El amigo Manso l a i r o Benito Pérez Galdós t i d e d a d i l i b a s n o p s e r n i s a d i c u d o r p e r a r b O Advertencia de Luarna Ediciones Este es un libro de dominio público en tanto que los derechos de autor, según la legislación española han caducado. Luarna lo presenta aquí como un obsequio a sus clientes, dejando claro que: 1) La edición no está supervisada por nuestro departamento editorial, de for- ma que no nos responsabilizamos de la fidelidad del contenido del mismo. 2) Luarna sólo ha adaptado la obra para que pueda ser fácilmente visible en los habituales readers de seis pulgadas. 3) A todos los efectos no debe considerarse como un libro editado por Luarna. www.luarna.com -I- Yo no existo Yo no existo... Y por si algún desconfiado o terco o maliciosillo no creyese lo que tan llana- mente digo, o exigiese algo de juramento para creerlo, juro y perjuro que no existo; y al mismo tiempo protesto contra toda inclinación o ten- dencia a suponerme investido de los inequívo- cos atributos de la existencia real. Declaro que ni siquiera soy el retrato de alguien, y prometo que si alguno de estos profundizadores del día se mete a buscar semejanzas entre mi yo sin carne ni hueso y cualquier individuo suscepti- ble de ser sometido a un ensayo de vivisección, he de salir a la defensa de mis fueros de mito, probando con testigos, traídos de donde me convenga, que no soy, ni he sido, ni seré nunca nadie. Soy (diciéndolo en lenguaje oscuro para que lo entiendan mejor), una condenación artística, diabólica hechura del pensamiento humano (ximia Dei), el cual, si coge entre sus dedos algo de estilo, se pone a imitar con él las obras que con la materia ha hecho Dios en el mundo físi- co; soy un ejemplar nuevo de estas falsificacio- nes del hombre que desde que el mundo es mundo andan por ahí vendidas en tabla por aquellos que yo llamo holgazanes, faltando a todo deber filial, y que el bondadoso vulgo de- nomina artistas, poetas o cosa así. Quimera soy, sueño de sueño y sombra de sombra, sospecha de una posibilidad; y recreándome en mi no ser, viendo transcurrir tontamente el tiempo infinito, cuyo fastidio, por serlo tan grande, llega a convertirse en entretenimiento, me pre- gunto si el no ser nadie equivale a ser todos, y si mi falta de atributos personales equivale a la posesión de los atributos del ser. Cosa es esta que no he logrado poner en claro todavía, ni quiera Dios que la ponga, para que no se des- vanezca la ilusión de orgullo que siempre miti- ga el frío aburrimiento de estos espacios de la idea. Aquí, señores, donde mora todo lo que no existe, hay también vanidades, ¡pasmaos!, ¡hay clases, y cada intriga...! Tenemos antagonismos tradicionales, privilegios, rebeldías, sopa boba y pronunciamientos. Muchas entidades que aquí estamos, podríamos decir, si viviéramos, que vivimos de milagro. Y a escape me salgo de estos laberintos y me meto por la clara senda del lenguaje común para explicar por qué motivo no teniendo voz hablo, y no teniendo manos trazo estas líneas, que llegarán, si hay cristiano que las lea, a componer un libro. Vedme con apariencia humana. Es que alguien me evoca, y por no sé qué sutiles artes me pone como un forro corpo- ral y hace de mí un remedo o máscara de per- sona viviente, con todas las trazas y movimien- tos de ella. El que me saca de mis casillas y me lleva a estos malos andares es un amigo... Orden, orden en la narración. Tengo yo un amigo que ha incurrido por sus pecados, que deben de ser tantos en número como las arenas de la mar, en la pena infamante de escribir no- velas, así como otros cumplen, leyéndolas, la condena o maldición divina. Este tal vino a mí hace pocos días, hablome de sus trabajos, y como me dijera que había escrito ya treinta volúmenes, le tuve tanta lástima que no pude mostrarme insensible a sus acaloradas instan- cias. Reincidente en el feo delito de escribir, me pedía mi complicidad para añadir un volumen a los treinta desafueros consabidos. Díjome aquel buen presidiario, aquel