras y de cálculos; sabía quién era el dueño de tal solar, quién vendía el suyo, el precio de venta, el valor real, los importes de las primeras y segundas hipotecas, etcétera. Cuando hubo terminado, Oliver dijo, con el énfasis de una aversión profunda, pensando en Sidney: —Confío en no tener más propiedad en la vida que una casa para vivir en ella. Solo traen preocupaciones y trabajo, y, en definitiva, se lo lleva todo el recaudador de impuestos. Eliza lo miró con expresión pasmada, como si acabase de decir una horrible herejía. —¡Qué está diciendo! ¡No puede hablar así! —dijo—. Querrá tener algo para un día de apuro, ¿no? —El día de apuro lo tengo ya ahora —dijo tristemente él—. La única propiedad que necesito son doce palmos de tierra para que me entierren. Después hablando de algo más alegre, la acompañó hasta la puerta del taller y la observó mientras cruzaba primorosamente la plaza, recogiéndose la falda en los bordillos con señorial elegancia. Y volvió a sus mármoles sintiendo nacer en su interior un gozo que creía perdido para siempre. La familia Pentland, de la que Eliza era miembro, era una de las tribus más extrañas que jamás hubiese salido de los montes. Su derecho al apellido Pentland no estaba muy claro: un escocés-inglés así llamado, ingeniero de minas, abuelo del actual cabeza de familia, había llegado a los montes después de la Independencia, buscando cobre, había vivido allí durante varios años, y había tenido varios hijos con una de las pioneras. Cuando desapareció, la mujer tomó para ella y para sus hijos el apellido Pentland. El actual jefe de la tribu era el comandante Thomas Pentland, padre de Eliza y hermano del profeta Bacchus. Otro hermano había resultado muerto durante las batallas de los Siete Días. El comandante Pentland había ganado honradamente, aunque sin ostentación, su título militar. Mientras a Bacchus, que nunca pasó de cabo, le salían ampollas en las duras manos en Shiloh, el comandante, como jefe de dos compañías de voluntarios, guardaba la fortaleza de sus montes naturales. Esta fortaleza no se vio amenazada hasta los últimos días de la guerra, cuando los voluntarios, emboscados detrás de árboles y rocas adecuados, dispararon tres ráfagas de tiros contra un destacamento rezagado de Sherman y se dispersaron sin ruido para acudir en defensa de sus fieles esposas y de sus hijos. La familia Pentland era tan antigua como otra cualquiera de la comunidad, pero siempre había sido pobre y nunca había alardeado de su nobleza. Por matrimonio, y por bodas entre parientes, podía presumir de alguna relación con la grandeza, de un poco de locura y de un mínimo de idiotez. Pero debido a su evidente superioridad, en inteligencia y en carácter, sobre la mayoría de los montañeses, gozaba de una sólida posición de respetabilidad entre ellos. Los Pentland estaban fuertemente marcados por su clan. Como en la mayoría de las personalidades valiosas en familias extrañas, su acusado sello de grupo era aún más imponente gracias a sus diferencias. Tenían firme y ancha la nariz; con aletas carnosas y bien marcadas; boca sensual, en la que se mezclaban extraordinariamente la delicadeza y la tosquedad, y que, a fuerza de pensamiento, había adquirido una asombrosa flexibilidad; frente ancha e inteligente, y mejillas planas y un poco hundidas. Los hombres solían tener el rostro colorado y eran de complexión llena, vigorosa, y de mediana estatura, aunque aquella podía variar hasta una delgadez cadavérica. El comandante Thomas Pentland era padre de una familia numerosa, de la que Eliza era la única hija superviviente. Una hermana menor había muerto hacía pocos años de una enfermedad que la familia definía tristemente como «escrófula de la pobre Jane». Había seis hijos varones: Henry, el mayor, que ahora tenía treinta años; Will, de veintiséis; Jim, de veinticuatro, y Thaddeus, Elmer y Greeley, que tenían, respectivamente, dieciocho, quince y once. Eliza tenía veinticuatro. Los cuatro hijos mayores, Henry, Will, Eliza y Jim, habían pasado su infancia en los años que siguieron a la guerra. La pobreza y las privaciones de aquellos años habían sido tan terribles que ninguno de ellos hablaba de eso ahora, pero el cruel destino había afligido sus corazones, dejando heridas que no cicatrizarían nunca. Efecto de aquellos años sobre los hijos mayores fue el desarrollo de una tacañería insensata, de una sed insaciable de riqueza y de un afán por escapar de la casa del comandante lo más rápidamente posible. —Padre —dijo Eliza, con señorial dignidad, al introducir a Oliver en el salón de la casa—, quiero presentarle al señor Gant. El comandante Pentland se levantó despacio de su mecedora junto al fuego, dobló una larga navaja y dejó sobre la repisa de la chimenea la manzana que estaba mondando. Bacchus, que estaba tallando un bastón, levantó con benevolencia la mirada; y Will, que, como de costumbre, se estaba limpiando las cortas y rígidas uñas, saludó al visitante con un movimiento de cabeza y un guiño de pájaro. Aquellos hombres se divertían constantemente con navajas de bolsillo. El comandante Pentland se acercó lentamente a Gant. Era un hombre robusto y metido en carnes, mediaba la cincuentena, de rostro colorado, barba patriarcal y las facciones gruesas y satisfechas propias de su tribu. —Su nombre es W. O. Gant, ¿eh? —Sí —dijo Oliver—, así es. —Por lo que Eliza me había contado de usted —dijo el comandante dando la señal a su público—, pensaba que hubiese debido ser L. E. Gant. La risa complacida de los Pentland resonó en la estancia. —¡Huy! —exclamó Eliza, llevándose una mano al costado de su ancha nariz—. ¡Qué cosas tiene, padre! Debería darle vergüenza. Gant sonrió, con débil y fingido regocijo. «Pobre y viejo bribón —pensó—. Tiene pensada esta frase desde hace una semana.» —Ya conoce de antes a Will —dijo Eliza. —De antes y de después —dijo Will, dándoselas de ingenioso. Cuando se hubieron extinguido las risas, dijo Eliza: —Y ese es… según lo llaman… el tío Bacchus. —Sí, señor —dijo Bacchus, haciendo una reverencia—, grande como la vida y dos veces más descarado. —En todas partes lo llaman Back-us —dijo Will haciendo un guiño a todos—, pero aquí, en la familia, lo llamamos Behind-us.

Description:
juiciosamente razonable, aficionado a argumentar a base de estadísticas, .. habilidad manual, trataba de reparar viejos desperfectos, pegando de Poe y de Hawthorne, y Omoo y Typee de Herman Melville, que encontró.
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