inocente empe- dernido, que estaba encariñado con la idea de perpetrar un detenido crimen novelesco sobre el gran asunto de la educación; que había pre- meditado su plan; pero que faltándole datos para llevarlo adelante con la presteza mañosa que pone en todas sus fechorías, había pensado aplazar esta obra para acometerla con brío cuando estuvieran en su mano las armas, herramientas, escalas, ganzúas, troqueles y demás preciosos objetos pertinentes al caso; que entre tanto, no gustando de estar mano sobre mano, quería emprender un trabajillo de poco aliento, y que sabedor de que yo poseía un agradable y fácil asunto, venía a comprár- melo, ofreciéndome por él cuatro docenas de géneros literarios, pagaderas en cuatro plazos; una fanega de ideas pasadas, admirablemente puestas en lechos y que servían para todo, diez azumbres de licor sentimental, encabezado pa- ra resistir bien la exportación, y por último una gran partida de frases y fórmulas, hechas a molde y bien recortaditas, con más de una re- doma de mucílago para pegotes, acopladuras, compaginazgos, empalmes y armazones. No me pareció mal trato, y acepté. No sé qué garabatos trazó aquel perverso sin hiel delante de mí; no sé qué diabluras hechice- ras hizo... Creo que me zambulló en una gota de tinta; que dio fuego a un papel; que después fuego, tinta y yo fuimos metidos y bien menea- dos en una redomita que olía detestablemente a azufre y otras drogas infernales... Poco después salí de una llamarada roja, convertido en carne mortal. El dolor me dijo que yo era un hombre. -II- Yo soy Máximo Manso Y tenía treinta cinco años cuando me pasó lo que me pasó. Y si a esto añado que el caso es reciente y que muchos de los acontecimientos incluidos en este verdadero relato ocurrieron en menos de un año, quedarán satisfechos los lectores más exigentes en materias cronológi- cas. A los sentimentales he de disgustarles des- de el primer momento diciéndoles que soy doc- tor en dos facultades y catedrático de Instituto, por oposición, de una eminente asignatura que no quiero nombrar. He consagrado mi poca inteligencia y mi tiempo todo a los estudios filosóficos, encontrando en ellos los más puros deleites de mi vida. Para mí es incomprensible la aridez que la mayoría de las personas asegu- ra encontrar en esa deliciosa ciencia, siempre vieja y siempre nueva, maestra de todas las sabidurías y gobernadora visible o invisible de la humana existencia. Será porque han querido penetrar en ella sin método, que es la guía de sus tortuosos senos, o porque estudiándola superficialmente, han visto sus asperezas exteriores, antes de gustar la extraordinaria dulzura y suavidad de lo que dentro guarda. Por singular beneficio de mi naturaleza, desde niño mostré especial queren- cia a los trabajos especulativos, a la investiga- ción de la verdad y al ejercicio de la razón, y a tal ventaja se añadió, por mi suerte, la preciosí- sima de caer en manos de un hábil maestro que desde luego me puso en el verdadero camino. ¡Tan cierto es que de un buen modo de princi- piar emana el logro feliz de difíciles empresas, y que de un primer paso dado con acierto de- pende la seguridad y presteza de una larga jornada! Digan, pues, de mí que soy filósofo, aunque no me creo merecedor de este nombre, sólo aplicable a los insignes maestros del pensa- miento y de la vida. Discípulo soy no más, o si se quiere, humilde auxiliar de esa falange de nobles artífices que siglo tras siglo han venido tallando en el bloque de la bestia humana la hermosa figura del hombre divino. Soy el aprendiz que aguza una herramienta, que man- tiene una pieza; pero la penetración activa, la audacia fecunda, la fuerza potente y creadora me están vedadas como a los demás mortales de mi tiempo. Soy un profesor de filas que cumplo enseñando a los demás lo que me han enseñado a mí, trabajando sin tregua; reunien- do con método cariñoso lo que en torno a mí veo, lo mismo la teoría sólida que el hecho vo-
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